Más allá del artificio, del manejo impecable del lenguaje, de sus construcciones poéticas que se abrían paso en un mar narrativo, Daniel Sada era un ser apasionado con espíritu festivo, en la vida y en su literatura. Barroco satírico, culterano popular, el habla de sus invenciones creó una realidad aparte, pero no a la manera de esos territorios como la Santa María de Onetti o el Comala de Rulfo, sino un sitio nómada creado por atmósferas sonoras capaces de hacer ver.
Desde niño, creciendo en el árido norte, Daniel sabía que la vida estaba en otra parte y por eso mismo, en el aquí y ahora, resultaba evidente la necesidad de inventar planetas propios. Su paciencia de artesano, siempre ataviada por una carcajada a flor de piel, le hizo crear una obra literaria donde arriesgar era un estado de ánimo natural. Aquí, una conversación con el escritor fallecido el pasado 18 de noviembre.
—Daniel, tu naciste en el norte de México, una región árida en muchos sentidos. ¿Cómo fue tu formación?
—Descubrí la literatura desde que empecé a leer y escribir, en primero de primaria. Tuve la fortuna de tener una maestra, Panchita Cabrera, que era fanática de la literatura clásica, sobre todo de los clásicos españoles del Siglo de Oro, y además de la literatura latina y de la literatura griega. Nos hablaba de Homero, de Dante, de Virgilio, de Quevedo, de Góngora, de Calderón de la Barca, etcétera, a niños de seis o de ocho años. Era una mujer que estaba un poco loca para las estructuras del pueblo donde vivía, Sacramento (Coahuila), un lugar de mil habitantes y con una escuela rural, donde el panteón es más grande que el pueblo, en la parte central del estado, a unos 45 kilómetros de Monclova. Ahora, a la distancia, veo sorprendente que en un pueblo de estas características hubiese una mujer que se interesara en las letras clásicas y que le interesara cultivarlas en los niños. Esto para mí era muy desconcertante. Para la gente del pueblo era una mujer loca, incluso le quitaron la chamba porque se la pasaba hablando de literatura en lugar de enseñar el abecedario, o enseñaba el abecedario y luego pasaba inmediatamente a la literatura y se olvidaba de lo demás. Yo aprendí versificación muy pronto, desde tercero de primaria ya sabía más o menos lo que era un octosílabo, un endecasílabo, cómo medirlos, y además empezaba a escribir poemas y a veces historias con cómics, inventaba diálogos, etcétera. Pero como esto era muy vergonzoso, mis primos y la gente de ahí no hacían esas cosas, y si lo hacían era porque lo pedían de tarea. Yo seguí cultivándolo, pero como un juego secreto: compraba cuadernos, escribía versos y los escondía para que nadie los viera, para que ni mi mamá ni mis primos ni mis hermanos se dieran cuenta de que yo estaba escribiendo. Desde entonces, escribir se volvió un juego y un divertimento muy fuertes que yo ejercía totalmente en secreto y con un sentimiento de culpa enorme. Seguí leyendo libros; iba con esa maestra, que tenía una biblioteca muy interesante y a los nueve años leí a Góngora, aunque no entendí absolutamente nada pero me gustaba la eufonía, cómo sonaban las palabras, luego consultaba en el diccionario lo que no entendía, que eran la mayoría de las palabras, y escribía en un cuaderno su significado, trataba de memorizar todo el tiempo. Existen algunos cuadernos con algunas historias que escribí entonces, los tiene mi madre en su casa, son historietas de aventura donde había desde luego un héroe, o sea yo sí creía en los héroes y pensaba que el bien debía triunfar sobre el mal a como diera lugar, creía en todos esos esquemas de la literatura épica y eso era lo que escribía. Incuso inventé como personaje a un hombre viejo, heroico, de una fortaleza impresionante, una especie de Superman.
—¿Cómo era Sacramento?
—Sacramento es un pueblo de mil habitantes, no hay hospital ni farmacias, sólo mejorales, si es que acaso. La gente se cura con hierbas o bien va a otros pueblos a comprar medicinas. No hay mercado público, es un pueblo que está en el desierto, no hay un río cercano, no hay peluquería, la gente que corta el pelo lo hace en las casas. Lo único que hay es tiendas de sombreros y de abarrotes, pero no muchas tampoco, unas seis tiendas de abarrotes que abastecen a todo el pueblo. No hay panaderías. Es un pueblo donde el domingo la gente no sale y llena la plaza, o sea es un pueblo muy triste, vamos, sin servicios, no hay transporte de ninguna especie, más que burros. Cuando yo vivía ahí había como seis coches y un camión urbano que pasaba y transportaba a la gente que iba a Monclova o que venía de Cuatro Ciénagas. Ése es Sacramento y ésa es mi percepción del lugar. De ahí es mi madre, ahí tengo muchos tíos que son campesinos. Ésa es mi referencia.
—¿Y has regresado al pueblo?
Para la gente del pueblo era una mujer loca, incluso le quitaron la chamba porque se la pasaba hablando de literatura en lugar de enseñar el abecedario, o enseñaba el abecedario y luego pasaba inmediatamente a la literatura y se olvidaba de lo demás.
—Muchas veces, pero cada vez menos y cada vez menos puedo estar ahí. Porque es demasiado apabullante, un lugar donde no hay absolutamente nada, no hay un lugar para ir a tomarse un café, o alguien que te invite a escuchar música en una radio, ya no digamos en un tocadiscos. Entonces, llegar allí es mantenerse aislado, y si llevas algo para escribir está bien, pero no lo soportas mucho porque cada vez hay menos gente, se ha ido a las ciudades. Es un pueblo en ruinas, la iglesia está cerrada, ya no funciona, se está cayendo en pedazos. Ni siquiera existe el atractivo de oír las campanas.
—Luego de ese acercamiento inicial a la literatura, a través de esa peculiar maestra, ¿cómo siguió ese proceso de aprendizaje?
—Evidentemente la maestra murió y sus libros fueron trasladados a una biblioteca pública de otra ciudad. Desapareció la maestra, desaparecieron los libros y yo me dejé distraer por las andanzas de infancia y juventud, no me aboqué a la literatura, yo quería vivir y jugaba beisbol, futbol, ajedrez, billar. Comencé a estudiar otras cosas, o sea nunca pensé que iba a ser escritor, no tenía programado escribir libros ni mucho menos, aunque sí tenía ese gusanito que me habían inyectado desde un inicio y que tenía que sacar de alguna forma. Estudié contabilidad, seguí leyendo y comprando libros de los clásicos, seguí formándome y sabía que esto no era nada más como una ráfaga o un cohete que estalla y desaparece. Me interesaban las matemáticas y pensaba estudiar administración de empresas o medicina. Alguna vez soñé con dirigir un equipo de futbol, primero en ser jugador y luego en dirigir. Me metí muy de lleno a la cuestión del futbol, pero después me arrepentí. A los diecisiete o dieciocho años comencé a tocar nuevamente lo de la literatura, empecé a escribir versos, pero nada me gustaba y lo tiraba. Cuando llegué a México, con mi amigo Glenn Gallardo nos leíamos lo que íbamos escribiendo y éramos unos críticos terribles, no nos gustaba nada y hacíamos grandes piras de poemas, cuentos, inicios de novelas y todo lo quemábamos, como si fuera una fiesta quemar papel. Hasta que ya después, a los veintiún años, pedí la beca del Centro Mexicano de Escritores, me la dieron y allí conocí a Juan Rulfo y a Salvador Elizondo. Así comencé a meterme en lo que era la escritura más en serio.
—¿Crees que el haber nacido y crecido en el norte ha influido en tu escritura?
—Claro que sí. El hecho de haber crecido en un pueblo de mil habitantes, de saber que podía irme a cualquier lugar, subirme a un cerro, cruzar un río y que no estaba prohibido nada, me hacía sentir dueño del mundo, cosa que en la ciudad no lo tienes. O sea, las mamás o la gente te hacen ver que si caminas tres o cuatro calles ya es peligroso, el niño de ciudad advierte los peligros que tiene la ciudad, hay una conciencia del peligro inherente en el espíritu del bicho urbano. En mi caso, al vivir en un pueblo, yo no tenía ningún impedimento. Me iba con mis primos diez, quince kilómetros y nos subíamos a montañas, cruzábamos ríos y no había peligro que no pudiéramos resolver nosotros mismos. Además esta idea de saber que estás en un pueblo y que la civilización o la modernidad están en otra parte, o que la vida incluso está en otra parte y como en el pueblo no tienes las cosas entonces las intuyes. Yo imaginaba ciudades absolutamente locas y exorbitantes. De niño me llevaban mucho a Disneylandia y el concepto de urbe era que todas las ciudades debían ser como Disneylandia, con edificios retorcidos y subterráneos, con una organización absolutamente desquiciada y loca, con calles suspendidas en el aire, ciudades de tres pisos, uno subterráneo, otro sobre la superficie y otro en las alturas; la ciudad para mí era una fantasía total, absolutamente futurista y onírica. Así también me imaginaba el mar y la selva, como entidades absolutamente de otro mundo. Esto me sirvió, el no tener todo a la mano me hizo imaginarlo. Siempre he dicho que fuera del desierto todo es museo, que lo único que no es museo es el desierto.
—Tú haces una distinción entre la cultura norteña y la cultura fronteriza.
—Bueno, hay que empezar a decir que el norte empieza desde Zacatecas, casi desde el centro hacia arriba: Saltillo, Torreón, Durango y Culiacán son lugares norteños no fronterizos. No se relacionan con el centro, no tienen la vida del centro, no pertenecen a lo que los antropólogos llaman el México profundo, que es el sur con las culturas indígenas. La cultura norteña es una cultura del desierto, así es como la he vivido, un lugar donde todo se tiene que hacer o donde todo está por hacerse: si quiero agua tengo que hacer un pozo, todo cuesta mucho trabajo. Imagínate poner una librería en un lugar como Sacramento, o en un lugar como Monclova, que es una ciudad media, toda la labor de apostolado que tengo que hacer para que la gente lea, para trasladar los libros, los buenos libros que crea que deben leerse. En fin, conseguir todo lo que se consigue aquí en el mercado no me lo imagino en una ciudad norteña, la variedad de legumbres y frutas. Además, hay que luchar contra las condiciones atmosféricas, son climas muy extremos, hace mucho frío o hace mucho calor. Todo queda demasiado lejos, son territorios muy grandes y muy deshabitados, muy despoblados.
Yo viví en la frontera mucho tiempo pero no me gustan las fronteras, no me gusta que exista una línea y que te digan de aquí para allá no se puede pasar, no importa de qué lado estés. Me gusta mucho la excitación de la vida fronteriza. En la frontera no tienes la sensación de que vas a permanecer, como que es un lugar de paso y esa sensación la tienes todos los días, constantemente, no puedes sentar raíces y decir aquí me voy a establecer para toda mi vida. Es muy ambiguo, hay una sensación de catástrofe todo el tiempo, de que algo muy grueso va a pasar, muy grueso, va a explotar o van a matar gente, no sé, pierdes la paz interior. La vida en la frontera es muy convulsa, como de última hora, y al menos yo no percibo que pueda vivir mucho tiempo ahí. Y que si lo hago no será por muchos años porque algo me va a pasar, me voy a morir o cualquier cosa, ésa es para mí la vida en la frontera. Al mismo tiempo está la autodefensa ante la americanización, que es constante y puntual todos los días, a todas horas y por los resquicios que menos imaginas. Como no pertenezco a eso tengo que aferrarme a mi cultura, hablo otra lengua, tengo otra lógica de pensamiento y entonces se crea una cultura de resistencia.
—Regresando al pasado del que hablabas al principio, ¿qué otras cosas reconoces como alimento de tu literatura?
—El ritmo de la escritura. Me gusta mucho el sonido de las palabras: oírlas, percibirlas, volverlas a nombrar, repetírmelas hasta que me las aprendo y capto su sonido. Podría decir que la música del idioma es lo que me atrae más, en este caso es a partir de la misma escritura, no son accidentes externos, que desde luego pueden influir, pero no fundamentalmente. Cuando leí en verso y en prosa La Divina Comedia, que por cierto es uno de mis libros de cabecera, me maravilló que un libro pudiera escribirse de dos maneras contando la misma historia. Para mí ese es el libro fundamental, el árbol de la literatura occidental y todo lo demás son ramas y hojas. Yo quería lograr algo así, que la literatura pudiera funcionar como prosa y como poesía, como música y como ritmo, al mismo tiempo que como historia. Ésa ha sido mi preocupación fundamental, pero todo arranca de la misma escritura, del mismo sonido, de la eufonía, de la fonética, de los mismos acentos, del silabeo. Desde luego inciden otros efectos visuales, porque para mí es muy importante que lo que escribo también se pueda ver, que se vean las escenas que estoy contando, independientemente de cualquier juego o artificio, que el lector pueda ver sin dificultades, además de entender o de tener argumentación. En ese sentido, el impulso es justamente la música y la visualización. A partir de eso me dejo influir por sensaciones externas. A mí también me interesa que una escritura esté hecha de muchos estados de ánimo.
—¿Cómo relacionas esa vida en el norte con tu escritura?
—Yo no relaciono mucho, o necesariamente, la literatura con lo que estoy viviendo. No podría estar viviendo una cosa y al mismo tiempo escribir sobre ella, necesito cierta distancia, tengo que añorar algo y además quiero imaginar cosas. Si yo escribo de lo que estoy viviendo me limita mucho imaginativamente, siento que me tengo que supeditar a la vivencia y ser fiel a esa réplica vital, entonces no puedo. Siempre escribo de vivencias, pero en muchos sentidos transfiguradas y tomo ejemplos dispersos, pero no puedo escribir de lo que vivo, prefiero vivirlo y ya mucho después lo podré escribir. Creo mucho en la imaginación. Tampoco soy afecto a las teorías literarias, justamente porque me restringen la imaginación. O sea: todo lo que sea técnico, todo lo que sea cartabón, esquema o que implique una especie de fidelidad para nada más trasladarla a la escritura a mí me aturde mucho, me trastorna; yo necesito añorar las cosas, imaginarlas, deformarlas, escribirlas mentalmente y luego, todavía en el proceso de escritura, las cambio y las imagino, ésa la condición para que yo pueda escribir: imaginar. Evidentemente, todo lo que escribo lo he vivido, lo he percibido, lo he imaginado de muchas formas, desde muchos puntos de vista, pero para hacerlo así necesito la distancia, la añoranza, para que eso que fue una vivencia tenga un cariz de irrealidad y así también poder imaginar a mi manera y deformarlo, pero evidentemente esto no escapa de ser una vivencia, la mayoría de los personajes que yo configuro son gente que existe de una u otra manera, gente que yo he visto, que yo he tratado, que sé más o menos cuál es su lógica de pensamiento, pero también les doy otros atributos y otros defectos.
—Pero eres consciente de que en tu manera de escribir hay una presencia del presente muy fuerte, ¿no? De pronto parece que tus libros están escritos a partir de una memoria fabulosa.
Me gusta mucho el sonido de las palabras: oírlas, percibirlas, volverlas a nombrar, repetírmelas hasta que me las aprendo y capto su sonido. Podría decir que la música del idioma es lo que me atrae más, en este caso es a partir de la misma escritura, no son accidentes externos, que desde luego pueden influir, pero no fundamentalmente.
—Pues no sé si de una memoria fabulosa y tampoco estoy muy consciente de que todo lo que escribo tenga una vigencia actual inmediata. Si existe eso es por otra vía. Por ejemplo, en el caso de la novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe la inicié hace cinco años, cuando acababan de pasar las elecciones. Yo quería contar una experiencia a partir de mi frustración para votar. Nunca había podido votar, ya sea porque estoy enfermo o fuera del país o tengo alguna cosa que hacer muy importante que no me permite ir a las urnas, y la primera vez que lo intenté fue cuando se robaron las urnas. Esa experiencia fue el punto de partida, el robo de urnas a mano armada. Quería hablar de esa experiencia y no como consigna para hablar de la realidad ni mucho menos. Pienso que, como decía Oscar Wilde, el escritor que escribe copiando la realidad es justamente el más mentiroso, porque entre menos se le parezca a la realidad lo que uno escribe mas verosímil es como realidad literaria.
—¿Hasta qué punto has elaborado ese recuerdo?
—La experiencia de la votación es el punto de partida, pero a la vez yo tenía una incertidumbre. Me decía a mí mismo: ya tengo tres novelas y cuatro libros de cuentos, entonces ¿qué voy a contar ahora, voy a estar escribiendo librito tras librito o mejor me sereno y busco conectar otras historias con esa historia de la frustración electoral? Allí entró la historia de la familia, del padre peleado con los hijos o los hijos peleados con el padre, la disfuncionalidad familiar. También quería hablar de la corrupción, sobre todo de personajes maravillosos y corruptos que he conocido en ciudades y pueblos. Empecé a hilar, incorporando historias y al mismo tiempo ordenándolas, en un juego de muchas historias entreveradas y entrevistas que no sabía muy bien cómo orientar. Ya en la página 300 había abierto muchas expectativas y todavía seguían abriéndose otras pero no estaba cerrando nada y la novela se me estaba alargando. ¿Me regresaba y contaba una sola historia o me seguía con toda la carga de las historias que estaba creando, dándoles una secuela y un desenlace más o menos bien perfilado o desdibujado, pero finalmente un desenlace? Me aguanté y la novela se convirtió en una realidad paralela, porque duré más o menos cuatro años y medio en escribirla. Inventaba personajes y esos personajes se hacían vivos, estaban en mi imaginación, los soñaba, pensaba mucho en ellos. La realidad de la novela se fue imponiendo a la realidad real, a veces en una especie de pugna entre las dos y eso me pareció muy interesante. Por otra parte yo estaba un poco exasperado porque todo mundo estaba publicando y yo sentí que me hallaba en el Olimpo, de hecho perdí contacto con los amigos y con mucha gente, me hice de una disciplina muy férrea.
—¿En el Olimpo o en el limbo?
—En el limbo o en el Olimpo, cualquiera de estos dos, en donde no tuviera roce social. Me hice una disciplina de no salir de lunes a jueves, me dedicaba exclusivamente a escribir y cuando veía amigos o iba al cine o a exposiciones o hacía vida social o familiar eran los fines de semana, pero casi te puedo decir que a veces no salía en semanas enteras.
—En la realidad ¿cómo fue ese momento en que intentaste votar por primera vez?
—Yo tenía una idea de la votación, de que había que ejercer el voto. En ese tiempo acababan de autorizar a los de dieciocho años para que votaran y yo muy orgulloso fui a votar. No te exigían credencial de elector, simplemente te registraban con tu nombre y la dirección donde vivías. Yo fui muy campante, me formé y cuando faltaban como tres lugares para llegar a la casilla llegaron unos tipos y se robaron las urnas, así tal cual. Eso me desconcertó mucho. Luego apareció el presidente municipal diciendo que era un hecho vandálico y que se haría una investigación exhaustiva para esclarecer los hechos. Esa experiencia fue muy dura para mí porque ya me sentía ciudadano con derecho a opinión, a voz y voto. Me frustré muchísimo. Era mi primera incursión civil y fue frustrante, por eso la escritura se convirtió en una manera de trascender ese momento.
—Como en toda tu obra, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es un minucioso ejercicio narrativo que entrevera un lenguaje elaborado con la sabiduría popular. ¿De dónde te viene esto, además de la enseñanza de Panchita Cabrera?
—En los pueblos donde yo viví la gente se cuenta cuentos y esos cuentos perviven a través de muchos años en boca de todos y se van deformando, se van quitando y poniendo capítulos. Hay historias de los pueblos, que llaman leyendas, que se mantienen en forma oral y de repente hay alguien que las escribe tomándolas de la oralidad. Cuando yo leía a los clásicos sabía que la mayoría de los libros o de las obras eran dichas en el ágora, de viva voz. Muchas historias y muchos poemas en la Antigüedad eran dichos, no leídos. Después estaban los escribas que transcribían esa oralidad. Yo sé que La Ilíada fue dicha de viva voz, recitada, por decirlo así, y alguien después la transcribió. Yo parto de eso, una historia que no se pueda contar de forma oral no merece ser contada por escrito, las cosas que se aprende la gente es por vía visual y eso conecta escenas. Lo visual es muy importante en la escritura, porque para que la gente se acuerde tiene que verlo o verlo a través de su imaginación, pero si no puede verlo claramente es muy difícil que lo pueda aprender. La tradición más antigua está en la oralidad y no en la escritura. El lenguaje tiene que ser musical, para que las historias te lleven tienen que ser musicales. Luego aquí tienen que ver los corridos y los romances de las grandes tradiciones, los liedes alemanes, los romances españoles, los corridos mexicanos o las milongas argentinas. En fin, yo creo que todo lo que la gente percibe lo aprende por el ritmo y por la visualización. Los mejores cuentos me los han contado, no los he leído.
Luego, mi lenguaje tiene mucho que ver con el norte, porque hay que entender que en el norte se usan todavía muchos términos que vienen del siglo de oro español. Como ahí no hubo mucho mestizaje, pasaron las palabras casi directamente, no hubo suplantación y esto fue la razón de que entraran directamente. Hay palabras del castizo más clásico, del siglo XVI. Por ejemplo, los campesinos dicen promontorios en lugar de decir cimas en los cerros, o sea palabras muy cultas, o dicen dilogía o dilogia, sin acento, que es ambigüedad, palabras muy culteranas que usa la gente del pueblo. Ahora no quiere decir que toda la gente habla así, también es un lenguaje inventado, porque evidentemente hay un artificio que yo impongo.
—Eso da una riqueza y forma parte de la ambientación.
—Claro, a mí lo que interesa es partir de lo popular. Decía Marcel Schwob que las grandes obras de arte tienen como esencia lo popular, pero no para desembocar en lo popular sino para transformarse en otra cosa, porque si arranca de lo popular y no trascienden entonces lo popular se quedan en folclor. Yo considero que hay que tomar la raíz, las grandes obras de la literatura universal parten de lo popular: El Quijote, La Divina Comedia, las grandes obras del siglo pasado algo tienen de popular o por lo menos de social, no puede ser solamente un estadio abstruso de la mente.
—Daniel, todo ese alarde, en el sentido de esa capacidad de usar formas poéticas (alejandrinos, endecasílabos, octosílabos) para ponerlos al servicio de una habla popular es algo de una difícil naturalidad, ¿no?
A mí no me gusta la literatura solemne, detesto la solemnidad y la pomposidad en el arte. A mí me gusta que lo que escribo tenga muchas luces y mucha chispa, que sea festivo. El arte es, ante todo, un enigma, pero no un enigma doloroso necesariamente, puede ser un enigma absolutamente gozoso.
—A mí no me gusta la literatura solemne, detesto la solemnidad y la pomposidad en el arte. A mí me gusta que lo que escribo tenga muchas luces y mucha chispa, que sea festivo. El arte es, ante todo, un enigma, pero no un enigma doloroso necesariamente, puede ser un enigma absolutamente gozoso. El misterio de vivir no necesariamente tiene que ser doloroso, la literatura tiene que ser una fiesta. Recuerdo lo que se preguntaba Rabelais: el novelista no es un filósofo, el novelista no es un ensayista o pensador, el novelista no es un poeta, el novelista no es un dramaturgo, ¿qué es el novelista? El novelista es la unión de todo, una burla amistosa de todas las cosas. En las concepciones más antiguas de Occidente la novela se concibe como una burla y una sátira, al mismo tiempo una fiesta. En el caso de Rabelais es exagerar las cosas todo el tiempo, igual en El Quijote. Pienso que la solemnidad no se lleva con la novela porque la novela es satírica, burlesca, tiene su parte de reflexión, una novela tiene que hacer reír, llorar. Una novela necesita de todos los estados de ánimo y entre más tenga es mucho mejor, entre más puntos de vista es más elocuente y más expansiva, espiritual y vitalmente hablando. Lo popular, conjugado con el artificio culterano, no necesariamente deviene en una cuestión solemne, abstrusa, pedante, arrogante, impenetrable. Para mí, ese tipo de literatura muy a la francesa, y sobre todo a la francesa contemporáneo, me parece que está muy lejos de la gente. Una vez Rulfo me dio un consejo, el único consejo que me dio cuando lo tuve como maestro en el Centro Mexicano de Escritores, me dijo que huyera de toda la teorización: “Si usted tiene imaginación no tiene por qué andar teorizando, y si lee teoría no la exponga en su escritura, que no vaya por delante la teoría y después la historia, sino primero la historia, porque la teoría va a salir poco a poco aunque usted no quiera”. En el caso de Rulfo, él apostaba por la imaginación, porque la imaginación crea todo lo demás, incluso hasta los estados psicológicos más indeterminados.
—Para ti la narrativa es un ejercicio poético, ¿verdad?
—Sí. Yo siempre quise ser poeta. Lo que pasa es que a mí no me gusta la poesía que nada más me habla de cosas etéreas y sublimes, necesito personajes y anécdota. Mi formación con los clásicos, los poetas Homero, Virgilio, Marcial, entre otros, ha sido esencial. La Ilíada es un poema, no es una novela, La metamorfosis y El arte de amar de Ovidio son poemas, no son tratados filosóficos ni mucho menos. En el mundo antiguo todo era poesía y estaban muy bien delimitados los campos: poetas, cronistas que son historiadores y que podrían ser los antiguos novelistas, o sea, contaban la historia, los hechos reales, pero todo lo que fuera ficticio o que tuviera un distintivo de ficción ya correspondía a la poesía. Me pregunto por qué no hay poemas tan largos como La Divina Comedia, por qué ya nadie escribe un poema largo con personajes e historias. Ahora los poemas se conciben como una cosa pequeña, que habla de un estado de ánimo y de unas sensaciones, pero para mí el poema puede ser discursivo, con anécdota y personajes, como si fuera una novela. ¿Por qué escribir una novela en verso tiene que ser cosa del pasado y no del presente? Claro, yo podría haber dispuesto todo lo que he escrito como verso, pero se alarga tres o cuatro veces la extensión y no hay quién chingados me publique.
—¿Qué otras cosas aprendiste de Rulfo?
—Esencialmente su rigor, pero no desde una misma percepción. En el caso de Rulfo él lo encamina hacia limpiar, limpiar, limpiar, quitar palabras, desnudar la prosa hasta dejarla casi diáfana, y en mi caso es acumular, acumular, no tengo esa idea de estar limpiando sino al contrario, mientras más pueda acumular mejor, pero sin divagar ni extrapolar nada. A mí lo que me asombraba de Rulfo era su condición de artista, su rigor para trabajar su prosa, eso es lo que más me apasionaba de él. ®
[Entrevista realizada el año 2000]