En agosto de 1969 Salgado y su esposa se marcharon de Brasil. Eran los años de la dictadura. Los dos pertenecían a un grupo de izquierda. Cuando se exiliaron en París Salgado no sabía nada de fotografía.
En el minuto 5:38, durante su ponencia en una conferencia TED (Tecnología, Entretenimiento, Diseño), Sebastião Salgado recordó uno de los episodios más difíciles de su vida. Ante un auditorio lleno de gente el fotógrafo brasileño confesó que hubo un tiempo en que hacía el amor con su esposa y, en lugar de esperma, le salía sangre: “Comencé a ser atacado por mis propios estafilococos. Comencé a tener infecciones por todos lados”. En París un médico lo examinó. Le advirtió: “Debes parar. Parar, porque de lo contrario estarás muerto”.
Antes llevaba el pelo largo y una barba copiosa. Desde 1994, cuando descubrió que su melena atraía una amplia variedad de parásitos, no pasa un solo día sin que Salgado se rasure la cabeza. Sus cejas siguen siendo abundantes y desordenadas. La mirada azul, la piel muy blanca. En sus apariciones públicas viste con prendas clásicas, de corte simple, elegantes. Dice que su visión del paraíso es una mujer zoe —tribu nativa de Brasil— con un niño en el pecho y una cesta de frutas en la cabeza. El recuerdo de los peores horrores que han visto sus ojos proviene del genocidio de Ruanda. Salgado estuvo ahí. Trabajaba en Éxodos, uno de sus proyectos fotográficos. Vio cabezas, brazos y piernas esparcidos por todas partes. Cadáveres apilados en las carreteras, formando montañas que una pala mecánica recogía y depositaba en un agujero. El hombre que ha dicho: “Yo he fotografiado para mí. Ha sido una forma de vida, es mi vida. Es lo que amo profundamente”, no quería fotografiar más. Salgado perdió la fe en la especie humana. “Lo que pasó es que viste tantas muertes que ahora te estás muriendo”, le dijo el médico.
En 1973 Salgado tenía veintinueve años. Ya estaba casado con Lélia Wanick, su compañera desde que tenía veinte y, en palabras del fotógrafo, su socia más importante, en todo.
Era economista, ganaba un buen sueldo, tenía un Triumph —uno de esos autos deportivos de estilo retro que salen en algunas películas inglesas—, un apartamento junto al londinense Hyde Park y una idea que rondaba su cabeza como una mariposa nocturna alrededor de la luz…
Era economista, ganaba un buen sueldo, tenía un Triumph —uno de esos autos deportivos de estilo retro que salen en algunas películas inglesas—, un apartamento junto al londinense Hyde Park y una idea que rondaba su cabeza como una mariposa nocturna alrededor de la luz: abandonar su carrera de economista para convertirse en fotógrafo independiente. Cuando decidieron desprenderse de todos sus ahorros para comprar material fotográfico y embarcarse en un viaje a África la pareja esperaba el nacimiento de su primer hijo. Atrás quedaron el deportivo, el apartamento junto al parque y el buen sueldo. Regresaron a Francia. Se mudaron a una buhardilla en París. “Teníamos un objetivo, y para lograrlo valía todo. Lo recuerdo: no teníamos ducha, aunque sí muchos amigos, ¡así que nos duchábamos en sus casas!”
En agosto de 1969 Salgado y su esposa se marcharon de Brasil. Eran los años de la dictadura. Los dos pertenecían a un grupo de izquierda. Cuando se exiliaron en París Salgado no sabía nada de fotografía. Pero Lélia tenía que hacer fotos de edificios para sus clases de arquitectura. Compraron una Pentax Spotmatic II y un objetivo. Salgado leyó las instrucciones de uso. Apretó el disparador de la cámara y ya no pudo parar. Jorge Amado, el escritor brasileño, le encomendó su primer reportaje. Mientras trabajaba como responsable de proyectos de desarrollo económico Salgado había visitado algunos países africanos. Fue como reencontrarse con Brasil: “Nuestras formas de vida se parecen, tenemos maneras parecidas de alimentarnos, de hablar, de divertirnos”.
Dice que, cuando era niño, en las escuelas de Brasil el portugués se consideraba un idioma marginal. Los libros de texto estaban en español. Fue entonces cuando Salgado aprendió un poema que a veces recita de memoria: “Cultivo una rosa blanca”, de José Martí. Martí escribió estos versos mientras guardaba reposo por indicación médica. “Me quitaron las fuerzas mermadas por dolores injustos. Me echó el médico al monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes: escribí versos”. En un bosque tropical que estaba casi tan triste como él Sebastião Salgado empezó a curarse.
En el minuto 7:15 de la charla TED el fotógrafo dijo que la “increíble y loca” idea fue de su esposa Lélia. “¿Por qué no volver al bosque tropical que había antes? Dijiste que naciste en un paraíso. Construyámoslo de nuevo”. Lélia se refería a las tierras que habían heredado de los padres de Salgado, en el valle de Rio Doce, en el estado de Minas Gerais. La granja en la que nació y pasó su infancia, que antes era un bosque tropical con animales, árboles frondosos y verdes pastos, estaba totalmente desolada. Debido a la tala indiscriminada, del paraíso que Salgado recordaba no quedaba nada. Salgado y su esposa pidieron asesoría a un amigo, un ingeniero forestal. Fundaron el Instituto Terra y pusieron en marcha un ambicioso proyecto: replantar la granja y también la Mata Atlántica que la rodeaba. Plantaron dos millones de árboles y convirtieron la tierra muerta en un parque nacional.
“Mi padre me llevaba a los puntos más elevados de las montañas para ver un espectáculo: la penetración de luces a través de nubes muy densas. Para mí era un espectáculo colosal. Hoy, cuando entramos en la Sagrada Familia, yo tenía ganas de llorar, y cuando era niño y contemplaba aquellos rayos y aquellas nubes, también tenía ganas de llorar”.
Con los ánimos renovados, Salgado sintió deseos de volver a empezar. Quiso volver disparar una cámara, pero con ideas distintas. “Mi deseo fue no fotografiar nunca más un animal que había fotografiado toda mi vida: nosotros mismos. Deseé fotografiar los otros animales, fotografiar los paisajes, fotografiarnos desde el principio, el tiempo en el que vivíamos en equilibrio con la naturaleza”. Durante ocho años —de 2004 a 2012— el fotógrafo viajó alrededor del mundo buscando las imágenes que lo reconciliaron con la vida. Llegó a Galápagos con sus cámaras y el diario de Charles Darwin. Reptó por el suelo apoyándose en sus manos y sus rodillas. Miró. Esperó. Veinticuatro horas después una tortuga gigante —antes temerosa del forastero— se acercaba y lo miraba fijamente. Posó para él. Así empezó Génesis, un libro, y una muestra que reúne más de doscientas fotografías de lugares del planeta donde el hombre no ha dejado huellas de destrucción. Lugares que aún conservan su belleza y su libertad.
“Mi padre me llevaba a los puntos más elevados de las montañas para ver un espectáculo: la penetración de luces a través de nubes muy densas. Para mí era un espectáculo colosal. Hoy, cuando entramos en la Sagrada Familia, yo tenía ganas de llorar, y cuando era niño y contemplaba aquellos rayos y aquellas nubes, también tenía ganas de llorar”. Lo contaba en Barcelona, durante la presentación de la muestra que continúa su periplo por varias ciudades españolas. Hay dos elementos que permanecen muy vivos en los recuerdos de su infancia. Dos elementos que Salgado aprendió cuando era niño y que considera fundamentales en su fotografía: el tiempo y la luz. Acompañaba a su familia a llevar el ganado que criaban en la granja de su padre hasta el matadero. Iban a caballo. Era una travesía por la selva que les tomaba cuarenta y cinco días. La repetían cada año. Recientemente, había hecho el mismo recorrido, pero en avión. El trayecto demoró sólo media hora. De aquellos días cabalgando por el monte Salgado recuerda: “El tempo de mirar las aguas, los árboles, los relieves, las montañas. Mirar, mirar, mirar… Se va mirando, se va aprendiendo, se va asimilando… La distancia real no es la distancia del avión”, dice con su marcado acento portugués. “La distancia real es la distancia del caballo”.
Alguien dijo que la vista tiene dos facetas: ver y mirar. Una es práctica, la otra apasionada. Génesis es una carta de amor que Salgado escribió con luz para la naturaleza. Una mirada apasionada que se vuelve hacia los lugares donde la vida late sin artificios: la furia de un joven elefante que corre en un parque de Zambia, la suavidad que se intuye en las pieles pintadas de las mujeres zoe, un arco de hielo que flota en la Antártida como la puerta del cielo, los ojos rasgados de una niña siberiana. Sebastião Salgado lo escribió en la página sesenta y dos de sus memorias: “Hemos hecho todo lo posible por destruir lo que garantiza la supervivencia de nuestra especie”. Somos obstinados pero, afortunadamente, no lo hemos conseguido. ®