La mujer me pide los datos de rigor y en la pantalla de su computadora se despliega mi historial migratorio. Se desatan preguntas de distinta índole; de dónde soy, desde cuándo vivo en Argentina, qué empleos he tenido y qué estudios he realizado en el país, cuál es mi domicilio, mi número de pasaporte, mi edad.
1.
En la Dirección Nacional de Migraciones converso con un agente. Al reparar en el grueso vidrio que nos separa, me siento obligada a hablar alto para que mi petición sobresalga del murmullo oficinesco.
—Mi residencia vence la próxima semana y quisiera saber los requisitos para renovarla —le digo asomándome por una pequeña rendija.
—Necesitás tu residencia precaria, tu pasaporte vigente y una sonrisa.
—Pero no tengo residencia precaria —replico sin que mis labios esbocen una línea curva tal y como el hombre me ha pedido.
—¿Entonces qué tenés? ¿Radicación?
—Sí.
—Para renovar la radicación debes ir al edificio cuatro, al fondo a la izquierda.
—Gracias, hasta luego.
Durante el trayecto hacia mi nuevo destino burocrático pienso que tal vez debí haberle sonreído al hombre amable, pero enseguida recuerdo que aquella sonrisa que no llegó a nacer era requisito para un trámite que finalmente no hube de realizar.
Durante el trayecto hacia mi nuevo destino burocrático pienso que tal vez debí haberle sonreído al hombre amable, pero enseguida recuerdo que aquella sonrisa que no llegó a nacer era requisito para un trámite que finalmente no hube de realizar, así que prosigo con mi seriedad al edificio cuatro.
2.
Recibo el turno 068 y me indican que seré atendida en cualquiera de los mostradores comprendidos entre K1 y K5. Aunque el panorama que se presenta ante mis ojos no augura un cumplimiento inmediato de la promesa: todos los mostradores están rodeados de gente y la pantalla que anuncia los turnos está apagada. Me pregunto cómo sabré cuándo es mi turno y estimo que obtendré la respuesta sentándome y observando la dinámica del lugar.
Veo que una chica se acerca a los mostradores para resolver la misma duda que tengo yo y escucho que un empleado le responde que los turnos serán llamados en voz alta. Por un momento considero la opción de leer para matar la espera, pero prefiero dedicar mis energías a observar el paulatino desarrollo de la burocracia.
Pasa el tiempo y la gente sigue aglomerada en los mostradores K1, K2, K3, K4 y K5. No se escucha que alguien grite los turnos en voz alta, por lo que reconozco que debo hacer algo más allá de observar. Me acerco a la chica que, a diferencia mía, no se ha sentado, sino que permanece de pie, alerta junto a los mostradores.
—Disculpa —le digo tocándole el hombro—. ¿A ti te dijeron que nos llamarían en voz alta?
—Sí. Pero no han gritado nada todavía.
—Es lo que veo.
—¿De dónde eres? —me pregunta con tono español.
—De México.
—Claro, te noté un acento y enseguida la ubiqué.
—Sí.
—Yo viví en México –me dice con emoción.
—Ah, qué bien.
Sonrío pero no hablo más. Vuelvo a mi lugar. Minutos después, la chica se sienta en las bancas de adelante y tuerce la espalda hacia mí.
—¿De qué parte de México eres?
—Del sur.
—¿Y qué hace una mexicana viviendo en Argentina?
“Me hubiera puesto a leer hace un rato”, pienso para mis adentros, añorando la forma ideal de esquivar la inminente conversación. Pero sacar mi libro en ese punto resultaría sin dudas una descortesía, por lo que hablo con ella simulando interés.
(La conversación no es digna de ser transcrita).
3.
La dinámica burocrática que hasta entonces me había conformado con observar ya no me es grata, así que decido hacer algo al respecto. Aprovechando una distensión entre los aglomerados, logro llegar a un mostrador y, con la total seguridad de recibir un no como respuesta, pregunto a una empleada si puedo ser atendida en ese momento. Mi suspicacia no me da la razón: para mi sorpresa, la mujer me solicita el comprobante de turno y en ese momento el papelito con el número 068 adquiere pleno sentido y ejerce todo su poder: mi trámite comienza.
La mujer me pide los datos de rigor y en la pantalla de su computadora se despliega mi historial migratorio. Se desatan preguntas de distinta índole; de dónde soy, desde cuándo vivo en Argentina, qué empleos he tenido y qué estudios he realizado en el país, cuál es mi domicilio, mi número de pasaporte, mi edad. Yo respondo a todo con precisión y certeza.
De pronto el cuestionario se torna incómodamente psicologista.
—¿Seguís trabajando en el mismo lugar, Daniela?
—No.
—¿Estás trabajando en otro lado?
—No.
—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a estudiar?
—No.
—¿Entonces?
Mi seguridad se esfuma.
—No sé… Estoy viendo qué es lo que haré.
La mujer no reacciona ante mi duda. Se queda callada esperando el complemento de mi respuesta, pero yo también permanezco en silencio. Finalmente pregunto con timidez:
—Debes tener un criterio para poder estar aquí: trabajo, estudio, matrimonio o hijos.
—¿No puedo simplemente estar aquí?
Sin titubear, la mujer deja en claro mi acotada gama de opciones.
—Debes tener un criterio para poder estar aquí: trabajo, estudio, matrimonio o hijos.
Nunca antes la vida se me había presentado con directrices tan exactas.
Doy las gracias a la mujer y abandono el edificio de Migraciones sintiéndome incapaz de imprimirle un matiz a mi llana condición de ciudadana.
4.
Más tarde, mientras espero a ser atendida en un kiosco, me distraigo con la voz de una reportera proveniente de un televisor inubicable: “Bebés de tan sólo un año ejercen bullying a un compañerito de la guardería…”
Cuando me dispongo a imaginar las situaciones en las que un bebé de un año podría ser violento con otro de la misma edad, el kiosquero me pregunta qué necesito.
—¿Me da un encendedor?
—¿Cuál querés?
Recorro con la mirada las opciones de la estantería: encendedores transparentes, opacos, de piedra giratoria, de botón, chicos, grandes. Aun así le consulto.
—¿Cuáles tiene?
En realidad con esa pregunta lo que busco es averiguar cuánto cuesta cada tipo de encendedor. Pero el hombre sólo apunta a la estantería con un movimiento de cabeza, pidiéndome sin palabras que le diga cuál de todos los encendedores quiero. Se cruza por mi mente la mujer de migraciones con su silencio exigente. La decisión necesariamente tiene que ser mía, unilateral, y tengo poco tiempo: intuyo que si le pregunto al kiosquero el precio de cada modelo de encendedor agotaré su paciencia, que a todas luces es corta.
—Deme el más barato —le espeto.
Y después añado, casi con orgullo:
—Ése es mi criterio. ®
Isra
Mi primer charla por email con la embajadora de Argentina en México me dijo casi las mismas palabras: —Debes tener un criterio para poder estar aquí: trabajo, estudio, matrimonio o hijos.
Tal vez busque cuales fueron sus palabras exactas, pero me dejó claro que estar por estar no es una elección.
Saludos.