Marcel Proust, Juan Rulfo y Luis Barragán

Diario de un espectador, VI

Algo hay en la geografía de las dos sierras fronteras, la de Tapalpa y la del Tigre, que constituye un suelo fértil para la producción de hombres y mujeres excepcionales.

Barragán, Proust y Rulfo.

Atmosféricas. México: el jardín de la casa verde progresa y cada vez se hermana con más cercanía con el bosque frontero. La virgen de Guadalupe de la esquina recibió una nueva banca bien dispuesta para los viandantes: sus flores son el testimonio de una larga y humilde piedad. Arriba, la abelia, el cotoniaster, la escobilla y el iliagnus despliegan todos sus fuegos, y a su sombra pasa siempre el fulgor invicto de una cazadora. El virtuoso pianista y arquitecto Elías Kalach, el Principito, despliega también sus invenciones instantáneas en un extraño diálogo con los tensos murales de Siqueiros, con las miradas de su novia arrobada, con la pasmada concurrencia. Es imposible no acordarse entonces del genial Köln Concert de Keith Jarrett, por ejemplo. Otro jardín gentil, en Tacubaya, prospera y la mesa en medio del claro tranquilo acoge a los comensales asombrados. La casa de enfrente, inpertérrita, guarda, paciente, todas sus epifanías.

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Sayula es un pueblo —una ciudad— de extraordinaria nobleza, de la más antigua solera. Fue fundada años antes de que Guadalajara encontrara al fin su sitio. Capital de la legendaria Provincia de Ávalos, su historia está llena de gloria y claroscuros, de hechos y personajes clave para la historia de Occidente, para la historia de este país. Sus habitantes bien que lo saben, y guardan, celosos, su largo señorío, su orgullo, su patrimonio. El lamentado don Federico Munguía Cárdenas, cronista emérito de Sayula y alrededores, fue el baluarte para transmitir esa conciencia inapreciable.

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Es allí donde se celebra el centenario —15 de mayo del 2017— de uno de sus hijos más preclaros y gloriosos: Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno y Rulfo: nuestro —y universal— Juan Rulfo. Su comarca se extiende a San Gabriel y Apulco, a Tuxcacuesco y Telcampana, al Llano Grande y San Pedro Toxín… Es inevitable subrayar la solemne y ridícula pretensión de la Fundación Juan Rulfo de secuestrar a una figura de trascendencia mundial como lo es el escritor sin par en provecho y beneficio de sus propios fines. Entre sus ocurrencias ha estado la de prohibir a Sayula, San Gabriel y Apulco —de hecho al gobierno soberano de Jalisco— de bautizar la ruta entre estas poblaciones como “Ruta Juan Rulfo”. Obligados sumisamente por tal pretensión, las autoridades tuvieron que optar por el lamentable nombre de “Ruta del realismo mágico de Juan”. Parecido caso, por cierto, al de una instancia suiza —la “Barragan (sin acento y en inglés) Foundation”— que pretende monopolizar incluso el nombre de Luis Barragán y toda su obra, documentación y publicaciones en el planeta entero. Lástima, para ellas, que ninguna de las dos asociaciones, por fortuna para todos, logran nunca su cometido: los genios, los artistas universales, desbordan cualquier mezquino cerco, cualquier intento privatizador, son de toda la humanidad.

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El sur de Jalisco ha sido pródigo en talentos excepcionales: de Corrales (aunque nacido en Guadalajara) Luis Barragán. De Zapotlán el Grande José Clemente Orozco, Juan José Arreola, José Rolón, Consuelo Velázquez, Guillermo Jiménez, las Arreolitas. De San Gabriel, Gonzalo Villa Chávez, Jose Mojica, Salvador López Chávez. De Sayula, Juan José Arreola, José Ojeda, el Ánima misma. De Concepción de Buenos Aires, Rafael Urzúa Arias, el señor cura Romo… y la nómina puede seguir. Algo hay en la geografía de las dos sierras fronteras, la de Tapalpa y la del Tigre, que constituye un suelo fértil para la producción de hombres y mujeres excepcionales. Puede ser la presencia, entre ambas serranías, de las hipnóticas y maravillosas Playas de Sayula, asiento de espejismos, cuna de tolvaneras, hogar de infinitos pájaros, prohijadora de las pitayas, lugar de legendarias salinas con las que desde tiempos inmemoriales comerciaban los antiguos mexicanos. Puede ser el talante sabio y tranquilo de sus gentes, puede ser la huella mirífica de los franciscanos.

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Podría arriesgarse, para hablar de Juan Rulfo y Luis Barragán, una teoría de sus afinidades y distancias. Ambos fueron hombres reservados, ambos supieron vivir sus vidas con suprema y discreta elegancia. Los dos produjeron obras breves y concisas, reconcentradas en su laconismo, vastísimas en su resonancia. Ambos se inscriben en la historia universal de la literatura y la arquitectura. Cada uno fue habitante íntimo de las mismas ciudades que les dieron nutrimiento permanente: Guadalajara, primero, y después México, en donde los dos se murieron de sus muertes. Cada uno absorbió un profundo catolicismo que informó de particulares maneras sus obras: Rulfo fue dos años alumno del Seminario Conciliar de Guadalajara, Barragán mantuvo toda su vida un férreo sentimiento cristiano, una invariable fe en la nave de Pedro.

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Arriesgando aún más otra hipótesis, pudiera invocarse a otra figura universal, a otro artista sin par que marcó la literatura del mundo: Marcel Proust. Tanto éste como Rulfo y Barragán construyeron obras que emergieron del humus feraz del pasado personal, y supieron elaborar a partir de este material creaciones trascendentes, que continúan y continuarán conmoviendo a todos los hombres, reafirmando su radical modernidad y su permanente vigencia de clásicos. Los dos mexicanos fueron aristócratas en desgracia, hijos de esa aristocracia que nada tiene que ver con la pretensión, sino con la plena asunción de su circunstancia, de su historia y del poderío de sus posibilidades. La nostalgia como combustible para el futuro. Es sabido que, dentro de la monumental A la busca del tiempo perdido existen dos partes esenciales: una se llama Del lado de Swann, otra Del lado de Guermantes. Se refería Proust con esto a dos distintos caminos que salían de Combrai, su pueblo de adopción, y por los que Marcel, el protagonista, exploraba sus obsesiones y afectos. Estirando la hipótesis se podría hablar, para Barragán y Rulfo, de dos caminos paralelos que bajan hacia el sur, hacia el mar, desde Guadalajara: el de la Sierra del Tigre para el primero: Chapala, Tuxcueca, La Manzanilla, El Volantín, Corrales, Concepción de Buenos Aires, San José de Gracia, Mazamitla; el de la Sierra de Tapalpa para el segundo: Atemajac de Brizuela, Tapalpa, San Gabriel, Sayula, Apulco, Tuxcacuesco. Ambos caminos podrían confluir, figuradamente, en los orgullosos volcanes de Jalisco: el Nevado y el de Colima, epicentro de toda la región occidental y remate del Eje Volcánico Transversal que define en más de un sentido a México. Está más que comprobado que Barragán leía y subrayaba con furor a Proust; se sabe de las vastas lecturas de Rulfo —que sabía leer en francés— y de allí su probable abrevación en las páginas de Proust (dato que estará por verificarse). Lo que es irrebatible es la conjunción de afanes de los tres universales autores.

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De fechas. Marcel Proust nació en París en 1871. Luis Barragán nació en Guadalajara en 1902. Juan Rulfo en Sayula en 1917. Sus respectivas muertes fueron en 1922, 1988 y 1986. Así, respiraron el mismo aire desde 1917 a 1922: cinco breves, decisivos años. No está documentado ni el conocimiento ni la amistad de Juan Rulfo con Luis Barragán. No le hace. Ambos debieron tener noticia, de cerca o de lejos, y admirar la obra del otro. Y, quizá, reconocieron una cierta hermandad en sus trabajos.

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La centena de Juan Rulfo, el príncipe taciturno, sirve para rendir homenaje al excelso artista, pero también a su comarca de origen, sin la que jamás podría haber alentado su obra. Juan José Arreola, su gran amigo y editor, hablaba de la extraña fuerza del coyote, de la manera oblicua, de la táctica del alfil, con las que Rulfo sabía, songo y ladino, vivir y escribir. Jorge Esquinca, nuestro poète extraordinaire, sostiene que Pedro Páramo no es más que un largo, perfecto e impecable poema en prosa. Parece esto cierto. El habla sureña, transfigurada y sublimada, es uno más de los instrumentos de su misteriosa magia. Lo que es claro es la invariable conmoción que produce la lectura de “Luvina” o de “Talpa” (de paso, los gestores y autores de la llamada “Ruta del peregrino” a Talpa debieran de haber leído con suma atención este gravísimo relato rulfiano antes de construir extravagantes y carísimas folies en la subida de la sierra que miles de peregrinos, muy ajenos a tales estramancias, realizan cada año con fervor imbatible (y Prisciliano Encarnación no fallaba…). Ellos lo hacen con bravura, con gravitas, con profunda fe cristiana: nada que ver con las “creaciones” a la moda que allí quedaron regadas). “Talpa”, relato perfecto de la expiación, la culpa, la gracia y la muerte, durará mucho más lejos que las futuras ruinas que en todos los suelos habrá.

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Bergotte, en el desfile inolvidable de los personajes de En busca del tiempo perdido, representa a uno de los artistas puros. Va un fragmento, trabajosamente traducido, de lo que Proust escribió:

Murió en las circunstancias siguientes: una crisis de uremia asaz ligera fue la causa de que se le hubiera prescrito el reposo. Pero como un crítico había escrito que en la Vista de Delft de Vermeer (prestada por el museo de La Haya para una exposición holandesa), cuadro que él adoraba y creía conocer muy bien, un pequeño paño de muro amarillo (del que no se acordaba) estaba tan bien pintado, que era, si se lo miraba solo, como una preciosa obra de arte china, de una belleza que se bastaría a sí misma, Bergotte comió algunas papas, salió y entró a la exposición. Desde los primeros escalones que debió subir fue presa de vértigos. Pasó delante de varios cuadros y tuvo la impresión de la sequedad y la inutilidad de un arte tan artificioso, y que no valía las corrientes de aire y de sol de un palazzo en Venecia, o de una simple casa al borde del mar. Al fin tuvo delante el Vermeer, que recordaba más deslumbrante, más diferente de todo lo que conocía, pero en donde, gracias al artículo del crítico, notó por primera vez unos pequeños personajes en azul, que la arena era rosa, y al fin la preciosa materia del tan pequeño paño de muro amarillo. Sus vértigos aumentaban; fijaba su mirada como un niño en una mariposa amarilla que querría atrapar, al precioso paño de muro. “Es así como yo debiera haber escrito, se decía. Mis últimos libros son demasiado secos, debiera haber pasado varias capas de color, volver mi frase en sí misma preciosa, como este pequeño paño de muro amarillo.”

Mientras tanto la gravedad de sus vértigos no le escapaba. En una balanza celeste le aparecían, pesando sobre uno de los platillos, su propia vida, mientras que el otro contenía el pequeño paño de muro tan bien pintado en amarillo. Sentía que había imprudentemente cambiado el primero por el segundo. “No quisiera sin embargo, se decía, ser para los periódicos de la tarde el hecho curioso de esta exposición.” Se repetía “Pequeño paño de muro amarillo con un alero, pequeño paño de muro amarillo”. Entonces se abatió sobre un sofá circular; pero así de bruscamente cesó de pensar que su vida estaba en juego y, recuperando el optimismo, se dijo “Es una simple indigestión que me han dado esas papas no suficientemente cocidas, no es nada”. Un nuevo golpe lo abatió, rodo del sofá a la tierra, a donde se precipitaron todos los visitantes y guardianes. Estaba muerto.

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Juan Rulfo y Luis Barragán siempre persiguieron el mismo pequeño paño de muro amarillo. Para uno significaba la escritura despojada, precisa, nimbada por una oscura gracia. Para el otro era la justa luz, el exacto sonido del agua, la misteriosa vastedad de cierto espacio. Quizá Proust tenía la llave de esas búsquedas. Quizá corresponde ahora, a los que sobrevivimos, encontrar, en memoria y homenaje a los tres inmensos artistas, nuestros pequeños paños de muro amarillo.

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Coda. Amatitlán. Solía ser una hacienda, alguna vez azucarera. Está junto a Usmajac. Del gran ingenio nomás queda un portentoso chacuaco. La casa y el ahora precioso y perdido gran estanque deben datar de mediados del siglo XIX. Perteneció al patriarca del lugar, don Nicolás de la Peña y Muguiro. Durante decenios existió un indestructible lazo de afecto que unió a Amatitlán con sus parientes de la cercana hacienda de la Cofradía del Rosario. Ahora Amatitlán es una completa, incomprensible ruina. Es posible que los últimos vestigios se derrumben con el próximo temporal de aguas, igual que los de la Cofradía del Rosario (del siglo XVIII), junto a San Sebastián. Es inevitable preguntarse por enésima vez ¿a qué se dedica el INAH? Tan fácil que sería hacer severos apercibimientos a los actuales propietarios de sendos cascos y ordenarles tajantemente, con base en la ley vigente, el remedio al deterioro y la consecuente consolidación. Tan fácil que sería darse una vuelta. Tan fácil que sería hacer algo. Amatitlán y La Cofradía del Rosario no pueden, no deben caer. Constituyen algo de la savia misma de la que supieron beber, con tan alto provecho, Luis Barragán y Juan Rulfo. Constituyen un inapreciable patrimonio del que deben seguir nutriéndose las actuales y futuras generaciones. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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