Anthrax, la banda estadounidense de trash metal con más de treinta años de trayectoria, se presentó recientemente en la Ciudad de México y nuestro colaborador estuvo ahí para atestiguarlo, agitando la cabeza como debe ser.
I. I’m the law
Los dedos de Paco “el Héroe” Ayala se alcanzan a cerrar sobre la primera pieza de plástico. La mano no está satisfecha, y esquivando que eventualmente quede bajo la suela de una bota industrial o unos tenis maltrechos sigue buscando hasta alcanzar otras más. Finalmente son tres.
Luego el brazo reculará atrayéndola hacia la seguridad de la cercanía al cuerpo. Incorporado. Los pies bien plantados para aguantar la siguiente ola de humanidad que vendrá empujada por el sonido expelido desde los amplificadores, que desgarra el éter dentro del Vive Cuervo Salón [de la Ciudad de México].
Ayala lo sabe, se lo ha conseguido, quizá hasta podría gritarlo más allá del coro que se escucha: I’m the laaaww!!! (Es la ley, el héroe que consiguió tres plumillas conmemorativas del concierto de Anthrax en el Distrito Federal. Tres en el treinta aniversario de la banda neoyorquina. Tres para repartir sin injusticias).
II. Be All, End All
Fan 1: ¿Buscas algo?
Fan 2: Sí, mi teléfono.
Fan 1: ¿Qué era?
Fan 2: Un iPhone.
Fan 1: ¿Es éste?
Fan 2: Sí, no mameees. Cabrón, gracias.
Fan 3: No hay pedo. Chido carnal.
Minutos antes el puño de un exacerbado metalhead había impulsado por los aires con un golpee involuntario el iPhone de Ales “el Anthras” Luna. El mosh frente al escenario en el que Joey Belladona, vocalista de Anthrax, arengaba por más energía, se había tragado el smartphone arrastrándolo al mismísimo abdomen de la bestia en el que Luna también terminaría metiéndose luego de haberlo rehuido incluso en los momentos de “Caught in a mosh”.
Vomitado fuera del círculo del slam, “el Anthras” lamenta mucho más que el video o las fotos en el chip de memoria del teléfono stevejobiano. No es el precio del aparato, es el valor endemoniadamente íntimo que el iPhone lleva marcado por las manos que alguna vez lo sostuvieron. Habrá de saber que ahí, en la subcultura satanizada de los aficionados al metal hay rasgos de humanidad inesperados.
Mientras sigue desesperado, tratando de clavar la mirada entre las decenas de piernas del monstruo del mosh, Fan 1 se acerca a preguntar: “¿Buscas algo?”
Fan (Yo): Claro, a ver si un pinche fanático de Tom Yorke en el Foro Sol te lo habría devuelto. Ni madres.
III. Fight ’em ’til you can’t
Carlos Velázquez, pluma destacada de eso que los críticos literarios llaman la escena posnorteña, me mira fijamente tras los lentes oscuros mientras se pasa la mano por la nariz: “¿Anthrax?, yo pensé que iban a ver a Radiohead”. La desaprobación latente. Me vale. Será un muy buen escritor, pero sus gustos musicales me importan poco. Sí: Anthrax.
Uno a uno, nuestros interlocutores a lo largo de la tarde previa al concierto de Anthrax el 18 de abril pasado en el Vive Cuervo Salón —ninguno cuyo intelecto pueda despreciarse— irán deformando el rostro, entrecerrando los ojos, aguantando una carcajada, moviendo las manos como intentando decir algo que no alcanza a salir por su boca. Buscarán maneras de excusarse para no reír. Nos acusarán de padecer una senilidad extasiada. América-Joules y yo los miraremos con cierto estoicismo, que se irá devaluando y deslavando conforme la hora se acerque.
La multiplicación de los moshpits simplemente ocurrió. La intensidad y la energía que dividía cada uno era el parámetro para decidir a cuál asistir. Pasado el remolino de empellones y jaloneos, los más temerarios esperarían la mañana siguiente para hacer conciencia de las marcas dejadas por la fiesta del slam.
Finalmente pesó más el orgullo de seguir escuchando a una de las bandas que conformó el movimiento más consistente que evolucionaba desde el heavy metal: el thrash. Tras toda crítica quedaba el orgullo del anecdotario compartido con todo aquel que pasó por los mismos riffs, bajeos, solos enajenantes, redobles de bombo consecutivos, desaforados y extremos coros, escuchando a la banda formada por un tío y su sobrino: Scott Ian y Charlie Benante.
Lo que comenzó como una crítica al gusto musical de mi compañera y personal se adelantaba a cada segundo a una especie de evangelización musical. Sonaba a rescate de espiritualidad neuronal ligada a la decodificación de los sonidos. Coristas de programación que de haber tenido éxito habrían creado a dos zombies que olvidarían los boletos de Anthrax y correrían, o caminarían tambaleándose, hasta llegar esa misma noche al Foro Sol, pagar lo que fuese por una entrada para ver a Radiohead y babear durante el espectáculo. (No further comments…)
“…Can’t save us brains that want to feed / So won’t you feed the force? /You gotta fight ’em!!”
Encore
Días antes del concierto escuché a alguien decir que Joey Belladona, el segundo y actual vocalista de Anthrax, ya “no daba más en la voz”. Belladona pasa de los graves a los agudos sin mayor problema y desgarra el vacío a pesar de algunas fallas en el equipo de sonido que no terminan de afectar el concierto. Suena mejor que en un principio. Suena mejor que nunca antes.
Suena contundente en medio de la estridencia de las guitarras de Scott Ian y Rob Caggiano, del bajo de Frank Bello y la batería donde la ausencia de Charly Benante es cubierta con maestría por Gene Hoglan, quien ha provocado los truenos en grupos como Death, Fear Factory y Testament, sólo por mencionar algunos, y cuya estatura física le va bien con la musical.
Han pasado treinta años desde el primer disco de Anthrax y menos de uno completo desde la salida del nuevo material: Worship Music, que bien podría considerarse uno de sus mejores productos. No por “maduro” y “consecuente”, como expresarían algunos críticos, sino por el sonido clásico de la banda de Nueva York, en cuya pátina lo que se acumuló fue contundencia.
“Earth on hell” se desató mientras la primera cerveza ya bajaba por las gargantas de Ales, Paco y mía. América-Joules optó por agua. El infernal calor del recinto de conciertos comenzaba a acumular los sudores de unos tres mil metalheads con edades entre los diecisiete y los cuarenta años. Mezclados en el mosh, gritando con brazos pasados por los hombros, cantando las estrofas más conocidas, en la parte baja del Salón.
Arriba, en “los balcones” y entre mesas con botellas de ron o whisky a precios inescrutables, los metaleros mimetizados bajo el canon social del buen vestir aguantarían otra media hora antes de comenzar a aullar y gritar sin consentimiento alguno, sorprendiendo a más de uno de sus acompañantes. Amenazando con desatornillarse la cabeza y lanzarla al escenario como prenda y tributo.
“Fight’em ’til you can’t” atenazaba la idea en mi cabeza mientras compartía a gritos con Ales y Paco las anécdota de la tarde de programación neuronal que los ya insondables cerebros de América-Joules y mío rechazaron, peleando hasta que no podíamos más. Ian y Caggiano suplían las variantes de volumen con intercambios de riffs entre los que Bello y Belladona se daban el lujo de incrementar la fuerza de la voz y la base acompañada por Hoglan.
“Caught in a mosh” ratificó el ritual que toda pieza clásica tiene en un concierto. Pasar de canciones del disco más reciente a piezas como esa o “Indians” confirmaba que los tiempos de John Bush no sonarían ni por asomo en el concierto. Los treinta años de poder llegaban con lo más selecto y cargado del equipaje thrashero.
La multiplicación de los moshpits simplemente ocurrió. La intensidad y la energía que dividía cada uno era el parámetro para decidir a cuál asistir. Pasado el remolino de empellones y jaloneos, los más temerarios esperarían la mañana siguiente para hacer conciencia de las marcas dejadas por la fiesta del slam.
“In the end” no era ni siquiera para acercarse al final del concierto, porque el grupo saltó de inmediato a dejarlo claro: “Got the Time” y América-Joules que sacudía la cabeza sin importar las amenazas de tortícolis ensimismada en el metrónomo de su cráneo que sincronizaba el headbanging.
“Death rider”, “Medusa”, “Among the living”, “Be All, End All”. Belladona in crescendo y Scott brincando de un lado a otro. Bermuda y camisa negras, Vans o alguna otra marca de flats del mismo color. Bello de sonrisa imperturbable. Hoglan en un trabajo impecable.
El par de minutos del descanso y a entender por qué estábamos todos ahí, convirtiendo en el salón en un perfecto “Madhouse”, lleno de “Metal thrashing mad” people.
Después del discurso de despedida de Scott Ian, de entre las pocas palabras a las que el grupo recurrió a lo largo de las horas del concierto, además de la dedicatoria a Dimebag Darrell y Ronnie James Dio de parte de Belladona, vendría la oda al cómic Judge Dread: “I’m the Law”. Y entonces Paco Ayala ya estaba cerrando sus dedos sobre la primera pieza de plástico, de las tres que repartiría al final del concierto, sin injusticias. ®