La sonrisa del robot

Diarios de bicicleta, de David Byrne

“Descubrí que ir en bicicleta unas cuantas horas al día —o incluso de casa al trabajo y viceversa— me ayuda a mantener la cordura”, dice el autor de este divertido mapa de 345 páginas, donde el lector acompaña a un guía de turistas que no tiene miedo de palpar las entrañas de regiones desconocidas y a veces inhóspitas.

David Byrne es un robot, al menos es lo que afirma mi amigo Julio cada vez que escucha la peculiar voz de quien fuera líder de los Talking Heads. Y es que al verlo uno siempre se encuentra con ese rostro apuesto y elegante, casi aséptico, en un gesto que puede ser la imagen misma de la serenidad mental. Su cabello ha encanecido durante años de intensa actividad cultural, que comprende disciplinas diversas y heterogéneas.

Sin embargo, Byrne no parece envejecer, como si su cuerpo delgado y espigado no estuviera bajo el efecto tirano de la entropía, o al menos no al mismo ritmo que los demás seres humanos. Luego de pensarlo por un minuto, el argumento de Julio tiene cierta justificación.

Fue una grata sorpresa que la editorial Sexto Piso haya lanzado en español Bycicle Diaries, el libro que recoge los textos de David Byrne sobre su afición al ciclismo, escrito durante sus viajes por todo el mundo, a los que el músico lleva siempre su bicicleta plegable como único instrumento para recorrer las venas de ciudades tan disímiles entre sí como Buenos Aires, Estambul, Manila o Sidney.

Es un punto extra el que la traducción de Marc Viaplana refleje un estilo lacónico y ágil derivado de la escritura de blog, formato original de los textos de Byrne. Leer los Diarios de bicicleta hace pensar de nuevo en la premisa de Julio: David Byrne es un robot de frases cortas y precisas, pero que en esencia domina un lenguaje humano de calidez insospechada.

A partir de ese estilo directo Byrne recorre su propia búsqueda de cómo construir un texto, como quien transita por una ciudad en el equilibrio de las dos ruedas, trazando el mapa único y personal que sólo el ciclista con su intuición puede recorrer.

A partir de ese estilo directo Byrne recorre su propia búsqueda de cómo construir un texto, como quien transita por una ciudad en el equilibrio de las dos ruedas, trazando el mapa único y personal que sólo el ciclista con su intuición puede recorrer.

“Descubrí que ir en bicicleta unas cuantas horas al día —o incluso de casa al trabajo y viceversa— me ayuda a mantener la cordura” [p. 16], dice el autor en la introducción a ese divertido mapa de 345 páginas, donde el lector acompaña a un guía de turistas que no tiene miedo de palpar las entrañas de regiones desconocidas y a veces inhóspitas.

Byrne confirma en varios pasajes que arriba de los pedales el tiempo corre de manera distinta, quizá como una forma de combatir la entropía o integrarse plenamente a ella. La bicicleta es un mirador en movimiento y privilegiado para entender que las ciudades viven de sus inquilinos, a veces parasitarios, que se mueven incesantemente al realizar sus actividades, sin percatarse de que forman parte de un todo, de un ente superior y tangible, que en su magnitud también tiene que soportar la intensa canícula o tiritar hasta las entrañas desérticas cuando llega la crudeza del invierno.

Y es que el ciclista se mueve siempre entre los puntos ciegos del tránsito de una ciudad. No es un peatón, lo saben los perros que salen de la nada, en cada esquina, furiosos al percibir un objeto extraño para ellos: tal parece que hubiera un gen canino para olfatear pedales a kilómetros. El ciclista tampoco es un conductor, así queda demostrado por los automovilistas que padecen un raro mal congénito que les impide ver una bicicleta en cruces peatonales y semáforos, así como al cambiar de carril.

En Diarios de bicicleta el autor también reflexiona sobre esa posición intermedia del ciclista, no como una desventaja de movilidad o una maldición urbana para quienes han elegido dos ruedas en lugar de cuatro, sino como el privilegio de sentir las calles de una manera diferente a la del promedio, para moverse un poco más rápido que el peatón, sin llevar la prisa de éste; dejarse llevar por un movimiento mecánico, pero natural, muy lejano al de un automotor.

Así, Byrne llega a una conclusión sobre esta forma de vida arriba de los pedales: “Las ciudades, comprendí, son manifestaciones físicas de nuestras creencias más profundas y de nuestros pensamientos muchas veces inconscientes, no tanto como individuos sino como el animal social que somos” [p. 14].

El libro contiene una narrativa interna que por momento parece el guión de una road movie, acaso como los mejores momentos de Wim Wenders. La manera en la que Byrne entreteje las ideas, que a veces pueden parecer lejanas entre sí, le permiten articular un pequeño compendio de teorías personales nacidas de la actividad mental automática que se vive al pedalear libremente. Este humilde vademécum de sociología, investigación libre sustentada en las reflexiones y no en el rigor académico, alcanza por igual a la arquitectura, disciplinas artísticas, políticas públicas, creencias religiosas y múltiples formas de vida de cada ciudad que visita el autor.

Así, Byrne llega a una conclusión sobre esta forma de vida arriba de los pedales: “Las ciudades, comprendí, son manifestaciones físicas de nuestras creencias más profundas y de nuestros pensamientos muchas veces inconscientes, no tanto como individuos sino como el animal social que somos”

La bicicleta es el pretexto o vehículo, literalmente, que David Byrne emplea para compartir sus impresiones de una sociedad globalizada e interconectada no sólo por la tecnología y los medios de comunicación, sino por las rutas culturales y físicas que integran la realidad vertiginosa del hombre del siglo XXI.

El viaje en la bicicleta es una estirpe de meditación liberadora, que sólo experimenta quien se atreve a convertirla en la permanencia de una forma de vida rayana en la espiritualidad, y que como tal acompaña al sujeto aún después de bajar de su noble vehículo.

Lo anterior queda de manifiesto en un pasaje del libro que corresponde a un viaje al desierto de Kata Tjuta en Sidney, un lugar que recuerda a los mundos desolados, fantásticos o de ciencia ficción. David Byrne rompe en llanto al ver el movimiento de una colonia de hormigas alrededor de unas hojas de eucalipto, y advierte con su intuición un pequeño orden secreto de la naturaleza, sepultado, irónicamente, por las agobiantes infraestructuras urbanas de hormigón y asfalto, que contemplan a la diminuta y vulnerable humanidad que habita en las ciudades contemporáneas.

Los trayectos dibujados por las dos ruedas se presentan no sólo como una actividad física vigorizante y que desemboca en la reflexión profunda de los aspectos sociales que rodean al individuo de cualquier rincón en el mundo; también son una experiencia de disciplina para los sentidos, que agudiza la percepción del ciclista para dar origen momentos irrepetibles de espiritualidad y autoconocimiento del cuerpo propio y de la ontología humana.

“Tengo la sensación de que el mundo tiene más de onírico, metafórico y poético de lo que realmente pensamos […] El mundo no entiende de lógica, es una canción” [p. 226], comparte David Byrne para confirmar su oficio de cartógrafo ciclista, que en su disciplina ha encontrado un reducto para sortear la locura de una sociedad que en muchos aspectos se ha deshumanizado. El rostro del robot sonríe con serenidad y paciencia. ®

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Publicado en: Diciembre 2011, Libros y autores

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