Uvas para el emperador

El pequeño emperador le despeinó los cabellos con dulzura infantil, luego dejó escapar un suspiro y, comiéndose una a una las uvas de la bolsa de plástico, pareció dormirse con los ojos abiertos.

A veces, por las noches, cuando estaba ya acostada, pensaba en él, y le hubiera gustado hablar sobre eso con alguien, preguntar a su madre, pero no sabía cómo nombrarlo. Entonces suspiraba y lo olvidaba.
—Inés Arredondo, Lo que no se comprende.

Soberbio e indefenso, como un permanente recordatorio de su pecado, el pequeño emperador se mantenía eternamente asido a la mecedora que Pablo y él mismo ocupasen algún día, a la dulce edad en que reptar bajo las camas no representa en sí un acto de demencia… “El niño”, así continuaba llamándolo su madre, pero él, aunque entre espesos retazos de telaraña, recordaba una época remota en la que ambos habían tenido edades similares.

—Hoy ha amanecido contento —murmuró la señora Zetina con frágil voz de oropéndola. Sabía que a Efraín, pese a su fingida indiferencia, le gustaba oír hablar del “niño”.

—¿Le cortaste las uñas? —preguntó él, sofocado por aquel ambiente armonioso y mujeril en el que se había sumido la casa desde que Pablo se casó—. La última vez me las clavó en el dorso de la mano.

La señora Zetina pareció ignorar el comentario:

—Ayer mismo me ha pedido uvas, pero, como estaban tan caras, he tenido que comprarle fresas y él, que confía siempre a ciegas, ha acabado vomitándolas junto con un líquido blancuzco.

“¿Confía?” “¿A ciegas?” ¿Tenía que traer a la luz precisamente aquellas palabras, aquellos clavos que, enterrados hasta el fondo de su carne, continuaban produciendo herrumbre hasta la fecha?

—¡Yo las compro! —decidió. Y levantándose de la mesa sin haber terminado el café le pidió al peón de turno que fuera por el caballo.

Al volver encontró al pequeño emperador meciéndose en un rincón de aquella inmensa alcoba a la que el sol parecía rascar apenas con la punta de la cola.

—Traje las uvas —dijo.

El pequeño emperador sonrió con ingenuidad, y su rostro, de ojos muertos, adquirió una expresión apenas más dura que la de un recién nacido:

—Ven… —susurró con voz de adulto—. Dice mamá que has cambiado bastante.

No era cierto. Era el pequeño emperador el que jamás cambiaba, el que insistía en llenar de babas los trajecitos para mantener tibia y lozana la imagen de su crimen.

Titubeaba siempre antes de acercarse, antes de colocarse al alcance de su embrujo, pero estaba consciente de que aquí o allá, a oscuras o bajo el juicio del implacable disco solar, acabaría siendo traído de vuelta indistintamente por sus dedos de uñas largas.

Se sentó a un lado de la mecedora, con los ojos cerrados y el sombrero sobre las rodillas. El pequeño emperador le despeinó los cabellos con dulzura infantil, luego dejó escapar un suspiro y, comiéndose una a una las uvas de la bolsa de plástico, pareció dormirse con los ojos abiertos.

Era la misma criatura blanda y voluble a la que, hacía ya una eternidad, había dejado caer desde lo alto de la rama. Jamás se casaría. Jamás tendría un trabajo. Permanecería, por contraste, acurrucado en aquella mecedora, sonriendo en la misma posición en que la señora Zetina lo colocase después de haberlo levantado del césped… Martirizante. Sin rencor. ®

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Publicado en: Narrativa

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