La rosa de la revolución

“Libertad para el que piensa de manera diferente”

Luxemburgo iba a destacar pronto por su mente aguda y su capacidad para cuestionar dogmas. Demostró ser una figura incómoda, por lo que muchos de sus correligionarios la miraron con recelo.

La niña Rosa Luxemburgo.

Tuvo que huir de su Polonia natal para huir de la represión contra el movimiento obrero. Rosa Luxemburgo (1871–1919) tenía entonces dieciocho años y desde los dieciséis ya era una activa militante revolucionaria. Ése ya era suficiente motivo para que la persiguieran, pero tampoco podía olvidar su condición de judía, por más que no fuera una persona religiosa: el antisemitismo no distinguía entre practicantes y no practicantes.

Primero se estableció en Zúrich, donde formó parte del partido socialista, y más tarde se trasladó a Alemania. Aunque se moviera dentro de la izquierda avanzada no era evidente que su gran capacidad pudiera traducirse en alguna forma de protagonismo. Los que profesaban el materialismo histórico no se distinguían, necesariamente, por su aguda sensibilidad en cuestiones de género. De ahí que los perfiles de su mundo tuvieran un perfil básicamente masculino. Las militantes estaban para cumplir funciones auxiliares, no para establecer grandes directrices de pensamiento y acción. En ningún lugar estaba escrito que una mujer fuera a convertirse en una extraordinaria activista y pensadora, un punto de referencia inexcusable dentro del ámbito del materialismo histórico.

Luxemburgo iba a destacar pronto por su mente aguda y su capacidad para cuestionar dogmas. Demostró ser una figura incómoda, por lo que muchos de sus correligionarios la miraron con recelo. En Reforma o revolución (1899), una de sus principales obras teóricas, Rosa Luxemburgo se oponía al reformismo socialdemócrata de autores como el “revisionista” Eduard Bernstein. ¿Significaba esto que rechazaba cualquier mejora parcial? Ella misma precisaba que el proletariado debía aprovechar cualquier oportunidad de cambio, aunque fuera dentro del capitalismo, pero siempre sin olvidar que su objetivo final consistía en conquistar el poder político y abolir ese sistema. Desde esta perspectiva, todo depende de la meta final que se persiga.

Nuestra protagonista critica a Bernstein por negar que el fin del capitalismo esté próximo, vista su capacidad de adaptación a realidades cambiantes. Ella, por el contrario, estaba segura del triunfo inexorable de la revolución. Si el orden económico de la burguesía no se encamina hacia su propia destrucción, ¿para qué sirve entonces el socialismo? En ese caso, si no quedaba más horizonte que una evolución gradual, la transformación de la sociedad desde sus cimientos quedaba reducida a simple utopía.

En lugar de oponerse a la locura bélica, sus representantes se habían unido la burguesía a la hora de apoyar el esfuerzo de guerra de sus respectivos países. Lo suyo, por tanto, no merecía otro nombre que el de “capitulación”. Habían traicionado sus principios ideológicos mientras contribuían a que los proletarios de distintas naciones se lanzaran unos contra otros.

Durante la Primera Guerra Mundial atacaría de nuevo a la socialdemocracia. En lugar de oponerse a la locura bélica, sus representantes se habían unido la burguesía a la hora de apoyar el esfuerzo de guerra de sus respectivos países. Lo suyo, por tanto, no merecía otro nombre que el de “capitulación”. Habían traicionado sus principios ideológicos mientras contribuían a que los proletarios de distintas naciones se lanzaran unos contra otros. En Alemania la poderosa organización socialista, la más fuerte de la II Internacional, se había sometido con docilidad a los dictados del imperialismo del káiser: “En ningún lugar se soportó el estado de sitio con tanta sumisión; en ningún lugar se amordazó así a la prensa, se ahogó tanto a la opinión pública; en ningún lugar se abandonó tan totalmente la lucha política y sindical de la clase obrera”. De esta forma, a ojos de Rosa Luxemburgo, los socialistas germanos se revelaban cómplices de las atrocidades de la contienda. Todo en nombre de la ayuda que, según ellos, necesitaba el país frente a la amenaza de la Rusia zarista.

Frente a esta actitud acomodaticia Luxemburgo se atrevía a proclamar una verdad incómoda: la Europa capitalista, desde 1914, se hallaba inmersa en una “regresión a la barbarie”, tal como había profetizado en su día Friedrich Engels. El recurso a las armas no constituía un método legítimo de autodefensa sino una carnicería de gigantescas proporciones, una práctica sistemática del asesinato. Si los socialistas alemanes tenían razón, al votar en su parlamento los presupuestos de guerra el internacionalismo proletario dejaba ipso facto de tener el menor sentido: “Por primera vez descubrimos que la independencia y libertad de las naciones exigen que los obreros se maten y destruyan mutuamente”.

La denuncia feroz a las políticas belicistas se tradujo en su continuo llamamiento a la desobediencia. Esa rebeldía la condujo, a partir de 1915, a la cárcel. Fue entre rejas donde escribió La crisis de la socialdemocracia, la obra donde desenmascaraba la inconsecuencia de una izquierda más atenta a la patria que a los intereses de clase.

Mientras se hallaba en la prisión tuvo noticias del triunfo de la revolución en Rusia. Tomó enseguida la pluma para defender el radicalismo bolchevique del ataque de la socialdemocracia oficial, a la vez que cuestionaba la vieja idea de que el capitalismo sólo podría derrumbarse en una economía avanzada, nunca en un país atrasado. Pese a este prejuicio tan asentado, Lenin y los suyos habían conseguido la victoria en circunstancias muy difíciles. Rosa sentía la mayor admiración por su hazaña, pero no estaba dispuesta a que su entusiasmo le hiciera perder el sentido crítico. Sí, señalaría los errores de la primera dictadura del proletariado, segura como estaba de que así servía mejor a la causa del socialismo. Nadie podía pretender que en aquel primer experimento histórico todo se hiciera bien desde el primer día. Si se identificaban las equivocaciones la clase trabajadora de todo el mundo extraería enseñanzas provechosas para sus futuros combates.

La experiencia mostraba, por ejemplo, que la revolución debía eliminar rápidamente todos los obstáculos con mano de hierro si no quería ser liquidada por la contrarrevolución. Suprimir derechos podía tener sentido como medida temporal, de cara a conseguir un objetivo determinado. El problema se presentaba cuando las prácticas dictatoriales, que debían ser la excepción, se imponían como norma. Si no había canales de expresión para los disidentes del gobierno nadie, en realidad, podía manifestar sus opiniones. Nuestra heroína expresó esta idea en términos memorables: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente”. De otro modo, la dictadura del proletariado se transformaba en la dictadura de unos pocos líderes, en la que el pueblo debía conformarse con la función pasiva de asentir.

Luxemburgo discrepaba de Lenin en cuestiones centrales. No compartía el desprecio al sufragio universal, a la libertad de prensa, a la libertad de reunión. La auténtica autodeterminación del pueblo se basaba en estos derechos, no en la facultad unilateral para constituir un nuevo Estado, separado de Rusia. En su opinión, todo lo que tenía que ver con el derecho a decidir de las naciones no pasaba de ser “fraseología hueca y pequeñoburguesa”. El nacionalismo, en la práctica, sólo servía para legitimar el dominio sobre los trabajadores: “Todas las formas del separatismo son simples trampas burguesas”. Por eso, la izquierda comunista cometía un lamentable error cada vez que justificaba este tipo de aspiraciones. Por este camino sólo hacía el juego a sus enemigos de clase al permitir que manipularan a las masas con su discurso demagógico.

La victoria de los bolcheviques proporcionaba un modelo a seguir a los partidos obreros de todo el mundo. Tras la toma del Palacio de Invierno ¿qué país sería el siguiente en cambiar el orden social? En 1918 parecía que había llegado el momento de la revolución en Alemania. La gente, después de cuatro años de carnicería, necesitaba un cambio. Tras salir de prisión Rosa Luxemburgo se sumergió en la lucha subversiva y contribuyó a fundar el KPD (Partido Comunista de Alemania). Le quedaba, en aquellos instantes dramáticos, muy poco para proseguir su lucha: sería brutalmente asesinada junto a Karl Liebknecht, un compañero de combates políticos. Pese a los profundos desacuerdos que los habían separado, Lenin, algún tiempo después, no dudaría en rendir homenaje a la camarada desaparecida: “Un águila puede en ocasiones descender más bajo que una gallina, pero una gallina jamás podrá ascender a la altura que puede hacerlo un águila”. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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