Ir de vuelta sobre la filmografía de uno de los cineastas más importantes de la actualidad podría ser visto como una actividad altamente culterana. Pero cuando su primera incursión en el cine profesional se encuentra listada dentro de los filmes más perturbadores de todos los tiempos, es la curiosidad perniciosa la que invita a revisar el archivo.
Y no es de sorprender, porque la mirada de Michael Haneke no ha dejado de asombrar por la inteligencia y agudeza con la que embate sus temas. Auténticas irrupciones al consciente de quien los mira, Haneke nos convierte en voyeurs en los que la necesidad de mirar es reprendida en cuanto aparecen los títulos, porque rara vez muestra la salida. Al abandonar la sala después de una de sus películas uno se queda con una cierta incomodidad, como si se acabara de presenciar una masacre e ir a tirar al retrete los litros de refresco ingeridos o acabarse las palomitas estuviera fuera de alguna norma ética. No se puede ser pasivo, lo que se acaba de ver no es del todo un divertimento. Algo tendría que estar pasando dentro de uno.
Y regularmente es el caso.
En El Séptimo Continente (1989) asistimos al ritual de acciones cotidianas de una familia de clase media austriaca, a cuyos integrantes no les vemos el rostro hasta avanzada la narración. Sus caras son suplantadas por acciones nimias y triviales, como apagar el despertador, levantarse, ponerse las pantuflas, cepillarse los dientes, despertar a la hija, preparar el desayuno, abrocharse los zapatos, tomar café, prender el coche y salir para ir al trabajo y a la escuela. Narración brillantemente sustentada en un ritmo que, lejos de aburrir, produce inquietud sobre los actores de tan anodinos eventos.
La escritura de una carta es la encargada de aportar sentido a todo el ritual que acabamos de presenciar. Es allí donde los personajes justifican sus gestos. La madre Anna cuenta a su suegra los pormenores de la vida en el núcleo familiar con el implícito constante de: “Todo está bien y marchamos al ritmo que se nos impone, porque queremos ser más de lo que somos hoy”. Aun en sueños la familia es visitada por la visión de una playa irreal envuelta en un halo de idilio y misterio, sensación de paz absoluta. Sólo la falsa ceguera que la pequeña hija, Evie, improvisa en la escuela para superar su soledad o los turbadores ruidos del autolavado parecen indicar lo contrario. Pese a ello la vida en 1987 es buena.
O al menos eso parece.
Aunque el cambio de año de la segunda parte es mostrado por medio de una cortinilla, la vida de la familia no presenta alteración alguna. Apagar el despertador, levantarse, cepillarse los dientes, preparar el desayuno, abrocharse los zapatos, tomar café, prender el coche y salir se repite como stock fílmico en fase de reciclado. No obstante, hay un clímax de bienestar presente: el matrimonio parece feliz y sexualmente activo; el padre, Georg, consigue el ascenso que buscaba en el trabajo y una herencia por parte de los padres de Anna los arroja de lleno en una bonanza económica libre de preocupaciones. Nuevamente la escritura de la carta a la suegra en puño y letra de Anna es la que nombra los acontecimientos y confirma el bienestar: “Todo está aún mejor que antes y no podemos ser más felices por ello”. Pero claramente las misivas no convencen a quien las emite y bajo la cáscara de este normal y armónico núcleo familiar yace algo que no se puede contar. Hay algo que la familia entera no puede articular en palabras y se hace evidente por medio de la crisis que Anna sufre dentro del coche en el autolavado, en una secuencia magistral que combina terror y ternura, como si en un momento tan inapropiado e insólito la vida que hemos llevado hasta ese momento pasara frente a nosotros.
A partir de aquí los ¿por qué? arriban a la cabeza de quien mira, pues como dijo una vez el presidente de la república que nos afecta: “Lo mejor sólo está por venir”.
En 1989, y a pesar de que todo marcha bien, Georg decide renunciar a su trabajo y Anna cede su parte en el negocio a su hermano. La explicación de semejantes arrebatos viene en la misiva que esta vez Georg mismo escribe a sus padres y en la que les comunica que la familia ha decidido “mudarse a Australia”, porque han descubierto que no hay absolutamente nada que los vincule al lugar en donde residen. Los gestos cotidianos son relevados por el rápido desalojo que la familia hace de sus posesiones a la par que se los ve comprando herramientas de uso pesado, preparar un banquete y recoger las últimas dosis de una medicina.
¿Estamos hablando de la misma Australia de los mapas?
Un escalofrío recorre a quien mira a la familia atragantarse con felicidad, porque se intuye que Australia no es el país ni tampoco el paraíso en donde todas tus buenas acciones serán premiadas; Australia es una salida del hoyo, porque la familia se ha reconocido como un grupo de hormigas incógnitas a las que sólo se les programa para trabajar, reproducirse, formar familias y generar dinero que tendrán que invertir para que otros trabajen, se reproduzcan, formen familias y ganen dinero. La carta que Georg continúa escribiendo a sus padres lo confirma: la familia ha hecho un pacto suicida.
No conformes con ello, la familia decide no dejar rastro de todo aquello que acumularon en vida y comienzan una destrucción simétrica y perfecta de todas sus posesiones materiales. Incluso el dinero que retiraron previamente del banco es arrojado al retrete con un ritmo mecánico, como si se tratara del proceso inverso de una caja registradora. La pequeña Evie participa de la destrucción sin decir palabra y sólo vuelve en sí cuando el acuario familiar es demolido y los peces mueren lentamente frente a ellos. Es esa vida la que parece importar más, pues es la que al fin desencadena una reacción, una pequeña catarsis, pero ya está todo decidido. La familia se reúne frente al televisor, única posesión que no han devastado, e ingieren sus dosis letales uno a uno mientras ven un festival de música desechable parecido al de la OTI. La hija muere primero, silenciosa como un ratón. La madre le sigue y sus estertores recuerdan el ritmo mecánico de todas las acciones triviales que realizó en vida. Georg, el padre, es el último en beber su dosis y anota sobre una pared la fecha y hora de la muerte de su hija y esposa. Un segundo se congela en la pantalla y percibimos con horror que nadie podrá hacer eso mismo por él. Al final sólo queda el ruido blanco del televisor como sustituto de los gritos que nunca se pudieron emitir. Fade a negro que parece eterno.
Esto no es un divertimento.
Ni tampoco es una película.
Ni sólo puede ocurrir en Austria.
Michael Haneke me hace consciente de las acciones cotidianas de mi vida y la de los otros. Con la minuciosidad de un entomólogo observo el flujo imparable de los transeúntes en el metro y los atasques de tráfico en el periférico. Las similitudes me parecen innegables: realmente estamos dentro de un hormiguero.
Aquí no es aquí, ¿o sí? ®