—¿Cuánto te pagan por madrear al pueblo, desgraciado? —increpa a gritos un joven con playera de Metallica—. ¡Pinche cerdo! Apenas termina de pronunciar “cerdo” y patea el escudo del granadero. —¡Ya estuvo, hijo de su pinche madre! A ver, cabrón, ¿qué chingaos quieres? ¿Quieres que te ponga en tu madre?
1. Entre gritos, así comienza todo. Una sólida voz construida por montones que se aglutina en torno de los que salen a la calle para protestar o para conmemorar —o para las dos cosas. Los mismos gritos de siempre adecuados a las circunstancias onomásticas: ayer Salinas de Gortari, luego Ernesto Zedillo, hoy Enrique Peña Nieto. Y si a eso le sumas las demandas de los distintos sindicatos llegas a la conclusión de que en la marcha del 2 de octubre es posible armar un rompecabezas con todas las problemáticas políticas y sociales que aquejan hoy al país.
Esta tarde medio nublada no es la excepción: 45 años de la matanza de estudiantes el 2 de octubre de 1968. Se trata de la memoria, unos la califican de histórica y juzgan severamente a quien la pierde, un “pueblo condenado a repetir la historia” es ya un lugar común. Para ser sinceros, una vez que en la marcha compruebas que también hay muchos que acuden para echar desmadre, para pasear de la mano de la novia o del novio por una avenida Reforma sin automóviles y llamar la atención al proclamarse rebeldes enfundados en playeras de grupos de rock o de la UNAM, paliacates al rostro y gorros con rastas falsas a lo Bob Marley. Incluso días antes se dan a la tarea escolar de preparar cartulinas donde escriben con plumones de colores chillantes sus tradicionales y mortíferas leyendas: muera la reforma educativa, muera tal y esto otro. En ese gran cortejo fúnebre en el que por momentos se convierte esta zona de la Ciudad de México, en ese ir y venir de una historia que parece condenarnos a la vez que nos absorbe, la fuerza policiaca aparece con sus distintas agrupaciones bien repartidas. Cual rancheros y con mirada a lo Pedro Infante, algunos vienen a caballo; otros en camionetas aparcadas en puntos estratégicos a la espera de recibir órdenes. Algunos hasta toman fotografías con sus celulares.
—Para ellos es un premio que los lleven a una marcha… saben que van a repartir madrazos, y les gusta —me dice un amigo.
Cual rancheros y con mirada a lo Pedro Infante, algunos vienen a caballo; otros en camionetas aparcadas en puntos estratégicos a la espera de recibir órdenes. Algunos hasta toman fotografías con sus celulares.
En la página de la Secretaría de Seguridad Pública dice que las funciones de los granaderos son “preservar el orden público y dar seguridad a la ciudadanía […] cuenta con los elementos necesarios para responder a cualquier contingencia, participando dentro del marco legal y respetando siempre las Garantías Constitucionales en el control de multitudes”. Van de un lado a otro, peinan Reforma y protegen los edificios más importantes, es una culebra azul marino que repta y se apoya en escudos y toletes. Once de ellos serán dados de alta días más tarde tras haber curado las heridas que les causó la explosión de un petardo. Y es que de unos años a la fecha la conmemoración del 2 de octubre se ha visto empañada por un grupo de encapuchados a los que los medios de comunicación han dado en llamar “anarcos”. Siete de ellos salen libres al cabo de unos días después de imponerles una fianza de 130 mil pesos por ataques a la paz pública en pandilla y ultrajes a la autoridad. Ellos se definen como anarquistas y cuentan con un “Manual de Autodefensa” en el que se enseña cómo armar bombas molotov y petardos, así como otros objetos para agredir a la policía, cómo se debe ir equipado para confrontarlos, con protección para los ojos; incluso se detalla cómo fabricar máscaras antigases, así como espinilleras, coderas y rodilleras con hule espuma: “De ser posible usar sudaderas, playeras rociadas con un poco de coca-cola, ya que los gases lacrimógenos provocan irritación en piel, cara, ojos y garganta. De preferencia ropa oscura”.
2. —Por allá está más tranquilo.
El brazo enjuto y arrugado señala hacia el Ángel de la Independencia. Es una mujer de unos cuarenta años, lleva un mandil de cuadros rojiblancos y empuja un carrito metálico del súper con cacahuates japoneses, papas fritas, refrescos que sirve en vasos de plástico, algunos de ellos escarchados con limón y sal, chocolates y una variedad de dulces para que los manifestantes y los granaderos pasen el rato, para que no falte botana en la larga caminata o en la ansiosa espera, según sea el caso.
Los periódicos dan cuenta al día siguiente de varios altercados durante la marcha, y éste que vi es sólo uno de ellos. Frente a una sucursal bancaria ubicada a unos metros de la Glorieta de Colón, se escuchan gritos e insultos de un grupo de personas que rodea a una camioneta de la policía aparcada frente a los cajeros automáticos. Se empujan, se esfuerzan por ver qué sucede, se paran de puntitas, bailan de un lado a otro, estiran los cuellos; otros más desembolsan celulares de última generación, estiran los brazos y graban; ya presumirán el video con los cuates y lo subirán a internet: hay que ser muy valiente para estar frente a un grupo de granaderos. Los rumores se escuchan: “Unos muchachos… los agarraron y los están golpeando… pobres… qué podemos hacer”. A éstos se suman los gritos contra los granaderos: “¡Pinches cerdos represores! Ignorantes, ni siquiera terminaron la primaria, vergüenza les debería de dar ofender de esa manera al pueblo”, y, por supuesto, la exigencia de que los liberen —aunque, al decir de un policía en moto, se les detuvo por agresión y por romper la puerta de cristal de un cajero automático.
3. Se aproximan: son más granaderos que avanzan desde la calle Antonio Caso. Otra serpiente azul marino con escudos y toletes. Formados, marchan frente al Starbucks; no es lo mismo cuando los ves de lejos que cuando los tienes cerca, así que en cuanto la columna entra me hago a un lado con todo y mi bicicleta, de la que no me he bajado por si hay que emprender la veloz retirada. Permanezco inmóvil. Apestan a sudor rancio, y a su silenciosa marcha se suma otra tanda de insultos de los curiosos que en ningún momento dejan de grabar cualquier cosa que se mueva con sus celulares.
Apestan a sudor rancio, y a su silenciosa marcha se suma otra tanda de insultos de los curiosos que en ningún momento dejan de grabar cualquier cosa que se mueva con sus celulares.
—¡Y todos bien panzones! Cabrones, por lo menos deberían hacer ejercicio… —grita a mi lado una mujer cuyo voluminoso abdomen oculto bajo una playera de la selección mexicana de futbol me lleva a pensar que no predica con el ejemplo.
Los granaderos dan media vuelta, Colón les muestra ahora el trasero y muchos protestantes sugieren que lo mejor es irse de ahí, en cualquier momento puede valer madres. Mientras esto ocurre, obesos tipos de camisas a cuadros y pantalones de mezclilla no dejan de circular por donde quiera en motonetas, se comunican mediante radios y no dejan de mirar desde las esquinas; para muchos está claro que son policías disfrazados de civiles, y no hace falta ser detective para confirmarlo, basta ver la manera en que se expresan, cómo se alejan en cuanto uno se acerca para tratar de escuchar lo que dicen: hacen de chismosos, o de cronistas, y transmiten la información la por sus radios.
La mayoría se mueve hacia atrás, en dirección hacia el Zócalo, pues con el grupo de granaderos la marcha se bloquea, y si bien el contingente principal tiene varios minutos de haber pasado el resto se ve imposibilitado para continuar.
En unos cuantos segundos la situación cambia. Varias personas corren hacia Reforma y Alfonso Caso. Avanzo y llego frente a un hotel. A unos cuantos metros de donde me encuentro otro grupo vuelve a confrontar verbalmente a cuatro granaderos.
—¿Cuánto te pagan por madrear al pueblo, desgraciado? —increpa a gritos un joven con playera de Metallica—. ¡Pinche cerdo!
Apenas termina de pronunciar “cerdo” y patea el escudo del granadero.
—¡Ya estuvo, hijo de su pinche madre! A ver, cabrón, ¿qué chingaos quieres? ¿Quieres que te ponga en tu madre?
Corre el de la playera de Metallica perseguido por el granadero. Ahora lo acompañan otros cuatro. Uno de ellos carga con dificultad un extinguidor. Persiguen a varios. Corren. Vienen hacia donde me encuentro. Frente a mí alcanzan al de la playera de Metallica. Unos cuantos centímetros separan al enfurecido granadero del muchacho. Frente a frente. Presiento que en cualquier momento lo va a golpear, no hay más que ver la forma en que su mano tiembla en el tolete. Pero no…
—Órale, cabrón, ya, a chingar a su madre, lléguele.
Y el de la playera de Metallica obedece, permanece unos segundos inmóvil y luego camina hasta llegar a la calle de Alfonso Caso, da vuelta y desaparece en una postal que tiene como fondo el monumento a la Revolución atestado de improvisados campistas del CNTE.
En la esquina de Reforma con Alfonso Caso hay otro enfrentamiento. Granaderos contra manifestantes. De ambos bandos se suman más. También corren. Ahí es el punto de concentración. Predomina la vorágine azul marino con chalecos antibalas negros y tolete oculto, cual espada, debajo de los sobacos sudorosos. Mujeres y hombres. Algunos con el rostro cubierto con paliacates; otros intentan calmar la situación. Sin más se avientan contra los granaderos y piden que suelten a algunos detenidos. Un granadero patea a un hombre que está hecho ovillo en el suelo; luego intenta levantarlo, lo avienta fuera del grupo, el hombre sale cojeando y dice que se tome nota: la policía ha comenzado a reprimir a los manifestantes. Hay jaloneos e insultos. Los granaderos intentan calmar la situación; no obstante, por algunos segundos todo es un caos donde no se alcanza a apreciar bien a bien lo que ocurre. Sale otro hombre. Dice que es colaborador del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez.
Un granadero patea a un hombre que está hecho ovillo en el suelo; luego intenta levantarlo, lo avienta fuera del grupo, el hombre sale cojeando y dice que se tome nota: la policía ha comenzado a reprimir a los manifestantes. Hay jaloneos e insultos
—Quiero dejar en claro que el día de hoy, 2 de octubre del 2013, la policía de un gobierno represor como el de Mancera hizo acto de violencia contra los manifestantes.
Declara, como héroe popular, frente a micrófonos, cámaras fotográficas, grabadoras, reporteros y curiosos que apoyan su discurso pidiéndole más referencias, dónde lo pueden contactar. Pero si uno entra a la página oficial de ese Centro de Derechos Humanos es imposible ver el video donde supuestamente lo golpean.
Camina, se pierde al fondo de la calle Alfonso Caso, un reportero lo detiene, le pregunta cuál es su nombre y responde que pronto se citará a los medios a una conferencia de prensa. Al menos el que esto escribe no alcanza a verle ningún golpe.
Días más tarde, en la página del Centro, aparece ahora sí un video donde supuestamente se da testimonio de la agresión, aunque el material es confuso, la cámara se mueve, y por si lo anterior fuese poco, se encargan de editarlo con globitos que señalan con flechas lo que el espectador no consigue ver para obligarlo a que vea lo que se tiene que ver.
Tras varios minutos finaliza el enfrentamiento con un saldo de ningún herido, muchas declaraciones y un granadero que pese a todo contesta su celular.
—¡Qué pasó, mamacita!, hace mucho que no me hablabas…
En dirección hacia el Zócalo, sobre Reforma, hay cristales rotos de hoteles, pintas y más pintas con una incomprensible A para los tiempos que corren, donde jóvenes sin oportunidades —sin trabajo o sin educación— también pueden ser acusados de delincuentes. Varios de ellos acaban de saquear un Oxxo, toda la mercancía está revuelta, envases de cerveza rotos, botes de PVC y una valla de granaderos que cuida lo que antes no hizo. En cuanto me acerco a tomar algunas fotografías me llega el olor a cerveza de un granadero. Me quedan muchas dudas mientras pedaleo, mientras pienso en los buenos y en los malos, en una verdad que tarde o temprano saldrá a la luz pública, mientras paso por las hamburguesas Carl’s Jr. y admiro mi venerado póster de doble porción de tocino. ®
Mario Garrido
Crónicas de bicicleta…
rogelio garza
Qué buena crónica. Y en bicicleta!