La imagen del velocista sudafricano en prótesis, atractivo de las rodillas para arriba, armado y encarnizándose contra una bella e indefensa mujer, es la imagen viva de la época moderna y posmoderna: la producción incesante de valor económico y tecnología sobrepuesta a nuestra connatural sinrazón.
En su rapsódica y vehemente ópera prima, El nacimiento de la tragedia, el joven Nietzsche estableció de manera contundente una de las líneas de batalla de la totalidad de su discurso hipercrítico: lamentar y condenar el tesón socrático para encumbrar a la razón como la característica no sólo sine qua non, sino la primordial y omniabarcadora de la raza humana. De acuerdo con Nietzsche, la impronta socrática cerró para siempre la posibilidad de pensar de manera diversa al hombre; como un ser paradójico, vinculado inextricablemente a sus pasiones, tendiente a dejarse llevar por los instintos, siempre en el límite de la sinrazón como parte constitutiva de su naturaleza.
Esta visión holística y aporética del ser humano sólo ocurrió en la Grecia arcaica, en los inicios de la tragedia, que codificaba esta comprensión esférica del ser humano; la tragedia original poseía un fuerte elemento dionisiaco. Por medio de la intervención coral, en la que se transmitían las consecuencias pasionales expuestas de manera dramática, la tragedia primordial representaba la aceptación que la Grecia presocrática hacía del componente desenfrenado del hombre. Razón y sinrazón coexistían como componentes irreductibles de la mente y la conducta humanas. Asimismo ocurría en las fiestas dionisiacas, en las que la sensualidad abierta y ritual, con su afirmación del desenfreno pasional, del olvido de la razón, confirmaba y apreciaba al otro lado de la razón, inherente a nuestra especie. Pero la tragedia griega pereció de golpe, sin resolución natural de su ciclo vital: “Con la muerte de la tragedia griega surgió un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente…”, afirmó el filósofo alemán.
La tragedia antigua terminó con el encumbramiento de la filosofía de Sócrates, primero debido a su propia influencia sobre el último gran escritor de tragedias, Eurípides, con el que el género penó hasta su propia reducción al absurdo, y después, ya como legado a la posteridad, a través de la magna obra de su discípulo Platón, “el divino Platón”, como siempre lo llamó con sarcasmo Friedrich Nietzsche. Ello significó, de acuerdo con el pensador alemán, el inicio de la desgracia de la civilización occidental. La crítica socrática a la tragedia antigua desembocó en “expulsar de la tragedia aquel elemento dionisiaco originario y omnipotente y reconstruirla puramente sobre un arte, una moral y una consideración del mundo no dionisiacos”. La cancelación de lo dionisiaco generó, a través de los siglos del desarrollo civilizatorio europeo, un profundo desconocimiento de la vida y la latencia de los desenfrenos irracionales. Esa ignorancia se agudizó con el advenimiento del cristianismo y su rechazo sustancial de lo corporal. Desembocó al cabo en condena y represión. Podría incluso decirse que la historia del mundo occidental cristiano (es decir, de las primeras comunidades cristianas a la actualidad) es la historia de los mecanismos de control, sometimiento y castigo de los elementos dionisiacos de la humanidad. Algo que el insigne seguidor de Nietzsche en la segunda mitad del siglo XX, Michel Foucault, trabajó amplio y extenso a lo largo de su obra filosófica.
Con estas disquisiciones sobre el modo de ser de la civilización occidental como trasfondo, quiero ahora tomar la nefanda figura del asesino y velocista sudafricano Oscar Pistorius como una sinécdoque viviente de los resultados anómalos del modo de ser de nuestra civilización. No me concentraré en él como individuo. En los fuertes indicios de una personalidad atroz, a todas luces deformada por los avatares de una infancia marcada por la dureza de su discapacidad física, las pérdidas familiares, la consciencia de ser bello a medias en un mundo que exige serlo al cien por cien, etcétera. En el desenfreno percibido como ilimitado debido al estrellato instantáneo, a la fabricación de un símbolo nacional con bases reales (su capacidad atlética) e irreales (la machacona repetición de ídolos de papel del telenacionalismo mundial, en este caso sudafricano), y la fantasía concomitante a eso: creer que se está por encima de la república y sus habitantes.
Razón y sinrazón coexistían como componentes irreductibles de la mente y la conducta humanas. Asimismo ocurría en las fiestas dionisiacas, en las que la sensualidad abierta y ritual, con su afirmación del desenfreno pasional, del olvido de la razón, confirmaba y apreciaba al otro lado de la razón, inherente a nuestra especie. Pero la tragedia griega pereció de golpe, sin resolución natural de su ciclo vital.
Tampoco revisaré los detalles que se han hecho públicos sobre el asesinato en sí. La probabilísima pelea por celos, la huida de la víctima al baño de la residencia del velocista, la intentona de éste para echar abajo la puerta con un bate de cricket, la balacera a mansalva, a bocajarro, con alevosía, a sangre fría al cabo. En palabras de Hilton Botha, el detective que tomó la escena del crimen aquella madrugada de San Valentín, entrevistado por Mark Seal para su reportaje sobre el caso en Vanity Fair, “The shooting star and the model” (junio del 2013): “There is no way anything else could happened. It was just them in the house. There was not forced entry. The only place there could have been entrance was the open bathroom window, and we did everything we could if anyone went throught it, and it was impossible. So I thought it was an open and close case. He shot her —that’s it. I was convinced that it was a murder”. Y sobre la absurda historia de que Pistorius confundió a su novia, Reeva Steenkamp, con un ladrón nocturno, propia del criminal que a toda costa intenta salirse con la suya, el detective es rotundo: “It can’t be. It’s imposible”.
En cambio, quiero utilizar a Pistorius como un símbolo, como la unión esencial de un conjunto motivos de la Modernidad que convergen en su persona. El primero y más evidente es el encumbramiento de la tecnología como parte indisociable de la vida de las personas. La artefactualidad de los seres humanos sigue una ruta abierta que, por momentos, parece incluso interminable. Si ya desde la primera vacuna que recibimos al poco de haber visto la luz somos parcialmente artefactuales, cuanto más una persona que no sólo solventó una discapacidad de origen médico, sino que la superó hasta convertirla en una ventaja competitiva biomecánica. Todos los que lo vimos competir en los Juegos Olímpicos y Paralímpicos fuimos conscientes de que representaba el incipiente esplendor de una nueva era del mundo, en la que el advenimiento del cyborg está a muy poco de cumplirse.
Pistorius representa, pues, la era tecnológica del actual momento de nuestra civilización, que hemos dado en llamar posmoderno. Extravagante y desregulado, es un periodo anómalo en el que, básicamente, la Modernidad ha cesado de perpetuar los valores humanistas con los que sustituyó al antiguo cristianismo para dedicarse a ahondar en dos de sus más acabados desarrollos: el armamentismo y la tecnología. Ambos impregnan la vida, constituyéndose, incluso, en la vida misma. Pero por más que la tecnología dispense una vida plena de antinaturalidad y confort (el uso filosófico de ambos términos es de Sloterdijk), nada ha podido hacer contra nuestro natural estado de violencia, tanto individual como colectiva. De ahí el desarrollo masivo, demencial, de la industria de las armas. Las armas son el recordatorio permanente de una parte sustancial de nuestra naturaleza: la disposición a aniquilar a los otros seres vivos, y a nosotros mismos en primera instancia.
Si la Modernidad clásica soñó con que la tecnología haría del mundo un lugar pleno de bondades dirigidas a las mayorías y administradas con sabiduría, la realidad histórica demostró que justo lo contrario era lo verdadero: los usos tecnológicos siguen el devenir estratificado del acceso a los bienes de consumo, y la administración de los más destacados desarrollos de la inventiva tecnocientífica está en pocas y, en ocasiones, dudosas manos, como ha sido el caso con el armamento nuclear y el armamento convencional (aunque no sólo eso, sino también, por ejemplo, los medicamentos de punta, la experimentación genética, la artefactualidad industrial, la exploración espacial, etcétera). El mundo tecnológico (que los estudiosos contemporáneos llaman tecnocientífico, por la indisociabilidad de la ciencia al servicio de la tecnología), con su miríada de productos, cadenas de productos y redes de funcionalidad, es una malla que se superpone a la vida práctica del ser humano, pero que ha dejado intactos los vicios de nuestra inacabada evolución animal; contra ellos nada han podido las armas de fisión nuclear y las telecomunicaciones instantáneas.
Por eso, la imagen del acaudalado velocista en prótesis, atractivo de las rodillas para arriba, armado y encarnizándose contra una bella e indefensa mujer, es la imagen viva de la época moderna y posmoderna: la producción incesante de valor económico y tecnología sobrepuesta a nuestra connatural sinrazón. Porque todavía no hay prótesis intracraneales (y sólo contamos con una pléyade de drogas adormecedoras), el protocyborg y el cyborg contemporáneos sólo serán lo que siempre hemos sido: violentos primates con lenguaje y manos prensiles. ®