El ajedrez es tiempo, es voz y estrategia, gambitos y defensas, pero también impaciencia y confusión. En él se debe perseguir y matar, al menos simbólicamente, al otro.
Entre las posibilidades de representación de la memoria en la literatura el ajedrez se muestra acaso como una fina estrategia cerebral para vencer las evasivas del recuerdo, para orillarlo al escaque en que podemos contenerlo y nombrarlo nuestro: un método de transformación de la fuga mediante la narrativa estructurada de una partida que, pese a sus leyes repasadas de antaño, resulta siempre misteriosa.
El escritor y editor Hugo Roca Joglar (Ciudad de México, 1986) ensaya en El ajedrez es un juego tan siniestro y personal (Los libros del perro, 2020) una partida del recuerdo en la que se unen piezas temáticas sobre el mismo tablero del lenguaje: los momentos significativos del recuerdo íntimo con los grandes instantes de la historia oficial, las partidas pequeñas y memorables del ajedrez doméstico y amateur con la violencia que destruye a los más jóvenes en nuestro país, la irremediable brutalidad de la capital mexicana con un fondo sonoro de gustos clásicos y melancólicos.
Así, al adentrarse en esta partida de escritura el lector se contagia de preguntas mientras asiste a este repaso nostálgico de un escritor ajedrecista: ¿Puede concebirse el ajedrez todavía como un juego netamente masculino pese al avance de los tiempos y la teoría del género? ¿Cuál es la violencia añeja que conlleva cada enfrentamiento entre sus caballerosos y cerebrales rivales? ¿Será que este juego de inteligencias se desempeña mejor en los espacios cerrados domésticos o funciona mejor en el campo de batalla, bajo la luz del sol?
Alrededor del juego perfecto se reúnen los jugadores imperfectos a buscarse más allá de sus manías y sus miedos, de sus sentimientos privados, de sus secretos rotos de lenguaje.
Algunas de estas interrogantes las trabaja Roca Joglar para adentrarse en un ejercicio lúdico e intelectual en el que, si bien se reconoce la concepción de genialidad del jugador, también abundan los encuentros con la locura, la soledad y la autodestrucción. Es en esas líneas, líricas pese a la pausada cerebralidad del juego de los reyes, en las que este volumen de brevedad y precisión descubre la violencia sugerida de una partida cualquiera, el inevitable conocimiento del triunfo y la derrota que circundan al ajedrecista, el callado enfrentamiento entre los cuerpos de dos jugadores en su rivalidad milenaria.
El ajedrez es tiempo, es voz y estrategia, gambitos y defensas, pero también impaciencia y confusión. En él se debe perseguir y matar, al menos simbólicamente, al otro. El ajedrez es un juego tan siniestro y personal se transforma, en sus momentos más lúcidos y entrañables, en análisis apasionado de un mecanismo cerebral, el del ajedrez y el del hombre que lo juega, que devela también las personalidades familiares y vecinas que se congregan en torno a los 64 escaques.
En ese punto la prosa exacta de Roca Joglar se permite la licencia de la imaginación que colinda con la poesía para hablar de esos movimientos mentales donde laten el Asperger, la tartamudez infantil, las terapias psicológicas, los primeros visos de la tragedia con el accidente de una desbandada de patos, las muertes familiares o los suicidios de amigos. “Mi sonoro pensamiento secreto pertenece a un piano desafinado”, nos dirá el escritor, a medio camino siempre entre la vía teórica tradicional y la liberación de las formas del juego.
Y es que al lado del ajedrecista, metáfora del escritor del mot juste que se sienta a elegir milimétricamente su propio lenguaje, la música congrega y brinda orden a cada uno de los fragmentos del libro. Ahí están De Falla, Brahms o Mussorgski, pero también una suerte de ritmo narrativo subterráneo que se pregunta por el ajedrez como una representación de la causalidad o la indeterminación en las finitas combinaciones de una vida.
¿Qué hay de destino y de coincidencia en nuestras existencias humanas? ¿Es posible salir de los escaques y las aperturas conocidas para crear algo todavía? “Lo que más me ha costado como ajedrecista es eliminar el azar de mi pensamiento”, dirá casi robóticamente Roca Joglar al autoanalizarse; sin embargo, se sabe desordenado desde su estrategia interior, atacante desde la inmovilidad, testigo desde el mutismo tímido, nostálgico de “aquel tiempo en el que, en ajedrez, la imprudencia era virtud y la osadía imaginativa celebrada”.
De este modo, más que en sus breves crónicas políticas o sociales, el libro de Roca Joglar se distingue por ese enfoque a la vez entrañable y analítico del juego que entronca con la vida desde una marginalidad buscada y desemboca en un bello y preciso sumario de derrotas: la de Carlos Torre Repetto, el mejor ajedrecista mexicano arrebatado por la locura; la de un campeón cubano nacionalizado mexicano que usa la trampa para vencer la amenaza de un talentoso niño de ocho años, la del inmigrante centroamericano atrapado en la precariedad de una gran urbe desconocida, la del delincuente en el tutelar, la del brillante escritor suicida que se reúne en una cantina a escuchar a Brahms al lado de una radio vieja.
Alrededor del juego perfecto se reúnen los jugadores imperfectos a buscarse más allá de sus manías y sus miedos, de sus sentimientos privados, de sus secretos rotos de lenguaje. En esa zona azarosa, violenta, de penumbras, donde la teoría sobre la partida se rompe en pedazos de individualidad sobre los escaques, está el mérito de Roca Joglar. En el ataque desde la inmovilidad aparente, que no es acaso sino una definición alterna de la escritura. ®
El libro, disponible aquí.