“Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social”, dice Diego Enrique Osorno, autor de El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco. Y añade: “No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista”. Sobre esto y el narcotráfico habla en entrevista con el historiador Ariel Ruiz.
—¿Por qué escribir y publicar un libro como el tuyo?
—En 2006, como reportero, me tocó dar cobertura periodística a sucesos que ocurrieron a la par de las campañas presidenciales, como la tragedia de Pasta de Conchos, las huelgas mineras en Lázaro Cárdenas (donde murieron dos trabajadores durante un asalto policial) y en Nacozari y Cananea, así como el operativo de represión en San Salvador Atenco y la rebelión en Oaxaca. Durante un año de mi trabajo viví directamente acontecimientos sociales importantes que ocurrieron mientras el país estaba volcado en un agitado proceso electoral.
Al año siguiente, un día de marzo de 2007, estaba a bordo de un camión blindado del Ejército, con un chaleco antibalas, recorriendo caminos de Tierra Caliente, Michoacán, en busca de narcotraficantes. El país de ese marzo de 2007 era el mismo que el de 2006, pero también era uno radicalmente distinto. ¿Cómo habíamos pasado de un escenario de evidente crisis social y política a uno en el que tema de la seguridad era predominante?, me pregunté mientras hacía ese viaje en el convoy militar. El libro de El Cártel de Sinaloa, publicado por Grijalbo en 2009, es la respuesta que pude dar a ese cuestionamiento. A la par de mi trabajo en el diario Milenio, que me permite viajar por diversos lugares del país, durante ese par de años me dediqué a hacer la misma pregunta a empresarios acaudalados como Mauricio Fernández Garza, a campesinos alzados en armas como el comandante Ramiro del ERPI (q.e.p.d.), consultando a especialistas como Luis Astorga y Froylán Enciso y revisando documentos del Archivo General de la Nación. Decidí publicar el material que había reunido, luego de conseguir las memorias de Miguel Félix Gallardo, un narcotraficante clave en el proceso de creación de los cárteles de la droga, quien en sus escritos hechos en Almoloya, si bien no relataba con lujo de detalle los mecanismos de funcionamiento del mundo del narco, sí daba algunas señales importantes de un mundo donde abunda la mitología popular y escasean las versiones directas como la del propio Gallardo.
Escribí el libro porque sentía que tenía cosas nuevas que aportar sobre el tema; se publicó porque le interesó a mi editor Andrés Ramírez, quien sabe que el periodismo es un asunto de oportunidad. Y en este momento es muy notorio que en el país estamos bastante ávidos de información sobre lo que nos está sucediendo. Creo que mi libro es un libro raro sobre el tema del narco. No le escurre sangre y traté de que no fuera un narcocorrido grandote ni tampoco un reporte policial inverosímil. Quise mirar el mundo del narco con extrañeza, como me pondría a ver el mundo de la cacería en el país, si se me pidiera hacer un reportaje sobre este tema.
—Has dedicado buena parte de tu esfuerzo periodístico al narcotráfico. ¿Te han amenazado?, ¿te has sentido en peligro?
—La verdad es que no he dedicado mucho de mi trabajo como reportero al tema del narco. En 2002 escribí algunos reportajes sobre el tema que causaron controversia en Nuevo León, pero no fue sino hasta 2007 cuando me involucré con mayor empeño.
He recibido algunas amenazas pero por fortuna ninguna de gravedad. Sí he estado en situaciones de peligro muchas veces, sobre todo en el proceso de recolección de información en territorios donde el Estado tiene una débil presencia y en los cuales reina el crimen organizado, pero hasta el momento, salvo un par de retenciones momentáneas, no ha ocurrido nada que lamente demasiado. Ojalá mantenga esa buena racha, aunque las condiciones actuales del país van reduciendo la buena suerte de los ciudadanos en general.
—Al principio del libro señalas que hay una narcocultura de los pobres, pero también hay una de los ricos, “de la cual se habla poco”, pero que también tiene su folclor. ¿Cuál es esa cultura y cómo se manifiesta?, ¿qué rasgos tiene en común con la de los pobres?
—El libro empieza con unos enviados del Cártel de Sinaloa recorriendo plácidamente los pasillos de uno de los edificios donde los hombres más ricos de Nuevo León, y quizá del país, tienen sus despachos. También se cuenta cómo un empresario del nivel de Fernando Canales Clariond convive en fiestas con uno de los capos del grupo sinaloense. A ese tipo de cosas me remito cuando hago tal referencia.
La narcocultura de los ricos es la que rodea todo el aparato que permite que los empresarios del narco puedan lavar sus ganancias ilícitas en el sistema financiero legal, sin demasiados problemas. No sólo se habla poco de ella, sino que los esfuerzos de combate al narco parecen obviar esa realidad y vemos muy poco ímpetu oficial para combatir el lavado de dinero, el cual sin duda es el problema estructural del narcotráfico.
Cuando sea mayor el número de empresarios del narco detenidos que el de sicarios creeré que hay una voluntad real de solucionar el problema tan grave que es el narcotráfico en México.
—Ya sobre el Cártel de Sinaloa: ¿existe uno solo, o son varios? Lo señalo porque, si es cierto aquel relato que rescatas de que Miguel Ángel Félix Gallardo llegó a dominar el tráfico de drogas incluso en el plano nacional, y que dice que después de caer preso repartió el territorio entre varios personajes, los cuales no tardaron en caer en disputas entre ellos y dividirse, parece que no ha habido la unidad requerida para hablar de un solo cártel. Incluso, como bien está contado en el libro, hace poco se dio el rompimiento y la guerra entre el “Chapo” Guzmán y “Mayo” Zambada, por una parte, y los Beltrán Leyva, por la otra. Así, en este caso, ¿ha habido, hay, una sola organización a la que se pueda llamar “cártel” (hasta donde yo sabía, palabra originalmente endilgada por el FBI y la CIA a los grupos de narcos colombianos) o se denomina como tal al grupo de capos, incluso enfrentados entre sí, cuyo origen es Sinaloa?
—En el libro explico el origen de la palabra “cártel” citando a especialistas de la talla de Luis Astorga y Froylán Enciso, quienes, entre otros, se niegan a usarla, ya que consideran que no describe correctamente lo que nombra. También aclaro que sé que la DEA (no el FBI ni la CIA) fue la que empezó a usarla pero que también, de manera innegable, los propios grupos criminales la han retomado actualmente, al grado de que tú ves hoy en día en Tamaulipas convoys de camionetas con el logotipo Cártel del Golfo, y ves también personajes cercanos del narcotráfico sinaloense hablar del Cártel de Sinaloa. Como muchas veces sucede, una palabra del vocabulario técnico oficial pasó a ser arraigada popularmente. Éste es el caso de la palabra cártel, que hoy en día sirve para nombrar a una coalición de grupos criminales que tienen en común algo, ya sea un apellido (Cártel de los Arellano Félix, Cártel de los Beltrán Leyva) o una principal zona de operación (Cártel de Sinaloa, Juárez).
Precisamente creo que tras la lectura del libro un lector puede tener elementos para saber que el Cártel de Sinaloa, más que una organización jerárquica, compenetrada y bien definida, se trata más bien de una coalición coyuntural de intereses sinaloenses en el mundo del narco.
—En el libro haces algunas afirmaciones que quedan apenas esbozadas. Por ejemplo, cuando murió el “León de la Sierra”, Pedro Avilés, uno de los grandes capos de Sinaloa, señalas que la mafia agrícola empezó a transformar su estilo y riqueza, “dando un enorme salto cultural”. ¿En qué consistió éste, y que consecuencias tuvo?
—Tras la muerte del León de la Sierra, quien principalmente comerciaba mariguana, aparece como una figura relevante Miguel Félix Gallardo, el cual empieza a comercializar no sólo la mariguana y el opio sembrados en las rancherías sinaloenses, sino también un nuevo producto: la cocaína, el cual requiere de alianzas comerciales más sofisticadas, ya que ésta es enviada desde Colombia. La muerte del León de la Sierra simboliza también la muerte del narcotraficante como personaje del mundo rural y campesino, y le va dando elementos nuevos al perfil del narco, más de corte empresarial que del campesinado. No creo que la afirmación esté apenas esbozada. Son dos los capítulos, uno de ellos muy largo, los que le dedico a Félix Gallardo, y en los cuales, creo, se muestra este enorme salto cultural.
—Más adelante dices que Ernesto Fonseca Carrillo, Rafael Caro Quintero y Miguel Ángel Félix Gallardo, así como sus operadores, “son una generación que le dio un giro al negocio de las drogas ilegales”. En el mismo sentido de la pregunta anterior, ¿cuál fue ese giro?
—En el libro se relata, gracias al análisis de Paul Gootemberg, cómo cambia el mapa del comercio trasnacional de las drogas, y Chile y Cuba dejan de ser los principales países protagonistas del tráfico a Estados Unidos. Debido a la mano dura de la Revolución cubana y de la dictadura de Pinochet, se cierra esa ruta y aparece Colombia como nuevo proveedor de cocaína en lugar de Chile, mientras que México reemplaza a Cuba como país de tránsito. En medio de esas modificaciones, Fonseca Carrillo, Caro Quintero y Félix Gallardo se convierten en los hombres importantes en México del tráfico de drogas a Estados Unidos, en especial la cocaína, que en los ochenta se consolida como moda reemplazando a la mariguana.
—Sobre el asunto ético, que discute en el prólogo Froylán Enciso, quien propone reinventar la moral “incluyendo las voces silenciadas, e incluso las criminalizadas, para reincorporarlas al humanismo”. Como ejemplo de esas voces pone fragmentos del diario de Miguel Ángel Félix Gallardo, de las que “es difícil evitar sorprenderse”. Lo que yo leo en el diario de ese capo y en las respuestas al cuestionario que le enviaste me da, más bien, la idea de un personaje astuto que reproduce el discurso del político mexicano promedio, en mi opinión: las evasivas, la denuncia reiterada —no puede ser de otra forma— de la impunidad y la injusticia social, excelentes deseos repetidos mil veces para combatir la violencia, etcétera. Como remate, basta leer lo que dice acerca de un criminal del tamaño de Pablo Escobar Gaviria, del que poco falta para que haga la apología. ¿Tú consideras que voces como esas pueden servir para “reinventar la moral” y “reincorporarlas al humanismo”?
—Uno de los problemas que suele haber en el análisis de los fenómenos del narco —y de muchos otros temas— es el de dar por sentados varios hechos de los cuales no necesariamente tenemos constancia. Lo que dice Félix Gallardo, a tu juicio, es lo que esperarías que dijera un narco, pero después de conocer las memorias de él que vienen publicadas en el libro ya no tienes una creencia, sino una certeza. Y tu opinión de que reproduce el discurso del político mexicano promedio no se trata ya de una elucubración, sino de un análisis que parte de un testimonio real al cual pudiste acceder y el cual puedes referir a la hora de hacer un análisis. Creo que fundamentalmente a eso se refiere un académico tan riguroso como Froylán Enciso en su prólogo, donde reivindica la necesidad de conocer lo que piensan los narcos.
Desde mi punto de vista, el testimonio de Félix Gallardo es valioso además por los datos concretos que arroja y que a ti quizá no te parecieron relevantes pero que, creo, sí lo son, tal y como su versión sobre la creación de los cárteles de la droga, la cual, dice, fue hecha por un jefe policial y no por él, tal y como se había venido afirmando, en este ritual de dar como verdades las creencias. En este libro traté de no ser un mitólogo más del narco, a riesgo de reproducir citas enormes de algunos personajes como Félix Gallardo, que en algún momento pudieran aburrir al lector.
Creo que incluso en los lugares comunes que usa Félix Gallardo para explicar su papel nos deja ver muchas de las claves del fenómeno del narco. Las voces de los criminales nos sirven para entender mejor el funcionamiento de nuestra sociedad, sin duda alguna. Obviamente, dar voz y atención a un criminal acaba por mostrar los rasgos humanos del analizado, aun y cuando éste sea alguien despiadado y con poco aprecio por la vida. También estuve consciente de ese riesgo.
—El último capítulo está dedicado al uso político de la guerra de Felipe Calderón contra el narco. Mencionas como contexto varios conflictos políticos y sociales, como el movimiento obradorista, Atenco, Oaxaca, la disputa por el sindicato minero y la Otra Campaña del EZLN. Pero me parece que el Presidente lo hizo también sobre terreno abonado. En este sentido, yo también utilizaría como contexto muy directo de seguridad pública otros datos que aportas páginas más adelante: el narco había provocado 500 muertes en Michoacán en 2006, y de enero a junio de 2008 se estima entre 15 mil y 17 mil el número de personas ejecutadas al estilo de la mafia. ¿No te parece que, con este contexto y en un momento crítico fue una buena apuesta política de Calderón?
—Fue una medida pensada a corto plazo y sí, efectivamente, dio la apariencia de ser una buena apuesta política en un principio, pero ahora es evidente que se trató de un grave error, debido a la falta de estrategia para encarar la problemática. Como bien lo sugieres, Calderón realmente no quería acabar con un problema como el del narco, quería obtener la gobernabilidad que estaba en riesgo al inicio de su administración. Y si revisas los sondeos de opinión de los primeros meses del gobierno de Calderón, cuando hay unas 4 mil muertes violentas, la gente lo respalda abiertamente en su supuesta cruzada contra el narco; pero un año y medio después el diario Reforma hace otro sondeo en el que se ve que mientras aumenta el número de muertes baja la aprobación de la ciudadanía. Hoy ni se diga. Incluso hasta el círculo rojo y muchos de los cercanos al presidente Calderón cuestionan esta calamitosa política pública. Gobernar con la sangre, la historia lo dice, siempre acaba mal.
—Se ha señalado una falta de estrategia de comunicación del gobierno para enfrentar las políticas propagandísticas del narcotráfico. Parece que el gobierno federal sí ha tenido una estrategia al respecto, pero más bien para opacar problemas sociales y políticos. ¿Cómo la describirías?
—No entiendo bien la pregunta pero supongo que tiene que ver con la anterior, en cuanto a la colocación del tema del narco en la agenda pública prioritaria por encima de otros temas como el del empleo que tanto invocó en su campaña el presidente Calderón, o bien, sobre las protestas de Andres Manuel López Obrador y sus seguidores, las cuales hoy no parecen nada amenazantes como sí lo llegaron a ser en los primeros meses del gobierno de Calderón. No sé cómo describir esa campaña de comunicación. Acaso podría decir que actualmente se encuentra en crisis y que fue ideada por una administración desesperada.
—¿El narcotráfico ha dejado algún beneficio a la sociedad mexicana, especialmente la sinaloense?
—Qué interesante pregunta. En el libro menciono algunos pasajes de Lázaro Cárdenas con El Gitano, un pistolero que mató a un gobernador de Sinaloa durante un carnaval de Mazatlán. Lázaro Cárdenas, quien legalizó la mariguana durante unos meses y luego echó marcha atrás ante la presión de Estados Unidos, era de los que creía que la mariguana ayudaría a equilibrar la balanza comercial entre México y Estados Unidos y que provocaría una mayor independencia económica del país.
Hoy en día, el negocio de las drogas ilegales es una fuente de riqueza inmensa que al igual que deja una estela terrible de dolor, muerte e impunidad a lo largo del territorio nacional, pero también es cierto que provoca una derrama económica enorme. Así como alguien se preguntaba lo que ocasionaría aquí el que 20 millones de nuestros compatriotas no pudieran irse a Estados Unidos a conseguir un trabajo y enviar dinero para mantener a sus familias en el país, sería interesante hacerse el ejercicio de preguntar sobre lo que ocurriría si no existiera el negocio de las drogas en México, ¿de qué viviría esa enorme masa que ahora depende de esta enorme economía ilegal?
—Al final del libro aseveras lo siguiente: “No veo cómo un reportero pueda tener credibilidad si no tiene principios e ideas políticas en torno a la situación actual. Quienes dicen carecer de ideas políticas porque son imparciales, mienten. En un momento como el actual es perverso que haya quienes invoquen esa pretendida inocencia”. En ese sentido, ¿no te parece que otro riesgo del periodista es convertirse en militante de “buenas causas”?
—Siempre existe el riesgo de que un reportero que realiza ese proceso de inmersión total necesario para contar una historia periodística acabe devorado por ésta. Hoy en día pareciera que hay dos tipos de periodismo: el veloz, que busca colocar un pequeño dato informativo lo más pronto posible en la galaxia informativa, y el otro, que hasta parece anticuado, en el cual el reportero se involucra, convive, pregunta, conoce muchas versiones, siente, se contradice y, por la naturaleza de su misión, está expuesto a salir con más confusiones que certezas, y luego equivocarse. Ése es uno de los riesgos de este oficio, quizá un riesgo mayor que el de las balas de los narcos, pero creo que hay que asumirlo y encararlo. El compromiso y la militancia es con la historia que se quiere contar. Lo demás es cosa de políticos.
—También tomando la anterior cita de tu libro, ¿podrías hacer más explícitos tus principios e ideas políticas que, creo, sustentan este libro y tu trabajo en general?
—Es muy simple. Soy de esos anticuados que aún piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social. No veo este oficio como una plataforma para hacerme rico o famoso, sino como una herramienta para lograr que una sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse y cuestionarse. Trato de hacer mi trabajo tomando en cuenta este sentido humanista. No lo hago de forma automática o inconsciente. No soy una máquina.
Aunque quizá suene chocante, para mí el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de algo hasta algo personal. Tengo 29 años y la mitad de mi vida, desde muy chico, he estado metido de lleno en el fascinante mundo de las redacciones, de los billares o bares donde los periodistas viejos se reúnen a rumiar, de los intentos cotidianos de hombres poderosos en tratar de cooptar conciencias abiertamente o a través de actos disimulados, de toda esa adrenalina por conseguir información reveladora, de esa frustración por no conseguirla y de la solidaridad inmensa que se da entre reporteros durante coberturas difíciles.
—En el libro también recurres a las notas de prensa de hace décadas, por lo que conoces cómo era cubierto el problema desde sus orígenes. A grandes rasgos, ¿cómo ha sido el desarrollo de la cobertura que la prensa mexicana ha dado al narcotráfico?
—El tema del narco era uno de los muchos que eran poco reflejados en las páginas de los periódicos durante la era más importante del PRI. Entre los cincuenta y finales de los noventa, cuando el sistema priista era aún muy eficiente en su control autoritario, son escasas las noticias sobre el tema. Durante la Operación Cóndor, lanzada por México a presión de Estados Unidos en los setenta en Sinaloa, hubo algunos reportajes amplios y crónicas, pero obviamente éstos se hacían en el marco de interés que tenía en ese momento el gobierno.
Creo que una de las cosas que también refleja esta “guerra del narco” es precisamente esa falta de pericia periodística para abordar el fenómeno del narco, pese a que éste ya lleva decenas de años existiendo. No hay semana en la que no me reúna con colegas a preguntarnos qué diablos debemos hacer o no hacer para cubrir tal o cual suceso. Como, por ejemplo, lo que pasa hoy en la frontera de Tamaulipas. Todos sabemos que ahí está ocurriendo una guerra pero no hay ningún enviado dando seguimiento. El último reportero que lo intentó, un gran amigo mío, estuvo secuestrado por una de las bandas de la droga, con esposas y una bolsa negra en la cabeza, en una casa de seguridad. Los narcos lo soltaron y le dijeron que transmitiera un mensaje: “Que la prensa no venga a calentarnos la plaza”.
—Haces un recorrido histórico en episodios y sin seguir un orden cronológico riguroso, pero ofreces un buen panorama de lo que ha sido el narcotráfico en su principal plaza en el país, así como las respuestas que el gobierno le ha dado en tres etapas principales: la de los años setenta, la de 1988-1989 y la actual. En este sentido, ¿piensas que el proceso de democratización del país ha traído cambios en el combate al narcotráfico?
—Inicialmente había acomodado los capítulos del libro en orden cronológico, pero en la etapa final decidí, a pesar de que algunos amigos me recomendaron que no lo hiciera, que era mejor intercalar episodios del presente con el pasado, para darle una especie de ritmo especial a la historia del grupo que se está contando. Una de las cosas que obviamente trato de reflejar es ese cómo la bipartidización del país (más que democratización) alteró los códigos del narco.
—Hay un signo esperanzador mencionado en el libro, del que quiero que amplíes la información. En un pueblo del municipio de Badiraguato existe una escuela, el Centro de Estudios Justo Sierra, que es un avanzado proyecto de educación comunitaria. ¿Cómo surgió?, ¿quiénes estudian allí?, ¿cómo se financia?, ¿qué lección sacas de allí?
—Sururato es una comunidad enclavada en la mera zona de Badiraguato donde se concentra la siembra de mariguana y adormidera, y de donde suelen ser muchos operadores importantes del narco en México y en Estados Unidos. La lección de Sururato, donde con financiamiento público y de fundaciones se dan hasta doctorados, es la de que es posible que existan opciones en una zona que habitualmente describimos como bastión del narco. ®
verónica de santos
Felicidades por la entrevista, porque ofrece una perspectiva no sólo inusual, sino más consciente y analítica de una realidad social que suele presentarse solamente como noticia impactante.