Para interpretar lo inefable

Del furor y el desconsuelo, de Rafael Toriz

Nuestro columnista se sumerge en los Ensayos para una crítica de la cultura, de Rafael Toriz, para retomar algunos de los temas abordados en el libro, por ejemplo, el sentido del lenguaje, el oficio del ensayista y las posibilidades que ofrece una metodología interdisciplinaria.

Tenemos instinto, pensamiento, objeto de estudio y al ensayo como monóculo ontológico. Quizás el pensamiento sea la tortuga detrás de la liebre y ocasionalmente desemboque en la misma resolución que en la fábula, aunque mayormente no. El oficio del ensayista, simplificado a su mínimo —aunque también podría ser su máxima—, consiste en dotar a la realidad de sentido. Su ambición exploratoria no pretende tanto la verdad como la hipostatización. Para lograrlo debe procurarse un mecanismo interpretativo que articule, entre otros, una base teórica/fenomenológica con una exposición verbal estilizada y, de preferencia, personalísima. Para Adorno el ensayo somete la experiencia espiritual a mediación a través de “su propia organización conceptual; si quiere expresarse así, puede decirse que el ensayo procede de un modo metódicamente ametódico”.

La inquietud que emparenta los ensayos de Del furor y el desconsuelo [Universidad Veracruzana, 2011] es la búsqueda de Rafael Toriz por construir un aparato epistemológico que le permita acceder a las maravillas cifradas que resguarda el cosmos. Lo que propone el autor y que ha puesto en evidencia múltiples manifestaciones en las últimas décadas, las cuales nombra en cúmulos, es una composición del conocimiento objetivo con el subjetivo sin jerarquizar a uno sobre el otro. “Se trata de comprender la naturaleza distinta de los saberes y consentir en que éstos no están disociados, sino que se corresponden bilateralmente y persiguen el mismo objetivo: interpretar el universo, problema tanto científico como filosófico. Pugnar por un mutuo dinamismo entre la ciencia y la metafísica es un imperativo”. Para darse a entender enlista casos como el de Goethe y su Teoría de los colores, el de Nicanor Parra, caudillo de la antipoesía y profesor de Física teórica en la Universidad de Chile, o el de Edgar Allan Poe y su manual escolar de malacología testácea. Lo cual, a mi entender, quiere decir que para llegar a Marte se necesita tanto de la astrofísica y la astronáutica como de los poemas a la luna o las mitologías de las estrellas.

La indagación emprende rumbo con una pertinente re-visitación a la metodología interdisciplinaria, o lo que algunos contemporáneos han preferido bautizar como complementarismo. “La interdisciplinariedad surge como solución a problemas que sobrepasan los límites de una especialidad determinada, una comunicación y redefinición de conceptos con la finalidad de ajustar las herramientas metodológicas a nuevos campos, tiempos y necesidades contextuales”. El principio es el mismo: la eclosión de paradigmas que ha encarado la ciencia moderna requiere de un abordaje multidisciplinario: la segmentación del saber, la desintegración y especialización del conocimiento son meramente un paso transitorio para la integración de éste. La soledad y la biología molecular son temas fascinantes por igual, ambos debieran pertenecerle tanto a la ciencia como a la literatura.

En ese sentido, una de las cualidades más evidentes del libro es el aparato bibliográfico que lo sustenta. Me refiero a un universo referencial de muchas órbitas, uno que tiene el mérito de ser congruente con la tesis que pregona desde la primera página. Basta hojear la bibliografía para dar con nombres a primera vista tan disímiles como podrían serlo Steiner y Schrödinger, Pessoa y Wittgenstein, Lezama Lima y Enzensberger. A lo hondo de sus páginas podemos toparnos con la épica científica de Epicuro o Las cosmicómicas de Calvino, donde el italocubano escenifica la historia del universo mediante la apropiación narratológica de variadas cosmologías. El único inconveniente que le encuentro a la densidad enciclopédica de la obra es que el pensamiento de tanto ilustrado hace que por momentos la voz del ensayista se diluya, también que las citas marquen la pauta argumentativa, ocasionalmente provocando cortos circuitos en el flujo de la reflexión.

Para darse a entender enlista casos como el de Goethe y su Teoría de los colores, elde Nicanor Parra, caudillo de la antipoesía y profesor de Física teórica en la Universidad de Chile, o el de Edgar Allan Poe y su manual escolar de malacología testácea. Lo cual, a mi entender, quiere decir que para llegar a Marte se necesita tanto de la astrofísica y la astronáutica como de los poemas a la luna o las mitologías de las estrellas.

Por otro lado, las fusiones del libro van más allá de las diversas teorías que lo componen, también el tratamiento que se les da es de llamar la atención. Quiero decir, en sus páginas se conjugan varias formas del ensayo, sea lírico, de divulgación, académico o sobre literatura. Académico por la densidad teórica y conceptual —lo segundo en menor término pues cabe en demás vertientes de la ensayística—; aunque la estructura argumental es otra, no demora numerosos capítulos en desplegar una conclusión sino que comienza por ahí y la desarrolla, no padece ese carácter timorato de cubículo, por el contrario, desde la primera página cultiva su propia poética. Forma: fondo: estilo: argumentación: en sintonía. Cumple cabalmente con lo que un ensayo, sea cual sea el apellido, nos debe ofrecer: la posibilidad de admirar el pensamiento en cámara lenta.

Y eso no es todo, hay otros temas que circulan por el libro, por ejemplo: las intersecciones de la ciencia con la poesía, los retos de la divulgación científica, el animado debate entre Gould y Dawkins, eso entremezclado con esporádicos cuestionamientos antropológicos, por ejemplo, a la sociedad del espectáculo o del consumo. Particular simpatía me causa su crítica a la academia como institución burocrática, legitimadora del saber. Sí, es cierto, “nuestras universidades están repletas de especuladores”. Eso a modo de eufemismo.

Del furor y el desconsuelo es una obra estimulante, el único desconsuelo fue un texto que pretende vincular el pensamiento de Stephen Jay Gould con el de Michel Foucault. A marcha forzada, con titubeos e incómodas autojustificaciones, el autor sugiere que el parentesco podría radicar en las nociones de ambos, sean biológicas o filosóficas, sobre la discontinuidad, lo que viene siendo la no linealidad de la historia y la teoría del equilibrio puntuado. La reflexión se queda muy corta en un tema que daba para mucho más, seguramente porque no atina en conciliar sus teorías en propósito de una lectura más amplia de la evolución. Total, mientras exalta las diferencias mediante una caprichosa lista de datos curiosos deja pasar la oportunidad de profundizar en puntos abisales, como pudo haber sido un abordaje de los cuestionamientos que uno y otro hicieron a los conceptos preconfigurados de verdad. La sensación fue la de presenciar a un equilibrista anunciando que cruzará la cuerda floja en patines y lo hace, pero a treinta centímetros del suelo.

Quizás por eso el compendio, en su último aliento, se encamina a “La destrucción de todos los libros”, ensayo que visita varias aldeas de la filosofía del lenguaje —y del silencio. Por ejemplo, le teoría derridiana del mundo como texto, algunos casos de biblocastia, la gramática del silencio de Iván Ilich o el planteamiento de Rousseau, quien se refiere al origen del lenguaje verbal no en función de una necesidad sino de un acto pasional. O el atinado rescate de los versos de Enzensberger al homenajear el teorema de Gödel: “Para justificarse/ cada sistema imaginable/ tiene que trascenderse,/ es decir, destruirse”. O la cualidad multidireccional, la expansividad semántica de la palabra en sus orígenes. O estas ¿desoladas? líneas: “Que se diga de una vez: el pensamiento no necesita la muletilla del lenguaje verbal, es autosuficiente y comprensible en sí mismo”.

Hay días en que pretender comprender la realidad resulta tan ambicioso como practicar alfarería con un puñado de polvo. El verbo, un medio ilusorio de posesión. En cuyo caso, a pesar del artificio de la palabra escrita, de la agilidad de la liebre y el misterio inasible, lo que nos deja el libro, más que un mecanismo interpretativo o una crítica epistemológica a nuestras metodologías unidisciplinarias, es la noción de que el mundo que habitamos se constituye 71% de agua y 130% de curiosidad. ®

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Publicado en: Cuadernos para narrar, Septiembre 2012

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