El impulso homicida de Franco Andrade en la novela de Fernanda Melchor está rodeado de respuestas estratégicamente colocadas. Sin embargo, operan como mecanismos para justificar su violencia. De ahí su superficialidad.
Imagino un círculo difuso de hombres y mujeres lamentándose en torno al silencio de un cuerpo sin vida. Entre el bullicio irregular del luto se cuelan cadencias, ritmos, intuiciones musicales. Un estremecimiento sonoro, comunal, recorre a los dolientes, hilados por la sensación colectiva de pérdida. De pronto aflora, como un recuerdo recuperado, el sentido. De la garganta ardiente de alguno brota la primera palabra, imbuida de muerte y protesta.
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En uno de los momentos más memorables de Los muertos y el periodista Oscar Martínez le hace una pregunta en apariencia simple a Rudi, un joven informante perseguido tanto por la policía salvadoreña como por la Mara Salvatrucha. Desde que lo conoció, Óscar supo que lo iban a matar: ya fueran las fuerzas del Estado o las fuerzas criminales, tarde o temprano lo iban a matar. “Hoy conocí a alguien que va a ser asesinado”, escribió en su cuaderno de notas y decidió seguir la cadena de acontecimientos. Cerca del monte que Rudi usaba de escondite, en casa de su mamá, Óscar le pide que le comparta un recuerdo feliz. “¿Así cómo?”, responde el muchacho, extrañado. Los muertos y el periodista, entre otras cosas,explora la muralla de experiencia que separa a los que habitan el fondo y los que, en ciertos momentos, les son concedidos destellos de esa oscuridad. Rudi, un muchacho de dieciséis, sin posibilidad de escapar a la violencia de su entorno, no posee un recuerdo que lo sostenga.
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Los personajes de Fernanda Melchor comparten con Rudi esa residencia en lo abismal, el radical marginamiento de los que habitan sin esperanza su situación. Los libros de Melchor están poblados de subjetividades abrasadas por el deseo, la agresividad, los celos, el rencor, el asco, la ambición, hundidas en un fango opresivo y tropical, que los condiciona y pone a hervir sus pasiones. Sin embargo, hay una diferencia entre los acercamientos de Óscar Martínez y de Fernanda Melchor, aparte de la más evidente: un libro es crónica y el otro, ficción. Esa diferencia es la que contiene la semilla de terror en Páradais. Esa diferencia, también, provocó la escritura de este texto.
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El 2007, en Los Ángeles, en la histórica exhibición WACK: Art and the feminist revolution, la artista Ana Mendieta expuso People Looking at Blood (1973). Mendieta derramó un chorro de sangre que se extendía desde el umbral de una puerta hasta la banqueta; era sangre salpicada con trozos o coágulos indistintos que le daba la apariencia de crimen fresco. A la distancia, fotografió las reacciones de los peatones, quienes, aunque horrorizados ante la escena, seguían de paso, obligados a un voyeurismo involuntario y un posterior abandono indiferente. La obra somete al espectador, los incautos transeúntes, a los indicios de un acto brutal pero no les ofrece ninguna explicación ni camino de acción. El terror consiste, en parte, en la descontextualización absoluta del acontecimiento violento.
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Si bien Regarding the pain of others, de Susan Sontag, comienza con una crítica al supuesto poder transformador de las imágenes de la violencia, socavando la idea de que ver es entender, el libro termina proponiendo que dejemos que esas imágenes nos consuman, nos persigan, nos intoxiquen; si bien rara vez producen cambios sociales, por lo menos hacen que el problema nos habite, encienden la memoria, que es la única conexión que tenemos con nuestros muertos.
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Al final de Páradais la prosa se quiebra, renuncia al hilado de acciones y nos somete a un flujo feroz de imágenes inconexas, quebradas, puede uno asumir, por la fuerza de la violencia que ilustran. Alineadas a Sontag, las imágenes de Fernanda Melchor nos persiguen. Al terminar Páradais uno se queda con una catarata trunca de destellos sangrientos. El librogravita hacia la saturación sensorial: contra la brutalidad de la realidad, la brutalidad del lenguaje. En última instancia las viñetas de la familia asesinada se archivan en la mente junto con otras ya asentadas, y más bien reales: los huesos exhumados de fosas clandestinas, los rostros desollados, los cuerpos torturados, los cadáveres flotando en los ríos y canales, que pueblan nuestros periódicos, videos virales, cadenas de WhatsApp, por lo menos si eres de Sinaloa, donde el intercambio de ese tipo de contenido es normal. Materia artística y documentación empírica se terminan confundiendo dentro de uno. En la memoria se completa la vida, dice Marcel Proust; también la muerte, responde Fernanda Melchor.
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¿Experimentamos, después de la apoteosis de atrocidades de Páradais, como proponía Artaud, un violento retorno a la vida? ¿O regresamos aún más corrompidos, más insensibles, con mejor sistema digestivo para la crueldad? ¿Por qué si la novela tiene una elegancia formal de la que carece la nota roja, el malestar anímico que me inducen es el mismo? ¿Por qué termino con el estómago revuelto aunque uno sea ficción y otro reportaje de lo real? ¿Aunque uno tenga una estructura estética y otro no?
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En Sinaloa la transacción de videos violentos se usa para poner a prueba tu hombría: ¿cuánto puedes aguantar? ¿Estás en control de tu estómago? ¿Te estremece la visión de un cuerpo torturado? Me pregunto qué relevancia tendría People Looking At Blood en cualquier calle de Culiacán, donde todos los días aparecen nuevos cuerpos. Esa insacudible sensación de redundancia es lo que me provocó el final de Páradais. ¿Cuál es el punto de la representación de la violencia en el libro, con su armazón estética, con toda su elegancia, si resulta en el mismo dolor nauseabundo que producen las notas rojas o los videos violentos que los hombres usamos como examen de la masculinidad?
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En su libro Violencia Žižek hace una distinción entre dos tipos: una subjetiva y otra objetiva, esta última dividida en simbólica y estructural. Violencia subjetiva es una perturbación del estado normal de las cosas, la irrupción individual o en masa de la fuerza contra los cuerpos, tanto en la esfera pública como en la privada. Violencia objetiva es precisamente la violencia inherente en este estado normal de las cosas. Žižek desarrolla el caso contrario de Sontag. Aboga por la negación fetichista: uno tiene que olvidar, precisamente, la violencia subjetiva, para tomar una posición ética frente a la violencia sistémica: “Un desarrollo de la tipología de la violencia debe por definición ignorar su impacto traumático”. Uno debe resistir la fascinación ante la violencia subjetiva, empleada por agentes sociales, individuos malignos, masas enfebrecidas. Es la invisibilización de la violencia estructural lo que hace que la violencia subjetiva parezca algo espontáneo, monstruoso, inexplicable. Su reproducción mediática crea una atmósfera del miedo (todos somos una víctima potencial) cuyo efecto puede ser utilizado para movilizar masas en un mundo post–político (donde no hay ideología, solo administración eficiente) y bio–político (en que el único objetivo es la protección de la vida). Maggie Nelson, en The art of cruelty, lo pone de esta manera: poner nuestra fe en la lógica de la exhibición puede también alimentar la lógica de la paranoia. El miedo, en un mundo sin ideologías dominantes, es el arma más poderosa del Estado para movilizar los cuerpos.
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Franco Andrade, uno de los dos protagonistas de Páradais, es la encarnación del tópico psicoanalítico del vecino, ese potencial intruso traumático cuya forma de vida nos perturba, amenaza nuestras costumbres, cuando se acerca demasiado. A través de la mirada llena de odio y resentimiento de Polo, que encuentra todas las maneras habidas y por haber de decirnos que es un gordo seboso, el retrato de Franco Andrade colinda con la caricatura. Una terrorífica, por sus raíces en un miedo primario; una risible, por su obsesivo fatum cuasinaturalista, decimonónico; su malignidad emparejada con un cuerpo maligno. Este retrato no es un recurso narrativo inocente ni gratuito: naturaliza la violencia del personaje, hace que la aceptemos con mayor facilidad.
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¿Por qué mata Franco Andrade? ¿Por el abandono o el abuso de su padre? ¿Por su privilegio? ¿Por el bullying que sufre? ¿Por su adicción a la pornografía? ¿Por las caricaturas de adultos que disfruta? ¿Porque es feo? ¿Por su marginación? ¿Por las verdades que le azuza Polo en la peda? ¿Para probar su hombría? El impulso homicida de Franco Andrade está rodeado de respuestas estratégicamente colocadas. Sin embargo, operan como mecanismos para justificar su violencia. De ahí su superficialidad.
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Bajo la sombra del desconocimiento todo parece monstruoso, irreal, inexplicable. El acto de crueldad más radical en la escritura de Fernanda Melchor es el desenraizamiento de los personajes de las estructuras políticas y sociales. Hay en sus ficciones una feroz fijeza del entorno: las atmósferas de Melchor son opresivas, asfixiantes, determinantes; ese determinismo no se informa de lo social ni lo político, sino que más bien se acerca al de las tragedias griegas. Los personajes se confunden con el contexto, que es una suerte de demiurgo nebuloso. En Páradais un vago aquellos señala la existencia de fuerzas externas que, por esa misma mención ambigua, adquieren la altura de divinidades que ejercen un imperio impreciso sobre la libertad de los personajes. Los personajes de Páradais viven en un mundo mitificado, donde elementos arcanos, desvinculados del tejido social y político, manipulan sus destinos.
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Polo lucha, machete en mano, contra la multiplicación de la maleza. Se introduce en un entorno enredado y confuso: destaza lianas, tentáculos, yedras, matas, tallos, espinas, hojas, incapaz de vencer su “inflexible voluntad de seguir creciendo y propagándose, conspirando en un idioma crujiente”. En Páradais el mal posee esa misma cualidad imparable e incognoscible, que se esparce por la región como un tumor inextinguible y amenaza con cubrir todo con su violencia verde. Lo que en Los muertos y el periodista tiene nombre y apellido —los políticos corruptos, los policías asesinos, los pandilleros inmisericordes—, en Melchor se transforma en una fuerza innombrable y desconocida, encarnada en la metáfora de la naturaleza. Ésa es la semilla de terror del libro: la violencia, en Páradais, no está nombrada.
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En su trabajo La Ilíada, un poema de fuerza, Simone Weil define la violencia como una fuerza que transforma en objeto a los que la sufren y los que la ejercen. El resultado casi siempre es el cadáver, ese ser humano convertido en materia inanimada. En Páradais la primera víctima de esa violencia es la prosa, que se reduce a una serie de imágenes fragmentadas que, a pesar de sí mismas, narran. La violencia final de Páradais, anunciada desde las primeras páginas, tiende hacia la cristalización, hacia la petrificación. Artaud, en El teatro de la crueldad, proponía desmantelar con la fuerza vital de la crueldad el objeto mediador, ya sea el teatro, el libro, la obra, para revelar una “concepción convulsa de la vida”. La crueldad en el arte, señalan los creadores de la estirpe de Artaud, tendría la capacidad de “purgar nuestros traumas por medio de la escenificación y repetición de estos”.
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Es importante recordar, como lo hace Maggie Nelson en The art of cruelty, que la obra examinada no está en juicio. No hay que dar sentencia ni veredicto para decir “es cruel, es mala, es inmoral”. La ausencia o presencia de crueldad no la hace mejor ni peor ni censurable. También es importante, sin embargo, dirigir la mirada hacia lo que significa el uso de esa crueldad en un contexto político y social determinado.
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El conjunto de dicotomías que cimientan Páradais, su geometría estética, son en última instancia lo que desestabiliza el libro. Le otorgan una suerte de transparencia mañosa: aquellos–nosotros, Páradais–Progreso, Franco–Polo, rico–pobre, gordo–alto, blanco–moreno. Hay una mirada intoxicada de simetría que estructura las vidas de los personajes. El residencial Páradais funciona como una esfera de privilegio, un espacio atravesado de divisiones claras. Esa mirada dicotómica se vuelve cruel cuando escinde a unos y otros en categorías absolutas y definitivas y, al mismo tiempo, oculta la manera en que se entrelazan, si no es por medio de la violencia.
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Al lado del ejercicio de imaginación que es Páradais propongo otro ejercicio de imaginación. Propongo un fraccionamiento como el de Páradais poblado de narcos, aquellos, que según la cosmovisión del libro sólo existen en los márgenes del mundo. Puedo imaginarme un correlato de Páradais en el que el vecino no sea el joven asesino Franco Andrade, que sufre de un angst más bien gringo, con su aire de school shooter, sino uno de esos seres exóticos perennemente retratados de sombrero y botas que por comodidad llamamos narcos. Páradais es el libro de Fernanda Melchor con atributos estéticos más concentrados, cuya concentración termina diezmando su carga de realidad.
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En The art of cruelty Maggie Nelson propone que es igual de estúpido decir que el arte no tiene ningún efecto en la realidad como decir que una novela violenta es culpable de un acto violento. Para ilustrarlo, entre otros ejemplos, cita laexitosa serie de mediados de los dosmiles: 24. Cuenta cómo la academia militar de Estados Unidos se reunió con los creadoresdel ingobernable Jack Bauerpor los efectos que estaban notando en sus tropas: animados por el ímpetu temerario del protagonista, notaban a los reclutas más propensos a violar leyes internacionales y derechos humanos. Claro, la propuesta fue ignorada por los productores.
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¿Somos mejores por someternos a las impresiones de la violencia? ¿Purgan un sentimiento colectivo de culpa? ¿Nos santifican porque nos provocan dolor? ¿Sufrir frente a una imagen es entenderla? ¿O sólo cumple la función psicológica de la expiación? ¿Qué sucede en nuestra psique ante la repetida exposición de actos violentos? ¿Crean una atmósfera de normalidad, esa que según Žižek lleva una carga de violencia inherente?
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Estas preguntas, más que prescribir, tendrían que informar nuestras decisiones creativas. En Páradais, el sábado antes del domingo sangriento, Polo ve una telenovela con su mamá donde un “señor patilludo” interrumpe el virginal encuentro amoroso de un par de güeros angelicales. Tal vez un tímido trazo que enmarca la violencia como un fenómeno que se alimenta no sólo de la maldad humana sino de sus productos culturales; una pincelada acaso demasiado pálida, en vísperas de la hecatombe.
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Este texto nace de la necesidad de interrogar esa sensación de malestar, algo como un inicio de paranoia, que deja Páradais. Hacia el final, Polo parece experimentar un segundo nacimiento, rebautizado en aguacero, ese domingo de violencia, en el río de su infancia: “Había cruzado el Jamapa en plena tormenta, en la oscuridad cerrada de aquella noche febril, y había salido purificado o redimido, o eso era lo que creía”. El lector no tiene la suerte de creerse regenerado, acaso fugazmente, como Polo. La cosecha emocional de Páradais es cierto terror social, que comparte con películas como Nuevo orden de Michel Franco: malignos individuos resentidos acechan a la vuelta de la esquina, filero en mano, para hacerte la víctima de sus delicias, el chivo expiatorio de sus venganzas y deseos oscuros; son aquellos, cualquier persona, como agentes de la Matrix, que puede resultar en narco violento; puede ser tu vecino, tu jardinero; ya sea un Polo, orillado por la miseria, o un Franco Andrade, engendro de su privilegio. Ese miedo es el mismo que se repite en ciertos discursos de ciertos estados: la descomposición moral de la clase media–alta; el deseo de sangre y venganza de las masas hundidas en la miseria. Es el mismo miedo que nos tiene encerrados en nuestros departamentos, aterrados de quien vive al lado. Porque estamos rodeados de cadáveres sin nombre, víctimas de fuerzas más allá de nuestro alcance y comprensión, y el vecino lleva también el signo de la muerte y lo desconocido.
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En Los cárteles no existen Oswaldo Zavala propone que lo que conocemos como el narco es un mecanismo discursivo creado por el Estado para despolitizar el fenómeno de la violencia: “[…] transformando la dimensión histórica y política del narco en una serie de atributos mitológicos que naturalizan la violencia”,con la finalidad de crear situaciones de emergencia para gestionar el territorio por medio de la fuerza militar. El arquetipo, no sólo del narco, sino del malo, es algo que debe levantar sospechas entre menos sospechas levanta. Los cárteles no existen te enseña a desconfiar de lo que nos proponen realidades en las que todo resulta claro, dividido y explicable: ¿Que mataron a alguien? Pelea por la plaza, dice el Estado. Y desconfiar de los que nos proponen realidades en las que todo resulta misterioso, uniforme e inexplicable: ¿Que mataron a alguien? Aquellos, dicen en Páradais.
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Temporada de huracanes y Páradais empiezan con un cadáver y la promesa de un cadáver, respectivamente. El cadáver como recurso que detona la ficción es algo que se remonta hasta Antígona, tal vez incluso antes. En el contexto específico de México ha alimentado un sinfín de novelas negras o narconovelas, que varían radicalmente en su tratamiento del cuerpo sin vida. Oswaldo Zavala, en Los cárteles no existen, realiza una crítica de la mayoría de ellas: “El cadáver se encuentra en la línea narrativa principal de estas novelas, construidas como un desmedido ejercicio de semiosis que transforma el cuerpo victimado en un significante vacío”. Busco entre mi archivo de imágenes de la familia asesinada al final de Páradais y encuentro esa misma vacuidad viscosa de vísceras: una pirotecnia sangrienta, suspendida en la nebulosidad de un mundo mitificado, desarraigado de cimientos históricos y políticos. Los cárteles no existen termina con una propuesta: “Conocer la verdadera identidad de ese cadáver para siempre resucitado es la consigna aún pendiente de nuestra mejor literatura todavía por escribirse”. Coincido plenamente. ®