“¿Qué he hecho”, pensaba Georges Bataille, “para ser arrojado así de todas las formas en lo imposible?” Por su parte el mexicano Juan José Arreola confesó: “Mi obra más importante es la que no he escrito, y no la que he llevado a cabo. En mi obra escrita hay una especie de desencanto previo a la realización. […] Todo hombre que quiere decir lo que siente, ya ha fracasado de entrada”.
Estas dos frases son el punto de partida que elijo para explorar la palabra, la resistencia y la muerte como algunas de las dimensiones de lo imposible. En cierto modo, estas dimensiones se superponen y dialogan entre sí de manera interminable sobre distintos aspectos de lo mismo: lo indecible.
Lo indecible está y por ello hablamos de la escritura desde la imposibilidad. ¿Cómo escribir —dice Felipe Vázquez— si las palabras obedecen a una especie de principio de incertidumbre, si hay una fractura insalvable entre la palabra y la cosa? ¿Cómo nombrar el mundo si el mundo se ha vuelto incomprensible? , sobre todo, cuando los acontecimientos de la historia provocan una ruptura tan devastadora en el continuo estético.
Hay cosas que no se pueden decir, en realidad no se encuentra cómo decirlas, no hay una lengua capaz de plasmarlas, de darles carnadura y volumen, es imposible, pero aun así en el escritor bulle esa tensión de lo que espera ser nombrado y el cuerpo del escritor cimbra. Vivencia ese galopar desbocado en el centro de la garganta, y de alguna manera debe trasladarlo a la mano, a la escritura.
Respecto de lo indecible y de aquellos que arremeten en la búsqueda de una expresión, podríamos preguntarnos ¿para qué?, si ya parece una batalla perdida de antemano. Vázquez señala, y muy bien, que los escritores de espíritus más agudos formularon la pregunta decisiva y vislumbraron los abismos que tiene la respuesta.
Hölderlin fue quizás el primer escritor moderno que se planteó con lucidez la imposibilidad de la escritura. En su elegía Pan y vino Hölderlin pregunta: “¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”, y lo pregunta a principios del siglo XIX. Otros escritores, como Mallarmé, por ejemplo, escriben desde una doble impotencia: la Nada y la Palabra.
A Paul Válery le pasó algo parecido: al aspirar a lo absoluto, como él mismo dijo: —al “elevar una página a la potencia del cielo estrellado”, se topó con lo imposible: no pudo sino hablar, y lo vuelvo a citar: “desde el fondo de un Naufragio”, pues “la destrucción —dijo— ha sido mi Beatriz”. Con él, como con otros escritores que se hicieron la pregunta decisiva, la escritura debió enfrentarse con su propio impedimento. El alter ego de Valéry, el señor Teste, dice: “Yo no estoy vuelto hacia el mundo. Tengo la cara contra el Muro. No hay nada de la superficie del Muro que me sea desconocido”.
Para no dejar dudas, más radical en esta conciencia de la imposibilidad está Edmond Jabès cuando afirma: “Se escribe siempre al filo de la Nada”. Y Bataille dice: “En cuanto a mí, tengo la conciencia (¡hasta qué punto la tengo y qué daño me hace! ¡una conciencia hinchada como una mejilla!)”.
La palabra desde la imposibilidad, desde la exclusión diría, que es una forma de imposibilidad, va tejiendo una escritura periférica, una escritura en el borde, en los pliegues. Cuando digo borde y digo pliegues me refiero a esta escritura de riesgo, de apuesta, de una conciencia hinchada como una mejilla, que no echa mano a los recursos probados y eficaces, a los resortes dramáticos bien aceitados, no, sino a la escritura a quemarropa.
Un personaje de mi novela Doma (Alción, 2004) reflexiona sobre lo paradójico de esta cuestión, de la palabra, de la imposibilidad, y dice:
Hoy desperté con la palabra imposible en el borde de los pensamientos. Es una mañana fría de invierno. Aun así, el sol dora el follaje de mi mundo abriendo su ramillete de luz sobre la hierba recién despierta. Aun así, imposible.
Me ha pasado tantas veces. Amanecer con una palabra de la que no logro desprenderme sino hasta muy entrada la noche cuando concilio el sueño. Lo sé. Durante el día entero tendré esta sensación, la conozco bien. Sentir a la palabra de turno merodear. Comportándose como si se tratara de una disidente. Imponiéndome su rostro desafiante. Su propósito es que la piense más que al resto. Si su significado no me incomodara tanto la pensaría. Pero, sin excepción, las palabras que toman esta actitud siempre duelen.
Imposible se alimenta de mis atajos. Cuanto más me empeño en eludirla más crece su sombra. En ciertos momentos, cuando el calor del mediodía baja a tocar la frente o las manos no tiemblan, parece retirarse a la periferia del pensamiento. Momentos fugaces. Breves recreos en los que el paisaje se limpia de brumas. ¿Sigue ahí? ¿Ahora? Si me diera vuelta repentinamente la encontraría bien parada exhibiendo su sonrisa oscura. Otra vez en el centro. Imposible central.
Es más que una palabra. Por ejemplo, ahora mismo, ir al jardín es imposible. Seguir el hilo negro de mil patas que llevan restos de mi desayuno a la boca del hormiguero, imposible. Recoger las últimas hojas que el viento arranca a mis árboles, imposible. Ver cómo duerme el gato vecino sobre el tejado. Sacudir las alfombras al sol. Oler la tierra mojada. Juntar las ramas para mantener encendido el hogar en la noche. Hogar. Imposible.
Podríamos pensar pues que la escritura se concibe como un trato, un acuerdo, un pacto con lo imposible y se transforma en una especie de silencio. Vázquez señala que desembocan en este silencio los escritores que tienen una conciencia límite de la palabra. ¿Por qué? Porque la palabra es, ella misma, un muro entre la realidad y el sentido de la realidad; la palabra es incluso el muro de la palabra. El escritor que no descubre esta imposibilidad es un falso escritor y, vayamos más lejos, si no quiere ser un fraude, tiene que asumir este desafío. Ante la locura del horror propio y ajeno, ante la interferencia bestial de los acontecimientos históricos, el escritor debe dar una respuesta desde el Muro.
Hay escritores que lo hicieron y que lo hacen. Hay dos fragmentos imposibles, uno de Maurice Blanchot y otro de Fernando Aramburu, que sirven perfectamente para indagar en el misterio de la muerte desde la escritura imposible.
Blanchot cuenta así la historia de un joven a punto de ser fusilado por los nazis:
Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinario, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo), ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia.
En el relato Blanchot dice que la llegada de los rusos interrumpe el fusilamiento y el joven prisionero es perdonado por ser considerado noble y no un simple pobre.
Blanchot continúa:
Entonces comenzó, sin duda, el tormento de la injusticia para el joven. Ya no el éxtasis; el sentimiento de que él sólo estaba vivo porque, incluso, a los ojos de los rusos, pertenecía a una clase noble. Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato.
Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabía traducir: ¿liberado de la vida?, ¿el infinito se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso más allá. Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él.
Por su parte los personajes del fragmento de Fernando Aramburu dicen:
Había dieciocho camas alineadas junto a la pared, en un aposento oscuro. Yo ocupaba la quinta, empezando a contar por la izquierda. En esto se oyó una voz en la oscuridad que dijo: “Uno de ustedes ha dejado de existir. El resto puede levantarse. La cena está servida”. Todos se levantaron sin demora de las camas, menos el que se hallaba a mi lado y yo. Le pregunté cuál de los dos sería el muerto. “No hay duda de que ya no vivo”, susurró. Agradecí su sinceridad y me incorporé a la fila de los que salían.
Según el crítico Espinosa Proa, esa exigencia de darse al abismo en la escritura es aquello que para Blanchot caracteriza a la experiencia literaria. Si la palabra es la vida de la muerte, la inquietud de la escritura es el deseo de alcanzar, de tocar el antes de la palabra. No la (palabra) flor, sino su negrura, su perfume irrespirable, su polvo invisible que lo impregna todo, “ese color que es rastro y no luz”, dirá Blanchot. Búsqueda imposible, de esa imposibilidad que consiste en llegar a la muerte desde la vida —y volver, ileso, a ella.
Blanchot nota que Kafka se percató muy tempranamente del vínculo que enlaza a la escritura con la muerte: “Sólo se puede escribir”, dice Blanchot a propósito de un pasaje del Diario de Kafka, “si se permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si con ella se han establecido relaciones de soberanía”.
Y en su texto La Locura de la luz Blanchot le hace decir al protagonista:
A veces en mi cabeza se creaba una vasta soledad en la que el mundo desaparecía por completo, aunque salía de allí intacto, sin un rasguño, nada lo malograba. Estuve a punto de perder la vista, al machacarme alguien cristal en los ojos. Esa acción me estremeció, lo reconozco. Tuve la impresión de entrar en el muro, de errar en una maraña de sílex. Lo peor era la brusca, la horrorosa crueldad de la luz; no podía ni mirar ni dejar de mirar; ver era lo espantoso, y parar de ver me desgarraba desde la frente hasta la garganta.
[…] Observé entonces por primera vez que ellos eran dos […] un técnico de la vista, el otro un especialista en enfermedades mentales […] eso le daba constantemente a nuestra conversación el carácter de un interrogatorio autoritario, vigilado y controlado por una regla estricta. Ni uno ni otro, en verdad, era comisario de policía. Pero, siendo dos, a causa de ello eran tres, y este tercero quedaba firmemente convencido, estoy seguro, de que un escritor […] es siempre capaz de contar unos hechos de los que se acuerda.
¿Un relato? No, nada de relatos, nunca más.
Esta resistencia de Blanchot, que desde la escritura misma asevera: “¿Un relato? No, nada de relatos, nunca más”, demuestra que el acto de la escritura no sólo es una subversión contra el sistema, es también el Muro que nos salvaguarda. Él habla del muro. Si los hechos brutales de la historia impiden el “Sí” de la escritura, ésta debe responder con el “No”, pero en ningún caso debe renunciar a sí misma.
Así lo hizo Juan José Arreola que nombré al inicio en su cuento “Parirán los montes”. El drama que cuenta “Parirán los montes” es el siguiente —cito a Arreola: “Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes”. Es decir, que él era escritor.
Y ahora aclaro, Arreola toma el título de su cuento de un verso del Arte poética de Horacio, “Parturient montes, nascetur ridiculus mus” (Parirán los montes, nacerá un ridículo ratón), como una metáfora del hecho literario, metáfora con la que Arreola juega en son de burla cuando, a grandes promesas, que generan grandes expectativas (los montes gigantescos) siguen resultados miserables (dan a luz a un mísero ratón).
Así, si del parto, del dar a luz de la escritura surge una cosa ridícula, un ratoncito, una literatura que no dice lo imposible, entonces la escritura carece de sentido y deja de ser necesaria. El mismo Arreola afirmó: “En ‘Parirán los montes’ está el fin y me despedí de la literatura. […] ¿Para qué escribo si no voy a proponer nada más que una criaturita de este tamaño (un ratón ridículo)?”
Arreola, como Rulfo y muchos otros, es un ejemplo del escritor cuya materia expresiva resulta insuficiente, impotente, para nombrar lo inefable y, por lo tanto, asume la condena de renunciar al verbo, pero hay quien renuncia a la palabra desde la palabra. Y eso es lo interesante.
Arreola una vez contó:
Hace treinta años descubrí que no lograría escribir como yo quería, y que no tenía caso seguir insistiendo. […] Después de lo que pude escribir no me interesa nada, sino lo imposible, y cada vez veo con mayor claridad que la poesía es imposible. Por eso, los únicos poetas que me interesan son los que llamo escritores imposibles. […] Tengo pasajes de escritor imposible, porque yo mismo no puedo saber hasta dónde llegué. […] Acabé también por decir: que toda literatura es baldía como la tierra gastada, pero podemos recuperar algunas porciones si las habitamos realmente con el espíritu, a pesar de la erosión permanente del lenguaje.
Termino con una cita de Bataille, porque con él empecé, que resume de manera tremenda esta imposibilidad: