Theo Angelopoulos fue uno de los cineastas de una generación que pretendió cambiar el mundo, de aquellos realizadores de los que cada obra suya era una épica fílmica: física, simbólica y política.
I. La eternidad y un día en Theo Angelopoulos
Un pequeño papel pegado en las puertas del Centro de Capacitación Cinematográfica anunciaba lo siguiente: “27 de septiembre Theo Angelopoulos en México”. Era mediados del año 2004 y ésta sería la primera ocasión que el cineasta griego, uno de los más importantes realizadores fílmicos de la segunda mitad del siglo XX, visitaría nuestro país. Ahora sabemos que fue la última al enterarnos de su fallecimiento, a los 76 años de edad, sucedido el 24 de enero. Una hemorragia cerebral y varias heridas ocasionadas por la embestida de una motocicleta en la periferia de la capital griega acabó con una de las miradas más complejas y particulares de la historia del cine en el mundo. Angelopoulos (o mejor dicho Angelópulos) se encontraba filmando El otro mar, en el que la grave crisis económica que sufre actualmente su país era eje temático de la última parte de su trilogía (que conforman Parte I: Prado en llanto, 2004, y Parte II: El polvo del tiempo, 2009). Ironías de la vida son que el ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1998, con La eternidad y un día, terminara muerto así, en un encuentro infortunado entre un vehículo que corría velozmente a las afueras de Atenas y el cuerpo del maestro de la contemplación y de los largos planos secuencia, quien en ese momento buscaba locaciones para lo que ahora es una película inacabada; que sucediera, además, con una motocicleta montada supuestamente por un agente de policía fuera de servicio. Angelopoulos, en su filmografía (conformada por 16 cintas, un cineminuto y tres películas sin terminar) siempre acababa “escapando” de agentes policíacos o militares y durante prácticamente toda su vida tuvo encuentros de diversas formas con ellos. Era mediante la metáfora, la acusmática y la poesía la forma en que se comunicaba con sus espectadores en tiempos de la dictadura en Grecia, como lo cuenta al periodista Pere Alberó en una entrevista sobre la película Días del 36, de 1977, en la que en varias partes de la historia los personajes, por ejemplo, cuando hablan por teléfono no se escucha que dicen del otro lado del auricular, de otra manera Angelopoulos, que tenía ideas de izquierda en tiempos de la derecha en el poder, hubiese sido llevado a la prisión por los guardias que permanecían en cada una de las presentaciones de esa película: “Jugar al escondite con el poder es como una guerrilla. ¿Cuál es el principio de las guerrillas? […] Apareces, desapareces, atacas. Esto es una guerrilla. Así das algo, pero lo que muestras es una desaparición. Algo que no pueden ver. Es un golpe que se da para que los otros comprendan”. El cine para Theo Angelopoulos fue el sitio donde reinventó la Grecia que siempre le faltó, ya que fue un niño que abrió los ojos en tiempos difíciles, un año antes, el 27 de abril de 1935, de la dictadura de Ioannis Metaxás. “Mi vida son mis películas. En todas ellas hay una intensidad, una realización y es ahí donde está mi casa”, así me lo dijo en esa visita a México, en el año de 2004.
II. La mirada de Ulises: un homenaje al cine
Días después de ver aquel papel en las puertas de la escuela de cine resultó que Angelopoulos adelantaría su visita para el 14 de septiembre y permanecería un par de días en Guadalajara y en la Ciudad de México. El realizador vendría a conversar con los alumnos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) y también con los del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC); antes de ello charlaría con estudiantes del Centro de Investigación y Estudios Cinematográficos (CIEC) de la Universidad de Guadalajara (UdeG). Fue la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas la que logró la visita del realizador, con su estancia en México se aprovecharía para presentar un ciclo dedicado a su cine y exhibir su trabajo fílmico más reciente: Prado en llanto, con el que iniciaba una trilogía dedicada a la Grecia del siglo XX. Un trabajo realmente épico y del amor trágico entre Eleni y el acordeonista Alexis. Pulcro, estético, riguroso y muy detallado fue ese largometraje de Theo. No es de extrañarse, claro está, después de ver El viaje de los comediantes, de 1975, película de cuatro horas que trata sobre la historia de Grecia de 1939 a 1952, en el que un grupo de comediantes viaja por ese país representando una obra popular llamada: Golfo, la pastorcilla, que siempre es interrumpida durante el filme y todo esto es entrelazado con el mito de los Atridas y la dictadura de esos tiempos. En Prado en llanto se retoman tres tragedias griegas: Edipo rey, Los siete contra Tebas y Antígona. Todo indicaba que estábamos en el inicio de un cineasta que comenzaba a despedirse de este mundo. No es un descubrimiento, por supuesto, Angelopoulos estaba cerca de los ochenta años. Tan esa así que Pere Alberó, estudioso de su cine, realizó un documental, en 2009, sobre su filmografía. En el que Alberó, llama la atención, habla en pasado, como si Theo ya hubiese muerto.
El cine para Theo Angelopoulos fue el sitio donde reinventó la Grecia que siempre le faltó, ya que fue un niño que abrió los ojos en tiempos difíciles, un año antes, el 27 de abril de 1935, de la dictadura de Ioannis Metaxás. “Mi vida son mis películas. En todas ellas hay una intensidad, una realización y es ahí donde está mi casa”, así me lo dijo en esa visita a México, en el año de 2004.
Recuerdo que Theo aprovechó su estancia en México para realizar un recorrido por las pirámides de Teotihuacan. Esto me lo comentó antes de una larga conversación que tuve con él el 17 de septiembre de 2004 y otra más tres días después, el motivo: La mirada de Ulises, la cúspide de su obra fílmica. Ése fue el décimo largometraje que realizó, presentado en 1995, cuando el cine cumplía sus primeros cien años de existencia. La historia es sobre un Ulises posmoderno, interpretado por Harvey Keitel, la historia de un cineasta que tras décadas de estar fuera de Grecia y vivir en Estados Unidos retorna a su país para presentar su película más reciente, la cual produce una división en el pueblo por los temas religiosos que ahí cuestiona, y entonces debe exiliarse otra vez, aunque todo esto es un pretexto para viajar de nuevo y encontrar los tres rollos perdidos de los hermanos Manakias, los primeros cineastas griegos. El Ulises de Angelopoulos realiza un viaje doloroso, hasta llegar a un Sarajevo —una Ítaca— destruido por la guerra en donde permanecen sin revelar esos tres rollos resguardados por un anciano en la filmoteca de esa ciudad. Una mirada prisionera apunto de dar a luz un siglo después de gestada.
III. ¿Necesito del cine? ¿El cine me necesita?
En la conferencia magistral que ofreció la mañana del 20 de septiembre en la Ciudad de México Angelopoulos dijo a los alumnos que aspiran hacer cine algo fundamental: “A partir del momento en que alguien siente atracción por el cine es necesario encontrar el medio para responder a una pregunta. ¿Necesito del cine? ¿El cine me necesita? Esa es la interrogante capital para continuar. Y el único medio para comprenderla es estar en una escuela o trabajar como asistente en una película. El cine es una cultura también. Es un medio de expresión, y una cultura.[…] Es el cine el que lo escoge a uno, no al revés”. Antes de ello, mencionó algo en relación con el tema de la libertad para filmar: “Una vez que le dije a Wim Wenders, cuando me platicó de su nueva película que era de 25 millones de dólares, la primera de una serie que hizo mitad estadounidense, mitad europea: ‘Escucha, según yo, desde el momento en que te pasas de los cinco millones de dólares, son los dólares quienes hablan, no tú’. En fin, ésa es también mi libertad. Tener presupuestos no enormes y poder hacer aquello que uno desea” (“Cineastas en conversación, entrevistas y conferencias”, Juan Mora Catlett et al., Cuadernos de Estudios Cinematográficos 12, CUEC).
IV. Imágenes y palabras perpetuas con Angelopoulos
El artista griego entró a la sala de cine del Centro Cultural Universitario de la Universidad Nacional Autónoma de México en uno de esos días de mediados de septiembre de 2004. Theo Angelopoulos, vestido de azul, miraba a sus espectadores mientras ellos le aplaudían. El cineasta dijo algunas palabras en francés. No duró mucho tiempo ahí, salió rápidamente, ya que el ciclo con su cine estaba por comenzar. Fue cuestión de segundos para ir tras él y expresarle, en un inglés chabacano, mi interés por conversar sobre su trabajo fílmico, en concreto, La mirada de Ulises. Su esposa, quien lo acompañaba, fue fundamental para concertar la charla; tal vez mi entusiasmo evidente, mi necesidad de profundizar en la cosmogonía fílmica de su esposo me llevó al logro de sostener dos largas conversaciones en el hotel La Casona, en la Ciudad de México. La generosidad y la franqueza fueron dos elementos que gobernaron el encuentro y la mirada del cineasta, que transmitía cierta bondad, no titubeó en verme a los ojos. Entre todo lo que me dijo rescato sólo algunas frases de aparente azar: “México es un sitio de colores, Europa un continente gris”, me dijo. Sonrió y repitió con cierta sorpresa la palabra —pregunta, pre-gun-ta. Cuando la escuchó en mi voz en algún momento de la entrevista (la sonoridad de esa palabra le pereció fascinante, deslumbrante, un relámpago, y si algo motivo su cine fueron las preguntas, las dudas y los paisajes en la niebla). Recuerdo que me comentó que tenían, él y su esposa, un perro callejero al que llamaron Alien (extranjero) y también, añadió, que el infierno sería “el día que dejara de filmar”. Tampoco es raro saber que se unió a esas voces que no podían entender cómo el pueblo norteamericano pudo votar por “un cretino” como George W. Bush. —¿Usted considera que el cine transforma a la persona? ¿Su cine busca esa transformación? “Lo que puedo afirmar es que los viajes me han cambiado, pero si la pregunta es si a través de mis películas sobre viajes la gente se transforma, entonces puedo decirte que esta mañana se acercó la gente a decirme que mis películas son sinceras, emotivas y que les ha cambiado la vida. Si es así, bueno, pues sí lo hacen. No solamente fue aquí, sino en todo el mundo. No me refiero a las masas, sino a gente consciente y sensible, diferente a las otras que no lo son, como quienes han tenido el deseo de decirme: Me cambió la vida. Por ejemplo, en Atenas antes de partir, una joven me dijo: Felizmente usted existe. ¡Y eso no está nada mal!”
No volví a ver a Theo Angelopoulos después de ese 20 de septiembre de 2004. Le prometí que una vez que tuviese terminado mi trabajo acerca de La mirada de Ulises viajaría a Grecia para entregarle una copia de ello. Eso sí, me permití obsequiarle un árbol de la vida, hecho en Metepec, Estado de México, a su esposa, ya que para el director los árboles han sido fundamentales, tanto en sus películas como en su vida. Tal como se lo comentó a Pere Alberó en una entrevista publicada en la revista catalana de cine Nosferatu en 1997, de aquella mañana que estalló una bomba en la escuela y encontró Theo, con apenas once años de edad, los restos de su maestro de música, llamado Homero, colgando de un árbol: “Como si fueran frutos. Fue un espectáculo increíble”. Pensé, entonces que esa artesanía mexicana podía ser un detalle entrañable para él, símbolo de mi agradecimiento por la oportunidad de conversar con esa confianza y con esa amplitud sobre su vida y sobre su cine.
V. Irreverencias sobre el plúmbeo konodidaskelos
En 2009 se informó mediante un comunicado que en la edición 24 del Festival Internacional de Cine de Guadalajara 1 se contaría con la participación de Theo Angelopoulos, por lo que una vez más lo tendríamos de visita en México para ofrecer una conferencia magistral y compartir una exhibición de su segundo filme de la trilogía: El polvo del tiempo —ahora ya sabemos que fue su último largometraje. La función de gala del jueves 26 de marzo de ese año, en el Teatro Diana, se realizó con la ausencia del cineasta, ya que al final cancelaría su asistencia al festival. Pero con el mismo entusiasmo que me provocaron otras historias del maestro he de reconocer que El polvo del tiempo no me gustó. Me pareció ambigua, incomunicable, de una repetición insoportable, con una imagen ultrapasteurizada, sin ánima, demasiado producida, colorida, industrializada y muy procesada. Por momentos pensé que Angelopoulos ya había dicho, de la mejor forma, todo lo que tenía que expresar en su filmografía. Esto lo compartía con quien me lo preguntara, pero el día 24 de enero de 2012, revisando la información de los diarios internacionales por internet, me encontré con una crítica de Carlos Boyero, en el diario El País, y no pude más que soltar una carcajada por lo que expresó, el 13 de febrero de 2009, sobre ese mismo largometraje. El nombre de su escrito “Angelopoulos, denso y plúmbeo”:
Existen determinados santones del cine universal que cuando presentan su obra en los festivales, su templo natural junto a las filmotecas, me hacen sentir como ante aquella lamentable obligación de infancia consistente en ir a misa. Lo que ocurre en el altar no me incumbe ni poco ni nada, pero debes de esforzarte por contener el irreprimible bostezo, no vaya a ser que los curas o tus educadores te sacudan un coscorrón por irreverente. Excepto en la lacerante Paisaje en la niebla (observar a niños perdidos siempre me afecta) es la eterna sensación que me acompaña con el cine del sacralizado Theo Angelopoulos.
The dust of time forma parte de una trilogía en la que el ya anciano Angelopoulos parece redactar su testamento fílmico ofreciéndonos su visión de la historia del siglo XX a través de sus convulsiones más significativas. En esta ocasión utiliza la película que está rodando un director y en la que recrea la historia de sus padres para hablarnos de lo que sucedió en Rusia tras la muerte de Stalin, las penalidades de los disidentes desterrados a Siberia, el Holocausto y no sé cuántos sucesos más. Todo ello transcurre en paralelo a la crisis de identidad del atormentado director de cine, aquejado de problemas de incomunicación con su hija adolescente y desaparecida y que dice cosas tan enfáticas como: “No sé quién soy ni dónde vivo, sólo existo en las historias que cuenta mi cine”.
Las infinitas pretensiones sociológicas y críticas de Angelopoulos, sus opulentas reflexiones sobre todo lo humano, sus metáforas y su simbología van acompañadas del habitual tono plúmbeo, de interpretaciones de actores estadounidenses que no parecen enterarse de nada pero a los que han convencido de que van a estar a las órdenes de un clásico (le ocurría al despistado Harvey Keitel en La mirada de Ulises, le sigue ocurriendo aquí al nada veraz Willem Dafoe), del infalible convencimiento por parte de Angelopoulos de que está creando arte mayor y destinado a la posteridad. Y me esfuerzo por captar tantas presumibles esencias, pero no hay manera. Mi embrutecimiento estético y moral sólo anhela que el trascendente discurso se acabe cuanto antes. Que los iniciados sigan disfrutando de los rituales, la conciencia, la sabiduría y la fuerza expresiva del gran sacerdote durante mucho tiempo. Ser un frívolo y un ignorante como el que firma esto también es compatible con los buenos sentimientos hacia los feligreses ancestrales. Cada uno puede elegir a sus dioses y divertirse como quiera.
Recuerdo que Theo aprovechó su estancia en México para realizar un recorrido por las pirámides de Teotihuacan. Esto me lo comentó antes de una larga conversación que tuve con él el 17 de septiembre de 2004 y otra más tres días después, el motivo: La mirada de Ulises, la cúspide de su obra fílmica.
De los señalamientos de Carlos Boyero en El País sobre el cine de pies de plomo de Angelopoulos es algo de lo que ahora en perspectiva he tratado de ir dejando atrás, y es esa cierta solemnidad sin llegar al desprecio o lo frívolo, de lo que tiene mucho el mundillo del cine, sobre lo que puede producir el “soportar” un discurso “opulento” y “trascendental” como el del director griego. Boyero me recuerda no sólo ese momento similar que viví con la misma película de Angelopoulos, sino a algo que sucede en México, por ejemplo, con el cineasta Arturo Ripstein, a quien aplauden por su reciente película Las razones del corazón, de 2011, la cual me parece menor, pero los espectadores la ovacionan como si de verdad fuese una obra maestra. Varios periodistas se forman detrás del gran sacerdote porque el maestro se puede enojar; me da la impresión de que también sus actores y actrices, aunque en corto varios coinciden conmigo de que su trabajo es minúsculo, claustrofóbico, apretado y muy aburrido. Lo que dice Boyero me lleva también a la curiosidad de ver cómo varios periodistas mexicanos, incluso críticos, suelen aparecer —a veces obligados por los publicistas o fotógrafos— a salir en fotos acariciando una cámara de cine y no con la pluma en mano o la libreta de reportero o sencillamente mirando sentado en la butaca hacia la pantalla del séptimo arte. Hay en el fondo una especie de deseo frustrado de muchos —ésa es la impresión que me da— de que como no llegué a ser cineasta por lo menos me voy de periodista cinematográfico. No es mi caso, por supuesto. Cuando Angelopoulos les advierte a los aprendices de la cámara fílmica que se pregunten si el cine los necesita me hace pensar que el crítico o periodista cinematográfico se debe responder la pregunta a la inversa: ¿Necesito del cine? Si es afirmativo, entonces no son necesarias las fotos en las que se trae la claqueta en las manos o en que están sentados en la silla de director o con el ojo detrás de la cámara. En fin, que leer al crítico de cine de El País me ayuda abajarle de tono “plúmbeo” a la cosa fílmica, a relajarse, a volver a enfocar la mirada, pero no la del director sino la que ejercemos en esto que llamamos, a veces con cierta pomposidad, crítica cinematográfica o periodismo fílmico o ensayo cinéfilo, que de pronto pareciera una narración casi de un partido de futbol o de la venida del papa a México, con esas alabanzas y trivialidades.
La primera vez que vi una película de Angelopoulos tuve la irreverencia de bostezar más de una vez y creo, también, de quedarme dormido —ningún crítico, de eso estoy seguro, estimado lector, se ha resistido al involuntario cabeceo, a vivir el placer de echarse una pestañita, a despertarse con su propio ronquido en funciones de prensa, aunque sea la más divertida o la más plúmbea de las historias—, pero eso sólo me llevó a mí a un gran reto: el de intentar analizar la obra de Angelopoulos y en verlo como un maestro y no como gran sacerdote. Tal como lo expresa el profesor de cine y literatura en la Loyola University de New Orleans, Andrew Horton, en su libro El cine de Theo Angelopoulos, imagen y contemplación [Akal]: “Angelopoulos puede ser entendido como un konodidaskelos: maestro a través del cine. No un predicador, sino un profesor. […] Su atención a lo visual y al silencio sitúa su trabajo en el mismo papel ‘didáctico’ moral que cumplen los iconos ortodoxos, los frescos y los mosaicos. Todas la imágenes no predican ante nosotros, sino que están ahí, para nosotros, con representaciones de otro mundo. Invitan a la contemplación y a la comparación con nuestro mundo cotidiano y, por último, nos proporcionan inspiración”.
VI. El viaje al principio al final
Theo Angelopoulos fue uno de los cineastas de una generación que pretendió cambiar el mundo, de aquellos realizadores que cada obra suya era una épica fílmica: física, simbólica y política. De acontecimientos más que simple anecdotario, de llevar el cine a un lado poético, único, absoluto. No fue un cineasta del que pocos apuntaran su análisis a cada una de sus películas: Dan Fainaru, Andrew Horton, Michel Ciment o Pere Alberó han sido algunos interesados en desentrañar —seguro con más de un bostezo— de qué está constituida la Ítaca fílmica de Theo. Y es precisamente uno de ellos, Alberó, quien tuvo la oportunidad de escribir y vivir varios de los rodajes del director. Al final de su documental de 2004, Una mirada sobre el prado que llora, Angelopoulos le dijo: “‘Al principio fue el viaje’, dice Seferis. Y al final es el viaje completo yo. Viajar es un sentimiento de vivir todavía, de existir, de estar en movimiento; movimiento exterior, movimiento interior. No hay otra forma de conocerse o de conocer a los otros que el viaje. Yo digo muy a menudo que mi casa está junto a alguien que conduce. O sea, en estado de viajar, viajando en movimiento”. El viaje al más allá de Angelopoulos fue cruel pero fue filmando y nos deja una obra, como la queramos calificar, para que se mire, se analice y se reinterprete a través de las nuevas generaciones. Angelopoulos me aclaró, ese 2004, que el cine está “cerca de una transformación, no de una extinción”. Me parece que en eso no se equivocó. ®