Soy vanidosa, déspota, blasfema

Pita Amor a través de sus gestos

Pita Amor no busca hablar de verdad o con verdad, carece de la voluntad de parresía de los filósofos cínicos, en cambio, se presenta como una potencia natural.

Guadalupe Amor, «Pita».

La vida de la escritora mexicana Guadalupe Teresa Amor Schmidtlein (30 de mayo de 1918–8 de mayo de 2000) corrió paralela al siglo XX mexicano. Nacida al final de la revolución mexicana y muerta con el siglo, “Pita” Amor fue una poeta que escribió sobre temas místicos y filosóficos en versos rimados y figuras retóricas neobarrocas, y también fue célebre por su manera de declamar y la elaboración de una personalidad pública en constante exhibición, sujeta a la relación con sus escuchas y espectadores.

Pita construye un sujeto a la vez poético y performático, donde la enunciación poética y la exhibición están amalgamadas. En cambio, la recepción de su obra oscila entre leer por separado el corpus de la poesía de Pita Amor y reinterpretar de manera paródica la performance vital de Pita Amor.

El cuantioso registro de la vida de Amor abunda en gestos abiertos, que parecen mantener relaciones de complementariedad o contradicción con sus poemas, pero que a la vez demarcan territorios paralelos al de la subjetividad de su voz poética. Muchos de ellos eran públicos, como las fiestas a las que acudía, en tanto que otros eran privados, ceremonias íntimas que se conocen por testimonios de sus allegados. Otros son intermedios, no necesariamente planeados en términos de la exhibición del cuerpo y la conducta, pero efectuados en público.

He escogido como eje tres gestos que intentaré reconstruir en la frontera entre la poesía de Amor y su performance. El primero de los gestos que quiero analizar es su presencia en la primera retrospectiva de Diego Rivera en el Palacio de Bellas Artes; el segundo es el recuento diario de sus joyas; el tercero, una entrevista realizada para un programa de televisión por la actriz Ofelia Medina. En esos tres momentos busco las claves de la exhibición del cuerpo y el papel que tiene para la integración de una performance que abarca más allá que la escritura y puesta en habla de poemas.

Las primeras líneas del ensayo de Beatriz Espejo “Pita Amor, un mito mexicano” hablan del proceso de publicación de su primer volumen de poemas (Yo soy mi casa, 1946) en los siguientes términos: “Le había dado a Edmundo O’Gorman una serie de poemas escritos con lápiz de cejas y en boletos de tranvías y papeles de estraza”. El gesto de Amor oscila entre el descuido aparente del formato, el desinterés por asegurarse del registro exitoso de su archivo personal y la espectacularidad del gesto. Amor parece indicar que es una poeta que escucha sus poemas (como Anna Ajmátova) y los escribe en el momento, con los materiales que tiene al alcance donde le llega la inspiración, sin intentar perseguir un orden o sistema, registrándolos en un cuaderno, por ejemplo. La inspiración parece tener primacía absoluta sobre el arte, una idea presente ya en Ion o De la poesía, diálogo en el que Platón habla de este arrebato místico:

No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. […] Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos.

Para Platón, los poetas no hablan en realidad por sí mismos, sino únicamente como “órganos de la divinidad que nos habla por su boca”.

Pita Amor, en cambio, escribe y se presenta como su propio vehículo, como si su persona estuviera fracturada entre un ser logocéntrico que envuelve y expresa en versos otro ser paralelo contenido en un mismo cuerpo, que actúa de manera independiente, a contrapelo. Así lo expresa, de hecho, Amor en uno de los apartados de Yo soy mi casa:

De mi barroco cerebro,
el alma destila intacta;
en cambio mi cuerpo pacta
venganzas contra los dos.

Todo mi ser en pos
de un final que no realiza;
mas ya mi alma se desliza
y a los dos ya los libera,
presintiéndoles ribera
de total penetración.

Amor equipara la inspiración con el alma “destilando” de su cerebro, presentado como equivalente físico de la mente, que se opone a un cuerpo rebelde. El alma, que aquí funge como un anima barroca, no separada del cuerpo, libera finalmente al cuerpo en lo que resulta un movimiento paradójico, donde el cuerpo es el origen del elemento que se desprende de él y luego lo vence. Así, el fragmento citado, y la escritura y performance de Pita Amor en muchos otros casos, son consonantes con la idea de “excrecencia” de Jean–Luc Nancy:

Con esta excrecencia hay la siempre posible inminencia de una fractura, y de un derramamiento de la sola palabra fuera de las venas del sentido donde circulaba con las demás. Cuerpo como una punta de hueso, como un guijarro, un tono grave, una pedrada que cae del cielo […] la fragmentación de la escritura […] responde a una instancia repetida de los cuerpos en —contra— la escritura. Una intersección, una interrupción, esta fractura de todo el lenguaje donde el lenguaje toca el sentido.

Pita Amor y Henri Donnadieu, en casa de este último. Fotografía de Rogelio Villarreal ca. 1987.

El poema de Amor muestra esta fragmentación, y permite su lectura como una performance abstracta, que se complementa con la performance que es de hecho el gesto de entregar los poemas más como borrón que como borrador. Ese gesto fue exitoso, y los poemas de Yo soy mi casa fueron publicados por Alcancía, la editorial del crítico e historiador de arte Justino Fernández.

En esta primera etapa de su carrera literaria la idea de la performatividad de Pita Amor es percibida como algo paralelo, contrastante con los temas y formas de los textos. Así, el hecho de que Pita fuera una suerte de ingenio lego capaz de producir sonetos y décimas parecía en principio sólo una característica accidental, un rasgo de carácter pasajero; de esa forma puede entenderse que, al escribir un ensayo sobre su obra, Alfonso Reyes haya escrito: “La autenticidad que salta como un chorro de sangre. Y nada de comparaciones odiosas, aquí se trata de un caso mitológico” (Schuessler).

Pero el aspecto performático de Pita Amor se muestra como parte integral de su obra. Así, Salvador Novo imaginó un diálogo entre Amor y Sor Juana (1955) en todo paródico, en el que Amor comenta de manera casual cómo sus contemporáneos la comparan con la poeta novohispana y la llaman “la undécima musa”, siguiendo la numeración correspondiente. Una de las primeras cosas que Amor le dice a Sor Juana es que podría recitarle sus poemas: “Yo les doy la intención. Así son más claros. En la televisión tengo un programa: recito mis versos y a la gente le gusta mucho”. La respuesta de Sor Juana muestra la jerarquía que establece Novo, de manera implícita, entre texto y declamación: “No lo dudo. Pero yo sé leer” (Schuessler).

Amor aceptó y propició las comparaciones con Sor Juana, siguiendo así la idea de un nuevo barroco analizada por Sarduy. De acuerdo con Samuel Arriarán,

Sarduy retoma la idea de la literatura como triunfo del artificio. Señala que, en vez del típico discurso lineal informativo, se trata más bien de un proceso de elisión y oscurecimiento. Los conceptos medulares para este análisis son la idea del simulacro, de artificio, de parodia.

Pero en el caso de Amor los aspectos de espectáculo, representación y ultimadamente vacío se presentan en la conjunción de cuerpo, mente y palabra analizada más arriba. Su aparente solipsismo poético se lleva a cabo como exhibición melodramática. En ese sentido, ver y escuchar a Pita Amor en sus recitales y entrevistas declamando poemas se vuelve una reinterpretación del barroco, de manera similar a como el cortometraje del artista Phil Collins Soy mi madre (2008) reinterpreta Las criadas (1947) de Jean Genet, empleando las convenciones genéricas de la telenovela. En ambas situaciones performáticas hay un juego especular respecto del cuerpo y la identidad, en donde los personajes intercambian papeles y voces y reactualizan textos integrando el cuerpo de manera patente. Otro elemento común es la mezcla de melodrama y autoficción.

Creo necesario reiterar que Pita Amor se lee ahora mucho menos de lo que se ve y se imita, lo que inclina la balanza hacia el espectáculo que ella misma integró en su poesía. A continuación, presento un soneto antologado por Max Aub en Poesía mexicana moderna 1950–1960, que no se cita con frecuencia y que muestra nuevamente la relación problemática entre cuerpo y palabra:

¿Por qué me desprendí de la corriente
misteriosa y eterna en la que estaba
fundida, para ser siempre la esclava
de este cuerpo tenaz e independiente?

¿Por qué me convertí en un ser viviente
que soporta una sangre que es de lava,
y la angustiosa oscuridad excava,
sabiendo que su audacia es impotente?

¿Cuántas veces, pensando en mi materia,
considéreme absurda y sin sentido,
farsa de soledad y de miseria,

ridícula criatura del olvido,
máscara sin valor de inútil feria
y eco que no proviene del sonido.

Estos versos sobre la angustia de encarnarse parecían estar en flagrante contradicción con otro aspecto público de la escritora, que se presentaba constantemente en fiestas, cubierta de joyas y pieles, lo que hizo que desde el inicio muchos participantes de su entorno letrado mexicano cuestionaran su seriedad y la autoría de sus poemas. La respuesta de Amor fue exacerbar su exhibicionismo.

Michael K. Schuessler y su libro «Pita Amor. La undécima musa». Foto: Berenice Fregoso.

Amor vivía una vida dividida entre la memoria y el acontecer diario, a medio camino entre el archivo y el repertorio. Palimpsesto de sí misma, Pita llevaba el tiempo en el cuerpo, en las joyas, en los gritos, en las torturas, insultos y golpes que infligía a los demás y se infligía a sí misma.

El análisis de sus gestos permite encontrar puntos de contacto con los medios literarios y sociales con los que la poeta buscó relacionarse a partir un estatus de diletante genial, heredera de la sprezzatura preconizada por Castiglione en el Renacimiento, por una parte, mientras por la otra intentaba a toda costa demostrar que su capital simbólico era todavía válido, pues sus escándalos acentuaban el contraste con la conducta típica de las familias porfirianas de rancia prosapia de su infancia.

He afirmado ya antes que la recepción de la obra de Pita Amor se divide entre quienes la leen y quienes la observan como espectadores, y muchas veces la imitan. Los imitadores se basan en el último periodo de la vida de la escritora, cuando caminaba por la Zona Rosa de la Ciudad de México, repartiendo bastonazos y vendiendo por poco dinero sonetos o dibujos realizados en servilletas. Parte integral de la parodia de la anciana poeta es la declamación engolada de los poemas de su último periodo, en los que la poeta combina su aparente megalomanía con su aparente indigencia y su capacidad para elaborar rimas.

Pero la parodia de la “diva decadente” parece ocultar la dificultad para criticar de manera similar a la poeta joven, privilegiada, retratada desnuda y elogiada por buena parte de la intelligentsia local. Aunque es pertinente considerar que ése es el personaje que Amor creó en primera instancia, en un ejercicio de self–fashioning que no excluye de antemano la parodia.

Elena Poniatowska, sobrina de Amor, narra cómo la escritora creció escuchando a la vez poemas barrocos y los escándalos de las mujeres atrevidas del medio de las artes plásticas de México:

Pita creció oyendo poesía. En la noche, después de la cena, la familia acostumbraba leer un poema tras otro y seguramente esta lectura en voz alta de Góngora y de Quevedo, de Sor Juana y de López Velarde influyó en ella. Dos de sus hermanas, inteligentes y creativas, Mimí y Elena, también escribían y decían poesía, pero nunca se atrevieron a lanzarse al ruedo […].

En esa época todos se hacían cruces con Lupe Marín, María Asúnsolo, Nahui Ollin, Machila Armida. ¿Ya supiste? ¡No te has enterado! ¡Hubieras visto! ¡Qué bárbara, Pita! ¡Nadie ha hecho nada igual! Aunque mucho más joven, a esa lista de ofensas a la buena sociedad, vinieron a añadirse las de Pita Amor.

Independientemente de un intento de establecer una relación directa de causalidad entre la biografía de Amor y su obra, sí hay una relación de cercanía entre la lectura de poemas en su casa y su estilo declamatorio, y entre las noticias sobre el comportamiento considerado escandaloso de otras personas y el provocativo de Amor.

Respecto al estilo declamatorio, cito aquí el análisis de Irina Garbatzky en torno al papel de la cultura de declamación en el siglo XIX que se perpetúa hasta la respuesta performática de Marosa Di Giorgio:

Los performers construyen su vocalidad en resonancias con las voces de otros, pero en esa alteridad radical conviven con sus fallas, se alimentan de ellas, su consistencia se encuentra en la sorpresa. En el humor y el canto irrisorio en la solemnidad de Di Giorgio, en la idealización que se inmiscuye en el tono invectivo de Barea […] las vocalidades quedan desubicadas respecto a sus programas y también de los repertorios históricos que podrían sostenerlas.

De manera similar, el estilo de declamación de Pita Amor al inicio es casi hablado, acompasado y claro, pero cada vez se vuelve más histriónico, interrumpido por pausas dramáticas, repentinos cambios de tono y gritos.

Diego Rivera y Pita Amor.

Respecto de la relación de Amor con el comportamiento de otras mujeres célebres de su medio la clave para su comprensión puede estar en una incursión de Amor como actriz de cine: en una escena de Cadetes de la Naval (dirigida por Fernando A. Palacios en 1944, es decir dos años antes de la publicación de Yo soy mi casa), Amor hace una versión en cabaret de las escenas clave de la película Doña Bárbara (dirigida por Fernando de Fuentes en 1943, basada en la novela de Rómulo Gallegos) que hizo famosa a la actriz María Félix y le ganó el mote de “La Doña”. La iluminación, en claroscuro expresionista, la actuación exagerada y la encarnación de una femineidad a la vez exacerbada en los rasgos, el maquillaje y las formas ceñidas del vestido, y en contraste, en las acciones y el tono de voz del personaje —presentados como rasgos de poder robados a los hombres para dominarlos— todo está allí y todo lo imita Pita Amor, hasta que el director rompe el tono con una explosión y la actriz culmina la escena cantando en clave rumbera–vampírica “Rebullones de infierno. ¡Qué Barbaridad!”

La performance de la femineidad que hacen Amor y Félix es tan artificiosa que acaba siendo una suerte de travestismo autófago. El personaje creado por Amor es entonces otra suerte de Doña poética, y como tal la representan los actores que la imitan tras su muerte. Así, las dos conviven convertidas en personajes representados por hombres para la televisión en el programa Desde Gayola.

Este doble proceso de banalización y elevación a la categoría de ícono de culto gay camp representa sólo una visión parcial. ¿Es Amor una serie de tics reconstruidos, incluyendo sus textos declamados, o todo de su performance se pierde, incluso su archivo logocéntrico, si se elimina físicamente a la poeta? Si bien la calidad efímera del performance hace imposible su recuperación, hay suficientes testimonios para poder recrear una imagen que, independiente de la fragmentación y la existencia de su escritura como excrecencia entre los intersticios o bordes del sentido —volviendo a Nancy—, es más compleja que su caricatura.

En 1949 se publicó Polvo, el cuarto libro de poemas de Pita Amor, que contiene los siguientes versos:

Polvo, ¿por qué me persigues
como si fuera tu presa?
tu extraño influjo no cesa,
y hacerme tuya consigues;
hoy mi humillada figura,
mañana en la sepultura
te has de ir mezclando conmigo.
Ya no serás mi enemigo:
¡compartirás mi tortura!

Para celebrar la publicación de un texto que hablaba de su dimensión de cuerpo mortal Amor posó desnuda para Diego Rivera; al reverso del cuadro escribió: “A las siete y veinte de la tarde del veintinueve de julio de 1949 terminamos este retrato, al que Diego y yo nos entregamos, sin límite de ninguna especie”. Esta frase estaba en concordancia con la leyenda de que Diego Rivera mantenía muchas veces relaciones sexuales con sus modelos, con lo cual la presencia simbólica de Amor entre la élite artística de México quedaría físicamente confirmada. No era únicamente un sujeto a representar, su cuerpo podía también mezclarse con el del pintor, extender su presencia representacional y logocéntrica por medio de su sexualidad.

Guadalupe era la hermana menor de Carolina e Inés Amor, quienes fundaron la Galería de Arte Mexicano en 1940. Pita posó para varios artistas a los que conoció allí, como Juan Soriano, que la retrató topless, con lira y coronada de laurel, como Apolo; Raúl Anguiano, que la retrató también desnuda, con las piernas abiertas al espectador. Pero también hubo muchos otros retratos de pintores enfocados simplemente en la expresividad de sus ojos, además de buen número de fotografías, en las que Amor generalmente posaba como estrella de cine.

El retrato que le hizo Rivera en tamaño natural se presentó en la primera retrospectiva del pintor en el Palacio de Bellas Artes. Allí apareció Pita Amor justamente al momento de la llegada del presidente Miguel Alemán. El escritor Juan José Arreola narra la escena de esta forma:

Me acuerdo que andaba viendo la exposición cuando entró, acompañado de Diego y de otras personas, el presidente Alemán. Subió la escalera, y de pronto, avanzó, y se encontró con el cuadro entero… un cuadro demasiado realista. Pero lo curioso es que apareció Pita, junto a su retrato. No sé de dónde salió: como si hubiera estado detrás del cuadro; salió, y se puso como para que la compararan. Estaba vestida —muy mal vestida— junto a su retrato. Claro que no hubo más remedio que el presidente y sus ministros, y los que andaban allí con él, se rieran, un poco por asombro, ante el detalle. Se dijo desde aquel entonces que Pita está más allá del bien y del mal.

Ciertamente Amor procuraba llevar un control estricto sobre su imagen representada, que incluía estar “más allá del bien y del mal”, es decir, de alguna manera presentarse como una ménade (así la describió Alfonso Reyes) dedicada a actuar exclusivamente por impulso. Ésta es la imagen ficcionalizada que ella procuró, y que ubicó desde sus obsesiones infantiles en su novela autobiográfica Yo soy mi casa:

Yo devoraba con los ojos todo aquello que no podría devorar con la boca. Y antes de marcharme, pasaba revista a las vitrinas de la dulcería Larín. Aquí un estante lleno de mazapanes de almendra; junto a él, cien pomos con todas las figuras del mundo, hechas caramelo; después, el enorme burro de chocolate, y a sus pies, docenas de muñecas de azúcar. Más allá, cajas y cajas de galletas finísimas; botes de vidrio repletos de dátiles, pasas y cerezas, y un tumulto de paletas en forma de animales; y miles y miles de dulces envueltos como flores…

La enumeración constante es expresada por Amor como deseo, pero también exhibe implícitamente su afán de control. Así, por ejemplo, en el texto antes citado de Poniatowska se detalla el dominio que ejerció Amor sobre su programa de televisión:

En Televicentro (hoy Televisa) se abrían dos vallas de curiosos que querían presenciar su programa de televisión en vivo. Ella misma lo dirigía: “Aquí la cámara, allá las luces”. Todos se doblegaban. Resultó más vanidosa que María Félix, quien exigía ver las tomas para censurar aquellas que no la favorecían.

Muchos años después de que terminara su programa, en 1981, Amor contó a la periodista Cristina Pacheco que sus gestos siempre fueron deliberados:

—Guadalupe Amor no es realidad, Guadalupe Amor no existe; es un mito inventado por ella misma.
—Un mito está fundado en hechos extraordinarios, sobrenaturales. ¿Sobre qué construiste tu mito? ¿Sobre tu belleza, tu talento, tu inteligencia?
—¿Mi belleza? Nací con mi belleza. La he sopesado a través mi larguísima y cortísima vida; la he soportado, me ha atormentado, la he asumido, y ahora, con el ocaso enfrente, prefiero, intento, olvidarme de ella (Schuessler).

En otro momento de la misma entrevista Amor describe metafóricamente la relación con el cuerpo que tiene para ella el acto de escribir:

—Al redactar un poema, ¿cuál es tu relación con el hecho mismo de la escritura: tomar la pluma, asentarla sobre el papel?
—Nunca he redactado nada. Yo no redacto; me abro las venas y aparentemente escribo con tinta, pero es con sangre (Schuessler).

En esta aparente contradicción ocurría la obra de Amor: por una parte, insistía en que la poesía era algo que llegaba a ella y ella lo expulsaba, que brotaba de ella casi físicamente; por la otra, creía que era capaz de controlar por completo el proceso. Ese impulso para lograr el control siguió presente a lo largo de su vida, aun cuando parecía querer dejar atrás su pasado. Estaba dividida entre la memoria y el acontecer diario: palimpsesto de sí misma, Amor llevaba el tiempo en el cuerpo, en las joyas, en los gritos y las torturas que infligía a los demás y se infligía a sí misma.

Michael Schuessler, el escritor y biógrafo de la escritora, narra una escena que presenció de primera mano y que se repetía todos los días, una escena que muestra a la vez el afán de control de Pita y su dificultad para controlarlo:

[Amor] Hace una meticulosa revisión de su departamento y de todas, absolutamente todas, sus pertenencias. Empieza siempre con los roperos: revisa cada libro, zapato, disco, caja, frasco y cualquier otra cosa que allí se guarda, con mirada fija que dura, literalmente, 10 o 15 segundos, como si creara, en su mente, una imagen exacta, fotográfica, de cada objeto. Luego prosigue una revisión más cuidadosa y por lo canto más paulatina: la de sus preciosas y abundantes joyas. Como las tiene en cajitas, conchas y vasitos desperdigados en el departamento, las tiene que sacar todas para compararlas hasta convencerse de que no falta ninguna. Si la caja tiene tapa, la quita y la pone, una y otra vez, esperando algunos segundos mientras vigila la caja y la posición exacta de su tapa. Vuelve a destaparla y cuenta su contenido, hasta que coloca la tapa en su anterior posición. Este procedimiento puede suceder más de una treintena de veces con el mismo frasco; cuando Pita está absolutamente convencida de su seguridad y exacta posición, tapa la cajita o el vaso de porcelana. Sólo entonces, no antes, pasa a otro. Después de asegurar la posición de cada cosa en los roperos se dirige a la mesa de amate donde se encuentran más joyas en algunas de las cajitas de madera y de porcelana china. Finalizado este ritual, después de una buena hora, está lista para ponerse sus anillos.

Después de la muerte de su hijo y de una temporada en un hospital psiquiátrico, su hermana Mimí quitó su departamento, se deshizo de la mayoría de sus vestidos, pieles, cartas y otras pertenencias y Amor abandonó su activísima agenda social y se recluyó por varios años y no permitió que le tomaran fotos ni volvió a hablar de su pasado, salvo raras excepciones. Tras varios años de vivir en hoteles, de los que la echaban con regularidad por sus rabietas, Amor se estableció en un pequeño departamento en un edificio belle époque en muy mal estado, cerca de la casa donde pasó su infancia. El gesto cotidiano, automatizado y la vez muy estudiado del recuento abre la posibilidad de leer la espectacularidad de su aspecto como una reiteración de traumas personales y sociales constantemente repetidos, traumas que van desde la pérdida de su riqueza familiar en la revolución hasta la doble separación de su hijo, primero por abandono y luego por muerte. Lo que puede perder es siempre contingente, lo que tiene siempre es siempre inseguro. Ésa es para ella la voz del cuerpo, la voz de la ausencia previsible. Pita Amor negaba el pasado, pero parecía vivir para un pasado a la vez referencial y biográfico. Referencial porque se volcaba en él constantemente, como una instancia que ocurría más allá de su memoria de infancia y por lo tanto más allá de sus hábitos; también era literario, extrapolado a las presencias de sus padres y de sus criadas como indicios de la Hacienda de San Gabriel, de la idea de que un mundo que aun sin revolución mexicana hubiera sido imposible; su pasado era una extensión territorial inconmensurable, fuera de su cuerpo, fuera de su herencia, pero a la vez saboteando, oprimiendo y liberando su cuerpo, su voz y sus letras.

Pero su pasado era también biográfico, archivo y repertorio en constante interacción: interacción de nombres, imitatio y traslatio perennes, reactivación de sucesos poéticos. Amor dejaba caer nombres, abría gavetas claramente etiquetadas de su canon poético personal, transcurría en ese canon. Su habla se buscaba universal, casi encarnación del lugar común: La señora de la tinta, se llamaba a sí misma, como si fuera una máquina de poemas célebres, una lotería de rimas. Pero a la vez los poemas eran suyos, particularísimos, automatizando su lengua, estaban allí por ella y sólo para ella, para esa ella que era completamente externa, áurica, magnética.

El recuento de las joyas era un ejercicio diario de anagnórisis. A diferencia de las almas errantes que transitan sin sentido en una cisterna en Le depeupleur de Samuel Beckett, Amor reconocía sus fortalezas diarias, así que sus gestos eran rituales que la reintegraban a la vida.

Así, por ejemplo, Amor acusaba a todo el mundo de haberla robado. La estrecha relación personal con Schuessler sufrió porque en uno de sus recuentos Amor no podía encontrar su adorada medalla de la virgen de Guadalupe, que todas las niñas bien del colegio francés, las “yeguas finas”, debían de tener, y como Schuessler estaba ayudándola a quitarse los collares, lo amenazó con llamar a la policía. La posibilidad del robo reconocía la existencia de la medalla, le permitía confirmar la constancia de sus interlocutores, su fe en el fasto de las bagatelas. Para tener joyas, había que tener manos; para tener reclamos, había que poder gritar.

Hay una escena registrada por la videoasta y performancera Ximena Cuevas (hija del pintor de la “ruptura” mexicana José Luis Cuevas) en la que Pita Amor canta en casa de la actriz Patricia Reyes Spíndola y hace un recuento de sus posesiones de otra forma: allí todas sus joyas son sentido, extensiones que brotan de sus dedos, así como sus listones de encaje metálicos amarrados en el pelo. Las sombras negras de sus ojos parecen, más que maquillaje, nubarrones, secreciones semánticas purulentas de su altivez, armas para trascender y dejar atrás cualquier indicio de frivolidad y de tragedia. En esa fiesta Amor cantó en francés un collage sonoro de “La Marsellesa”, sonriendo con los ojos, y bromeando; al hablar de sus maestros de canto, contaba:

[…] después, una francesa, de sospechoso traje… [y aquí frunce la cara como si fuera a decir algo desagradable y misterioso] sastre… [y aquí hace una brevísima pausa para gozar del éxito en carcajadas de su broma] me enseñó con un énfasis galo, pero tremendo como el de Cyrano de Bergerac, ¿no?, “sont les cadets des gastons jaloux” [sic] “Son los cadetes de la Gascuña/ que a Carbón tienen por capitán”. Me enseñó [canta] “allons enfants de la patrie…”.

En vez de lo grotesco o lo trágico, Amor se ofrece a sí y los demás lo lúdico de su bisutería, su maquillaje, sus nombres, sus antiguas y nuevas relaciones, su cuerpo extendido a cosa y devuelto, reificado.

En una entrevista con la actriz Ofelia Medina en los años noventa la escena se magnifica, dado que se trata de una presentación pública. Puede verse la intención de Amor de presentarse como encarnación a la vez popular y fastuosa de la declamación, y su peinado, su ropa, su uso de la entonación y el volumen de su voz al declamar son a la vez recuerdo y parodia de su carrera como enfant terrible, vedette de las letras, divulgadora de poesía y poeta mística.

Amor lleva puesto un vestido a rayas, una inmensa flor en el pelo que separa un mechón como de querubín renacentista, maquillaje denso, abundantes collares y pulseras y las manos, como siempre cuajadas de anillos. La grabación inicia con fragmentos de un poema de Antonio Machado que Amor cita de memoria (con algunas variaciones), y luego responde a las preguntas de la actriz sobre el momento en que comenzó a escribir poemas. Lo hace de manera completamente lúdica, con afirmaciones megalómanas como que empezó a decir poemas “en la pila bautismal” en presencia de las musas y las diosas del Olimpo. Las respuestas de Amor son quizá motivadas por un afán de reactualizar su personaje. Después de haber sido inmensamente célebre y de haber respondido a esas mismas preguntas en muchas ocasiones, lo que queda es obliterar el pasado y presentarse como parodia de éste.

El episodio, en el que la propia presentadora lucha por contener la risa y trata de llenar con sus aplausos la ausencia de otro público, culmina, de manera adecuada, con el poema titulado Letanía de mis defectos:

Soy vanidosa, déspota, blasfema;
soberbia, altiva, ingrata, desdeñosa;
pero conservo aún la tez de rosa.
La lumbre del infierno a mí me quema.

Es de cristal cortado mi sistema.
Soy ególatra, fría tumultuosa.
Me quiebro como frágil mariposa.
Yo misma he construido mi anatema.

Soy perversa, malvada, vengativa.
Es prestada mi sangre y fugitiva.
Mis pensamientos son muy taciturnos.

Mis sueños de pecado son nocturnos.
Soy histérica, loca, desquiciada;
pero a la eternidad ya sentenciada.

Su manera de hablar en poemas en la entrevista (que utiliza segundos después de negar que lo hace) comenzó, según Michael Schuessler, en una entrevista otorgada a la revista Siempre! en marzo de 1963, tres años después de la muerte de su hijo. Schuessler describe la entrevista de la siguiente forma:

En vez de constituir un intercambio de preguntas y respuestas —aunque siempre contradictorias, siempre más o menos inteligibles, como fue el caso de sus entrevistas anteriores— de ahora en adelante muchas de las respuestas de Pita estarán veladas bajo una estructura poética, pues la distinción de “hablar en verso” es la que determinará la personalidad (e imagen) de Guadalupe Amor durante su madurez. Con el correr del tiempo, Pita se convierte más y más en uno de sus propios sonetos, liras o décimas, al responder —si no es que dando un “pitazo”— con un poema de su última cosecha, o con una estrofa de sus más venerados poetas del Parnaso: López, Calderón, Góngora. En esta “entrevista” se revela claramente la génesis de su nueva condición, no sólo por las respuestas sino también en cuanto al aspecto de su persona, descrito por el periodista.

El clímax de este estilo de presentaciones tuvo lugar en el homenaje a Amor en el teatro del Palacio de Bellas Artes, para el cual el director de teatro Miguel Sabido realizó una escenografía que incluía una especie de trono similar a los de un carro alegórico de carnaval, y en donde Amor se presentó coronada con una tiara, al estilo de las quinceañeras mexicanas.

He intentado aquí mostrar cómo, desde sus actividades iniciales como incipiente actriz de cine hasta sus presentaciones en público en la Zona Rosa, apartando transeúntes de su camino y gritando insultos racistas mezclados con poemas de San Juan de la Cruz, el impulso de Pita Amor es exhibicionista, y en ese sentido su cuerpo está siempre en juego. Un cuerpo facetado: es a veces su presencia desnuda la que impera, a veces su voz tratando de recrear un repertorio actualizado de poemas, a veces la parodia de sí misma de la que ella es plenamente consciente. Bajo todo eso, hay un cierto horror vacui que intenta llenar con acciones automatizadas y objetos. Pita Amor no busca hablar de verdad o con verdad, carece de la voluntad de parresía de los filósofos cínicos, en cambio, se presenta como una potencia natural: cuando habla de sus poderes mágicos, de su inmortalidad, lo que impera, más que la megalomanía, es la consciencia del flujo permanente de todo y el desinterés que tiene por el mundo, un mundo que parece para ella carecer de sentido más allá del aspecto material. Su cuerpo, al que consideró en algún momento su aliado por su belleza (belleza que ella es la primera en presentar, crear y aplaudir) se vuelve simplemente el último refugio de la conciencia de un universo sin Dios. ®

Referencias bibliográficas

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Schuessler, Michael K., y Elena Poniatowska, Guadalupe Amor: La Undécima Musa, México: Diana, 1995.

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Publicado en: Ensayo

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