Este ensayo es parte de una investigación mayor sobre el tema de las fuerzas psico-simbólicas del metal negro, en espera de que al cabo termine siendo un libro. En él espero realizar la síntesis de lo que he propuesto en un ensayo anterior (“Mayhem: A dos décadas del nacimiento del black metal”, en Replicante 16) con el tema de la operatividad arquetípica en el black metal que esbozaré enseguida.
Definiré la fiesta en su sentido más profundo: como la liberación de los armazones racionales psico-sociales que conforman la vida cotidiana. Generalmente, esa liberación se lleva a cabo por medios estéticos, entre los que la música, arte presimbólico y no representacional,1 tiene un lugar prominente.
Sigo así las poderosas intuiciones que Friedrich Nietzsche vertiera en su ópera prima, El origen de la tragedia: en la Grecia arcaica la fiesta era una “exaltación dionisíaca, que arrastra en su ímpetu a todo el individuo subjetivo hasta sumergirlo en un completo olvido de sí mismo”.2 Evento que hará surgir a la superficie “la más salvaje bestialidad de la Naturaleza, en una horrible mezcla de sensualidad y de crueldad…”.3
De manera cierta, la primera observación es aplicable a numerosos tipos de fiesta en los que la subjetividad evanesce ante el influjo de la música, las drogas o algún otro tipo de estímulo que interrumpa momentáneamente los actos de conciencia regulares. (Pienso, por ejemplo, en ciertas orgías rituales —tanto modernas como arcaicas— al ritmo del intercambio frenético de parejas sexuales, acompañado por la intermitencia de tambores tribales y cantos guturales, o en los contemporáneos raves, en los que la repetición y saturación incesante de ritmos y armonías mecanizados, aunados al consumo de drogas alucinógenas sintéticas, pone a los participantes en estados subjetivos límite.)
Pero el peso de mi argumentación recaerá en la segunda parte de la apreciación de Nietzsche: en la medida que el filósofo alemán habla de un espacio allende lo racional y lo moral, que al hombre formado en la vida cotidiana le parece monstruoso, está bordando sobre un inquietante arquetipo cuya emergencia desata impulsos sombríos, violentos y recalcitrantes.
En esta medida, afirmo que la primera ola de black metal noruego descubrió intuitivamente este arquetipo que, a falta de una mejor denominación, llamo el arquetipo de la bestia salvaje.
En su libro Arquetipos e inconsciente colectivo Carl Gustav Jung define así a los arquetipos.
Un estrato en cierta medida superficial de lo inconsciente es, sin duda, personal. Lo llamamos inconsciente personal. Pero ese estrato descansa sobre otro más profundo que no se origina en la experiencia y la adquisición personal, sino que es innato: lo llamado inconsciente colectivo. He elegido la expresión “colectivo” porque este inconsciente no es de naturaleza individual, sino universal […] a los contenidos de lo inconsciente colectivo los denominamos arquetipos.4
Es importante subrayar que, para Jung, los arquetipos son entidades reales, pertenecientes a un sustrato natural universal compartido por todos los seres humanos. En este sentido se encuentran alojados en las profundidades de las psiques individuales y pueden ser exteriorizados o no. Es decir, son fuerzas psicológicas primordiales que yacen de manera inconsciente en la mente de la raza humana y que pueden ser traídas a la conciencia por diversos medios simbólicos compartidos.
La cualidad primigenia, arcaica y universal de los arquetipos, remite sin duda a estados del ser previos a la panoplia racional y moral con que la especie se ha armado para hacer frente a su andar por el mundo. Esta es la cualidad que Nietzsche descubrió en el sentido ancestral de la fiesta y su potencial para retrotraer al alma humana a estadios pre-morales y pre-racionales. Así, afirma que
el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que las instituciones políticas y la sociedad, en una palabra, los abismos que separan a los hombres los unos de los otros, desaparecían ante un sentimiento irresistible que los conducía al estado de identificación primordial de la Naturaleza.5
La potencialidad transgresora de los arquetipos es simbiótica con aquello que impugna. Una y otro son elementos mutuamente causales que se retroalimentan en una lucha perpetua que acaba por convertirse en un principio de tensa armonía. O sea, la vitalidad arquetípica insufla movimiento en la mente humana y la hermana con la sustancialidad global de todo cuanto hay. El ser humano no es un ente exótico y aislado de la realidad natural de la que ha emergido tras millones de años de evolución, sino que comparte su modo de ser profundo.
De ahí la afirmación de un sustrato arquetípico elemental que funciona en la psicología profunda de la especie, fundiéndola con los vectores actuantes en la naturaleza del mundo.
Pero al mismo tiempo, dado el ciclo evolutivo particular del hombre, ese sustrato ha tenido que ser domesticado, recortado e interpretado con base en los modos de individuación y convivencia que la especie ha adquirido a través de su estancia en el planeta. Nietzsche vio esto en el encuadre que la tragedia antigua dio a la esencia dionisíaca de ésta y afirmó que a ésta se le añadió el principio de razón de Apolo, o la racionalización apolínea, que alcanzó un grado de justo equilibrio en los orígenes de la tragedia con su ya mencionado opuesto, la fuerza pre-individualista de Dionisio.
La lucha por simbolizar y, en esa medida, hacer manipulables las fuerzas del inconsciente primitivo que yacen latentes en la psicología universal de la humanidad, tiene su razón de ser en que, para efectos prácticos, pueden ser sumamente poderosas, disolutivas, incontrolables e incluso peligrosas.
Por esa causa temen los primitivos las pasiones incontenidas, ya que en ellas desaparece con facilidad la conciencia y puede tener lugar la posesión. De ahí que los esfuerzos de la humanidad se dirijan siempre al fortalecimiento de la conciencia. A tal objetivo sirvieron los ritos, las répresentations collectives, los dogmas…6
Como he mencionado, tengo la sospecha de que los involucrados en la erección de la primera ola de metal negro en Noruega a finales de los ochenta y principios de los noventa se toparon con un arquetipo que los dominó y que, apegado a la dinámica arquetípica vital, los llevó por igual a disolver su personalidad en ese impulso salvaje hasta llegar a la violencia asesina, y a intentar exteriorizarlo y domeñarlo por medios artísticos: con la exacerbación de la otredad musical del metal extremo.
La historia oscura de la mayoría de los miembros de las bandas primordiales del black metal noruego es más o menos bien conocida. El segundo cantante de Mayhem, Dead, se abre longitudinalmente los brazos y se pega un escopetazo en la casa-estudio de la banda. Para entonces eran ya bien conocidas su melancolía crónica y sus excentricidades conductuales: gustaba de enterrar su ropa hasta que se pudriera para salir así al escenario y conservaba pájaros muertos en una bolsa que luego inhalaba on stage para “absorber el aliento de la muere”.7
Por su parte, Faust, baterista de Emperor, golpea hasta dar muerte a un muchacho gay que le hizo avanzadillas en el baño de un bar de Oslo. Previo a eso, Faust era un activo promotor de la xenofobia y la homofobia entre sus allegados de la escena roquera de Noruega.
Por supuesto, el máximo villano de la movida blackmetalera de hace ya casi veinte años fue Varg Vikernes, bajista de sesión de Mayhem y dueño de su propio proyecto solista extremo, Burzum.
Desde el inicio de su involucramiento con la escena del metal negro (por cuenta propia y básicamente en solitario), llevó a cabo la quema de una decena de iglesias en su país y profesó un oscurantismo montaraz e intolerante. Dotado de grandes habilidades reflexivas, dio a sus acciones, dichos y arte un cariz netamente doctrinario en el que defenestraba la cultura cristiana y pugnaba por el regreso a la cosmovisión vikinga primigenia.
Su carácter intempestivo, su propensión a las drogas y su indudable megalomanía lo llevaron al asesinato a sangre fría de su antiguo amigo, jefe y promotor musical, Euronymous, creador del concepto Mayhem.
La historia siempre me ha llamado la atención porque más allá de su sordidez, que sin duda cae en el pueril terreno de la nota roja, alarmante y fugaz, está indefectiblemente mezclada, si no con la invención, por lo menos sí con la máxima evolución de uno de los géneros más interesantes, contestatarios e importantes de la historia del rock: el black metal.
Tres son los discos fundacionales del black metal escandinavo: el Deathcrush (Posercorpse Music, 1987 y DSP, 1993) de Mayhem, el Aske (Mysanthropy Records, 1992 y 1995) de Burzum, y el que da título a este ensayo: A Blaze in the Northern Sky (Peaceville Records, 1991 y 2003) de Darkthrone.
En la grabación inaugural de Mayhem la distorsión y el golpeteo saturado de la base rítmica exacerban los sentidos, erizando el cuerpo y predisponiendo a la persona a una dinámica de disolución subjetiva: el uso de drogas, el salvaje headbanging y el slam irrefrenable. Deathcrush abre el espacio de la energía furiosa de la música de la banda, aunque tendrían todavía un terreno que recorrer hasta llegar a la maestría del De Misteriis Dom Sathanas (DSP, 1993), cinco años después.
Burzum, en cambio, disecciona el arquetipo salvaje por medio de una alegoría sonora precisa: los gritos desgarrados de Varg Vikernes (líder, creador y hombre orquesta del proyecto), aunados a la rudeza, el minimalismo y la contundencia de su heavy metal, alternan con pasajes calmos y armónicos que remiten sin duda a la intermitencia entre los estados de conciencia anómalos y excitados y los apaciguados y reglamentados.
Pero será Darkthrone la banda que remachará los conjuros sónicos de Mayhem y Burzum en la síntesis suprema del black metal escandinavo de principios de los noventa: en A Blaze in the Northern Sky la música da forma acabada al impulso arrollador del brutal arquetipo al estructurarlo con una riqueza sonora que sirve de malla de sentido a las pulsiones que éste acarrea.
La ejecución en monoplano de las guitarras distorsionadas con el acompañamiento monótono de la batería y el bajo, destacando los saltos rítmicos propios del clásico leitmotiv de los filmes de suspenso, englobados por la vocalización desgarrada de Nocturno Culto, mezclan en el espacio de la música los componentes de la paradoja del arquetipo de la bestia: una fiera al acecho detrás de la psique normalizada del hombre occidental.
Que los integrantes de la banda atisbaron intuitivamente el advenimiento de ese factor inconsciente arcaico lo muestran nítidamente sus letras: “Moonlight drank the blood of a thousand pagan men”, “The triumph of chaos has guided our path” y “Coyotes feel the cold wave of the dark… Sparks that mixed with coyote eyes… And each beast of the land tooks its own way in living…”
El elemento bestial, como se nota en los pasajes líricos citados, es sin duda más importante, prominente y operativo que cualquier otra alusión oscura, llámese infernal, satánica o anticristiana.
Así, la excentricidad musical de las obras fundadoras del black metal tal y como hoy las conocemos remite a un estado ontológico subyacente. El despliegue estético en ellas contenido tiene un movimiento de bucle autorreferencial. Al mismo tiempo desentraña una pulsión irrefrenable que la apresa por medio de la materialización sonora.
Junto con la violencia lírica, sonora y visual de los representantes clásicos del metal subterráneo que pavimentaron el terreno para la explosión del género en los ochenta y noventa, los integrantes de Mayhem, Burzum y Darkthrone se encontraron en un entorno social ordenado, confortable y predecible. El Estado de Bienestar escandinavo con sus fundamentos sociales, morales y religiosos perfectamente institucionalizados y socialmente reproducidos.
Ante ello, reaccionaron con autoexclusión, rebeldía y violencia. El uso de drogas, la vida comunitaria extravagante, relegada al espacio recursivo del rock subterráneo y decididamente en el lindero de la norma social admitida. Aunado a esto se encontraban los diversos trastornos psicológicos de cada cual, la mayoría de ellos ligados al proceso de modificación cerebral de la adolescencia.
Estos factores, unidos indefectiblemente al vigor musical que lo mismo embebían que ejecutaban, abrieron el claro del arquetipo de la bestia salvaje.
Un oscuro y vasto espacio de la psicología profunda de la especie humana en el que las personas pierden tal estatus para volverse todo garras y colmillos, adrenalina al máximo y el impulso irrefrenable de deshacer todo aquello que se oponga a su voluntad de dominio y control del entorno.
Recurso indispensable de la vida remota en medio de un ambiente salvaje, caótico y potencialmente amenazador. En tanto que mamíferos relativamente jóvenes en la historia del planeta, los seres humanos han tenido que evolucionar de manera tal que la sobrevivencia ha estado fundida con la dominación del espacio —natural, social y personal— circundante.
Durante siglos se ha valorado la parte más obvia y reluciente de esa evolución: la racionalidad de la raza humana; rasgo que claramente la aparta del resto de las especies. Pero no ha sido sino hasta muy tarde en la historia del pensamiento cuando se ha visto programáticamente el otro gran factor que ha hecho posible que la humanidad haya sido tan exitosa en su reinado planetario: la innata predisposición a la violencia, el sojuzgamiento y la destrucción.
Sin duda, el terreno inconsciente, arcaico y profundo del arquetipo de la bestia salvaje es similar y quizá sea el mismo principio que opera en arraigados mitos de la cultura occidental como el de la zooantropía.8 Es decir, la poderosa figura del hombre-lobo con sus exacerbados caracteres de fuerza, instinto desatado y liberación de las barreras morales y racionales de la humanidad.
No obstante, la manera en que el arquetipo se manifestó en los miembros fundadores del black metal escandinavo escapó a la racionalización religioso-figurativa del mito licantrópico y operó como una amorfa fuerza atroz que culminó con la destrucción y la autodestrucción. Solamente en una evolución posterior de su arte pudo esta fuerza ser domesticada y aprehendida simbólicamente a través de la música, la lírica y la imaginería propias del género.
Los padres fundadores del metal negro escandinavo se vieron en medio del torbellino de la exaltación arquetípica. Con su música, al mismo tiempo liberaron y reencauzaron el torrente profundo que había roto el dique normativo que apresa al arquetipo de la bestia salvaje.
Cuando el atroz impulso sedimentado se desbordó en medio de una fiesta nietzschena, las subjetividades se disolvieron ante los poderes arcaicos, sumiendo a los individuos en el oscuro espacio de lo que nuestra civilización sanciona como los mayores delitos: el asesinato, la blasfemia y el suicidio.
Fue en ese momento cuando, como una necesidad vital ante la imposibilidad de controlar los salvajes vectores arcaicos, el black metal tuvo que exorcizar a la bestia irrefrenable, encerrándola en la caverna de los símbolos sombríos del satanismo, la muerte y la putrefacción.
En la actualidad, la disputa por la banalización de esa simbología e iconografía, vía el éxito comercial de bandas como Dimmu Borgir, Dark Funeral y el último Emperor, hacen pensar que quizá un nuevo asalto del arquetipo de la bestia salvaje esté a la vuelta de la esquina, como un acto de renovación y purificación del género. ®
ManuelGP
La pregunta merece una respuesta detallada que abarcaría un texto en sí mismo. Pero me parece, Efraín, que puede hacerse la ligazón entre dicha característica de la música (que, por cierto, es sólo la postura del filósofo mencionado y dista de no tener críticos en el ámbito de la filosofía de la música) y la latencia arquetípica en la medida que ésta funciona como un sustrato global que puede tener manifestaciones particulares diversas; la materialización y encuadre de éstas vendrían, en efecto, con la carga simbólica lírica y visual del Black Metal. Es decir, estaríamos manejando estratos de sentido, pero justo esto es lo que digo que merece un desarrollo teórico detallado de mi parte.
Saludotes.
Efraín Trava
Si consideramos la tesis de Davies (a quien, confieso, no he leído) como eje argumentativo, es decir que la música no es simbólica ni representacional, cómo, entonces, podemos entender que sea precisamente sobre su superficie que los arquetipos bestiales encuentren un campo prolífico de expresión?
Precisamente, el Black Metal es uno de los rituales no sólo musicales sino artísticos más simbólicos que me ha tocado presenciar. Su poder comunicativo -como el de cualquier otra manifestación creativa- se enriquece del consenso, de su representatividad.
El debate se mantiene saludable y abierto (sangrante) gracias a la calidad de textos como éstos. Enhorabuena.