El país se encuentra en guerra desde hace algunos años. Contra el crimen organizado, contra el gobierno, contra los monopolios, contra los sindicatos, contra los anarquistas, contra el ejército y los grupos de choque, contra el pueblo: contra sí mismo.
Lo siniestro es un concepto fronterizo y relativo, ya que debe actuar bajo forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado. Por lo tanto, es un punto exacto de oscilación entre lo que se puede ver y lo que debería mantenerse oculto.
—Sergio González Rodríguez
Un prisionero permanece sentado en ropa interior con los ojos vendados, los brazos cruzados y las piernas ligeramente separadas, mientras otro yace a sus espaldas desnudo, en posición fetal y aparentemente sin vida; frente a ambos se distingue una prominente emanación de sangre y sus posturas sugieren tortura por parte de los captores. Negro. Una cabeza ha sido desprendida del cuerpo desnudo y rotundo de una mujer, que yace contorsionada; de los dos extremos de cuello separados, cuelga materia orgánica irreconocible, hilachos de nervios, carne, grasa y cartílago. Negro. Otra cabeza cuyos ojos parecieran seguir mirando debido al rictus de horror que ha quedado enmarcado por el ceño fruncido y la boca francamente abierta, cuelga del cabello oscuro y despeinado, chorreando profusamente sangre y saliva. Negro. Las sábanas bajo las que descansan los restos de un corpulento militar que ha sido decapitado se hallan completamente teñidas de carmesí, en unas partes con manchas saturadas y aún empapadas, y en otras con líneas más oscuras e interrumpidas, y salpicaduras que dibujan el camino del fluido hemático que ha salido disparado tras el corte de la garganta por manos inexpertas pero furiosas, probablemente fuera de sí. Negro. Un hombre joven reposa recostado, con el cuerpo rígido porque ha sido hallado días después de su deceso —al menos tres— con claras marcas de una brutal tortura que han expuesto sus costillas y pringado de rojo casi toda la epidermis; la cara recae en el hombro derecho, con los ojos y la boca entreabiertos, los cabellos y las barbas desordenados, empapados y chorreando sangre, seca en algunas secciones, coagulada en otras y líquida en las menos, mezclada con restos de agua y sudor. Negro. Autoridades y población civil contemplan el mórbido espectáculo de los cadáveres desnudos que cuelgan de un frondoso árbol, algunos castrados, otros mutilados y algunos más apacibles, todos ornamentando las ramas en una cuidadosa disposición, diseñada como si se tratara de la escenografía para una obra de teatro o de un fresco renacentista en absoluto equilibrio; algunos cuerpos han comenzado a ser descolgados para su reconocimiento, adjudicación o envío a la fosa común. Negro. En un paraje semidesértico, un cuerpo ha sido empalado en la afilada rama de los resabios de un árbol quemado, con un brazo cercenado, la cara hinchada y descompuesta, pero aún erguido por el soporte de la madera que atraviesa las entrañas; es probable que haya sido colocado ahí mientras agonizaba. Negro. Tendidos sobre la polvorienta avenida, se encuentran los despojos de un soldado, ataviado con el uniforme correspondiente, pero con el cuerpo contorsionado debido a múltiples fracturas, desafiando las miradas con una anatomía incorrecta y las facciones desfiguradas. Negro. Dos cabezas cercenadas han sido, no tanto clínicamente dispuestas, sino arrojadas sobre una tela blanca que absorbe la sangre que emana profusamente aún, sobre todo de una de ellas, la de un hombre adulto con los ojos abiertos, la mandíbula torcida y el rostro escuálido y amarillento como resultado del desangramiento; la otra cabeza, más pequeña y posiblemente de un hombre mucho más joven, acaso un adolescente, ha sido cortada poco antes, dando como resultado una piel verdosa que ha iniciado ya el proceso de descomposición; el rodete guinda bajo el corte del cuello es mucho menor, constituido a penas por unas cuantas manchas oreadas. Negro. Otro hombre muerto pero robusto, fornido y joven es contemplado por un par de mujeres que lloran desconsoladas; los múltiples orificios en la piel, marchitos pero que asoman la carne machacada, reiteran el asesinato impío y sanguinario. Negro. Varios cuerpos fueron arrollados por la embestida feroz de un ejército que arremetió contra quienes caminaban por una senda polvorienta, dejando a algunos agonizantes y a otros desmembrados, fracturados y en posturas grotescas, unos encima de los otros, dolientes y moribundos. Negro. Un cuerpo, cuyo género es imposible identificar a simple vista por la forma en que ha sido dispuesto, cuelga suspendido de un aro, con la piel grisácea y evidentemente torturado por diversos medios, incluidas la inanición y deshidratación que revelan la osamenta a través de la delgada piel marchita. Negro. Una mancha sanguinolenta en el suelo es lo único que ha quedado como testimonio de un crimen violento y atroz; el centro saturado del líquido carmesí, posiblemente se ubicaba justo bajo el cuerpo de la víctima, mientras que el derredor se ha manchado con gotas e hilos, unos densos y otros sutiles, salpicaduras secundarias provocadas por la presión del fluido que ha emergido incontrolable a causa de la contundente herida. Negro.
En algunos casos el verdugo ha quedado en el anonimato pero, en otros, el responsable ha pregonado su crimen o lo ha utilizado como advertencia. En casi todos los escenarios los deudos directos o indirectos de la víctima han convertido el crimen en un panfleto, en un motor de lucha, en una representación tangible de sus causas.
Las escenas antes descritas fueron seleccionadas por su patente alarde de violencia, vejación, desorden, caos y brutalidad. Son todos asesinatos. En algunos casos el verdugo ha quedado en el anonimato pero, en otros, el responsable ha pregonado su crimen o lo ha utilizado como advertencia. En casi todos los escenarios los deudos directos o indirectos de la víctima han convertido el crimen en un panfleto, en un motor de lucha, en una representación tangible de sus causas. La muerte se convierte así en una imagen, en un símbolo y, como tal, comunica un mensaje, transmite una idea. Sin importar que los cuerpos hayan sido descuartizados, sean irreconocibles, fueran carbonizados o no se consignara a su lado una manta incriminatoria y amenazante, la imagen generada advierte. El medio elegido para matar a la víctima, la sangre, la desnudez o la presencia de ropa, el grado de sufrimiento discernible, la sangre emanada, la disposición post mortem del cadáver o la permanencia de éste tal como fue ejecutado son símbolos que han de ser interpretados por el receptor del mensaje. En ese orden de ideas, el hecho de que en todos los casos antes descritos la violenta imagen mortuoria haya sido hecha pública convierte al observador común en el receptor de ésta y, por ende, lo obliga a la decodificación del mensaje. Éste es relativamente simple de descubrir: el miedo. La vejación y el abuso infligido a los cuerpos, la evidencia de su organicidad desorganizada y la aniquilación del individuo a quien antes le perteneciera ese organismo va más allá del mero propósito de asesinar y para extenderse fuera de los límites del cuerpo mismo y convertirse en un mensaje de terror, en una advertencia, en una instrucción conductual o en la inducción de una parálisis social con el fin de imponer un poder fáctico determinado. En todos los casos citados aparece como común denominador una estética medusea, “combinación del placer y el dolor, la crueldad y la voluptuosidad, o bien la belleza y la poesía extraídas de materias ‘innobles o repugnantes’” [González Rogríguez, 2009: 98] que evidencia la función de la imagen: la conmoción.
Aunque pareciera tratarse de imágenes recortadas de algún diario nacional y pegadas en un álbum fotográfico, o bien descargadas de la web en algún video de narco-compilaciones, se trata de obras de arte. En orden de aparición, he mencionado la página 6 del tonalpohualli que forma parte del Códice Borgia, la escultura Perseo de Benvenuto Cellini que maravillara y atemorizara a la Florencia del Renacimiento, el lienzo David con la cabeza de Goliat de Caravaggio —autorretrato del pintor que se representa como el gigante derribado que suplica misericordia—, la furibunda Judith degollando a Holofernes pintada por Artemisa Gentileschi como manifiesto de su propio coraje anquilosado; el Cristo yaciente de Gregorio Fernández que muestra el patetismo de la estética católica española, heredado a la Nueva España y que hermana esta imagen cristológica con aquellas que fungieran como estandartes contrarreformistas colocados en la Catedral Metropolitana y el templo de la Profesa en la Ciudad de México, otrora íconos devocionales para unos y siniestros para otros, colocados como amenaza en las portadas correspondientes para ahuyentar a los cristeros. Posteriormente se narra el horror contenido en Los grandes desastres de la guerra de Jacques Callot, que posiblemente inspirara los caóticos y brutales Desastres de la guerra de Goya, de los cuales se describe el aguafuerte número 37 titulado Esto es peor; del mismo autor se refiere el lienzo El 2 de mayo de 1808 en Madrid, ambas obras que continúan impactando por su violencia y por la agudeza crítica subyacente en la imagen. Más adelante se evoca uno de los ensayos anatómicos de Gericault, que ha recibido el nombre de Estudio de cabezas de víctimas de tortura y que va mucho más allá del ejercicio visual plástico para convertirse en una profunda y atormentada meditación sobre la naturaleza humana y sus alcances inmunes a las pretensiones racionales del proyecto ilustrado. Andrea Mantegna es traído también a colación con su célebre lienzo Cristo muerto, que conmoviera las miradas católicas italianas y que el cineasta Andrey Zvyagintsev usara como referente figurativo en El regreso para evocar toda una carga simbólica ancestral y adjudicársela al padre que ha de morir por salvar a sus hijos. Un grabado de Durero, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, acude también el encuentro, con la contundencia y ferocidad de las líneas que dan forma a la batalla del fin del mundo, arrasando con vivos y muertos como una vanitas implacable que asola todo a su paso. Un detalle de la tabla derecha de El jardín de las delicias, de Bosch, irrumpe con el horror vacui de una imagen que satura la vista y mezcla placeres con castigos, deseos concupiscentes con duras advertencias y sirve a muchos, aún hoy, para hablar de las consecuencias fatídicas de sucumbir a los pecados de la carne y abandonar la gloria de la bienaventuranza. Finalmente, Francis Bacon cierra la colección, no con un cuerpo plástica y eidéticamente implotado y luego explotado como predomina en su imaginario, sino con la pintura Sangre en el suelo que siembra en el espectador una angustiosa duda que permanece clavada en las pupilas y la conciencia durante largo tiempo, incluso después de su contemplación. No se mencionan, pero acuden al encuentro mnemotécnico las intrigantes siluetas de Kara Walker donde el horror del pasado transcurre entre las sombras y visita el presente como un fantasma inexorable; las naturalezas muertas en las planchas de la morgue de Martha Pacheco, cargadas del mutismo escandaloso del anonimato urbano, y las sobrecogedoras y sugestivas obras de Teresa Margolles donde un muro baleado, una cobija que fungiera como mortaja de un indigente y una fotografía forense que se repite en un loop interminable remiten a toda una problemática de pobreza, narcotráfico, feminicidio y política fronteriza.
Las cifras de asesinatos son alarmantes y propias de una condición bélica tradicional, con la salvedad de que en este caso las ejecuciones se presentan de manera constante y sostenida, extendida por todo el territorio nacional, contagiada a grupos del narco y al ejército por igual…
Armo la galería anterior para intentar comprender la poderosa maquinaria detrás de la imagen violenta y sanguinaria como mensaje de control o subversión, así en el arte como en la guerra que sume a México desde hace unos años. Porque es así. A riesgo de que suene a verdad de Perogrullo, el país se encuentra en guerra desde hace algunos años. Contra el crimen organizado, contra el gobierno, contra los monopolios, contra los sindicatos, contra los anarquistas, contra el ejército y los grupos de choque, contra el pueblo: contra sí mismo. En todos los sistemas estatales existen corrupción, delincuencia, ilegalidad y crimen, pero en México esos factores se han salido de control y rebasado cualquier noción de autoridad, para terminar enfrentando a la población, dejando en el medio del fuego cruzado a civiles, ciudadanos de a pie rematados por un gobierno injusto y leyes inadecuadas que los exprimen y sobajan para incrementar la recaudación de recursos evadida por los grandes consorcios nacionales y extranjeros. Las cifras de asesinatos, lo hemos leído en reiteradas ocasiones, son alarmantes y propias de una condición bélica tradicional, con la salvedad de que en este caso las ejecuciones se presentan de manera constante y sostenida, extendida por todo el territorio nacional, contagiada a grupos del narco y al ejército por igual, y maquillada por los medios de comunicación y el gobierno que los controla.
El hallazgo de cuerpos, fosas, montajes sórdidos, mantas, mensajes, videos y levantamientos ha ido incrementando el nivel de violencia del símbolo en cuestión. Ya no se trata únicamente de provocar bajas en el bando opuesto, sino de convertir a cada uno de esos cadáveres en un poderoso mensaje que comunique los alcances del grupo ejecutante. Al parecer, los códigos de esos mensajes son reconocibles para un grupo y otro, aunque, para la población civil, no siempre resulte discernible el contenido. Sin embargo, aun a pesar de la deficiente interpretación, se logra el cometido nodal: generar una ola de pánico, un terror soporífero que aletargue a la ciudadanía y la condene al silencio y la autorreclusión.
Como se dijo antes, las imágenes generadas, dispuestas y exhibidas como parte de las estrategias primarias de esta guerra son un símbolo que, como tal, reclama una interpretación, posee un valor semántico y se vincula con rituales, reacciones emotivas y poderes míticos. Es decir, al símbolo que es la imagen violenta lo antecede la práctica de un ritual tortuoso que posee también un significado, una vez concluida conmueve al observador y se liga a una larga genealogía de relatos sobre el mal, el principio, el fin y el poder. Como demostró la mórbida colección que abría este ensayo, las ideas de decapitar, torturar, mutilar, sacrificar, disponer y presentar el cuerpo aniquilado se remontan a tiempos inmemoriales. Las imágenes descritas, sin embargo, se convirtieron en objetos de culto, reverencia, fe o admiración, pero partían de un mismo principio de contemplación y conmoción. El fin de estas nuevas imágenes violentas, sin embargo, no es la devoción, sino el terror, la evidencia de la fragilidad inherente a la organicidad del ser humano, atizar o paralizar al opositor, según sea el caso. Como sugiere Paul Ricoeur, el sujeto torturado se convierte en un paradigma “en el cual leemos nuestra condición y nuestro destino” [1970: 37]. Invariablemente, el corte y homicidio remiten a la ruptura, la irracionalidad y la improbabilidad de la salvación. Contrario, sin embargo, a lo que afirma el mismo Ricoeur, no existe ninguna contra imagen en el violento corpus visual contemporáneo mexicano que anuncie el advenimiento del bien o la justicia. Por el contrario, la imagen del caos bélico confirma que no hay retorno y el cuerpo putrefacto se convierte en metáfora: de la descomposición y el desmembramiento sociales, del caos y de la ingobernabilidad. Su sentido, pues, es doble como el de cualquier símbolo: pone en tenso diálogo a un grupo y otro, al tiempo que ilustra una patología generalizada en el país. La frecuente imposibilidad de reconocer la identidad de los cuerpos universaliza el símbolo; la exposición de los órganos y miembros hace público aquello que fue diseñado exclusivamente para el interior, para el reducto normalmente impenetrable de lo privado; la generación de montajes cadavéricos implica que la tragedia es puesta en un redondel y alumbrada con reflectores que demandan atención y sentencian la minimización.
El símbolo terrorífico, bélico, violento y caótico, sin embargo, debe convertirse, en las meditaciones contemporáneas, en un problema hermenéutico que demande una reflexión. No puede considerarse un gesto arbitrariamente seleccionado y ejecutado, sino que debe valorarse su peso específico en el contexto, como parte de una retórica actual. La galería que fungió como antesala confirma esta idea, pues entonces la franca violencia poseía un fin devocional, político, moral o crítico. La violencia de la imagen es, pues, universal y jamás ha sido gratuita. Si bien la brutalidad recubre de un halo de opacidad al símbolo, no debe olvidarse su carácter como recurso de reflexión social. El descubrimiento constante, casi diario, de este tipo de escenas en el país debe convocar al pensamiento y la acción social. No se trata de querer hallar significados ontológicos, en la inmediatez de la imagen, sino de activar con esos símbolos del horror y la violencia el pensamiento hermenéutico que conlleve a una reflexión y que, tras ella, se suscite una reacción social e intelectual. Debe tenerse en cuenta el poder histórico que han ostentado las imágenes de esta naturaleza, así como su efecto en el imaginario individual. Sólo ello desmantelará el discurso tétrico del miedo y recuperará lo propio, que es la existencia y la comparecencia con la otredad. ®
Referencias
Paul Ricoeur (1970), “Método hermenéutico y filosofía reflexiva”. Freud: una interpretación de la cultura, Ciudad de México: Siglo XXI editores.
Sergio González Rodríguez (2009), El hombre sin cabeza, Barcelona: Anagrama.