Laberinto es la historia de un pueblo que cae ante un minotauro armado con cuernos de chivo; una tragedia que sus personajes deben revivir una y otra vez, pero la cuentan también para exorcizarla.
En los pueblitos del norte siempre ha corrido la sangre.
—Los Cadetes de Linares
El Norte es plomo forjado con fuego y templado en sangre. Todo aquel que haya escuchado “Pistoleros famosos” de Los Cadetes de Linares lo sabe, la persona que lee las noticias está enterada y, quien haya pisado el polvo que levanta el soplo del diablo a 40 grados, lo ha vivido. El Norte, más que un mito, es una leyenda, y como toda narración de su género nace del hecho que, visto a la distancia, es filtrado por la brumosa frontera del recuerdo.
Pero una leyenda no lo es cuando ocurre sólo una vez, sino que tiene que revivir constantemente, debe ser transmitida a otro, convirtiéndose así en un suceso que resuena en el subconsciente colectivo, como campanadas en un cielo amplio y vacío que se extienden hacia todos, como ondas en un lago.
El Norte, más que un mito, es una leyenda, y como toda narración de su género nace del hecho que, visto a la distancia, es filtrado por la brumosa frontera del recuerdo.
Y es la génesis de una leyenda la que Eduardo Antonio Parra escribió en Laberinto (Random House, 2019), su novela más reciente: un viaje oscuro al centro del mal y un vistazo a la llagada piel social de este país. En ella el lector se convierte en testigo de la masacre de El Edén, un pueblo del norte de México que, como tantos otros, sucumbe ante la llegada del narcotráfico. Horror que se incrusta para siempre en la mente de sus habitantes, que se ven tentados a olvidarlo, pero que están obligados al recuerdo.
Parra se revela en este libro como un arquitecto verbal que crea, a través de juegos temporales y espaciales, un dédalo por el que deambula su propio Teseo: Darío, un adolescente que años después de “el cerco” —como se le conoce a la fatídica noche en la que dos cárteles se enfrentaron arrasando todo a su paso— se reencuentra en una cantina con su exprofesor de secundaria, a quien le cuenta detalle a detalle lo que sufrió esa velada. Así, el laberinto adquiere tres historias principales que al cruzarse abren pasillos estrechos en los que se vislumbra el amor, o amplias avenidas en las que la muerte es el peaje que debe pagarse para cruzarlas.
En la primera de estas historias Parra relata lo que le aconteció a Darío durante el refuego de El Edén; una épica en la que, acompañado por Norma, su propia Ariadna, debe salir a buscar a su hermano menor Santiago, quien se ha perdido entre la confusión de la batalla y el estupor de la juventud. Aquí el registro que Parra consigue al contar la odisea de Darío es el de una épica griega con alcances míticos y terrenos, ya que su héroe posee todas las virtudes necesarias: es inteligente, atlético y valiente, pero también un huerco con miedos y tribulaciones.
El segundo plano es la plática del despertar sexual del joven héroe que corre paralela a la narración de su profesor. Ambas se fusionan en un mosaico que relata, por una parte, cómo era El Edén antes de la llegada de las balas y las trocas: un paraíso que se convirtió en infierno. Gracias a la retórica de Parra el lugar común obtiene nuevos significados, pero también consigue un retrato enternecedor de la infancia de un niño que, a fuerza de violencia y dolor, debe convertirse en un hombre lleno de heridas que sólo por momentos son curadas con la cálida mano del amor juvenil.
El tercer corredor narrativo que cruza y abre nuevos caminos en este laberinto es la tensión que se desarrolla entre las mesas y botellas de la cantina, en los otrora alumno y profesor, que hoy se han convertido en seres iguales, esperpentos cansados y no los hombres que antes fueron. Ambos intentan dar a sus fantasmas un entierro digno entre alcohol y cigarro, pero sólo puede conseguirse al exorcizarlos por medio de las palabras.
Ahí, en los personajes, es donde se encuentra el tercer laberinto de Parra, porque Darío, Norma, Santiago y el resto de los habitantes de El Edén son enredos de emociones y memorias que se entrecruzan unas con otras y se bifurcan en sus decisiones. Chocan entre ellos y se enfrentan con los puños llenos de coraje, o se toman de la mano para guiarse entre la penumbra. Son sus acciones las que convierten a Laberinto en una historia viva, en la que el temor y la soledad, el olor a pólvora y el sonido de los plomazos llenan los sentidos.
Laberinto es, como ya lo dije, un vistazo a la génesis de una leyenda que nace por el sonido —la primera frase del libro comienza con dos ruidosos golpes sobre madera—, lo cual es lógico si se recuerda que el Norte ha perpetuado su leyenda a través de la música, del corrido. Laberinto es además la historia de un pueblo que cae ante un minotauro armado con cuernos de chivo; una tragedia que sus personajes deben revivir una y otra y otra vez, pero la cuentan también para exorcizarla. Así se completa, tanto para ellos como para nosotros, el círculo de toda emoción literaria: que nos relaten un cuento y pedir que nos lo cuenten otra vez. ®