Era 1927 cuando Pepe escuchó las palabras Socialismo y Revolución por primera vez de boca de otro empleado de la ferretería. Pero no lo asombraron tanto como los términos “derechos laborales”, “dignidad del obrero” o “huelga”. Sintió que su fe perdida había encontrado un nuevo cauce y una nueva causa. Había dejado de creer en Dios pero no en la religión en su sentido estricto y literal, religare.
No es ningún bien la soledad, ni nada enaltecido; es una forma sin freno,
enfermiza, de exaltación íntima y de cinismo.
—José Revueltas
Pepe tenía trece años y había abandonado la secundaria. A causa de una crisis de fe, cuenta en sus memorias. Había sido profundamente creyente, sus primeras lecturas consistieron en vidas de santos. Pero las imágenes a las que le dijeron debía rezarles jamás respondieron. Nunca se le apareció un ángel ni lo tentó un demonio ni experimentó a Dios como Santa Teresa. Nada. Sólo el eco del atrio. Sólo el olor de los cirios consumiéndose para nadie. La religiosa fue quizá la primera institución que le falló. Después vendrían muchas otras.
Para evitar que se convirtiera en un “vago” su hermana Consuelo le sugirió emplearse como chalán en alguno de los negocios de la cuadra. Detrás del oscuro portón que resguardaba la humedad de su casa en la colonia Doctores las cosas se ponían cada día más difíciles, el dinero escaseaba, los tiempos de los colegios particulares, los paseos y las golosinas habían quedado muy lejos. Pepe aceptó. Comenzó a trabajar como mandadero en una ferretería y algunas tardes, cuando un encargo lo llevaba por aquellos rumbos, también como cargador de bultos en la Merced. “La casa se llamaba Ricoy y Trujillo, ahí tuvo compañeros que eran absolutamente de izquierda, según lo que yo sé. Otros dicen otras cosas, tal vez sepan más que yo. Te digo lo que vi, sentí y pasé. Cuando trabajó en Ricoy y Trujillo empezó a tener la cabeza llena de esas ideas…”1
Conoció las jornadas infinitas, la explotación y el maltrato. Las manos y los rostros ajados por el cansancio y la enfermedad lo sacudieron. La frágil piel de lo que había sido su mundo se rasgó para siempre. La realidad es una herida que no cierra nunca. Entonces era solamente Pepe, el hijo menor de don Gregorio, en paz descanse, y de doña Romana, los que se mudaron de Durango con un montón de hijos que en lugar de ir a la escuela se pusieron a tocar, pintar y querer andar en la farándula.
Pepe tenía trece años y entendía poco pero entendía lo fundamental. Las cosas eran injustas y, lo más importante, no había por qué tolerarlas. Sus primeros textos se los dedicó a los obreros. Pero no a los obreros así en abstracto sino a sus amigos.
Eso fue antes de que descubriera la Biblioteca Nacional, antes de Dostoievski, Marx y su afiliación al PCM. Antes de todo estuvieron ellos, los trabajadores, sus primeros y tal vez únicos compañeros. Pepe tenía trece años y entendía poco pero entendía lo fundamental. Las cosas eran injustas y, lo más importante, no había por qué tolerarlas. Sus primeros textos se los dedicó a los obreros. Pero no a los obreros así en abstracto sino a sus amigos. Los otros empleados ferreteros, los trabajadores de La Merced que ni siquiera eran asalariados porque trabajaban a cambio de una propina voluntaria. Cinco o diez centavos arrojados como una limosna, sin una mirada de reconocimiento.
Era 1927 cuando Pepe escuchó las palabras Socialismo y Revolución por primera vez de boca de otro empleado de la ferretería. Pero no lo asombraron tanto como los términos “derechos laborales”, “dignidad del obrero” o “huelga”. Sintió que su fe perdida había encontrado un nuevo cauce y una nueva causa. Había dejado de creer en Dios pero no en la religión en su sentido estricto y literal, religare: ligarse, atarse a otros.
Comenzó a estudiar por su cuenta. En la biblioteca leyó El capital y Estado y revolución, pero también Guerra y paz y Los hermanos Karamazov. Intentó escribir ensayos políticos y le salieron cuentos. Sus consignas se convirtieron en historias.
Ya nadie lo llamaba Pepe. Ahora, recién afiliado al Partido Comunista, era el compañero Revueltas. En casa cada vez lo veían menos, sólo paraba por ahí para recriminar a sus hermanas sus aficiones burguesas y atormentar a su madre con sus planes de organizar mítines y huelgas. Sus hermanos varones lo admiraban calladamente, fingiendo no interesarse demasiado. Sin embargo, cuando descubrieron que su militancia no era un capricho pasajero le advirtieron del peligro de terminar preso. Profecía que se cumplió poco tiempo después, cuando a los quince años lo arrestaron por participar en una protesta de obreros en el Zócalo. Salió bajo una fianza que dejó a su familia sin muebles.
Revueltas tomó su primera experiencia carcelaria como una oportunidad para estudiar y escribir, cuando sus hermanas lo visitaban él intentaba convencerlas de que su cautiverio era un acto heroico. Se veía a sí mismo como una especie de mártir de la Revolución y permitió durante mucho tiempo que la idea lo engolosinara. Pero seis meses en una correccional para menores no pudieron haberlo preparado para las Islas Marías, donde sería encarcelado en 1932 y después en 1934 por encabezar una huelga campesina en Nuevo León.
Su primera novela, Los muros de agua, en la que cinco personajes son enviados a las Islas Marías a causa de su militancia marxista, es al mismo tiempo una purga autobiográfica y una denuncia contra la brutalidad del sistema carcelario mexicano. A pesar de que había escrito crónicas y artículos para distintos periódicos no fue hasta ese momento cuando el Partido Comunista lo reconoció como escritor. De pronto se vio en medio de inacabables discusiones sobre el compromiso político del artista. Su postura era muy clara al respecto: el arte debía ser una herramienta ideológica al servicio de la causa.
Revueltas había sido marcado por dos experiencias fundamentales que no pudo esconder dentro de su obra. La primera, la lectura de Dostoievski, quien se había opuesto a la Revolución rusa. Cualquiera de sus compañeros de partido hubiera tachado a Dostoievski de intelectual reaccionario y traidor, negándose a leerlo. Pero Revueltas no sólo lo leyó sino que se atrevió a proclamarlo el más grande escritor de la historia. A pesar de su idea de que el arte debía ser un medio de ideologización, guardaba su más profunda admiración para un escritor apolítico.
Cualquiera de sus compañeros de partido hubiera tachado a Dostoievski de intelectual reaccionario y traidor, negándose a leerlo. Pero Revueltas no sólo lo leyó sino que se atrevió a proclamarlo el más grande escritor de la historia.
El segundo acontecimiento que lo marcó fue su convivencia con cristeros durante el encierro en las Islas Marías. Revueltas había abjurado de la Iglesia católica. Como comunista, su deber no era solamente apartarse de la religión sino combatirla. La Iglesia representaba uno de los más poderosos enemigos del partido. Pero no sólo convivió con los cristeros, se identificó con ellos, también él había sido encerrado por un Estado sordo y ciego por no querer formar parte del pueblo mudo. Cautivos del mar, arrojados como despojos a las fauces del agua, padecieron juntos: compadecieron.
Los trabajos forzados en la isla consisten en abrir caminos con pico y pala y volverlos a cerrar. Por aquel tiempo conocí a la Madre Conchita, a Castro Balda, a varios sacerdotes que estaban en el penal. Recuerdo que a mi llegada vi a un anciano sacerdote que estaba castigado y lo ponían a barrer. Todos se burlaban de él. “Cura jijo de tal”, le gritaban. Me sentí poseído de ira y tomé una escoba: no había otro modo de protestar más que barrer con él.2
El confinamiento los hermanó más que si hubieran compartido ideología. Revueltas descubrió que la solidaridad no tenía una orientación política. Esa sencilla revelación resultó más peligrosa para el partido que toda la Iglesia católica.
Fue El luto humano, su segunda novela, la que le valdría el reconocimiento nacional y por primera vez la tentativa de vivir de su obra. Críticos como Emmanuel Carballo y Vicente Leñero no escatimaron los halagos. La imagen de la muerte como una mujer silenciosa sentada en la esquina de la habitación mientras una niña agoniza sobre su cama es probablemente uno de los comienzos más poderosos de la narrativa mexicana.
Debido a su repentino éxito el PCM lo proclamó un orgullo para el movimiento —aunque un par de años después Revueltas fue expulsado acusado de mantener “actividades fraccionales” junto con todos los miembros de su célula. La doctrina marxista le había dado la posibilidad de creer en algo, de hacer algo con su fe. Revueltas brincó de la utopía del reino de los cielos a la utopía del cielo en la tierra. El partido suplió su necesidad de pertenecer a una colectividad que le reconociera, por la que pudiera luchar, como hace el héroe en la épica. De algún modo a todo militante político lo mueve el deseo de convertirse en epopeya. Pero un hombre como Revueltas estaba muy lejos del ideal del héroe épico. Taciturno, parco y obstinado, siempre había tenido el valor de cuestionar a sus superiores, pero al mismo tiempo su inseguridad le impedía tomar cualquier decisión sin atormentarse. A los ojos de sus compañeros se había vuelto pesimista y desconfiado, la realidad era que su conciencia de clase había sido superada por su conciencia humanista. Por esas fechas escribió: “El socialismo como pura transformación económica, sin libertad de crítica, sin autogestión de los productores y sin democracia, constituye una nueva enajenación humana, una nueva forma de la negación del hombre”.3
La publicación de su tercera novela, Los días terrenales, le valió el destierro y el vilipendio de toda la intelectualidad de izquierda, incluso de aquellos que habían sido sus amigos cercanos. El PCM lo acusó no sólo de traicionar los ideales revolucionarios sino de inscribirse en la filosofía más reaccionaria de la burguesía: el existencialismo.
Para quienes habían sido sus compañeros militantes era un traidor, para el resto de los lectores un misántropo deprimente. Sus textos no cabían en ningún lado. Había en ellos demasiada desesperanza para leerlos como panfletarios, pero demasiadas consignas políticas como para atender únicamente a su estética.
Años más tarde, cuando comenzó a participar en el movimiento estudiantil del 68 — lo que le valdría un tercer encarcelamiento, esta vez en Lecumberri— varios escritores, entre ellos Octavio Paz, lo criticaron por involucrarse sin ser estudiante ni haber pertenecido nunca a ninguna universidad. Por su parte, los estudiantes se sentían incómodos con un intelectual entre ellos. Revueltas jamás logró identificarse ni con unos ni con otros. Aun fuera de la cárcel continuaba aislado, cautivo de sí mismo. Como la del escorpión, que no se sabe venenoso y no comprende por qué lo persiguen, su soledad no fue una pose de artista ni una autoimposición sino el deseo fallido de pertenecer, de reconocerse entre otros semejantes a él. Anhela al mundo. Trata de conocer a los otros seres de la naturaleza, en particular —ignorándolo— a los que menos lo quieren y menos lo comprenden.
Quizá debió abandonar la escritura y la lucha social y, simplemente, tomar de nuevo su cajita de herramientas. Llegar con un refresco al viejo local de la colonia Doctores a preguntar por los encargos, como si nunca se hubiera ido, como si no llevara pegado ya para siempre el lastre de la soledad. Más tarde, desde su diminuta celda en Lecumberri, Pepe recordaría que sentado en la banqueta junto a sus compañeros de la ferretería, mientras compartían un refrigerio a media tarde, había sido feliz. ®
Notas
1 Raquel Tibol, “La infancia de José según Consuelo”, Revista de Bellas Artes, sep.oct. de 1976.
2 Mercedes Padrés, Entrevista a José Revueltas, en “José Revueltas, el escritor y el hombre”, Sucesos para todos, 1969, pp. 2223.
3 José Revueltas, Cuestionamientos e intenciones, México: Era, 1950, p. 189.