La angustia, el odio, el temor, la culpa, la deuda, la locura, la melancolía, el desamparo, la desilusión son afectos que incitan el discurso sobre el padre en la religión, la filosofía y la literatura.
I. Antesala
Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.
—João Guimarães Rosa
Freud descubrió que las figuras inconscientes organizan nuestros discursos porque son fuentes de nuestros más íntimos deseos y temores. Una figura no está constituida como un lenguaje, sino como una pintura, un sueño: no entendemos, no leemos un lienzo. En la figura el entendimiento queda en suspenso, hay una afección. Una figura es un pictograma, se parece a una alucinación; expresa un afecto, no produce conceptos en una significación articulada; está incitada por un deseo que transgrede el orden, rompe con la sintaxis esperada (Lyotard, 1979). La figura nunca expresa un mensaje acabado, su fuerza aparece en fragmentos que irrumpen en el discurso a modo de letanías, versos, chistes, lapsus… La figura es un quiebre en el discurso: revela un afecto y luego desaparece; su función está cumplida (Barthes, 2004).
El modo en que padres e hijos hablan está incitado por figuras inconscientes. El discurso está articulado por figuras cargadas de afecto. A lo largo de la relación filial surgen figuras con las que padres e hijos gritan, lloran, tiemblan, ríen, mueren. Los enunciados sobre el padre están agitados por pasiones profundas que no configuran un discurso organizado, pero conforman una inquietud social. En La República Sócrates propone una comunidad en la que todas las mujeres sean comunes a los hombres: “Ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre”, escribe Platón. En esta sociedad ideal todos los niños serán hijos de la comunidad y ellos llamarán “padre” a los varones de la generación que les antecede. En la época en que la sociedad se reconfigura cada vez más al modo de red y menos de modo patriarcal cabe preguntarse, de nuevo, ¿qué es un padre?
En este ensayo nos proponemos describir algunas figuras que incitan el discurso sobre el padre. El propósito es evocar algunas de estas efigies para destacar el afecto que cada una de ellas expresa. Para componer esta galería se han tomado seis cuadros de origen diverso: Religión, Filosofía, Literatura… En cada uno de estos lienzos un hijo habla sobre su padre. La exposición consta de seis escenas filiales. Al final, a modo de conclusión, haremos algunas consideraciones sobre los fundamentos en los que descansa el discurso occidental sobre el padre.
II. Exposición
El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón
Un hijo llama a su padre cuando dice:
―Soy hijo de Layo, nieto de Lábdaco y descendiente de Cadmo (fundador de Tebas). Mi abuelo murió joven, por eso mi padre fue criado por Pélope, rey de Pisa. Mi padre se enamoró de Crisipo, hijo que Pélope procreó con una ninfa. Cuando reclamó el reino de Tebas, raptó a Crisipo quien después, por vergüenza, se quitó la vida. Ése fue el primer crimen de mi padre, el primer error. En represalia, Zeus ordenó que Layo muriera a manos de su propio hijo, quien soy yo. Esto sucedió antes de que yo naciera. ¿Por qué soy culpable de un cruel destino vaticinado a mi padre?
―En una noche Layo se embriagó y se acostó con su esposa. Segundo error: sin desearlo, nací. Mi padre atravesó mis tobillos con alfileres, por eso me llamo “Edipo” (mi nombre significa “pie hinchado”). Mis padres me entregaron a un pastor para que me abandonara en el monte Citerón. Tercer error: este hombre se compadeció, me entregó a un sirviente de los reyes de Corintio. Fui adoptado por Pólibo y Mérope. Crecí con la creencia de que ellos eran mis padres.
―En una noche de fiesta escuché que yo no era hijo de Pólibo. Cuarto error: quise indagar mi origen. Consulté el oráculo de Delfos. Me vaticinó un futuro siniestro: mataría a mi padre y me casaría con mi madre. Huí de Corintio para evitar esta fatalidad. En un cruce de tres caminos, me encontré con una pequeña comitiva. Me hicieron a un lado. Un anciano me golpeó con una pica. Quinto error: lo golpeé, él murió. Yo no sabía que se trataba de Layo, tampoco sabía que él era mi padre. Sexto error: al aclarar el enigma de la Esfinge, me hicieron Rey de Tebas. Me casé con Yocasta, yo no sabía que había nacido de su útero. Fecundé con ella cuatro hijos. Ahora todos me repudian. Estoy viejo, ciego y desterrado. No he cometido ningún crimen, sólo he padecido la obra de aquel hombre que me ha hecho sufrir: mi padre.1
El extranjero llega a Colono. Busca un lugar en donde morir. El Coro, compuesto por unos ancianos del lugar, lo recibe. Cuando advierten que se trata del hijo de Layo, siervo de las mayores miserias de los humanos, le exigen que salga de Atenas. Edipo les explica que es víctima de los crímenes cometidos por su padre.
Clément Rosset (2004) destaca que la defensa de Edipo es un ejemplo del modo en que la brutalidad de un acontecimiento pretende ser amortiguada por el espectáculo de una interpretación. Edipo trata de decir que no sucedió lo que sí sucedió: explica al Coro que ha sido engañado, que él pretendía evitar su destino. A pesar del argumento, apenas se enteró de la profecía, Edipo se lanzó contra el anciano rey de Tebas, y lo mató. ¿Cómo negar lo sucedido? El oráculo predijo: matarás a tu padre, te casarás con tu madre. Resultado: mataste a tu padre, te casaste con tu madre (Rosset, 2004). La explicación no niega la realidad. Tragedia es lo inevitable. Edipo no puede esconderse de sí mismo, no puede ocultarse detrás de los crímenes de Layo. Un crimen no anula otro crimen.
Aunque se arranque los ojos, Edipo no oscurece lo develado. Karl Reinhardt describe la tragedia de Edipo como una sucesión que transita de la apariencia al ser. Primera escena: Edipo descifra el enigma de la Esfinge,2 se convierte en un rey sabio, famoso y poderoso. Segunda escena: Edipo advierte que ha matado a su padre y que cohabita con su madre, se arranca los ojos. Tercera escena: Edipo es un hombre torturado por el tiempo que vaga solo y confundido, es un ser frágil y desterrado. Caído el engaño del Rey Edipo, se nos revela un hombre que es tal como él mismo es (Heidegger, 2003). Edipo está profundamente desamparado.
Edipo se debate entre el deseo de saber y la angustia de mirar lo que encuentra. Un rayo de Zeus anuncia el final. En Colono, Teseo acepta hospedar al hijo de Layo. Derrida (2000) destaca este acto hospitalario: el gobernante justo recibe al extranjero, figura de lo inaceptable. Aunque para Edipo hubiera sido mejor no haber nacido, existió y cumplió con su destino. Layo no pudo salvarlo de su nacimiento, Pólibo no pudo rescatarlo de su sino, Teseo no pudo redimirlo de la muerte. Edipo, hombre que sufrió lo insoportable, se despide de Ismene y Antígona: ¡Oh hijas, no tenéis ya padre en este día! Camina solo hacia el bosque. Desaparece.
¡No lo hagas! ¡Mira que lo arruinas todo!
―Me levanté temprano y me despedí de mi madre. Besos y abrazos. Mi padre nos miraba en silencio. Nos separamos. Pensé en el momento en que un niño es destetado. Salimos de casa. Cabalgamos durante tres días para llegar a Moriah. Mi padre detuvo a sus dos sirvientes. Me tomó de la mano y me dijo: “Ahora, iremos tú y yo solos”. Emprendimos el camino a la montaña. Caminamos en silencio. Hermético, mi padre apretaba la quijada.
―Puso la leña sobre mis hombros. Tomó en su mano el cuchillo. Cuando le pregunté, “Padre, ¿dónde está el cordero para el holocausto?” “Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío”, me contestó. No comprendí. Llegamos al lugar que Dios le había dicho. La ironía es insoportable.
―Mi padre no es un hombre trágico, más bien es un hombre silencioso. Los hombres trágicos dudan, mi padre no sabe dudar. Nunca lo he visto llorar. Las lágrimas y los gritos no lo apaciguan. Construyó el altar y colocó la leña. Ató mis piernas y brazos. Quise huir. Imposible. Él es más fuerte que yo. Grité, lloré, supliqué. Mi padre, impasible. La razón lo ha abandonado. ¿Habla con Dios o está loco?
―Él dispone de mi cuerpo. Me coloca encima de la leña. Amarrado, me retuerzo. El fuego, al lado. No hay palabras. Su mirada se transforma: me espanta ver sus ojos incendiados. El sol cae sobre mi cara. Con su mano cubre mi rostro, me tapa boca y ojos. Siento como alza el cuchillo. Tiemblo.3
El cuerpo se estremece antes de temblar como vibra el agua antes de hervir. El temblor es ya ebullición: es angustia, pánico, terror. El horror ya ha tenido lugar. El temblor es el acontecimiento mismo de lo pavoroso. Isaac tiembla frente a Abraham que se ha vuelto un asesino: “Aferrando a Isaac por el tórax Abraham lo arrojó a tierra y dijo: ‘¿Acaso me crees tu padre, estúpido muchacho? ¡Soy un idólatra!’” (Kierkegaard, 2010).
El temblor es una manifestación corporal de una angustia anterior a cualquier representación. El temblor es lo incontrolable del cuerpo. Temblamos ante lo impredecible, ante lo que no se sabe. El temblor se redobla: Cuanto más tiemblo, menos puedo parar de temblar. El temblor me excede en mi comprensión, me rebasa. No veo la razón de mi temblor, sólo siento. Abraham cubre los ojos de Isaac en el lienzo que Rembrandt pintó: Isaac no debería mirar aquello que no debería estar sucediendo. Isaac está afectado en lo más íntimo. Isaac es este temblor.
El padre fracasa cuando dispone del cuerpo de su hijo. La causa del mysterium tremendum no es Dios sino la disposición de la vida del hijo. Abraham es un padre que se ha vuelto asesino. Isaac es frágil: no puede huir, no puede defenderse. Aquél que debería protegerlo ha decidido sacrificarlo. Isaac es este terror.
Derrida (2006) tiene razón cuando dice que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios que se retracta. Es más, el Dios de Moisés se arrepiente. El Dios de la tradición hebrea se equivoca. Dios se echa atrás, interrumpe el sacrificio de Isaac. Lévinas encuentra ahí el punto culminante del drama: hay una llamada a la unicidad del sujeto, se da sentido a la vida a pesar de la muerte. Por eso, en el tercer relato de Kierkegaard (2010), Abraham debe pedir perdón: “Se arrojó al suelo y su rostro tocó la tierra y pidió a Dios que le perdonase el pecado de haber querido sacrificar a Isaac, pues el padre había olvidado su deber para con el hijo”. Abraham no puede ser perdonado.
El sacrificio de Isaac no sólo es un deber de fe, también es un deseo. Isaac tiembla frente a esta aporía: ¿Deseaste que yo naciera para después desear mi muerte? La palabra danesa Anfaegtelse, que Kierkegaard utiliza con frecuencia, no sólo significa inquietud, horror religiosus, también significa tentación, misterio, absurdo. Abraham debe pedir perdón porque no quiere ceder a este impulso mortífero: “¿Crees que estoy obrando así por un mandato divino? ¡No! ¡Lo hago porque me viene en gana!” (Kierkegaard, 2010). Dios se retracta, pero Abraham hubiera llevado el sacrificio hasta el final.
Cuando Kierkegaard (2010) piensa en Abraham se siente anonadado. Lévinas (2008) dice que el anonadamiento está inscrito en el odio o en el deseo de morir. La historia de un padre que desea desaparecer al hijo nos deja inmóviles, sin respuesta. Lo más profundo del temblor es la inmovilidad del anonadamiento.
Agamenón mata a Ifigenia para aplacar la cólera de la diosa Artemisa, un sacrificio necesario para el bien de la comunidad. Hércules mata a sus hijos sin razón y sin voluntad, al despertar del delirio quiere suicidarse. Abraham no es un hombre trágico, sino un caballero de la Fe: no sabe dudar, no puede conmoverse. La fe ciega puede impulsar a destruir a quien más se ama. Abraham no se asemeja a Caín: él ama a Isaac. ¿Cuántos padres han sacrificado a sus hijos en nombre de una creencia? La fe de Abraham es criminal. El acto se opone a cualquier esfuerzo consolador. Isaac sólo puede responder: “¡No lo hagas! ¡Mira que lo arruinas todo!” El cuchillo ya ha sido levantado, gesto que un hijo nunca podrá olvidar. Isaac sigue temblando.
Arrojado he sido de la faz de tus ojos
―Todavía no hablaba y ya veía con envidia a mis hermanos gozar del mismo socorro y de la misma fuente que era el pecho de mi madre. ¿Qué niño puede separarse del seno materno?
―Yo amaba a mi madre, pero ella era una sierva de Patricio, mi padre. ¿Qué deseaba mi madre en ese hombre colérico y hereje? Toleró las injurias de sus infidelidades.
―No quiero acordarme de la muerte de mi padre, pero ese día quedó libre el camino hacia mi madre. Aún no entiendo por qué fui concebido en iniquidad, por qué mi madre me alimentó en pecado.
―Escucho risas. ¡Cállense!
―Confieso que caí en la podredumbre. Estaba confundido porque estaba lejos de ti, padre celestial. La vida me causaba tedio y la muerte miedo. Llevaba el alma rota y ensangrentada. Me envolví en la retórica de los falsos profetas. La luz me espantaba y el dolor penetraba en lo más profundo de mi ser. Me revolcaba en el cieno. Gozaba del cuerpo de una bella mujer. Sufría de perversión: me ensuciaba en los placeres carnales.
―Abandoné a mi madre y partí a Roma. Al llegar enfermé de malaria, pero pudo haber sido de tristeza. Me recuperé y tomé una cátedra de retórica en Milán. Adolecía de vanidad. Impartía cursos de charlatanería. Vivía con una mujer innombrable. Las noches eran húmedas y cálidas.
―Mi madre me alcanzó en Milán. Me siguió por mar y tierra. Desde que llegó, no nos separamos más. ¿Cómo desprenderse de una madre tan buena?
―Ríanse de mí los arrogantes. ¿Por qué me confieso ante ustedes?
―Me gustaba tanto desnudar a aquella mujer, contemplarla en la cama y olerla todas las mañanas. ¿Cómo vivir sin sus caricias? La amaba como si fuera infinita. Adeodato nació carnalmente de mi pecado.
―Dios mío, domaste mi cerviz con tu yugo. Me consagré a ti. Le pedí a esa hermosa mujer que se marchara. Más fuerte que yo, ella se fue. Renuncié a la cátedra de la necedad y la mentira. Abandoné todo. Adeodato se quedó conmigo. Yo permanecí con mi madre. Los tres somos en ti.
―Ahora duermo acompañado de sueños eróticos. La vulva es suave como el pantano, ¿qué hago con esta serpiente infernal? “Sino”, “cieno” y “seno” se parecen. ¿Acaso se sueña con los sentidos del cuerpo?
―Mi madre murió hace años. Sigo llorando. Sé que no estoy solo, porque tú estás conmigo y ella contigo. Me espanta el ingenio de Adeodato, en este niño no tengo otra cosa que el delito. No he dejado de sufrir. Fui malo y nefando. Ahora no sé cómo deshacerme del deleite por los alimentos y del gusto por la música. ¿Debo arrancarme la lengua y taparme los oídos? ¿Cómo distinguir entre el cuidado del cuerpo y el deleitoso engaño del apetito? ¿Cómo discernir entre la útil alabanza a tu misericordia y el disfrute de lo melódico? El goce me persigue. ¿Hay algo malo en mí? Tú eres médico y yo soy un hombre enfermo, por favor cúrame.
―¿Vida mortal o muerte viva? Debo buscar la salvación, debo olvidarme de los goces carnales. No soy hijo de un padre inmundo y corruptible, sino hijo de Dios. Tú eres el bien eterno. Llegué a ti por las lágrimas sinceras que todos los días mi madre derramaba en sus rezos. Oh, Padre bueno, en verdad que ella era una santa. ¿Cómo no recordarla?
―Sigan riendo.4
Los dioses no saben reír. La risa resquebraja cualquier ceremonia. Los ídolos se tambalean a risotadas. La risa carece de sentido, emerge de lo inefable, es el preludio de la muerte. El horror religiosus desemboca en carcajada.
Agustín de Hipona desnudó su intimidad e inauguró un estilo de escritura: quiere curarse de su no creencia en Dios, hablando con Dios (Sloterdijk, 2011). Sufre de culpa y arrepentimiento. Es un pequeñito: le habla a un padre que imagina grande y fuerte. No importa la edad, el hombre sigue añorando un padre bueno que lo cobije, que sea madre y padre a la vez. Agustín escribe sobre lo que hay debajo de la cobija: la carne.
La carne no es el cuerpo representado. La carne es el cuerpo invisible (Henry, 2001). Puedo mirar mi mano, mis pies, mi imagen en el espejo, pero nunca puedo ver mi carne. La carne no es luz, sino fuego. Sucede como en el sueño que relata Freud al comienzo del séptimo capítulo de La interpretación de los sueños. Un hombre sueña con su hijo. Él le dice: “Padre, no ves que ardo”. El hijo había muerto. El sueño acontece en el funeral. El hombre despierta y mira el cuerpo incendiado de su hijo, una vela se había caído. El hijo “llama”, el padre está ciego.
El alma se deforma cuando sigue a la carne y no a su padre. El deseo sexual separa de Dios y de la madre. La carne es la afectividad más oscura e íntima, también es la más corruptible. El hijo sabe que somos devorados por el tiempo. La carne es vulnerable, es sexo y muerte, goce y vejez.
Agustín también le llama a su padre, también él se quema. La carne se siente a sí misma como pasión. Por definición propia una pasión se padece. El padre es aquél que no ve: “He sido arrojado de la faz de tus ojos” (Agustín, 2005). ¿En dónde ha caído? En el pecado. Agustín de Hipona aceptaba la utilización del placer (uti) para fines espirituales, pero rechazaba gozar de ellos (frui). El mal que se goza es pecado, el mal que se padece es pena. Es malo gozar de los placeres lícitos y es malo hacer uso de placeres ilícitos. El goce es una bestia que devora: “Profundo es el abismo de los deleites carnales” (Agustín, 2005). El castigo de pecar es desear pecar más. ¿Cómo detener esta insatisfacción con rostro de miseria? Las confesiones es esta pregunta una y otra vez repetida: “Alma, ¿por qué, perversa, sigues a tu carne?” (Agustín, 2005).
Perversión: el alma se deforma cuando sigue a la carne y no a su padre. El deseo sexual separa de Dios y de la madre. La carne es la afectividad más oscura e íntima, también es la más corruptible. El hijo sabe que somos devorados por el tiempo. La carne es vulnerable, es sexo y muerte, goce y vejez. Implorar a un padre es querer curarse del ardor de ser carne, de ser cuerpo corruptible y extraviado. No es suficiente un padre terrenal, se busca un padre celestial. Patricio es el padre degradado; Dios, el añorado. “Podría sanar creyendo”, dice Agustín en su Confesiones. ¿Y quién responde? El eco solitario de su propia risa.
Me parece que veo a mi padre… en los ojos de mi alma
―¿Locura o melancolía? Veo el fantasma de mi padre. Me persigue y me dice que mi tío lo ha matado, lo envenenó cuando dormía en el jardín.
―Mi tío ha tomado el trono de Dinamarca. Se ha casado con mi madre. Insiste en llamarme “hijo”. ¿Cómo llamarle “padre” al asesino de mi padre?
―El espíritu armado de mi padre me ha pedido saldar la cuenta de su muerte: Si tuviste alguna vez amor a tu querido padre, véngale de su infame y monstruoso asesinato. El destino me llama a voces.
―¿He hablado con el espectro de mi padre o con el diablo? ¿Cómo cobrar un asesinato con otro asesinato? Si mato al rey me convierto yo mismo en asesino. Si no lo mato, sería un cobarde. El mundo está desquiciado.
―Ahora me pregunto si el espectro de mi padre es invento de mi dolor. ¿La orfandad es tan insoportable que ahora imagino a mi padre entre los vivos? Me asusta la desaparición de mi padre. ¿Así desaparecemos todos? ¿Estoy delirando?
―¡Siento angustia aquí en el corazón! No puedo pensar con calma. Algo me aprieta la garganta. ¿Qué debo hacer? ¿Padecer el infortunio o hacer frente a las calamidades? Quiero tomar la más completa venganza por la muerte de mi padre, pero temo equivocarme. Duda. Quiero morir, pero me da miedo la muerte. No hay medicina en el mundo que pueda salvarme. La vida de un hombre se apaga con un soplo…5
Si “todas las noches son de Dinamarca”(Montejo, 2005), entonces todas las mañanas son del príncipe Hamlet. El padre ha muerto, y el hijo conversa de noche con el espectro. Al amanecer, enamora a Ofelia. Somos animales que nacemos para amar y morir. Todos somos comida para gusanos. Claudio, el rey de Dinamarca, será un gran bocado.
En Espectros de Marx Derrida (1995) destaca una frase que Hamlet exclama al final del primer acto: “El tiempo está fuera de quicio. ¡Oh suerte maldita que ha querido que yo nazca para componerlo!”Este desajuste temporal es una falta de juntura: ¿Ser o no ser? El mundo es esta disyunción: algo no va como debería.
Hamlet es el hijo que hereda una exigencia: hacer justicia al padre. Heredar es dialogar con los muertos. El tiempo está fuera de sí, y Hamlet debe componer este desajuste. Ése es el destino que Hamlet maldice: debe arreglar algo que él no desquició. El padre de Hamlet no puede vengar su muerte, hereda a su hijo el imperativo de matar. La existencia de Hamlet está marcada por el mandato paterno, la exigencia del padre se ha grabado con fuego: “¡Sí, Sombra desventurada, mientras la memoria tenga asiento en este desquiciado globo!… ¡Que me acuerde de ti!” (Shakespeare, 2011).
El mandato del espectro es una exigencia violenta que interrumpe el tiempo del príncipe Hamlet. Desde ahora, el hijo ya no puede vivir para sí mismo, debe existir para su padre. El mandato de vengar al padre lo saca de su propio tiempo. Toda deuda con el padre es un desajuste con la propia existencia. Un hijo no puede hacer su vida cuando siente que le debe algo a su padre, cuando se le impone pagar con su propio ser.
Nietzsche destaca que la venganza remite a este problema: ¿Por qué aquél que ha sido agraviado quiere la sangre del ultrajador? En alemán la palabra Schuld significa culpa y deuda. Esta indistinción le permite a Nietzsche (2004) decir que la culpa se paga con sufrimiento. Todo imperativo categórico huele a crueldad. Las deudas se cobran con el dolor del deudor. El acreedor goza del sufrimiento del deficitario. Lo contrario a la deuda es el don. Donar es dar sin endeudar. El don acontece en el silencio, no hay compromiso, no hay contratos, no hay juramentos. Donar es desprenderse sin mayor garantía que la pérdida misma. Las relaciones filiales que endeudan y no donan están desquiciadas: estás en deuda conmigo, me cobro con tu vida. Dinamarca es una cárcel.
La relación entre Hamlet y el espectro es una deuda que implica una tortura para el hijo. El dolor de Hamlet se traduce en melancolía; ya no puede amar a Ofelia, ya no quiere vivir más. La equivocación es propia del desajuste: mata a Polonio en vez de asesinar a Claudio. Ofelia se ahoga en un río. Una desgracia desencadena otra. Gertrudis toma la copa envenenada. Muerte tras muerte, el mundo se desmorona. Hamlet ya no puede sufrir más.
La pérdida del padre arroja a Hamlet a un mundo desajustado, desordenado. Hacer justicia al padre es imposible: él ya está muerto. Aunque Hamlet no puede re–vivir al padre, quiere re–ordenar lo que ha sido desquiciado. En castellano la palabra “deber” significa deuda y obligación. El pago al padre es el desajuste del hijo.
El hijo está cautivo: ¿Cómo vengar y pagar al padre? La tragedia de Hamlet destaca esto: el sujeto de la venganza es objeto del sufrimiento. Sucede como si el padre se cobrara con la vida de su hijo. Pretender pagar una deuda impagable desencadena una legión de desdichas.
La pérdida del padre arroja a Hamlet a un mundo desajustado, desordenado. Hacer justicia al padre es imposible: él ya está muerto. Aunque Hamlet no puede re–vivir al padre, quiere re–ordenar lo que ha sido desquiciado. En castellano la palabra “deber” significa deuda y obligación. El pago al padre es el desajuste del hijo. Hamlet se siente comprometido con el espectro. Debe saldar al acreedor, pero no tiene nada en los bolsillos. ¿Qué le queda? El resto es silencio.
El sentimiento de culpabilidad exclusiva del niño ha sido sustituido ya en gran parte por la noción de nuestro común desamparo.
―Mi padre gobernaba el mundo desde su sillón. Él era el gran juez, sólo su opinión importaba. Yo no podía pensar, tampoco podía desear, sólo obedecer. Cuando era niño, imaginaba que mi padre me aplastaría bajo sus pies: yo era flaco y débil, casi escuálido; él era fuerte, alto y de anchas espaldas. Era imposible defenderse. Nunca me abatió, pero sucedió algo peor: me embargó un sentimiento de vergüenza, culpa y timidez que se ha transformado en un inmenso castillo.
―Recuerdo un evento: una noche en que tenía sed pedía agua. Me exigió que me callara. Seguí gritando. Me sacó de la cama, me llevó al balcón. Cerró la puerta y me abandonó. Allí me quedé un rato solo, en camisón, parado frente a la puerta cerrada. Esa noche comprendí lo que era la obediencia: aprender a callar la sed. Ya no puedo pedirle nada a nadie. Se produjo un daño: vivo en el mundo con una hermosa herida, eso es lo único que tengo.
―No comprendo por qué temo a mi padre, si toda su vida ha trabajado duramente, sacrificándolo todo por sus hijos. Sin embargo, ha resultado demasiado fuerte para mí: ¿Él es un tirano o yo soy demasiado débil?
―Fui derrotado por la ironía de mi padre, fui sentenciado por su sonrisa sarcástica. Aprendí a sentirme rechazado y vencido. Ahora no puedo huir y no puedo quedarme. No puedo rebelarme y no puedo obedecer. Me convertí en una equivocación, en un ser incierto: aprendí a desconfiar de mí.
―Casi nunca me golpeó en serio, pero siempre me amenazaba: se desabrochaba el cinturón, lo dejaba en el respaldo en la silla. Yo agachaba la cabeza. Cuando sucedió, no eludí ninguno de sus golpes. Yo miraba su rostro congestionado por la ira. Creció en mí una profunda desconfianza.
―Mi padre no era un hombre malo, con los demás era bondadoso y silencioso. Cuando sonreía, era especialmente hermoso. La gente dice que él es amable y generoso. Seguramente sufro de una mala percepción. Lo cierto es que soy débil y desobediente. Me avergüenzo de mí. Yo tampoco soportaría un hijo como yo, mudo, ensordecido, seco y perdido. No hay nadie a quien culpar, ambos estamos solos y desamparados.6
Temor es el sentimiento que puede describir la relación que Franz Kafka tuvo con su padre. Hermann Kafka es el padre del trabajo, el negocio y el sometimiento. No tiene tiempo para el hijo. Es un hombre exitoso y rígido. La legitimidad paterna está basada en el dinero, la prosperidad y el trabajo. Así gobierna desde su sillón. Él es el gran juez, divide al mundo entre salvados y condenados. Rechaza las amistades de su hijo, y cuando Franz le anuncia que desea casarse Hermannn le contesta: “Probablemente se puso ella una blusa muy llamativa, como saben hacerlo las judías de Praga, e inmediatamente, como es natural, te has decido a casarte rápidamente” (Kafka, 2004a). Resultado de esta acusación: el hijo no pudo vivir con esa mujer que amaba.
Cuando dice que imagina el mapamundi desplegado, y a su padre extendido transversalmente, no hay mucho que añadir: Franz Kafka no puede salvarse de su padre, no encuentra sitio en el mundo. Frecuentemente utiliza el término “tirano” para referirse a él. El tirano hace que la ley satisfaga sus caprichos. En La República Platón dice que un tirano es un lobo: aunque finja ser benévolo, se devora los bienes del pueblo. Así como le sucede a los mexicanos con sus gobernantes, la relación entre Kafka y su padre es descrita como un laberinto asfixiante que no tiene salida. La desdicha es la sombra de esta derrota: “Entre nosotros no hubo nunca una lucha propiamente dicha, pues yo fui pronto vencido. Lo que quedó fue sólo huída, amargura, tristeza y lucha interior”(Kafka, 2004a).
Siendo la voz de los derrotados, la poesía aún es posible porque han existido poetas como Kafka. En la herida de una soledad sin remedio guarda el sufrimiento que padece: ser hijo de un hombre cruel. En La metamorfosis el hijo es un monstruoso insecto, juzgado por el tribunal familiar, destinado a ser abandonado. En La condena el hijo es un ser condenado a muerte: “¡No te equivoques! Yo soy todavía el más fuerte. […] ¡Yo te condeno a morir ahogado!” (Kafka, 2004b). A esta serie de relatos que Kafka compiló con el título Los hijos se le suma “El fogonero” (primer capítulo de la novela inconclusa El desaparecido). Karl Grossmann es un hijo desterrado. Cuando tenía diecisiete años embarazó a una mujer que trabajaba en su casa. Sus padres lo expulsaron a América y el muchacho fue abandonado a sus propias posibilidades. En el barco que lo traslada al nuevo continente Karl protege a un fogonero que sufre injusticias laborales. Al abogar por este pobre hombre Karl pretende defenderse de su propio destierro. El joven pierde el juicio porque la disciplina es más importante que la justicia, así se lo dice su tío. Karl no para de llorar. Asumir las reglas no es suficiente, en cualquier momento el orden establecido se altera. Apenas el joven acomete una infracción, una equivocación, una explicación incorrecta, un deseo, una contingencia, y la lucha está perdida: el hijo es marginado, es condenado a morir antes de tiempo.
Kafka no puede dejar de autoacusarse, la calumnia y la vergüenza dominan su escritura. En La carta dice que la frase final de El proceso bien podría ser referida a sí mismo:“¡Como un perro! ―dijo, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”(Kafka, 2005). En esta novela atestiguamos cómo Josef K se va debilitando, poco a poco, al final K ya no es un hombre rebelde que se defiende, sino un ser débil y sumiso como un perro (aún no se ha hablado suficientemente sobre la reiteración de la figura del perro en la obra de Kafka). Agamben (2011) interpreta esta novela como un proceso de autocalumnia. Esta autoacusación se encuentra también en La colonia penitenciaria: el torturador toma el lugar del condenado. Esta misma declinación aparece en La carta. ¿Qué le podría contestar Hermann a su hijo Franz? No lo sabemos. La carta nunca llegó a manos de Hermann Kafka, y sin embargo Franz Kafka mismo se contesta. En la respuesta, que podríamos llamar La carta al hijo, se autoacusa en la voz imaginada de su padre: “Dices que eres inocente, dices que yo soy culpable de lo que te pasa, dices que por tu generosidad estás dispuesto a perdonarme. Eso podría ser suficiente, pero no te basta. Te has propuesto vivir completamente a mi costa […] Si no estoy muy equivocado continúas viviendo a mi costa con esta carta” (Kafka, 2004ª).
El hijo sabe que su padre no puede entenderlo, es un hombre severo que se legitima en la moral del proveedor. Aun así ama la sonrisa de su padre. Sabe que sufre de una “mala interpretación”. No hay a quién culpar. La Carta al padre no es un reproche del hijo al padre, es la posibilidad de hablar honestamente del desamparo. Hijo y padre sufren de la misma soledad: el sacrificio del padre no ha encontrado correspondencia en el amor del hijo, y el deseo del hijo no ha sido reconocido por el padre. Hay una herida mutua. ¿Qué es el desamparo sino la posibilidad del mutuo abandono entre padre e hijo? ¿Qué es la indigencia sino la posibilidad de ya no poder vivir más del otro? ¿Qué es vivir como un perro sino la posibilidad de ya no poderse incluir en el mundo humano?
Quizás Un artista del hambre es el relato de Kafka que mejor describe este desvalimiento: el artista del hambre no puede hacer otra cosa que ayunar hasta morir porque no ha encontrado ningún gusto por la comida. Pero su derrota no es la muerte sino haber sido abandonado en su jaula. Está olvidado: nadie lo mira. Según su amigo, Robert Klopstock, cuando finalizó las correcciones de este relato, en el hospital en donde falleció el 3 de junio de 1924, el rostro de Franz Kafka (frecuentemente parco para expresar sus sentimientos) estaba bañado de lágrimas.
Me trajo la ilusión
―Yo no conocí a mi padre, pero vine a buscarlo. Antes de morir, mi madre me dijo: No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro. Me acostumbré a vivir sin padre, pero después de lo dicho por mi madre me comencé a llenar de esperanzas. En siete días, después de su muerte, yo ya estaba en Comala.
―De mi padre, sólo sé cosas de oídas. Me contaron que embarazó a hermosas mujeres que luego abandonó. Tenía el deseo de gozar, no el de tener hijos. Pensaba que los embarazos no eran asunto suyo: “los niños son cosas”, decía. Para algunos, Pedro Páramo es un rencor vivo; para otros, la pura maldad; para mi madre, una cuenta por cobrar; para mí, una ilusión.
―¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido, me respondió una muerta.
―Buscar a mi padre me costó la vida. Morí de miedo. Me encontré con un pueblo de fantasmas. Me mataron los susurros.
―Entre los murmullos se escucha el nombre de mi padre. Dicen que era fuerte y decidido. En una mala racha, se casó con mi madre para resolver su situación económica. La boda se celebró rápido. Se casaron por bienes mancomunados. Ella se fue de Comala, porque extrañaba a su hermana. Nosotros vivimos en Colima, con la tía Gertrudis. Mi madre murió esperando que mi padre le llamara.
―He añorado a mi padre toda la vida. Ahora que me cuentan, desconozco a ese hombre. Yo lo había imaginado fuerte y bondadoso. Dicen que Pedro Páramo mató a varias personas. Él dictaba la ley de Comala. Sólo reconoció a un hijo, Miguel Páramo. Solapaba sus atropellos: asesinatos y violaciones. Yo no puedo creer en eso, seguro que alguien está confundido.
―Los muertos dicen que Pedro Páramo era un hombre práctico. A mi abuelo, Lucas Páramo, lo mataron de un tiro. Como nunca se supo de dónde había salido la bala, mi padre arrasó parejo. A Miguel Páramo lo mató su caballo. Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano para terminar pronto, pensó el terrateniente de Comala. Parecía indestructible. Sin embargo, no pudo reponerse de un tercer golpe: Susana, su segunda esposa, la única mujer que había amado, murió. Mi padre lloraba, y yo no estaba ahí para consolarlo. Las noches se llenaban de fantasmas.
―No puedo juzgar a mi padre, nunca lo conocí. Ahora todos estamos muertos. Viví con la añoranza de tenerlo cerca, mi soledad lleva su nombre. Él siempre fue una distancia inabarcable, un enigma indescifrable. Fui creando un mundo de esperanzas alrededor de él, por eso vine a Comala. Cuando llegué, mi padre se desmoronó como si fuera un montón de piedras.7
Algo que pertenece a la felicidad no existe. El padre es la esperanza surgida en el páramo: pura piedra. Hay una fuerte coincidencia entre Freud y Juan Rulfo: el padre es una ilusión. Difícil es vivir sin ilusiones, pero los sueños nos pueden apartar de la vida. La ilusión es la imagen matutina del deseo satisfecho. La ilusión se despega de la realidad, pero no la anula: busca un hecho real sobre el cual poder descansar. Juan Preciado llega a Comala buscando esa constatación real, pero se encuentra con fantasmas.
Vivimos entre los muertos. Un espectro es un muerto que no ha desaparecido. Como sucede con Juan Preciado, hablamos con los muertos. Hay duelos imposibles, y el mundo humano está repleto de espectros: nuestras ciudades, arte, libros, casas, memoria… son obras y recuerdos de nuestros muertos. Los fantasmas nos visitan y nos conforman. Somos hijos de los espectros, producto de su semen, de sus incesantes cópulas.
Dice Derrida, en Espectros de Marx, que un fantasma se encuentra en un espacio intermedio entre el ser y el no ser: un espectro no está vivo ni muerto, no es alma ni es cuerpo. Un fantasma es algo difícil de nombrar, y no es una cuestión que pueda abordarse sólo fenomenológicamente. Un fantasma es una re–aparición animada por un espíritu. Todo fantasma es una promesa, una impaciente y nostálgica espera de futuro: la muerte no acaba con todo. El padre es esta creencia en el futuro.
Ve y cóbrale lo que nos debe, le dice la madre a su hijo. En el imaginario de la madre el padre aparece como un hombre poseedor de algo que puede pagar la deuda de la soledad. ¿Qué es ese objeto de satisfacción que Doña Dolores imagina que Pedro Páramo puede ofrecer? ¿Qué posesión tiene Pedro Páramo que puede dar y que rehúsa otorgar? Estas preguntas alimentan las ilusiones de Juan Preciado: buscar al padre…
Pedro Páramo aparece como un hombre fuerte y poderoso, se puede imaginar que tiene aquello que puede satisfacer a una mujer (tuvo infinidad de ellas) y aquello que puede proteger a un hijo (tiene hacienda y tierras). Y sin embargo, al final de la novela lo vemos tan abatido, tan solo, tan triste porque el único deseo que le importa no puede ser satisfecho: no puede avivar el deseo de Susana. El padre potente es sólo una ilusión. Pedro Páramo no es una excepción, es sólo un hombre. Más que morir, se deja matar como si la tristeza lo desmoronara: el tótem se cae a pedazos.
“No oyes ladrar a los perros” es un cuento de Juan Rulfo que puede ser leído como el reverso de Pedro Páramo. Un hombre lleva a cuestas, sobre su espalda, a Ignacio, su hijo herido. Le pide que le avise cuando escuche ladrar a los perros, señal de que han llegado a Tonaya, lugar donde dicen que hay un médico. Durante el trayecto, el padre le habla al hijo, carga con él. Camina como si fuera un caballo viejo y cansado. Escucha el ladrido de los perros pero no oye la voz de Ignacio: “No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza”, le dice al cadáver de su hijo, destrabando difícilmente los dedos con que él había venido sosteniéndose de su cuello (Rulfo, 2008). En estos relatos sucede como si la relación filial fuera un río de sueños y desilusiones, el constante devenir de la desolación a la ilusión, de la esperanza a la decepción.
III. Escorzo
Inventamos padres, es decir historias, a fin de dar sentido a lo aleatorio de un apareamiento que ninguno de nosotros ―ninguno de sus frutos, tras diez oscuros meses lunares― puede ver.
—Pascal Quignard
¿Qué es un padre? La pregunta es reversible: ¿Qué es un hijo? Hemos descrito algunas figuras de la relación filial. Partimos de tres historias de culturas fundamentales de Occidente: con Layo, Abraham y el padre celestial de Agustín consideramos figuras de la cultura griega, hebrea y cristiana. Con esos textos abordamos la figura del padre en la época antigua y en la Edad Media. Con Shakespeare consideramos el Renacimiento; con Kafka, la Modernidad. Terminamos el recorrido con una representación mexicana del padre, escrita por Rulfo. En estas figuras hay temas entrelazados, que insisten: la angustia, el odio, el temor, la culpa, la deuda, la locura, la melancolía, el desamparo, la desilusión son afectos que incitan el discurso sobre el padre.
La figura paterna se distingue de la madre porque está constituida por una virtualidad simbólica que no se ha creado en la cercanía corporal. El padre es un ser sin pecho que puede donar palabras. Si la madre es la matriz de una primera esfera de intimidad en donde emerge la vida, el padre es una petición de argumento que otorga razones para vivir y morir.
Haber nacido es estar perplejo. La figura del padre está inmersa en el origen y el destino del hijo. La configuración de un padre es la elaboración de un argumento que organiza el drama de los afectos del hijo. Este argumento pretende justificar la contingencia del nacimiento: un hombre fecunda el cuerpo de una mujer. Emerge el enigma sobre el deseo del engendrador. La cuestión del padre siempre remite al phallós. La configuración paterna quiere justificar la vida. La pasión animal de ese placer intruso que desaparece dentro de la vagina queda más o menos historiado en una genealogía familiar en la que se desarrolla el drama del ser humano: ¿Quién es mi padre? ¿Qué desea de mí? ¿Para qué nací? Fortalecer la figura del padre significa querer otorgar justificación a una existencia que carece de sentido. Carente de fundamento, el engendrado busca una misión, un argumento que justifique la lucha, la sexualidad y el sufrimiento. Del padre se solicita esa bisagra capaz de unir la pasión animal y la historia, la vida y la representación, el azar y el futuro.
La figura paterna se distingue de la madre porque está constituida por una virtualidad simbólica que no se ha creado en la cercanía corporal. El padre es un ser sin pecho que puede donar palabras. Si la madre es la matriz de una primera esfera de intimidad en donde emerge la vida (Sloterdijk, 2011), el padre es una petición de argumento que otorga razones para vivir y morir. Los engendrados, los sobrevivientes al destete, interpelan a los engendradores: ¿Para qué hemos nacido? ¿Para qué hemos de morir?
Los engendradores saben que no pueden solucionar los inconvenientes de haber nacido, también saben que ellos mismos han de morir, eso impide plantearse una existencia para sí que no esté ya iniciada por el otro y entregada al otro (Lévinas, 2006). Asumiendo su muerte, el padre vive para un futuro que no acaba en la nada: yo ya no seré, pero mi hijo seguirá siendo… El ser–para–la–muerte es sustituido por el ser–para–el–hijo. Emerge un tiempo discontinuo que puede abrir una esperanza: el hijo no puede impedir que el engendrador muera, pero nunca admitirá que su padre desaparezca, que el espíritu de su padre se reduzca a un puñado de cenizas. El hijo lleva la tarea de enterrar y transformar al muerto en recuerdo vivo: él mismo se convierte en testimonio de la vida y del deseo de aquel hombre. El engendrador ha muerto, pero en el diálogo interno ―en la cotidianidad, en el insomnio y en las huellas del cuerpo― el engendrado se convertirá en hijo cuando hable con el espectro de su padre.
Si el hijo descarga su vida sobre el padre, el padre descarga su muerte sobre el hijo. Ambos piden abrigo, se hospedan en la relación filial. El inicio y el final de la vida son desconciertos incomprensibles, ahí se reúnen padre e hijo como si quisieran perdonarse de no poder satisfacer una petición incesante, como si desearan disculparse de no poder cumplir cabalmente con una responsabilidad excesiva e irrenunciable, como si sufrieran de una inquietud innombrable… ®
—Guadalajara, Jal., verano de 2015
Notas
1 Texto basado en Edipo Rey, Edipo en Colono de Sófocles (2002) y el Diccionario de mitología clásica de March (2002).
2 El enigma de la Esfinge es una pregunta por el tiempo y el ser humano: ¿Cuál es el ser, provisto de voz, que es de dos patas, de cuatro y de tres, y entre todos los animales que viven en la tierra, en el aire o en el mar, es el único que cambia de forma, y cuantas más patas tiene, anda más despacio?
3 Texto basado en el Antiguo Testamento y Temor y temblor de Kierkegaard (2010).
4 Texto basado en Las confesiones de Agustín de Hipona (2005).
5 Texto basado en Hamlet de Shakespeare (2011).
6 Texto basado en Carta al padre de Franz Kafka (2004a).
7 Texto basado en Pedro Páramo de Juan Rulfo (2009).
Referencias:
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