“No hay nada como el sonido de las guitarras eléctricas”, Tamara piensa. Está sentada en el único sillón de su departamento. Tiene la tela podrida, que alguna vez fue verde olivo, y los resortes saltan debajo de sus nalgas. En la parte alta del respaldo destaca una gruesa media luna de grasa, negra y pegajosa, producto de las innumerables cabezas que ahí han reposado. De frente, una amplia pared cuyo papel tapiz verde lima con flores de lis doradas, escarapelado casi en su totalidad, deja ver en las esquinas superiores largos cordones negros de hongos desarrollados años atrás. Flexiona las piernas para poner los pies descalzos sobre el sillón y la cabeza entre las rodillas. Tiembla. Le duele la cabeza: punza y zumba. Tiene náuseas. Se le acabó la cocaína y tiene que aguantar el bajón que ya ha comenzado. Nirvana suena a buen volumen en la reproductora de cedés.
Esta es música de verdad y no la mierda que le gusta a mi madre. Esa es un de las tantas razones por las que me alegro de haber dejado su casa. Todo el puto día escuchando a esos cubanos de mierda. Me vomito en el pinche Silvio Rodríguez. La verdad que aguanto más a las cantantes de dance que a esos pendejos de la Nueva Trova, y el dance ya es bastante insoportable.
Ah, qué frío tengo. Espero que ya no tarde Rodrigo. Ojalá que no empiece con sus insinuaciones. Es un buen cuate y un buen surtidor, pero hasta ahí. Es insoportable cuando inicia la cantaleta de que si ándale, que si mira, que tanto tiempo de conocernos, que si le haces al porno, que aunque sea una probadita, mira que es de cuates, que qué tanto es tantito. Argh. No me gustan tanto los hombres, y menos como él. Siempre oliendo a sudor, aliento a tequila y lleno de pelos por todo el cuerpo. Los pelos es lo que menos me gusta de los hombres. Por eso prefiero acostarme con mujeres. Ninguna como Fabiola. Tenía que matarse la pendeja. La quería.
Termina la versión pirata del Nevermind y Tamara intenta incorporarse por otro CD. Le cuesta trabajo. Le tiemblan las piernas, las manos y la coyuntura de la mandíbula. El dolor de cabeza es ya insoportable. Ha comenzado a sudar de manera considerable. El sudor frío escurre por la frente, las sienes y la nariz. Baja por el cuello y empapa el escote de la blusa de rayas negras y plateadas. Escurre por la nuca y ensancha la mancha de sudor de la espalda.
Lo logra. Toma el Astro Creep: 2000 de White Zombie, que sobresale en una esquina, y lo mete en la reproductora. El sonido satura la habitación. Vuelve a tumbarse en el sillón y la punta de un alambre se clava en un muslo. Se queja. Echa la cabeza para atrás. Piensa que le va a salir sangre, pero sólo es moco acuoso que queda retenido a un milímetro del orificio de salida debido a la posición angular de la cara. Adelanta un poco la cabeza para liberarlo. Se limpia con la manga. Eructa y cierra los ojos tratando de dar un poco de paz a la monumental resaca del químico en bajada.
Y la pendeja de mi madre acusándome de que me había insinuado al güey de José Luis. Si parecía oso el cabrón. Tenía pelos por todos lados. Muy desagradable, incluso asqueroso. Okay, okay, sí le di baje con algunos galanes, pero no con José Luis. Aquel día en que supuso que le estaba enseñando las tetas, me dijo de todo, que era una pinche putilla de mierda, una malnacida, que me odiaba, que no veía el día que dejara de estorbar en la casa. No me dejé, qué me iba a dejar. Le dije que quien se había lanzado era él, que era su culpa por ridícula, que si una vieja de más de cuarenta anda con hombres veinte años menores obviamente iban a querer acostarse con una chava bien buena de mi edad, en vez de con una mujer en su deplorable estado. Entonces me comenzaron a llover cucharas, platos y vasos. Un vaso alcanzó mi cabeza. No se estrelló ni me cortó, pero el chipote me duró diez días. No sé por qué no me largué ese día. Todavía aguanté dos meses más con ella. Que se pudra.
Frota las manos en las mallas que lleva puestas. Tienen un estampado chillón de flores psicodélicas naranjas, violetas y rojas. Se le eriza el vello de los brazos y el de las piernas que ya ha comenzado a crecer después de cinco días sin rasurar. Dobla el torso hacia dentro, haciéndose bolita, intentando aliviar la sensación gélida que trae consigo la primera bajada del sol, a las cinco de la tarde. Comienza a molestarla la sudoración de las axilas y del ano, mal cubierto por una tanga color lila que trae puesta desde hace treinta y seis horas. El sudor se expande por la ligera tela que resguarda los recovecos y, frío ya de por sí, se vuelve una pegatina helada al contacto con el ambiente de la tarde de otoño en la Ciudad de México. Dobla la cabeza y la apoya en una mano, oprimiendo con la palma la oreja derecha. Fija la vista en la mesa de lámina con pintura blanca y patas oxidadas que tiene a un costado y que sostiene la reproductora de cedés. Estornuda. Empieza a sangrar por la nariz. Vuelve a incorporarse y a poner la cabeza hacia atrás. Del grueso resorte de las mallas, que hace las veces de pretina, saca un kleenex con el que tapona el orificio sangrante. Traga saliva con sangre. Suspira e intenta relajarse.
A Fabiola le daban miedo las hemorragias. Por eso casi nunca le hacía a la coca. Siempre pura marihuana. O casi. Decía que si le entraba grueso a la cocaína, como yo, tendría hemorragias grandes y frecuentes. Pobre, pensar que acabó en medio de una tremenda hemorragia craneal. Ese día se puso un pasón tremendo. Además de su yerbita de siempre alguien le ofreció un papel y andaba bien borracha también. Estaba hasta su madre. Era de noche. Un grupo de amigos habíamos estado en el depa de uno de ellos desde la tarde, echando desmadre. De pronto se le botó la canica por completo. Le entró un alucine tremendo. Comenzó a correr por todo el departamento, gritando de manera incontrolable. Cuando alguno de nosotros intentaba calmarla todo lo que hacía era vernos con la mirada perdida, respirar violentamente y decir que su padre la perseguía, que la iba a matar y que venía acompañado de un gnomo verde. Todavía de guasa le dije que el duende verde sólo perseguía a Spiderman. Pero siguió corriendo como loca a lo largo y ancho del lugar. Hasta que en medio de un aullido largo y penetrante se lanzó por el balcón de la recámara. La caída fue de cuatro pisos hasta el suelo. Adiós Fabiola. Se le partió la cabeza. Murió en un enorme charco de sangre. La extraño. De verdad.
Ah, qué buen solo de bajo. Cómo es chingona esta vieja.
A Fabiola le daban miedo las hemorragias. Por eso casi nunca le hacía a la coca. Siempre pura marihuana. O casi. Decía que si le entraba grueso a la cocaína, como yo, tendría hemorragias grandes y frecuentes. Pobre, pensar que acabó en medio de una tremenda hemorragia craneal.
Está acostumbrada a estas resacas. Lleva un buen tiempo ligada a la cocaína y últimamente el trabajo ha estado flojo. Ha sido difícil abrir mercado y, en consecuencia, la dinámica se ha enrarecido, volviéndose impredecible. Por igual, cuando hay labor, la paga ha disminuido. No es ya lo que fue al principio cuando hubo cierta expectación por la novedad y por el morbo de ver de qué estaban hechas las grabaciones de hardcore nacional. Cada vez más se queda horas, incluso días enteros, sin su dosis. Si esto ocurre después de algún cotorreo o de que alguien la haya invitado para ponerse chidísmos, entonces se tiene que comer la pinche crudota, entera y sin cocinar. Ha tenido la opción de prostituirse en forma, pero esto sólo lo hace de manera ocasional y cuando la circunstancia no tiene más remedio. Sigue existiendo algo del viejo cartabón clasemediero que la vio crecer. Por fortuna conoce a Rodrigo, un falderillo común, enganchado de su belleza juvenil, ardiente y vulgar, con suficiente solvencia para convidarla casi siempre que se encuentra en situaciones como la presente. Tras salir de su casa a los diecisiete años y comenzar a trabajar aquí y allá como garrotero, mesero y barman en la zona de la Roma-Condesa, su vicio lo puso en la necesidad de expandir sus ingresos, y ahora, además de seguir sirviendo cocteles en uno de los bares de moda, es un dealer con todas las de la ley. Por supuesto, el grueso de su clientela es la misma del bar. Allí lo conoció hará un par de años. Desde entonces es su pretendiente, disfrazado de amigo incondicional. Sólo un par de veces se ha acostado con él y eso a medias, porque los dos estaban muy borrachos. Sólo así se ha animado a tener un encuentro físico con su proveedor. Por lo demás es un buen tipo, pero no la atrae para nada. Es demasiado latoso e infantil, sentimentalón y con un cuerpo del montón.
Así que a pesar del frío creciente que experimenta, del dolor de cabeza y la náusea, está más animada. Adelanta la cabeza y comprueba que la hemorragia ha cesado. Jala los hombros al frente, girándolos luego hacia atrás. Hace que su cuello haga crack y suelta el aliento. Se restriega la cara con las manos. Con los dedos temblorosos intenta seguir el ritmo de la canción. Las bocinas emiten “More human than human/ More human than human”.
A Fabiola me la presentó uno de los galanes de mi madre. A ése sí se lo bajé. Resulta que el cuate tenía veintidós años y yo tenía dieciocho. Me simpatizaba, era cotorro y buena onda. Se veía a leguas que yo le gustaba. Tratábamos de coincidir siempre que la iba a ver, intercambiando miradillas lascivas. No había muchas más opciones que terminar juntos, ¿o sí? La que se nos armó en la cena de año nuevo cuando comenzamos con el coqueteo descarado, valiéndonos madre todo lo demás. El ambiente se fue tensando hasta el punto de lo insostenible porque llegó un momento en que nos apartamos de la magra concurrencia que había en la casa para pasar todo el rato cotorreando juntos. La pinche vieja armó un alboroto, pero a la semana ya estábamos en la cama. Íbamos a fiestas, reventones, tocadas y así por el estilo. Fue en un concierto, creo que de Santa Sabina, cuando me la presentó. Al poco lo mandé de vuelta bien borracho con sus cuates y al finalizar el toquín me fui a dormir a casa de ella. Era fantástica en la cama. Fue una ejemplar compañera de reventón. Por esos días agarré la fiesta más duro de lo habitual. Me quedaba en casa de ella tres o cuatro días seguidos.
Vivía en la parte superior de la que fuera casa de sus padres, una casona por el rumbo de Avenida Toluca y Periférico. La madre había muerto el verano en el que acabó la primaria y el padre era un alcohólico empedernido que ya no vivía ahí. Su hermano mayor se había juntado con una ecuatoriana y llevaba años viviendo allá. El propietario era el padre y rentaba la parte más grande de la casa a unos familiares lejanos, una pareja treintañera con una relación enfermiza que armaba escándalos cada dos por tres. De vez en cuando su padre se aparecía por allí y ella se ponía siempre rara y nerviosa. Nunca me contó gran cosa sobre su relación con él. Imagino que no era nada agradable, y siempre deseé que no fuera lo peor que se puede esperar en ciertos casos. Era un año más grande que yo y vivía prácticamente sola. No tenía broncas con que me la pasara allí. Al contrario, lo gozaba. Cuando se nos acababa el dinero, la prima lejana de abajo siempre nos hacía el paro con unos chilaquiles o unos huevos revueltos para que no nos muriéramos de hambre. Mis estancias eran cada vez más frecuentes, especialmente los días de cruda que se alargaban hasta bien entrada la semana cuando retomábamos el desmadre. Entonces mi madre empezó a joder. Cuando regresaba me armaba unos pedos monumentales, diciéndome que era una alcohólica y una buena para nada, que mientras ella me mantuviera tenía que presentarme en su casa en los horarios que ella dictaba. Hacía unos berrinches que parecía que la adolescente era ella. A manera de castigo, varias veces me dejó afuera de la casa.
Una vez regresé después de tres días de encerrona con Fabiola. Me pareció que durante todo ese tiempo no habíamos parado de coger más que lo necesario para comer unas botanas e ir al baño. Regresé porque se nos había agotado la comida, sus parientes se habían ido de vacaciones, no teníamos ni un quinto y yo ya quería comer algo decente, después de haberme hartado de palomitas, gansitos, sabritones y cocacolas con los que nos mantuvimos ese largo fin de semana. Volví por la tarde, con un aguacero veraniego a punto de caer. El cielo tupido de nubes grises y el viento cargado de humedad. Mi madre entreabrió la puerta y me miró. La cerró de nuevo. Esperó unos segundos para abrirla con violencia, salir a toda prisa y cerrarla tras de ella con un fuerte portazo. Sabía que yo no traía llaves; casi nunca las cargaba porque me estorbaban y siempre telefoneaba antes para asegurarme de que estuviera en casa y pudiera abrirme. Se dio el lujo de echar llave y encaminar sin mediar palabra hacia su coche en el estacionamiento comunitario del conjunto habitacional donde vivíamos. La seguí diciéndole que no me dejara afuera, que me diera chance, que estaba por llover, que tenía un montón de hambre, que no fuera así, que me disculpara. Me vio con odio. Abrió la portezuela del copiloto y sacó un walkman de la guantera. Se lo puso y lo accionó. Cerró ese lado, dio la vuelta por el cofre, abrió la puerta del piloto, la cerró con fuerza, me lanzó una mirada burlona, arrancó y se fue rechinando llantas. Comenzó la tormenta. Me quedé ahí parada, furiosa, empapándome y temblando de frío. Esa era mi madre. Hija de la chingada.
Escucha pasos en las escaleras del viejo edificio de apartamentos de la colonia Roma. Colinda con la colonia Doctores y es uno de los más baratos porque sus dueños decidieron dejar de atenderlo hace muchos años. No recibió daños excesivamente graves con el terremoto del 85, pero se fue arrumbando cada vez más hasta volverse una caja de muladares de buen tamaño, habitados por prostitutas, desempleados metidos en el comercio informal y personas desclasadas por el abuso de sustancias tóxicas. Todos ellos en ocasiones pagan la renta y en ocasiones no. Los propietarios están acostumbrados y, salvo casos excepcionales de negligencia extrema, hacen el tonto hasta que sus moradores vuelven a tener cierta regularidad con los pagos. Es la justificación ideal para mantener el estado deplorable en el que se halla; aunque, por supuesto, siempre será mejor que las calles.
Se incorpora con torpeza para ver por la ventana que da al hueco de las escaleras y al patio central que se supone es un estacionamiento, pero en el que sólo se ven un Dart K y un Caprice Classic herrumbrosos, con las llantas pinchadas y un montón de ratas corriendo por debajo de ellos, entre el cerrito de basura acumulada entre la parte baja de los chasises y las esquinas del cuadrilátero central de la construcción. Jala discretamente la polvosa cortina de girasoles con telarañas entre los ganchillos y el cortinero, abriendo apenas lo necesario para ver el exterior de su departamento. No es nadie. Mejor dicho, es alguien que va a otro departamento. Todavía no llega Rodrigo. Regresa al sillón rodeando la mesa de lámina. Sus piernas titubean y, al hacerlo, golpea con el antebrazo la reproductora que está encima. El compacto salta y distorsiona el sonido. Aprovecha que se ha puesto de pie para cambiar la grabación. Busca entre las revistas para mujeres, los platos sucios y los pañuelos desechables tiesos de moco y sangre de la mesilla hasta que da con un cedé. Quita a White Zombie y pone el Purple de los Stone Temple Pilots. Scott Weiland lanza al aire, con su inconfundible rango vocal, “She turned away, what was she looking at?/ She was a sour girl the day that she met me/ Hey, what are you looking at?/ She was a happy girl the day that she left me”.
Fabiola conocía a una banda bien pinche locochona y rara. En una de las últimas fiestas que fui con ella, unas semanas antes de su suicidio, me presentó a un güey que se dedicaba a hacer videos porno aquí en el D.F. Era un gay muy mal vestido que usaba sacos de imitación piel de leopardo, pantalones rojos de campana, lentes clonados de Versace y cosas por el estilo. Era muy simpático y traía a un galán que estaba para chuparse los dedos, bien mamado y nalgón, con el pelo largo y un tatuaje tribal en el brazo derecho. Entre que sí y que no, me propuso trabajar en su negocio, me dijo que lo pensara y me dio su tarjeta. A la semana siguiente le dije que sí. Fue mi estreno en el porno nacional. Claro está, el tipo no tenía ni pretensión ni talento y sus video-homes eran de pésima calidad. Con él hice nada más seis grabaciones. Elementales y aburridas: cogidas en el jacuzzi de un motel en la salida a Cuernavaca, en la cama de un hotel de Santa María La Ribera y en su propio departamento, lugar en que decidió hacer algo “humorístico”: la “consagrada” secuencia del repartidor de pizzas que llama a la puerta, deja su encargo en la mesa y la chica (yo) se la empieza a mamar justo después de decirle “buenas tardes”. Era un buen tipo, aunque un poco ladrón porque al final quedó debiéndome dinero, que de por sí no era gran cosa, y lo que gané terminé gastándomelo en el reventón, cedés, ropa y cosas por el estilo. Como compensación me dijo que me presentaría y recomendaría con un cuate que sí se tomaba con más seriedad el negocio y que estaba empecinado en parar un movimiento hardcore en la capital.
Así conocí al Jarocho, quien hasta la fecha es mi patrón. Últimamente la cosa de los videos no ha estado del todo bien, y se ha concentrado más en explotar al máximo su antro de table dance, el Galactium, así como en la liquidez inmediata que da el giro de edecanes-prostitutas que maneja por medio de su agencia en la materia, y que cobran entre tres mil y cinco mil pesos la noche, muchas veces después de hacer el gancho en exposiciones automotrices, de equipo de cómputo o de publicidad. O en los stands de las cerveceras o las grandes refresqueras afuera de los súpers. Es increíble lo que ligan esas viejas con los ejércitos de hombres casados que van a hacer las compras. Una sonrisita, una latita del nuevo lanzamiento, un guiño coquetón, como no queriendo un papelito con un número al cual llamar. Al poco, ellos hacen la llamadita y, ¡zaz, mi rey!, yo cobro tanto. Me lo ha ofrecido también, claro está, pero no soy nada buena para todo ese rollazo. Además eso de estar parada aguantando el calorón seis horas seguidas ofreciendo pendejadas con una sonrisa de oreja a oreja y escuchando música infernal, ni por asomo.
Con todo, el Jarocho sigue filmando de vez en cuando. Por fortuna soy una de sus favoritas. De videos, todo; de lo demás, si puedo evitarlo, mejor. Regularmente me he negado a atender a alguno de sus clientes de manera directa y convencional, salvo cuando me quedo sin un clavo y no hay ningún cuate a mano para salvarme. Porque Rodrigo es muy eficaz para la droga pero pésimo para la comida. Lo más que me ha invitado son unos jochos a la salida de algún antro. Al Jarocho le caí bien desde el principio porque a la hora de filmar nunca he sido remilgosa. En mi primer video con él tenía que chuparle la concha a una vieja y dejar que me meara la cara mientras lo hacía. Voltear en el acto, mamársela a un cabrón, volver a lo mío con la tipa y dejar que él me lo hiciera de a perrito. Repetir la misma secuencia tres veces antes de que el chavo se viniera en nuestra cara. Ni pío. Lo hice derecho y sin errores. La segunda ocasión, en esa misma semana, me lo iban a hacer por el ano tres tipos bien dotados. No había escenas vaginales, puro anal. Adelante con lo mío. Hasta me vine esa vez. Nunca antes me había corrido haciéndolo por el culo. Me vio bien rifada y me dijo que tenía mucho futuro. Su paga quintuplicaba la de Néstor, el gay con vestimenta de padrote barriobajero y mi iniciador en el mundillo.
En mi primer video con él tenía que chuparle la concha a una vieja y dejar que me meara la cara mientras lo hacía. Voltear en el acto, mamársela a un cabrón, volver a lo mío con la tipa y dejar que él me lo hiciera de a perrito. Repetir la misma secuencia tres veces antes de que el chavo se viniera en nuestra cara. Ni pío. Lo hice derecho y sin errores.
Esta vez sí, con dinero en la mano, me empezó a gustar de verdad el asunto. Me envalentoné y finalmente decidí dejar la casa de mi madre. Había estado chingándome con lo del primer video que hice, porque yo tenía por costumbre llevar un diario íntimo y ella, la muy cerda, acostumbraba leerlo mientras yo no estaba. Por más escondido o incluso bajo llave que lo dejara, ella veía cómo pero lograba hacerse con él. Me recriminó a voz en cuello y granizaron sus insultos. Qué más se podía esperar de una tipa tan puritana que ni en el teatro universitario, que cultivó mientras estuvo en la carrera y hasta que yo terminé la primaria, se decidió nunca a hacer un desnudo. Cosa rara y sólo atribuible a su moralismo hipócrita, ya que hasta de vieja ha presumido siempre de tener un cuerpazo, supuestamente deseado por todos los hombres que se cruzan en su camino. En ese momento me tuve que aguantar las rabiosas ganas de restregarle en la jeta todo el asunto de los videos y mentí diciéndole que había sido puro choro mío para ver si así se le quitaban las ganas de seguir leyendo mis cosas. Medio se tragó el cuento pero no dejó de advertirme que cuidadito y llegara a ser cierto, porque entonces sí me tendría que largar. Que ella no iba a estar manteniendo a putillas de mierda que, además, quién sabe qué enfermedades podría traer a su casa. Su comportamiento era más que predecible. Era una mojigata redomada por más que siempre gritara a todo pulmón que era una mujer liberal, progre e independiente. Sí cómo no.
Por eso disfruté de lo lindo dándole pelos y señales de mi oficio el día que dejé limpio mi cuarto, ayudada por Néstor y su güey, mientras ella se había ido a trabajar. Esperé a que regresara y le dije que me iba, que ya estaba bien de aguantarle madre y media. Ahora sí ya tenía dinero para valerme por mí misma y que adivinara de dónde había salido éste. Pues del porno, de dónde iba a ser. Sí, señora, de los videos donde salgo cogiendo con éste, aquél y el de más allá, ¿cómo veía?, ¿qué le parecía? Su blanca piel de pelirroja, a punto de la leche, se puso roja como un tomate. Antes de que pudiera insultarme le dije que si estaba enojada era por pura envidia. Claro, a una mujer con mi cuerpo y con mi edad cualquiera la querría para hacer cintas pornográficas, en cambio ella, por más que presumiera de estar bien buena y que todavía a su edad se sambutía sus jeans stretch, dizque para verse sabrosa, nadie la pelaría para aparecer desnuda en video, excepto, claro, que se tratara de una cinta kinky de viejas chiquirruquis con pelos en los pezones. Por respuesta me escupió y se me fue encima intentando cachetearme. La esquivé y la aventé por los hombros. Trastabilló. Me dijo que me largara en ese mismo instante, que no quería volver a verme jamás. Le respondí que estuviera segura de que así sería. Lancé mi copia de las llaves de su casa al piso en dirección a sus pies y me fui cerrando la puerta suavemente.
Primero estuve un rato en casa de Néstor y su galán. Después, con la lana que estaba haciendo me animé a rentar algo para mí sola. Un departamento en la unidad habitacional añeja, roja y grandota de la Colonia del Valle, frente al hospital 20 de Noviembre. Ahí pasé una muy buena temporada, filmando con frecuencia y agarrando el desmadrote. No digo que no pesqué ésta y aquella enfermedad venérea, pero por suerte hasta la fecha me he escapado del sida. Hasta eso que el Jarocho sabe su negocio. No estará instalado en Malibú o en Van Nuys, pero no es tan pendejo el güey. Está al pendiente de que su gente se cuide y se haga los exámenes periódicamente. Aunque sé que a fin de cuentas todo se reduce a una cuestión de suerte. Si hasta las pinches actrices gringas se han contagiado y eso que dizque allá son muy cuidadosos. Qué le vamos a hacer. Fue en ese periodo de verdadera libertad cuando me enganché en serio con la cocaína. Ya venía haciéndole con singular alegría desde antes, pero fue en aquel tiempo cuando ya no lo pude dejar más. Es tan rica la cabrona; aunque es también como un amante macho y exigente, si no la consientes todos los días te puede llegar a poner unas putizas de miedo.
Se incorpora. Quiere buscar algo para cubrirse. Con la caída del sol el departamento ha comenzado a sentirse como un refrigerador. Por la posición en la que se halla ubicado nunca recibe de manera directa la energía del astro. De por sí, sólo recibiría los rayos de la tarde, pero éstos son obstruidos por el bloque poniente, así que permanece todo el tiempo en la sombra. Esto lo vuelve sumamente frío, particularmente en el último trimestre del año. Tiembla y se apoya en la pared de tapiz desgarrado. Con el brazo que queda libre se frota el cuerpo intentando darse calor. La recámara parece lejanísima para ir por un suéter. Lejanísima, se entiende, para ir allá en el estado en que se encuentra. Da unos pasos desequilibrados y un fuerte mareo la obliga a cerrar los ojos. Cierra el puño apresando la blusa a la altura del vientre. Pega la otra mano a la pared con fuerza. Jala aire e intenta estabilizar la respiración. Un sabor amargo le llega a la garganta junto con una bola de flemas mezcladas con jugo gástrico. Escupe a un lado, entre la pared y el suelo; unas gotas gruesas le salpican los pies desnudos. Vuelve al sillón. Se abraza y gime. Dice Ay, ay, ay, ay. Sonríe y agrega Ay, mamá, pero qué borracho vengo.
La historia de odio con mi madre no es corta. Tiene raíces desde el momento en que fui concebida y al poco tiempo, de acuerdo con sus creencias dizque feministas y de intelectual de pacotilla de la época, decidió que sería madre soltera. Al carajo con mi padre quien, según me han dicho conocidos de ambos, la quería un chingo. De niña todo el tiempo me traía de arriba para abajo sin preocuparse gran cosa por mí. Siempre en sus reuniones, en sus ensayos y en las puestas de obras baratas a las que sólo iban un montón de universitarios jipiosos igual que ella. Qué decir de sus amantes. Toda la vida hubo extraños en la casa. Como siempre le ponía los cuernos al oficial, me utilizaba para cubrirle las espaldas y confirmar sus mentiras. “Acuérdate que vas a decir que fuimos a tal lado, que te llevé a tal otro, que tu abuela nos llamó para verla de improviso, que quisiste ir al parque de la nada”. En diferentes ocasiones, con las clásicas peticiones absurdas, simples y espontáneas de los niños, interrumpí alguna cena casera con la que pretendía conquistar a algún hombre, algún faje o algún inicio de cogida (ahora lo sé) en el sofá; entonces ella me regañaba y me castigaba, obligándome a no salir más de mi recámara hasta que ella lo autorizara, cosa que generalmente ocurría hasta la mañana siguiente.
Comencé a desarrollarme con rapidez. Me saltaron los pechos, se me pararon las nalgas, me engordaron las caderas y me endureció el abdomen, liso como una tabla. Por toda educación sexual, después de mi primera menstruación a los catorce, un día entró a mi cuarto, me dio una caja de condones y me dijo “Cuando los necesites, úsalos”. Nunca habló de cuándo, cómo o por qué. Pero eso sí, a partir del brote de mi adolescencia comenzó a celarme y tenerme envidia. Qué por qué veía así a su galán, que si no noté que se me lanzaba, que si traía muy apretados los jeans, que si se me salían los calzones, que qué hacía esa foto mía con bikini en el balneario en medio de mi tocador. ¡Por Dios, sólo tenía quince años! Hasta que crecí un poco más y, entonces sí, comencé a cumplírselo.
Ah, qué pinche frío de su puta madre, y el Rodrigo que no llega, ahora sí se tardó el cabrón. Es lo malo de vivir en el departamento más barato de toda la colonia Roma. Nunca pega el chingado sol aquí. Pero ni quejarme es bueno, con lo mal que ha ido el trabajo últimamente esto es lo mejor que he podido agarrar. Bien mirado, no está nada mal, especialmente porque sigo siendo independiente y, sobre todo, he recobrado mi sanidad mental lejos de mi madre. Pinche vieja de mierda.
Apenas deja de escuchar nuevos pasos en la escalera escucha los nudillos contra la puerta de madera podrida que deja ver capas de pintura verde bandera y color hueso, ralas y superpuestas. Rodrigo ha llegado. Se levanta con impulso pero detiene la aceleración en el momento al sentir el vértigo del envión, tratando entonces de ir a abrir al mejor paso posible, equilibrándose con la pared perpendicular al umbral. Abre. Lo saluda.
—No mames, te tardaste un chingo, cabrón. Me tienes aquí muriéndome de la pinche cruda. ¿Sí traes polvo, verdad?
—Híjole, bonita, discúlpame, pero es que no nos dejaban pasar aquí en Cuauhtémoc. Había un pinche desmadrote. Un chingo de patrullas, camionetas con un putero de sardos con metralletas y la avenida cerrada. No nos podíamos hacer ni para adelante ni para atrás. Creo que hubo un asalto bien cabrón, porque andaban como locos corriendo por las calles y revisando a los automovilistas. Por suerte a mí no me tocó, y eso que mi vocho está bien pinche destartalado. La gente estaba diciendo que hubo un chingo de balazos, que había dos que tres tiras muertos. Después, no mames, un puto trafical de locos. Estuvo grueso.
—Está cabrón, pero si traes el material, ¿verdad?
—Mira, de la blanca apenas traigo para dos o tres líneas, pero te traje algo mejor. Deja te enfilo tus liniecitas para que te vayas recuperando, porque me cae que pareces cadáver, y ahorita, luego, luego, nos preparo la pinche piedrita.
”Ah, mira, traigo este disquito, me lo roló el Ángel ahí en el bar, déjame ponerlo para empezar a escucharlo en lo que pongo a calentar a la morena.
—Ah, esto está con madre; ya necesitaba un buen jaloncito, no mames. A ver, de quién es ese pinche disco. No chingues, cómo te encantan estos vejestorios. Qué más se podía esperar del Ángel si ya está bien pinche ruco. ¿Cuántos años tiene el güey? ¿Treinta?
Comienza a sonar el Live in the Raw de W.A.S.P. Siente cómo el cuerpo ha comenzado a responder un poco mejor, aunque todavía le falta una dosis más fuerte para comenzar a recuperarse con aceleración. Rodrigo entra a la cocina donde encuentra una cuchara con mermelada pegada que lava nada más con agua en el fregadero. Una par de cucarachas se escabullen por la rendija del desagüe cuando abre el grifo. Saca de su mochila de lona harapienta un mecherito de aceite, un popote de acero, encendedor, el crack y unos Marlboro con empaque suave. Se apoya sobre la alacena oxidada, infestada por cucarachas y forrada por un espeso cochambre sobre lo que alguna vez fue pintura amarillo canario.
—Oye, no está tan jodido el disquito. Tiene buen guitarreo. ¿Cómo vas con esa piedra?
—Ya voy, ya voy. No, si está de poca madre, para que veas que cuando éramos niños también se hacía buen rock. Digo, el grunge es chido, pero los ochenteros también se rifaban.
Al acercarse a la entrada de la cocina Tamara escucha el crepitar de las piedrecillas y ve la flama azul del mechero que calienta la cuchara. Rodrigo está encorvado muy atento al progreso de la operación. Dice Ahí la lleva, ahí la lleva. Ella da media vuelta y se dirige a la reproductora de música. Elige un track al azar. Escucha a Rodrigo decir Ya mero, ya mero, verás que chingona está esta madre. Cierra los ojos y Blackie Lawless comienza a gritar con su peculiar estilo rasposo, alto y chillón: “Suck me, suck me, eat me raw/ Oooh, harder and faster/ Yeah, that’s the way I need”. “Oh, sí, no hay nada como el sonido de las guitarras eléctricas”, Tamara piensa. ®
—Este cuento pertenece a la colección inédita Rotación.