La perplejidad, mi desconcierto al leer la Utopía es este sorprendente paralelismo entre las intenciones de amor y de justicia de uno de los hombres ejemplares de la historia occidental, y el proyecto de dominación que a decir de todos trastornó irremediablemente el concepto de lo humano en Occidente y, eventualmente, en el mundo.
Para los que nos gusta pensarnos libres de afiliación política, sin bandera ni religión, la literatura se nos presenta como una constante ocasión para la bondad, una riqueza del espíritu humano que simplemente no podemos concebir que pueda servir más que a los fines del amor y la justicia; ninguna experiencia sostiene esta creencia, y sin embargo de ahí, a un paso, se encuentra ya la idea, la ambición, de que la literatura pueda servir a construir un mundo mejor.
Se me invitó a participar en una mesa de discusión acerca de esta posibilidad. El planteamiento viene sin duda de alguien que ama la literatura, es decir, que es injusto con ella, le pide lo que ésta no puede dar. Platón, al amar la filosofía, le exigió también la respuesta, y escribió la República. La República, que se presenta si no como el primer proyecto, sí como la primera crítica y la primera desesperanza ante las experiencias de los hombres con el poder, el primer voltear a la razón como la solución al problema del hombre de vivir entre hombres, desde que no puede hacer otra cosa a riesgo de convertirse en una bestia o un dios. Platón dejó todo el peso de su desesperación en su propia respuesta, en la razón conceptual, la de una noción general que engloba la identidad de todos los particulares para organizar el mundo ante la condición humana. La de Platón en su lucha contra los sofistas que trabajaban para el prestigio de los tiranos era al final la apuesta de La Verdad contra la tiranía. Pero en sentido estricto, la primera crítica al Estado que concentra el poder en una persona y ofrece a cambio una solución, una imagen de la vida en sociedad perfecta estructurada dentro del campo literario, es la Utopía de Tomás Moro. Si bien el libro está considerado dentro del canon, su estatuto como literatura es dudoso desde que en su escritura la función de la imaginación se sujeta a la ilustración de un principio moral, es decir, carece de la imparcialidad que caracteriza la tradición literaria desde Homero. Es sin duda un libro difícil de ubicar en el curso del pensamiento occidental, dominada por un hambre inextinguible de piedad y de justicia, la Utopía está llena de ideas originales, para empezar, el mismo concepto de utopía, un lugar que no se encuentra en ninguna parte, una idea absolutamente moderna, y una definición casi perfecta de la experiencia literaria.
Moro empieza por pagar su deuda al elegir la forma del diálogo y al abrir su libro expresando su inclinación por aceptar las ideas de Platón:
No me extraña que él se negara a crear leyes para quienes no estuviesen dispuestos a aceptar la comunidad de todas las cosas; un hombre tan sabio como él tenía que vislumbrar forzosamente que el único camino para hacer feliz a una nación es establecer una igualdad en las condiciones de vida de todos sus habitantes, lo que será imposible de conseguir mientras exista la propiedad privada.
Esta igualdad se extiende, literalmente, a todos los aspectos de la vida humana. “Los habitantes de toda la isla usan la misma indumentaria, sin otra distinción que la necesaria para diferenciar a un sexo del otro y a los casados de los solteros”.A fin de que nadie pueda desear y luego codiciar lo que otros tienen, en la isla todos tienen lo mismo, la misma casa, la misma ropa, y de hecho nadie posee realmente nada, desde que la propiedad privada no existe, todo es de todos. La idea de privacidad se diluye en el bien mayor de la comunidad. El cristianismo de Moro está presente:
En Utopía no hay fondas, tabernas ni lupanares; tampoco se presentan ocasiones de corrupción mutua; no existen reuniones secretas, escondrijos ni partidos de ninguna clase; todos viven a la vista de los demás, de modo que están obligados a desempeñar su trabajo ordinario y a emplear bien sus horas libres.
Moro no podía saber que en la modernidad la desaparición de la vida privada ha significado la destrucción de la vida pública, no podía saberlo porque en el siglo XVI las instituciones políticas estaban lejos de lograr o incluso pretender la posesión absoluta de todo.
Estableciendo que el camino de la virtud es la felicidad “hay en Utopía quienes definen la virtud diciendo que es vivir según la naturaleza”. Esta es una noción estoica. Una regla estoica. La edad de oro del racionalismo griego, alrededor del 335 a.C., fue una época en la que las ciencias abstractas, las matemáticas y la astronomía, se desarrollaron a un nivel que no se alcanzaría otra vez hasta el siglo XVI, en materia política por primera vez en la historia de Grecia, importaba poco si un hombre había nacido o no en Atenas, y lo más sorprendente de todo, según Dodds en su estudio acerca de la racionalidad griega ante la irracionalidad: “Una nueva libertad de la mente para viajar hacia atrás en el tiempo y elegir de las experiencias pasadas de los hombres aquellos elementos que podrían asimilarse y explotarse mejor. El individuo empezó conscientemente a usar la tradición en lugar de que éste fuese usado por ella”. Es decir, el primer momento de lo que en la historia de Occidente, casi dos mil años después, las condiciones dadas reconocerían con el nombre de Ilustración. Es en esta época donde el racionalismo griego alcanzó su más delicado orgullo, su mayor confianza en sus poderes, y así, las escuelas estoica y escéptica, Zenón y Crisipo, consideraron las pasiones humanas un mero error de juicio, una imperfección de la conducta. Mientras el racionalismo se fortalecía y se alejaba de la realidad de la experiencia, en las inclinaciones de la mayor parte de la población una creciente y reforzada retirada hacia la adivinación y las supersticiones tomaba lugar, pareciera que una vez que el racionalismo hubiese triunfado y liberado al pueblo de la religión, esta liberación fracasara, se topara con la angustia de elegir el propio destino. A este extraño retroceso Dodds le llamó “el miedo a la libertad”.
Como Rafael al volver de la isla de Utopía, David Rousset encontró incredulidad ante lo que tenía para contar después de haber sobrevivido en el campo de concentración de Buchenwald, tanto para la imaginación como para el sentido común —que guardan relaciones estructurales de tensión— lo sucedido en los campos de la muerte es imposible de concebir. Rousset: “Aquellos que no lo han visto con sus propios ojos no pueden creerlo. —Tú mismo, antes de venir aquí, ¿tomabas en serio los rumores acerca de las cámaras de gas? —No… respondí. ¿Lo ves? Bueno, todos son como tú. En París, Londres y Nueva York, incluso en Birkenau, justo afuera de los crematorios, y aun incrédulos, cinco minutos antes de ser enviados a los sótanos del crematorio”. Bruno Bettelheim: “Era como si observara las cosas sucediendo en las que yo participaba vagamente… Esto no puede ser, tales cosas simplemente no suceden”. Lo que es imposible de concebir es que los nazis hayan logrado materializar su utopía.
Los campos de concentración fueron la realización plena del totalitarismo. Dentro de los límites de un campo se logró lo que el totalitarismo buscaba para el mundo entero: el absoluto control de la naturaleza humana, desde la interioridad del espíritu hasta la simple disciplina física, mediante una economía de la muerte. Arendt puntualiza tres operaciones, como una escala, que en el interior de los campos tenían por finalidad este resultado sin precedentes en la historia de lo humano. Primero: destruir la identidad jurídica de la persona; desde que no había ninguna razón para ser concentrado, se encontraba el criminal al lado del niño, esta circunstancia despojaba de sentido toda noción de culpabilidad o inocencia. Segundo: despojar a la persona de su derecho al martirio y a la muerte; no quedaba nadie para testificar del dolor sufrido por los otros, el suicidio estaba prohibido. Tercero, y lo más difícil de lograr según Arendt, la destrucción de la particularidad del individuo. Es mucho más difícil porque empieza con las características fisiológicas, con el tono de la voz, la singularidad de las facciones, es el ultimo escalón para destruir la noción de lo humano pero se empezaba a trabajar en ello desde el primer día que se era introducido en el campo, se les rapaba la cabeza, se les vestía de la misma manera simple, el hambre terminaba por igualar los cuerpos y los rostros, se los distinguía con la estrella amarilla, se les distinguía de tal manera que todos fuesen sin distinción. Arendt es muy clara al puntualizar los efectos de este procedimiento en serie con respecto a los encargados para realizarlo. La moral de los nazis era destruida a la par de la de los sujetos en el campo. Así se realizó el proyecto totalitarista cabalmente, el mismo que empezó con la Gleichschaltung, la estandarización de la lengua y las instituciones públicas y privadas, traducida como sincronización, homologación, uniformación. Un proyecto que empezaba a asegurar su éxito en cuanto tomaba forma en lo sueños, el nivel más privado del individuo y que se creía hasta entonces fuera de todo alcance. Esther Cohen:
Charlotte Beradt, recoge alrededor de 300 sueños en los que identifica la uniformación del inconsciente alemán, registra el sueño de un médico en 1934: Después de mis consultas, hacia las nueve de la noche, en el momento en que me dispongo a descansar tranquilamente sobre mi sofá con un libro de Mattias Grunewald, la habitación y el departamento mismo pierden bruscamente sus muros. Aterrado veo a mi alrededor tan lejos como me permite la Mirada, ya no quedan muros en los departamentos. Escucho un altoparlante que grita: “De acuerdo con el decreto sobre la supresión de los muros del 17 de este mes…”
La solución del movimiento nazi al conflicto entre la vida privada y la vida pública fue la aniquilación de ambas, la disolución de todos los muros.
Dodds: “Aquel que trata a otro ser humano como divino se asigna a sí mismo el estatus relativo de un niño o un animal”.Es una opinión que comparto a medias, seguramente aprenderíamos a repensar la tradición occidental desde sus cimientos si escuchásemos con seriedad lo que los niños y los animales tienen para decirnos, pero esta actitud hacia la autoridad es la que Kant, en plena Ilustración, llamaba “la minoría de edad de un pueblo”. Un mismo miedo es el que habita en el corazón del proyecto utópico, y probablemente, en todo proyecto de nación, tanto en Tomás Moro, que buscaba la felicidad y la justicia para todos los ciudadanos, como en el sistema totalitarista, que busca la destrucción sin fin de todo lo viviente. La perplejidad, mi desconcierto al leer la Utopía es este sorprendente paralelismo entre las intenciones de amor y de justicia de uno de los hombres ejemplares de la historia occidental, y el proyecto de dominación que a decir de todos trastornó irremediablemente el concepto de lo humano en Occidente y, eventualmente, en el mundo, paralelismo que se estructura en la racionalidad pura y la infinita problemática que le representan la singularidad subjetiva y las pasiones humanas que residen en los sentidos del cuerpo, es decir que esta misma angustia que palpita en el movimiento de una ética sin mancha y en el principio de una dominación monstruosa es, una y otra vez, el miedo a la libertad. ¿Por qué le tememos a la libertad? ¿Qué debe haber en la experiencia de la libertad para hacernos retroceder ante ella a pesar de ser reconocida en la tradición como uno de los bienes supremos, una cosa la más deseable? ¿Por qué, al parecer, simplemente no sabemos que no somos libres, y a esta ignorancia se la defiende con amor, con pasión incomparable? Acaso, la libertad se aloja en la nada, la nada sea su otro nombre, impronunciable. ®