Las grandes pandemias en la historia de la humanidad han sido representadas por las artes, sobre todo las plásticas, desde la peste negra hasta el reciente covid–19 —no siempre con la misma coherencia, sensibilidad y calidad.
Las sociedades anteriores han tenido siempre la necesidad de esbozarse una imagen que logre captar un acaecimiento pasado o presente, que sea un mito, una batalla o un evento social simbólico y que le permita dar a su tiempo un significado único, como si fuera un barómetro de la sociedad (cfr. O’Grady, 2020). Para los griegos representar la Ilíada, como el caso del Vaso François, era fundamental para educar a los jóvenes en el sacrificio heroico; para el Occidente cristiano, representar la batalla de Lepanto servía para atestiguar el apoyo constante y milagroso de la Virgen María; para los españoles del Renacimiento las imágenes de Santiago Matamoros, junto con la celebrada rendición de Granada del Sultán Boabdil, fue el símbolo unificador de miles de personas bajo el lema“¡Santiago y cierra, España!”
Como sostiene Peter Greenaway en su extraordinario largometraje J’accuse (2007), enfocado en escudriñar las dinámicas dialécticas y los detalles referenciales de la pintura Nightwatch, de Rembrandt (1642), las civilizaciones pasadas, para experimentar el mundo, tenían una forma literalmente visual para comunicar conocimiento, ya que no todos sabían leer. Además, esos tiempos tan concretos exigían un abordaje más definido que en la época actual, cuando todo está escrito y el ser humano ya está más que acostumbrado a una forma redactada para entender el mundo. El director inglés, en los primeros minutos de la película, hace una afirmación aún más impactante y acertada, que deja mucho que pensar: “Miramos el mundo a través de los ojos de nuestros fabricantes de imágenes”. Podría ser una oración extraída de cualquier texto de Noam Chomsky, pero resulta ser válida en todas las latitudes y tiempos. Por más de dos mil años esos constructores de relatos han sido mayormente pintores o artistas vinculados con lo visual, ya que los troubadours, trovadores medievales, ejercieron su “oficio” solamente por un tiempo limitado y la literatura se mantuvo disponible para pocos. Además, sostiene Greenaway, “la mayoría de la gente es visualmente iletrada”, y con eso nos gusta pensar en su acepción más amplia, que podría aplicarse también a nuestros tiempos, tan representados por lectores fugaces quienes, para conocer el devenir del mundo, se consuelan con las fotos de las revistas y los títulos de periódicos, sin tomarse el tiempo necesario para leer el contenido con el apropiado detenimiento.
Por esta razón, la tarea de materializar un acontecimiento delante de los ojos de la humanidad se vuelve una labor casi fundamental, y hoy la cumplen también fotógrafos, documentalistas y los artistas del, mejor definido, arte contemporáneo. La interpretación de los horrores de las pandemias por parte de los artistas pasados y presentes, en su calidad de verdaderos testigos oculares, ha ido cambiando casi radicalmente a lo largo de la historia; sin embargo, lo que se ha quedado constante es el deseo de capturar la esencia emotiva de tales eventos. Gracias a esas obras de arte las plagas han sido representadas de una manera increíblemente veraz, en una forma que se encuentra muy lejos de aparecer amorfa, incomprensible y solamente terrorífica. En la mayor parte de los casos los artistas del pasado han interpretado las epidemias desde un contexto profundamente religioso, algo que era habitual en ese entonces, pero podemos encontrar también obras con un tenor menos espiritual y que son dirigidas hacia la documentación.
Los mensajes que se transmitieron a través de las obras artísticas resultan ser muy variados, a pesar de la correspondencia con la misma temática. En este sentido, se ha logrado congregar estas representaciones en diferentes grupos con base en su discurso divulgativo: la advertencia (que representa la más recurrente), la propiciación, la empatía, el fin escatológico, la fragilidad de la vida y la devoción hacia los sanadores divinos.
La plaga como admonición
La muerte por epidemia no era vista solamente como castigo final o como la predestinación de una eternidad infernal en el más allá, sino como un evento de improviso que interrumpía la normalidad de la vida cotidiana, además de fungir como recordatorio de la caducidad de la vida, el antiguo memento mori romano. Si es cierto que algunas miniaturas daban la idea de un ensañamiento preternatural con la finalidad de erradicar la vida de la gente de toda clase, no podemos considerarlas sic et simpliciter como una demostración del poder mortífero demoniaco, permitido por el Dios justo, misericordioso y castigador. En ese entonces, las advertencias para recuperar la gracia divina eran constantes en el día a día de cualquier hombre y a cada momento se le recordaba al feligrés que podía recibir la visita de la muerte “como un ladrón en plena noche”, según las palabras de san Pablo (1 Ts 5,2). Hay que recordar que el hombre medieval estaba obsesionado por el pecado y las homilías que nos llegaron de esa época apuntan siempre a evocar el Juicio Final, demostrando un grado preocupante de los predicadores por el alto número de pecados que se cometían. Humberto de Romans, Esteban de Borbón y Gilberto de Tournai en Francia, Francesc Eiximenis en España, Bernardino de Siena y Giovanni de Vicenza en Italia, Juan de Capistran en Viena, fueron los que atacaron las vanidades de la época con un cuidado y temor tal que parece significar que pensaban a su época como un periodo particularmente lascivo. Mientras que las pinturas de mediano y gran tamaño representaban esa advertencia de manera más estructurada y conforme a un mensaje universal ortodoxo, las miniaturas del siglo XIV y XV, con sus representaciones casi caricaturescas, daban ejemplos poderosos y extraordinariamente directos para el imaginario de los lectores: angelitos que lanzan flechas a cuerpos ya caídos; reyes, nobles y campesinos cubiertos de bubones negros; una multitud de personas que entierran un sinfín de ataúdes o la personificación de la peste como un ser antropomorfo sin entrañas y con una cabeza monstruosa que está atravesando el corazón de un enfermo con una flecha roja. Se podría pensar que nunca un recordatorio fue tan claro, directo y terrible.
Mientras que las pinturas de mediano y gran tamaño representaban esa advertencia de manera más estructurada y conforme a un mensaje universal ortodoxo, las miniaturas del siglo XIV y XV, con sus representaciones casi caricaturescas, daban ejemplos poderosos y extraordinariamente directos para el imaginario de los lectores.
La representación de esqueletos y, sobre todo, las famosas danzas de la muerte se insinuaban más sutilmente en el inconsciente de los contemporáneos por su tono más casual y divertido; en efecto era difícil imaginarse, sin la figuración de la fe, la presencia metafísica de calaveras danzantes entre reyes y reinas.
Ejemplos de este tema hay muchos y todos con unos detalles iconográficos peculiares e interesantísimos, como el fresco de Giacomo Borlone de Buschis sobre la pared externa del Oratorio de los Disciplinos en Clusone (1485) y aquel de Simone II Baschenis en la iglesia de San Vigilio en Pinzolo (1539); sin embargo, es más común encontrar este tipo de sujetos en el centro y en el norte de Europa, donde la disparidad de clase social había siempre representado un problema constante. En Lucerna, pueblo suizo sobre el río Reuss, se encuentra un puente construido en el siglo XVI, cuyo techo es decorado con tablas triangulares de puras danzas de la muerte, que fueron pintadas por un grupo de artistas guiados por Kaspar Meglinger durante el siglo siguiente (ilustración 1). La curiosidad de este enorme trabajo, constituido por 45 tablas, aunque inicialmente fueron 67, es que en cada una de ellas la muerte interactúa con todo tipo de clases sociales, es más, no sólo dialoga, sino que parece burlarse sutilmente del protagonista de turno, demostrando un sentido del humor vivaz y sarcástico.
También el maestro de Durero, Michael Wolgemut, para el libro Schedel’sche Weltchronik hizo una danza de la muerte en 1493 que podría ser vista, por su composición, como la versión macabra de La danza de Henri Matisse, que será pintada cuatro siglos más tarde. Otro pintor que se dedicó a esta temática fue Vincent de Kastav, quien, en la iglesia de Santa María en Beram, Istria, pintó en 1474 una procesión particularmente impresionante, gracias a la calidez de los detalles anatómicos, al raro fondo rojo y, sobre todo, por mérito de unos esqueletos excepcionalmente espantosos por la monstruosa forma de sus calaveras. El tema siguió en boga por muchos siglos por las continuas epidemias y guerras, inspirando al francés James Tissot a crear, en 1860, un ejemplar verdaderamente inusual del mismo sujeto, donde una variegata comitiva está bajándose de un cerro escoltada por delante y por detrás por dos esqueletos muy bien integrados. El sujeto de la danza macabra se quedará presente también entre las dos guerras mundiales, cuando será retomado por Walt Disney, quien animará una improbable danza de la muerte en 1929.
Entre todas, resalta de manera particular la extraordinaria pintura que se encuentra en el Museo de arte sacro de San Nicolás en Tallin y que fue pintada por el artista tardo–gótico Bernt Notke alrededor de 1463. Si bien se nos quedó sólo una parte, 7.50 metros de los 30 que probablemente medía, logra todavía impresionar por sus finos detalles en retraer los personajes. El autor logró representar magistralmente la labilidad de la vida humana y del juicio divino, ya que la procesión, que es animada en su inicio por un esqueleto con trompeta, para luego seguir un registro jerárquico preciso, alterna siempre un esqueleto danzante y un exponente de las clases sociales de la época: un papa al inicio, seguido por un rey, una reina, un obispo y un noble. Aquí la columna de personajes se interrumpe por la pérdida de los demás 23 metros, sin embargo, con mucha probabilidad, al igual de otra versión presente en Lübeck, es muy presumible que continuara con frailes, abogados, mercantes y soldados, completando así el cuadro de la sociedad de la época.
Más allá de las danzas fúnebres, hay que precisar que el motivo más predominante, con respecto al presente tópico, es el triunfo de la muerte, escena peculiar del repertorio testamentario cristiano que preveía un preciso aparato iconográfico (un panorama mortífero, seres humanos desesperados y la presencia de la muerte en su forma huesuda). Los máximos ejemplos de este tema son: el fresco que se encontraba en el Palacio Sclafani y ahora en el Palacio Abastellis en Palermo (ca. 1446), que posteriormente fue inspiración para el mismo sujeto representado por Pieter Brueghel el Viejo (1562), quien la vinculará con otras dos pinturas iconográficamente bosquianas (Margarita la Loca y la Caída de los Ángeles); la versión originalísima de Lorenzo Costa (1490), conservada en la iglesia de San Giacomo en Bolonia y la peste de 1630 en la calle San Mamolo de Bolonia de un artista anónimo, donde una muerte particularmente pomposa sobre un caballo blanco aparece vanidosamente en primer plano. Sin duda, esta última pieza resulta ser la más interesante por tres razones: la ubicación de la escena en un lugar preciso de la ciudad, por el diálogo inesperado que entretiene con las escenas secuenciales en los planos posteriores y por la original perspectiva con la cual expone el sujeto.
Un ejemplo aún más notable es constituido por un extraordinario fresco presente en el cementerio del Campo de los Milagros en Pisa, y que fue pintado entre 1336 y 1341. El artista Buonamico Buffalmacco fue encomendado por los dominicos pisanos de crear toda una pared con los frescos representantes el Triunfo de la muerte (ilustración 2), el Juicio final y los Santos anacoretas de la Tebaida. El primer fresco ofrece en la práctica todos los elementos del concepto artístico que tenía el autor al respecto. Seguramente genial en su sumariedad, Buffalmacco creó una serie de escenas secuenciales impactantes y al mismo tiempo inorgánicas, que se quedarán como un unicum en la historia del arte. De hecho, la composición se aleja inexplicablemente de la equilibrada disposición espacial de Giotto, en ese entonces predominante en la escena pictórica en Italia, ofreciendo, del otro lado, un panorama impresionante sobre el entendimiento de la muerte de la época.
Entre un peñasco, un barranco, un fosado y un vergel, la sensación que recibe el espectador, con tantos contrastes orográficos, oscilantes entre llenos y vacíos, es de una composición sincopada, en la que el efecto conjunto resulta marcado por un movimiento figurativo intensamente congestionado, definible como tumulto visual. Pietro Toesca lo describió, muy acertadamente, como una escena violenta con “ásperos contrastes —contrapuestos impactantes de fuerte efecto, entre los infelices y los contentos, entre ermitaños y alegres jinetes, entre bienaventurados y condenados, ángeles y demonios que vuelan arriba” (Bellosi, 2016, p. 20).
No estamos delante de la clásica escena didáctica de una lucha entre buenos y malos, pues en una única secuencia hay escenas de varios personajes que interactúan de manera diversa con la muerte. De izquierda a derecha encontramos cuatro ermitaños sobre las rocas, retraídos como viejos gruñones indiferentes hacia los acaecimientos del resto del recuadro, un grupo de petimetres atraídos por tres cuerpos en sus ataúdes durante una cacería, unos pobres mutilados que parecen gritar a la muerte alada que venga por ellos, la dramática fosa común llena de cuerpos dispuestos de manera caprichosamente inusual, como si fueran maniquíes, además, arriba de ellos se está consumando una tremenda lucha entre ángeles desesperados y crueles demonios, para llevarse las almas en forma de infantes (como era típico en la iconografía tradicional) y al fondo del fresco, a la derecha, en un jardín edénico encuentra lugar un grupo de aristócratas quienes, a la par con los tres jóvenes a caballo a la izquierda, están ocupados en atender sus cotidianas actividades de ocio. El contraste que más se resalta en este fresco es la exasperada inquietud de algunos y la irracional tranquilidad de otros, sin que haya diferencia de estatus entre los dos grupos, lo cual parece remarcar lo que verdaderamente contaba: la enorme diferencia entre los que toman en serio la muerte y los que parecen observar sin sentirse muy involucrados. Bellosi, el estudioso que más investigó la composición, habla al respecto de “expresionismo agitado y desgañitado” (Bellosi, 2016, p. 74), en contraste con el sereno desenfado hedonístico de los galanes y de las damas acomodadas. Empero, el detalle digno de nota se refiere a la ausencia de un juicio moral preciso contra uno u otro tipo de personas, dando a entender que la muerte está penetrando en el mundo suscitando reacciones diferentes, aunque todos, tarde o temprano, participarán al evento del Dies Irae.
El infierno, grande y potente como el juicio, amonestaba sobre los riesgos de una vida alejada de Dios, con todas esas torturas realísticamente crueles, visiblemente impactantes, seguramente convincentes.
Hay que remarcar que la presencia del Triunfo de la muerte, sujeto que explicitaba el convencimiento en el inminente fin del mundo, adquiere un valor fuertemente sugestivo por encontrarse entre las paredes del camposanto ciudadano principal. Los “visitantes” del cementerio lo vivían supuestamente de manera intensa, poniendo en perspectiva también las escenas del lado: el Juicio Final y la Tebaida. El Juicio Final es representado según un esquema canónico bien identificado en el arte gótico: arriba aparece la Jerusalén Celeste con los santos y los beatos que acompañan a Jesús, mientras que el Hijo de Dios está separando a la derecha los elegidos y a la izquierda los réprobos arrollados por un río de fuego que desemboca en el infierno. Encontramos también la particularidad de la presencia de la Virgen a un lado del mismo Jesús, ambos en dos mandorle, en el acto de probar compasión la primera y de juzgar severamente el segundo. La escena continúa hacia abajo con un arcángel en medio de dos ángeles bucinadores, el mismo arcángel San Miguel y, en el fondo, los muertos que resucitan con el rey Salomón. A la derecha, Buffalmacco decidió representar el infierno utilizando la misma porción de superficie utilizada por el juicio. Esto se debe a su consideración del lugar de condena eterna, al querer darle más resalte de lo que había asignado Giotto en su fresco en la capilla de los Scrovegni en Padua, donde el infierno, por seguir el desarrollo vertical de la contrafachada, llega a ocupar sólo un cuarto de la entera escena. Es evidente que a Buffalmacco, en pleno espíritu medieval, le interesaba más transmitir el temor de Dios con el miedo al Infierno, que dar únicamente una idea didáctica del Dies Irae. Sin duda alguna, estamos delante de un programa de memento mori, único, divulgativo e intensamente directo, con anexado un exemplum teleológico representado por la tercera y última escena a la derecha: la Tebaida. Esta escena estaba inspirada por las visiones dantescas y se basaba en las predicaciones del fraile Domenico Cavalba. Se muestran los campeones de la vida ascética —san Antonio Abad, san Pablo el Ermitaño y santa María Egipciaca—, quienes son representados, de manera anecdótica, entre las montañas desérticas de Egipto, transponiendo a la perfección la tradición hagiográfica clásica de los santos en imágenes vividas.
La lectura, que normalmente se hacía de izquierda a derecha, tenía la intención de golpear los sentidos con la casualidad de la muerte. El infierno, grande y potente como el juicio, amonestaba sobre los riesgos de una vida alejada de Dios, con todas esas torturas realísticamente crueles, visiblemente impactantes, seguramente convincentes. Al final, Buffalmacco decide, con el último recuadro, dejar un remedio claro y fácil de entender a los visitantes, mostrando una propuesta de vida en plena gracia divina para poder evitar el dolor del camino incorrecto. Resulta difícil pensar que el Beato Angélico, autor de la Tebaida en los Uffizi, no tuviese en mente el presente fresco de Buffalmacco.
La plaga para inspirar empatía
Desde el siglo XVI se empieza a retraer el factor trágico de las pandemias con un enfoque diferente: la tarea de estas imágenes es la de provocar empatía hacia el dolor ajeno y quizás exhortar al espectador a emular ciertas acciones caritativas hacia los demás, y no obligatoriamente hacia los enfermos, sino, de manera más general, hacia las dificultades de los otros (cfr. Kasriel, 2020). Es así como, dentro de un paisaje desconsolador, encontramos uno o dos sujetos que tratan de ayudar a un enfermo en más graves condiciones y, a su alrededor, diversas ruinas arquitectónicas y un aire de desolación completan el trabajo de suscitar una profunda compasión.
El cuadro de referencia de este “género” es, sin duda, un dibujo de Rafael, luego inmortalizado en un grabado por Marcantonio Raimondi entre 1512 y 1516, llamado La peste de Frigia. Se trata de una imagen que trata de capturar la escena del tercer libro de la Eneida de Virgilio en la cual el héroe troyano, junto con sus compañeros, llega a Creta para fundar una ciudad, sin embargo, el fato, a través de una epidemia que mata indistintamente a los habitantes como a los animales, lo convence de que tiene que seguir navegando hacia las costas itálicas. El grabado, para ser precisos, parece desinteresarse de la centralidad del protagonista y se dedica a describir un espacio mediamente agreste, donde numerosos personajes triangulan explícitas miradas de atención y horror. En esta “escenografía”, repartida en dos escorzos por un busto central, encontramos, bajo la columna en el centro, una inscripción sentenciosa que retoma las mismas palabras de Virgilio: Linquebant dulces animas, aut aegra trahebant corp(ora), “Entregaban los hombres la dulce vida o a duras penas podían arrastrar el cuerpo enfermo” (1992, p. 212), que corresponden a los versos 139 y 140 del tercer capítulo. En medio de ambientes semioscuros, donde las sombras contribuyen a remarcar una abrumadora desolación, una pareja de mujeres está ayudando a un viejo enfermo en su cama, un joven preocupado ilumina con una antorcha varios borregos muertos y dos mujeres retraen sus cabezas escondiéndolas entre sus brazos para no ver a un cuerpo sin vida que yace en primer plano. La dinámica más importante de todo el grabado es el hombre abajo, a la derecha, quien trata de voltear la cara de un niño para que no vea a una mujer, probablemente su mamá, que yace muerta. El alto dramatismo es subrayado por la tensión de la criatura que a toda costa quiere ver a su madre y del hombre que, para llegar al infante, se estira con todo el busto sobre el cuerpo de la mujer, pero tiene que taparse la nariz por aguantar el olor terrible que ella emana. Lo que resulta significativo es el enfoque dado especialmente a algunos individuos, quienes son bien caracterizados por edad y género. Estos personajes se han humanizado a tal punto que suscitan en el espectador una enorme compunción por su sufrimiento y nos mueven a actuar con la misma ternura hacia los enfermos que conocemos.
El arte público de los siglos posteriores tendrá el mismo cuidado, sobre todo bajo el impulso de la Iglesia católica que decorará también las iglesias y los monasterios de imágenes parecidas, para ayudar a los monjes a vencer su miedo al contagio y convencerlos de compartir el dolor de enfermos y moribundos, como había hecho Jesús mismo. La convención es que aquellos que cuidan de los sufrientes se sacrifican potencialmente a sí mismos y se asemejan al Cristo vencedor de la muerte para salvar las almas sobre la tierra.
Una versión del grabado de Raimondi fue retomada por el pintor barroco clasicista Nicolas Poussin para el noble palermitano Fabrizio Valguarnera (ilustración 3). Se trata de La peste de Azoth de 1631, que narra un pasaje del primer libro de Samuel, en el cual Dios, luego de acusar a los filisteos de robar el Arca de la Alianza, les manda una tremenda plaga de peste.
A pesar de retomar algunos elementos de la idea primigenia rafaelesca, el paisaje, las posturas, el ropaje y los “diálogos” entre los actores cambian profundamente. De una zona agreste, Poussin traslada la escena en una ciudad clásica, que demuestra su evidente procedencia de un grabado del arquitecto renacentista Sebastiano Serlio. El proyecto, titulado Escena trágica (1619, p. 47), aparece al final del segundo libro Todas las obras de arquitectura y perspectiva, dedicado a las escenografías escénicas en los teatros y publicado a partir de 1537 junto con los demás siete libros. El ropaje es lo mismo, pero quizá más lujoso que su inspiración, y la dinámica de miradas se vuelve mucho más caótica. Además, los personajes se multiplican con respecto al grabado renacentista y así también las acciones caritativas. En Poussin no hay espacio para los animales, pero hay más seres humanos en la escena, empezando por los dos hombres en primer plano que tratan de preservar la vista de sus respectivos hijos hacia una muerta, siguiendo con otros dos más atrás que llevan un cuerpo exánime arriba de unas escaleras cerca de un buen samaritano que se ofrece para ayudar un hombre inmóvil sentado sobre un escalón, terminando con un grupo de personas al centro que parece escandalizado por el descubrimiento de un cuerpo sin cabeza. Algunos expertos sostienen que el amontonarse de cuerpos y el sentido de desesperación que emana de la pintura es una clara cita del famoso fresco Incendio del borgo (1514) en los Cuartos Vaticanos, cuyo autor es nuevamente Raphael Sanzio.
Una variante del mismo cuadro fue creada por el flamenco Michiel Sweerts alrededor de 1654: La plaga en una ciudad antigua, mientras que en el siglo XIX el pintor francés Jules Elie Delaunay le da un nuevo giro a la escena, al retraer una calle romana poblada por un puño de sufrientes, con el ángel de la muerte en el centro, mientras está derrumbando una puerta (La peste en Roma, 1869). Con esta solución logró conjugar los temas anteriores de manera inesperada, y presentó una escena modernamente concebida en la unión de lo espiritual con lo terrenal.
Como sostiene Greenaway en la película, la imagen siempre tiene la última palabra en la definición de un convencimiento, es por eso que las historias bidimensionales, ayer como hoy, tienen un poder inconmensurable.
Junto con cuadros en los que hombres comunes son inspiraciones reales para el espectador, hay también pinturas notables en las que se retrata a santos ayudando a los enfermos: San Carlos Borromeo consuela a los apestados en las cabañas de Giovan Battista Crespi, alias el Cerano (1602), San Sebastián intercede por la plaga de Josse Lieferinxe (1499) y La peste de 1630 en Venecia de Antonio Zanchi (1666).
Poder curativo
El grupo de pinturas en el presente apartado no puede ser entendido sin recordar el gran poder convincente de las imágenes. “Todo se puede en este mundo si logras imaginarlo” es una famosa oración atribuida de manera informal a muchas personalidades, desde William Arthur Ward a Enzo Ferrari, y hasta a Walt Disney. Sin embargo, su poder alentador, ilusionante y encantador expresa en manera moderna el más antiguo lema latín nihil difficile volenti, nada resulta difícil para los que se comprometen. Como sostiene Greenaway en la película, la imagen siempre tiene la última palabra en la definición de un convencimiento, es por eso que las historias bidimensionales, ayer como hoy, tienen un poder inconmensurable. En nuestros tiempos la televisión hace que el espectador cualquiera piense que lo que presenta un canal televisivo sea siempre cierto a raíz de la idea común del peligroso silogismo entre espacio institucional, aprobación científica y verdad absoluta. Al igual que el tiempo presente, también en la época de ancient régime el efecto de convencimiento a través de imágenes era casi del mismo tenor que hoy gracias a varios factores: los viajes no eran tan comunes, los forasteros no solían pasear por las ciudades platicando de lo que sucedía afuera y, por último, la única forma para materializar un evento lejano delante de los ojos de gente muy concreta solía ser una imagen plasmada en grabados. Hay que recordar que las pinturas en ese tiempo eran prerrogativa de la casta social más elevada o restringidas al ámbito religioso, así que mirar el mundo externo se volvía una extraordinaria necesidad. En ese sentido, transmitir la idea de que el enemigo común —la peste— se pudiera vencer, tenía una fuerte carga motivadora. En la época romana se habían desarrollados varias técnicas para curar las heridas de batalla, los finísimos instrumentos quirúrgicos que encontraron los arqueólogos atestiguan el gran conocimiento que tenían los romanos al respecto de ciertas prácticas curativas. De hecho, en la Casa de Sírico en Pompeya hay un fresco que retrae a un paramédico que cura a Eneas de una larga cortada en una pierna.
El tema puede ser antiguo, pero la práctica operatoria y, sobre todo, el mensaje tranquilizador que los doctores sabían “sanar” con cierto conocimiento de causa, era ínsito dentro de la comunicación. En el arte público de la época medieval esta necesidad didascálica se pierde, dado que el sujeto mencionado se solía representar más bien como miniaturas en los herbarios y en los precursores de la enciclopedia, como es el caso del De proprietatibus rerum de Bartolomeo Anglicus de mediado del siglo XIII. Luego, volverá en la época renacentista y barroca con la intención de recordar a la gente común que, con la ayuda divina, había santos que lograron verdaderos milagros curativos. Las escenas del nuevo testamento fueron, en este modo, acompañadas por cuadros donde los santos podían aliviar prodigiosamente a las personas. Es así como, junto con la espléndida escena de Cristo que cura a los enfermos de Rembrandt (1649), aguafuerte de gran impacto compositivo por la enorme zona oscura que acentúa la centralidad del protagonista, encontramos, entre muchos, San Zanobi que vuelve la vista a un ciego del pintor flamenco Livio Mehus (1665), San Felipe Neri que cura la gota a Clemente VIII de Pietro da Cortona (1642), la agonía de San Agustín del francés Carle Van Loo (1748), donde se muestra el santo, agotado, que impone las manos sobre un enfermo para sanarlo, y San Rocco sana a los apestados del pintor veneciano Tintoretto (1549). Esta última obra representa el primer telero que Jacopo Robusti, alias Tintoretto, dedicó a san Rocco en la iglesia homónima de Venecia y fue también la primera representación de la peste en el arte véneto (ilustración 4). Es un lienzo de extraordinario impacto visual por su tonos claroscuros, en el que el rendimiento dramático del interior del lazareto es obtenido a través de una nueva concepción del nocturno, sugestivamente interrumpido por luces artificiales que suave y repentinamente iluminan cuerpos enfermos de gente esperanzada en la intervención del santo.
Clásicamente impostada sobre la centralidad del santo protagonista, y con una perspectiva cónica frontal, el lienzo invita a ver el rincón del cuarto a la izquierda del santo. No obstante que el punto de fuga caiga sobre el pie del enfermo central, es allí donde se encuentra una originalísima vela, que exhorta al espectador a investigar a los tres sujetos que caritativamente están sosteniendo un cuerpo muerto en plena penumbra. Representa un extraordinario artificio lumínico que anticipa el manejo de la luz revelador de Caravaggio y De la Tour. Los personajes en primer plano que se voltean afanosamente, sea a la izquierda o a la derecha, parecen salirse involuntariamente del cuadro, dando la idea de formar parte de los verdaderos espectadores, representados por los religiosos que se sentaban en el presbiterio donde el cuadro está todavía expuesto desde 1549. Además, las enormes medidas del lienzo, 673 x 307 cm, permiten la identificación instantánea de un espacio siempre de ficción, pero muy realístico.
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Moviéndonos hacia el Extremo Oriente, podemos constatar que tampoco en esas latitudes falta la visión de un conflicto metafísico contra la peste, algo ya leído en el escritor latino Prudencio (ca. 348–410) y que recupera la idea de personificar algo abstracto o poco tangible para recrear una batalla real. En 1890 el grabador japonés Tsukioka Yoshitoshi dibujó al guerrero Minamoto no Tametomo en el acto de resistir a los ataques del mismo demonio de la viruela, alejándolo del ya destrozado Japón. El famoso samurái arquero, vestido con la armadura tradicional de combate, había sido un héroe legendario del siglo XII, el así llamado periodo Heian, y peleó en la rebelión de Hōgen. Sin embargo, es recordado más por el mito que rodea su nombre que por su vida concreta; de hecho, según una leyenda relatada por el novelista Bakin del tardo Edo, Minamoto llegó a la isla de Okinawa en el intento de escapar de la persecución del emperador. Allá conquistó con facilidad el favor de los isleños, quienes eran personas sencillas, sin tecnologías bélicas ni astucia militar y quienes, de pronto, empezaron a adorarlo como si fuera un semidiós. Cuando los demonios de la viruela que vivían en la isla empezaron a amenazarlos, el samurái logró persuadirlos de irse sin asediar a su gente, con la simple motivación de que eran personas buenas y de valores. El cuento apunta a resaltar la fuerza de carácter del héroe medieval, creando un ejemplo didáctico para los jóvenes japoneses. Ese mismo espíritu guía la mano de Yoshitoshi en plasmarlo, ya que, en la impresión final, Minamoto es dibujado de pie, orgullosamente seguro de sí mismo y en el acto de espantar al demonio sólo con su mirada. En una mano tiene un arco y con la otra hace un gesto como de regaño enfadado hacia el espíritu. Su armadura es una copia especial de un traje ancestral y encima del pecho trae una coraza decorada con el emblema del león.
Retratos del sufrimiento
Artistas modernos y contemporáneos han buscado crear retratos y autorretratos en su condición de apestados tratando de captar la frágil condición humana de los protagonistas. Al evadir las implicaciones religiosas que vimos en el primer apartado el dolor que se ve representado en este grupo de piezas ya no apunta a corregir la conducta del observador para que se merezca el paraíso, no se vuelve un memento mori para concentrarse en el bien de su alma, tampoco quiere tocar la conciencia espiritual del observador, sino que anhela a llegar a su corazón desde un punto de vista exclusivamente emocional. Es con esa perspectiva como algunos autores de la escena barroca napolitana solían representar extensas imágenes de plazas enjambradas de cuerpos humanos agitados y desesperados, con muertos semidesnudos distribuidos por todo el espacio abierto. Más ordenado resulta ser Carlo Coppola con su Plaza del mercado durante la peste de 1656 en Nápoles y más dramático se confirma Domenico Gargiulo quien, a pesar de retraer la peste mortífera de 1656, cuyo papel protagónico es ocupado por la Virgen y los santos intercesores, decidió dirigir la atención del espectador hacia la gente sobre la calle. Las intenciones son claramente volcadas a impresionar al público, mostrando el grado de letalidad con la simple muestra del número de fallecidos. En esto se encuentra el cambio de perspectiva con respecto a las anteriores temáticas. Es evidente que no hay una voluntad de representar la advertencia espiritual, no se quiere ofrecer un ejemplo caritativo a seguir y tampoco se apunta a ofrecer gran confianza en acciones curativas extemporáneas, el sujeto de estos cuadros es constituido sic et simpliciter por el padecimiento de algo terrorífico, por el horror de la muerte, por la angustia de la impotencia. San Genaro y la Virgen harán el milagro de desaparecer el virus, pero por lo pronto el castigo ya está entre los habitantes, atormentándolos con su mordida invisible. En la misma sintonía se confirma el impresionante diorama en ceroplástica de Gaetano Zumbo de ca. 1690 (ilustración 5), que retrae una escena realmente escalofriante de la peste en la misma ciudad de Nápoles. Los colores, el amontonarse desorganizado de los cuerpos, el esfuerzo sin esperanza del único personaje de pie a la derecha y la madre con niño a sus pies son detalles peculiares que, al estar en tercera dimensión resaltan aún más el dramatismo vivido por la gente. Más que compasión solidaria, parece transmitir un profundo y espeluznante sentido de horror. Se puede decir que era típico de la época barroca golpear los sentidos, pero en este caso el barroquismo de Zumbo rebasa cualquier expectativa. Es algo difícil de imaginar que nadie en ese entonces haya tenido la sensación de estar presenciando a una obra fuera de los esquemas y que quizás había pasado la raya de la decencia. Nos atrevemos a mencionar que recuerda ciertas escenas de películas de terror contemporáneas o, aún peor, algunos números del Materialaktion de Otto Muehl de los años sesenta, con el deseo de poner en perspectiva la misma intención de sacudir al espectador.
Sólo por una cuestión espacial o, mejor dicho, por la gestión del espacio ocupado, el lienzo de Luca Giordano, San Genaro intercede con la Virgen, Jesús y el Padre Eterno por la peste (1656), logra resaltar más la actividad mediadora del santo patrono de la ciudad que la mortandad de gente. Empero, los muertos, pálidos y tirados malamente en el piso, que se encuentran a los pies de la escena sacra parecen salir de una petrificante escena de batalla. El cuadro le había sido encargado por el virrey del Reino de Nápoles, Gaspar de Bracamonte Guzmán, como exvoto luego del fin de la pandemia que había disminuido la población a la mitad pero, en lugar de pasar por alto los muertos de la pasada ola de contagios para crear una obra totalmente votiva, decide dar mayor importancia a los fallecidos, elevándolos casi al nivel de protagonistas.
Luego de la contrarreforma y la rígida frialdad atemporal del neoclasicismo, el sufrimiento vuelve a ser exhibido con la llegada de la etapa romántica. El español Francisco José de Goya y Lucientes en 1820 se plasma con su médico de confianza en el momento que es atendido por la enfermedad del tifus que había contraído el año anterior. Mientras que el doctor es atento al medicamento que le está haciendo tomar, el mismo pintor muestra una simbólica expresión de dolor rendido, como si, agotado, no le quedara ya mucha esperanza. Con ese sentido trágico de su existencia decide pintar, en la oscuridad del fondo, unas figuras femeninas ancianas que, según una interpretación difusa, representarían a las Parcas. Sabemos que luego de la enfermedad vivirá ocho años más, pero para el Goya del Romanticismo todo parecía acabar en esos días de afección y, de allí, se puede entender el desmedido enfoque en su débil estado de ánimo. Se trata de una desesperación en la cual podríamos ver unas premisas de la introspección de Munch, ya que el expresionismo del noruego no fue siempre “gritado”, como se suele pensar. Es más, hay que recordar que son más los lienzos que denotan una actitud profundamente depresiva, en calma disputa con el mundo, y no los cuadros violentamente acusadores. En ese sentido, se estaba adelantando a ciertas composiciones tristes de Edward Hopper, denominado the painter of alienation.
Munch será uno de los artistas que vivirán los momentos más crueles de la influenza española, pero nunca dejará su manera quieta, estática y metafísica de expresar su idea melancólica de la condición humana. En los dos autorretratos de 1919 parece estar viendo al espectador desde su silla, mostrando una expresión pálida, exhausta y sola, pero sin grandes movimientos, porque el sufrimiento debía ser contenido únicamente en su interior. Además, es como si estuviera emitiendo unas palabras, gracias el recurso de la boca abierta que nos hace intuir que está exhalando “algo”. Sin embargo, es un detalle que nos hace dudar si depende de las dificultades para respirar o porque sencillamente quiere manifestar la injusticia de su estado físico. El sentimiento que quiere despertar en nosotros es una compasión íntima, impotente, meditada, al igual que en muchas otras creaciones como La Melancolía (1891), La Separación (1896), Angustia (1896), Autorretrato con botella de vino (1906) y La niña enferma (1907). También en los tres lienzos dedicados a Marat y su asesino el discurso agresivo parece aplacarse para volverse metafísicamente universal.
El pintor de la aristocracia y de la alta sociedad del siglo XIX, el ítalo–americano John Singer Sargent, tuvo que medirse —él también— con el virus de la influencia española en un poco conocido lienzo de 1918: Interior de una carpa hospital. Le tocó representarla porque en ese año se encontraba en el norte de Francia, trabajando como cronista artístico de las tropas inglesas y estadounidenses, que en aquel entonces estaban ambas empeñadas en los combates de la primera Guerra Mundial. Es con esa misma intención periodística como se pinta a sí mismo en una carpa acondicionada a hospital, luego de haber contraído el virus. La acuarela muestra una fila de camas escorzada donde se puede distinguir el tipo de enfermedad que padecen los soldados que las ocupan con base en el color de las cobijas: rojo si es contagiado y marrón si tiene una herida de guerra. En la cuarta cama se piensa haber identificado al pintor, mientras está leyendo un periódico. A pesar de las sombras y de la falta de claridad del ambiente, lo cual transmite la idea de una atmósfera malsana, desoladora y sombría, no deja de representar una imagen que pertenece al mundo documentalista y por eso algo privado del pathos del anterior periodo romántico.
Su perspectiva de la narración de la influenza española se mueve en un plano demasiado elegante para nosotros, contemporáneos, o quizá se quede corta al compararse con la pintura de referencia de Egon Schiele, en que en un solo lienzo se desnudan todas las peores inquietudes humanas de la época. Inquietudes que, en el caso del cuadro La Familia, son terrores invisibles, porque el pintor austriaco retrae a su sueño más íntimo de tener una familia completa, quizá presintiendo su futura muerte, un destino que Schiele compartirá con su maestro Gustav Klimt y el poeta Guillaume Apollinaire. La pintura fue una creación de 1918, en plena influenza española; su esposa Edith, que aquí no es representada a la perfección, al grado de que parece más probable que sea la anterior musa inspiradora del pintor austriaco, Wally Neuzil, está volteada hacia el otro lado con respecto al punto de observación del espectador. El pintor está viendo al público en la penumbra, detrás de todos, como buscando esa sintonía con el mundo que lo rodeaba para hacerle comprender el verdadero sueño que guardaba en ese momento: vivir una vida plena. Su esposa estaba embarazada del sexto mes, pero al morir, el 28 de octubre 1918, no pudo salvar al bebé que tanto quería su marido. Sabemos que inicialmente el artista austriaco había pintado un ramo de flores en medio de las piernas de la esposa, pero es probable que cuando se dio cuenta de que ya no había posibilidad alguna de sobrevivir, quiso inmortalizar el niño que no iba a conocer, copiando los rasgos de su sobrino. Inexorablemente, el mismo pintor austriaco murió tres días después de su esposa. La carga existencial del lienzo de Egon Schiele es realmente extraordinaria, ya que, como maniquíes universales, se dejan ver al mundo con todos sus miedos, sus debilidades y sus sueños.
Como último ejemplo de este apartado merece una mención especial un dibujo del pintor romántico Edward Matthew Ward (1816–1879): Un hombre aterrorizado, en medio de un grupo de personas, se da cuenta de haber sido contagiado por la plaga. El pequeño formato del dibujo, 35.4 x 27 cm, no demerita la fuerte expresividad del cuadro sobre papel, y el rostro del contagiado debería ser analizado en profundidad y detenimiento para entender, con una buena dosis de empatía, todo el horror psicológico que está experimentando el protagonista.
Arte pandémico como ex–voto
Ex–voto es una locución latina que viene de la elipsis de ex voto suscepto, “según la promesa hecha”, e indica una fórmula que se pone sobre los objetos ofrecidos en los santuarios para agradecer al destinatario del don por haber satisfecho una petición. La extensión actual del significado ha llevado a identificar la expresión con el mismo objeto de la ofrenda. Un gran número de exvotos está vinculado con la esfera de la salud, es decir del ámbito corpóreo, y por esta razón, entre las diferentes tipologías de objetos votivos prevalecen los exvotos anatómicos, que representan el órgano enfermo, los objetos–símbolos de la enfermedad como la herramienta ortopédica y, por ende, las tablitas pintadas, con la representación del evento de referencia.
El arte utilizado como don u ofrenda, dedicado a la divinidad en señal y recuerdo de un beneficio recibido, es algo común en todas las épocas: los faraones egipcios erigían obeliscos epigrafiados con hechizos, crónicas u oraciones, para propiciarse vida, salud y prosperidad. Del mismo modo, Octaviano transportó un obelisco desde Heliópolis (el obelisco Flaminio), para erigirlo en el Circo Máximo y dedicarlo al dios Sol como atestigua la inscripción que lleva sobre sus caras, en agradecimiento por la reducción de Egipto a provincia romana (cfr. Belloni, 2017). Además, en el mismo lugar, nos relata Tácito, surgió posteriormente también un templo dedicado al sol. Los santuarios de todo el imperio romano, sobre todo aquellos dedicados al dios Esculapio, en griego Asclepio, estaban llenos de estatuillas con encima grabada la formula votum solvit o, más rara, ex–voto. Junto con armas y objetos varios, se dejaba también la representación de partes del cuerpo en cantera, todo tipo de productos que se vendían fuera de los santuarios. Los exvotos eran principalmente de dos tipos: propiciatorios, si eran dedicados en el momento de formular el voto, y gratulatorios si atestiguaban el milagro acaecido. Esta tradición prosiguió también en época cristiana, dando cabida a un panorama más amplio de ofrendas: desde la reproducción de corazones en plata hasta las mismas partes del cuerpo curadas representadas en metales preciosos, pasando por acciones piadosas, como las durísimas peregrinaciones a lejanos santuarios y un sinfín de manifestaciones artísticas privadas como públicas, cuyo grado de sofisticación iconográfica era mayor que en la era pagana.
Un fervor religioso intenso e inesperado se había revitalizado durante la pandemia con el hallazgo de sus huesos por parte de algunos albañiles sobre el monte Peregrino, gracias a una visión milagrosa que tuvo una mujer moribunda.
En el caso de las pandemias pasadas se movilizaban todo tipo de artistas para crear obras estéticas que pudiesen manifestar, delante de los ojos de toda la ciudad, el sentido agradecimiento hacia los santos intercesores. Es así como luego de la peste de 1656 la ciudad de Nápoles encargó a Mattia Preti la ejecución de los frescos sobre las siete puertas de acceso a la ciudad. Lamentablemente, entre un fuerte sismo en 1688 y los inexorables agentes atmosféricos los recuadros habían quedado muy dañados ya poco después. Luego de que seis de siete puertas fueron destruidas por completo quedó sólo el fresco de la Puerta de San Genaro, en la cual aparece la Virgen con Niño entre san Genaro, san Francisco Javier y santa Rosalía. En las demás imágenes se sabe que Preti había pintado también al arcángel Miguel mientras enfunda la espada, lo cual era visto como la señal del fin del castigo. Era una idea iconográfica que venía de la tradición católica de los primeros siglos, cuando al desatarse una epidemia letal en Roma durante el año 590 el papa Gregorio Magno, que había sustituido a Pelagio II, muerto por culpa de la peste bubónica, decidió organizar una litania septiformis, es decir una romería repartida en siete procesiones. Al llegar delante del Castel San Ángelo apareció en el cielo el mismo arcángel sacando y enfundando la espada. Ésa era la manifestación de que se había acabado el poder mortífero de la enfermedad.
Durante la peste de 1624 se encontraba en Palermo el flamenco Antoon Van Dyck, invitado por el mismo virrey español. Aquí el pintor se conmocionó de manera especial por el descubrimiento de las reliquias de santa Rosalía, una virgen ermitaña que había vivido en la Sicilia normanda del siglo XII, luego de la expulsión de los árabes de la isla. Un fervor religioso intenso e inesperado se había revitalizado durante la pandemia con el hallazgo de sus huesos por parte de algunos albañiles sobre el monte Peregrino, gracias a una visión milagrosa que tuvo una mujer moribunda. Las reliquias fueron asociadas inmediatamente con el final de la epidemia y de allí se difundió una tal veneración hacia la santa que Van Dyck, auxiliado muy probablemente por los jesuitas de la ciudad, quiso retratarla numerosas veces, tres sólo en la advocación de “intercesora por la peste”, contribuyendo de este modo a la definición iconográfica de santa Rosalía.
Antes de Van Dyck, Vincenzo La Barbera la había retratado en el mismo año, con resultados menos excelsos aunque, como buen representante del manierismo, dibujó también una interesante imagen de la ciudad de Palermo detrás de la santa. El flamenco Simone de Wobreck en 1576 realizó un vertiginoso lienzo sobre la epidemia de 1575, donde Dios Padre, acompañado por Jesús y la Virgen, parece acoger la intercesión de los cuatro santos (san Roque, san sebastián, santa Cristina y santa Ninfa) que flotan a mitad entre el cielo y la ciudad de Palermo. Esta última se queda en segundo plano con respecto a la cofradía de la Compañía de los Blancos, quienes, durante una peculiar procesión nocturna, cubren a la vista una buena parte de las estructuras arquitectónicas, sin dejar distinguir suficientemente el poblado. Al contrario, en la pintura de Mario de Laurito de 1530, Virgen con Niño con los santos Roque, Sebastián y Venera, la misma ciudad siciliana está muy bien dibujada, al punto que se puede notar la Catedral y el Palacio Sclafani. En el exvoto pintado por Parmigianino para la Basílica de San Petronio en Bolonia en 1527, San Roque y un donador, el discurso se hace decididamente más psicológico, ya que aparece el mismo santo intercediendo por un hombre desconocido, arrodillado a sus pies, junto a un perro. Hay que recordar que san Roque representa el santo más invocado contra la peste bubónica por haber sido curado él mismo de manera milagrosa. Por su origen de encargo privado, la obra de Parmigianino no parece un exvoto público, al contrario del otro lienzo de más amplio alcance simbólico del posterior Guido Reni, quien, comisionado por las mismas autoridades civiles de Bolonia, realizó en pocos meses un extraordinario exvoto pictórico para agradecer la ayuda recibida por la Virgen. Se relata que en el año 1630 santa María había logrado desaparecer un brote de peste que en Bolonia se había abatido de manera excepcionalmente violenta, causando la muerte de 15 mil personas en la sola ciudad emiliana (24% de la población). El cuadro representa a la Virgen con el Niño Dios, reverenciada por los santos Petronio, Francisco, Prócolo, Doménico, Florián, Francisco Javier e Ignacio de Loyola, todos patronos y protectores de la ciudad. Los dos últimos habían sido canonizados en 1622 y fueron nombrados compatronos de Bolonia en el mismo año. La manda a la Virgen del Rosario fue cumplida el 27 de diciembre del mismo nefasto año, en el día de la procesión, cuando el lienzo fue llevado como estandarte votivo desde el Palacio de Gobierno hasta la iglesia de Santo Domingo. Del cuadro, junto con la capa de san Petronio (decorada magistralmente con las imágenes de la Virgen), la paleta cromática tonal y una peculiar composición a doble círculo y medio sobrepuesto, lo que más nos interesa para este apartado es el tratamiento que Reni reserva para la descripción de la ciudad. Bolonia se encuentra, como en Mario de Laurito y Simone de Wobreck, en la parte baja del cuadro, pero ocupa muy poco espacio, aun así logra atraer el ojo del espectador por la posición escenográfica que tiene: justo en medio de un semicírculo liberado por las capas de los santos. A pesar de venir de un purismo pictórico de ascendencia manierista, el pintor boloñés logra comunicar, con los detalles cronísticos de la ciudad bajo los golpes de la peste, también el clima emotivo de esos días. El cielo plúmbeo, entre el color azul y negro, con las siluetas blancas de los camilleros que llevan los ataúdes a los cementerios de las afueras, aporta al conjunto de sujetos representados una sensación realmente espeluznante, que seguramente hacía recobrar la memoria a los supérstites todas las veces que se paraban a mirar el lienzo. Reni, quien vivía en la ciudad en ese entonces, conocía muy bien el tipo de vida que la gente había conducido durante esos meses, así que quiso traducir también en imágenes sus sensaciones más personales. En el mismo tiempo, cumplió con el encargo de representar a los intercesores que se veneraban en la ciudad, sin embargo, el contraste de los tonos entre el cielo y la tierra se vuelve algo sorprendentemente moderno, con un firmamento simbolista y una ciudad expresionista, una zona más amplia dedicada a los benefactores y un panorama ciudadano casi impresionista, obtenido con pinceladas sencillas, precisas e inmediatas.
Antes de pasar a la obra más extraordinaria de este “género” hay que mencionar una pintura peculiar sobre la peste de Nápoles hecha por Micco Spadaro, a quien ya mencionamos con respecto de otra obra suya en el apartado del sufrimiento. Se trata de un insólito exvoto de 1657, en el que el panorama caóticamente fatal de su precedente pintura cronística se convierte en una pseudo–sacra conversación entre santos y religiosos. Protagonista es san Bruno, fundador de la orden de los cartujos, quien intercede con la Virgen por la peste, mientras que san Genaro, san José, san Hugo y san Pedro están pidiendo ayuda a Jesús mismo en medio de las soleadas nubes. Arrodillados en semicírculo, los monjes están participando en el acto de petición con mucha atención y confianza. Todo está pasando dentro del monasterio y, aunque al fondo se logre ver la ciudad de Nápoles, en esta ocasión no hay espacio para la muerte, con excepción de la personificación de la peste, como anciana señora descuidada, que está siendo alejada por el mismo san Martín.
Hay que recordar que, por lo general, san Roque fue el personaje más retraído cuando se hablaba de epidemias, Giovanni Battista Tiepolo, de hecho, realizó dieciocho versiones del santo para la Cofradía veneciana de san Roque entre 1730 y 1735. También en el resto de Europa podemos encontrar ejemplos notables con el mismo sujeto: Nicolás Borrás (1530–1610) y Urbano Fos (1615–1658) en España, Charles–Amedée–Philippe Van–Loo (1719–1795) y Jacques–Louis David (1748–1825) en Francia, Julius Schnorr von Carolsfeld (1794–1872) y Martin Schaffner (1478–1549) en Alemania, entre muchos.
La prosopopeya de la peste hace su aparición en otra creación de agradecimiento por un voto concedido, y quizá ésta sea la imagen más dramática del siglo XVII. Se trata del grupo escultórico del altar mayor de la iglesia de Santa María de la Salud en Venecia (ilustración 6), que fue proyectado, junto con la iglesia entera, por el arquitecto barroco Baldassarre Longhena, mientras que las estatuas fueron esculpidas por el artista flamenco Juste Le Court entre 1670 y 1674. Al centro del altar se encuentra la imagen oriental de la virgen denominada Mesopanditissa, la “mediadora”, que había llegado desde Candia en 1670 por mano del dux Morosini. En la cima del altar los protagonistas son las estatuas de la Virgen con el Niño Dios, que apoya sus pies sobre unas nubes con querubines, mientras que a la derecha un angelito enfadado está corriendo la terrible figuración de la peste, agitada, grotesca, sin dientes y extremadamente arrugada. Abajo, a la izquierda, la personificación de la misma ciudad de Venecia, con el cuerno dogal sobre un cojín, está arrodillada frente a la Virgen. En los niveles más bajos encontramos al patrono oficial de Venecia, san Marcos, y al copatrono san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de la ciudad, descendiente de una antigua familia del patriciado veneciano y considerado el protector contra las epidemias de 1476 y 1480. Completan la estructura ocho ángeles cariátides y seis relieves de niñitos musicantes.
Las esculturas son una obra de arte en sí, pero el mismo altar, proyectado por el arquitecto Baldassarre Longhena, protegido de Scamozzi, discípulo del mismo Palladio, constituye una pieza clave de todo el templo. Estamos delante de una suerte de obra de arte total, la famosa Gesamtkunstwerk de Richard Wagner, y aunque no se manifiesten todas las seis artes que preveía el compositor alemán, podemos afirmar que la escultura, la arquitectura, el programa pictórico y seguramente la música se conjugaban a la perfección en ocasión de las celebraciones en honor de la Virgen, el 21 de noviembre de cada año, día de presentación de la Virgen María en el templo. En 2020 se dotó la iglesia de un toque escenográfico nuevo, iluminando el exterior de un color rojo intenso, a testimoniar la fase delicada que la ciudad estaba atravesando por la contingencia del covid–19.
El camino iconológico del templo, como si fuera una instalación moderna, lleva al visitante desde el exterior hacia las seis capillas internas, cada una con su propio altar dedicado a los momentos principales de la vida de María (Anunciación, Asunción, Nacimiento, Presentación, Pentecostés) y el último a san Francisco de Asís. Luego, de repente, el visitante, al subir una escalera, se encuentra frente al altar principal debajo de la cúpula menor, cuyo espacio amplio permite de asistir de cerca a las funciones religiosas. En este punto crucial de todo el templo encontramos la verdadera protagonista de la iglesia, es decir el grupo escultórico de Le Court. Se especula que originalmente el Niño Dios tenía que estar volteado hacia la peste, mostrando una mueca de susto y horror, sin embargo, al final el artista flamenco decidió esculpirlo así de sereno, impasible, y volteado hacia Venecia, como para demostrar que nada puede espantar a Cristo. Una tranquilidad que luego de la terrible epidemia de 1630, que había matado a un tercio de la población del centro, 50 mil de 140 mil habitantes, los venecianos querían mantener exorcizando la peste con desprecio, representándola en toda su fealdad herética. Se trata de una estatua que puede ser considerada la verdadera protagonista del entero programa iconográfico de la Salute, ya que resalta de manera extraordinaria entre todo el conjunto. El estudio de las carnes, del rostro, de las arrugas del cuello y de la ropa rasgada, al igual que el detalle significativo del seno caído (ilustración 7) son estratagemas barrocamente estudiadas para captar la mirada del espectador y hacerle recordar la labor fatal que había hecho el virus sobre toda la población. Además, estos detalles naturalísticos y la atrevida búsqueda de contrastes entre luces y sombras permiten hipotetizar una cierta cercanía a la pintura de los “tenebrosos”. La factura de las creaciones de Le Court, el realismo de ciertas expresiones y el dinamismo de sus composiciones le han permitido merecer el apodo no casual de Bernini Adriático. En la Salute el artista logra llegar a su maduración artística de manera plena y convincente, y los efectos están todos indiscutiblemente a la vista. Se puede afirmar que pocos hubieran podido representar un diálogo tan atinado partiendo de alegorías escultóricas, en que la psicología de la postura, lo que más frecuentemente se define como body language, fue elaborada, pensada y ejecutada tan finamente.
Cambio de parámetros
En un interesante artículo del 8 de abril de 2020 en The New York Times Megan O’Grady escribió que las imágenes más poderosas de estos tiempos son las que representan el mundo sin seres humanos. El puente de Brooklyn en Nueva York, la Plaza de la Concordia en París, la Plaza de San Pedro en Roma, las calles de la metrópoli de Wuhan son cuadros inquietantes que nos sacuden duramente al hacernos imaginar un trágico futuro posible. Evidencian un universo posthumano, un mundo construido sin aquellos que lo construyeron, un mundo visto desde arriba, a través de la lente de una cámara artificial, montada sobre un dron. El artículo continúa citando también otras fotos particularmente impactantes, como el hospital improvisado en Central Park en Manhattan, la pista de patinaje sobre hielo en España acondicionada para velar los ataúdes y los desoladores cementerios en concreto creados ad hoc para los fallecidos de covid–19 en Irán. La intervención del hombre en estas fotos es mínima, ya que hablan por sí mismas; además, cumplen con la necesidad del mundo contemporáneo de realismo autentico, crudo e hiperrealista.
Mucha producción que se encuentra en el mundo es fatalmente gris, en la que quizá las ideas son intrigantes, pero en su realización falta contundencia, demostrando una suerte de ausencia de espesor creativo.
La tan debatida imagen de Therese Frare titulada Final Moments es un ejemplo de la necesidad de la foto como documento cronístico y representa un caso ejemplar de disociación del arte de la crónica. Era el año 1990 y ella misma quiso registrar los últimos momentos del activista de los derechos VIH/sida David Kirby, quien estaba muriendo de sida en los brazos de su padre delante de toda su familia, agobiada y desesperada a los pies de la cama del hospital. El impacto sobre el público de ayer, como el de hoy, fue muy intenso. Hay que recordar que en el mismo año fue utilizada en una campaña comercial por la marca Benetton, con el pleno consentimiento de la familia Kirby. Pronto la compañía recibió protestas por parte de los grupos en defensa del movimiento LGBT, entre ellos Gay Men’s Health Crisis, que la acusaron de especular sobre el duelo de la gente. Más allá de la polémica psico–ideológica sobre la especulación mercantil, es interesante notar cómo la foto sirvió para evidenciar la real letalidad del virus a lo largo del mundo, además de tener un cierto trasfondo ideológico–político. Hablando siempre de Benetton y de sus campañas comerciales, será fácil recordar el decano mundial del shock–advertising Oliviero Toscani, fotógrafo fiel de la empresa italiana hasta el 2000. Es curioso notar que se volvió más famoso por las denuncias que recibió que por su creatividad. Desde hace varios años se habla de “pornografía emotiva”, es decir, de transposición del fenómeno pornográfico al ámbito emotivo. Más detalladamente, el grupo Ippolita la define como la “inducción de un reflejo emocional automático a través de la exhibición de particulares que estimulan vulnerabilidad personal” (2017, p. 205). Lo anterior nos sugiere que deberíamos tener más cuidado con lo que entra en nosotros a través del ojo, ya que nuestro lado emotivo es muy vulnerable y, al ser estimulado exteriormente con fines que no podemos captar claramente, podría ser algo deletéreo para nuestra estabilidad. Las sociedades occidentales han hecho del ojo la condición y la garantía del conocimiento y, delante de los casos más trágicos, muchas veces no logra absorber el golpe anímico por la falta de preparación, de información previa o, simplemente, por la incapacidad técnica de digerir imágenes impresionantes y fuertes, acostumbrados a exorcizar la muerte espectacularizándola. El resultado en nosotros apunta a provocar ni más ni menos que ansiedad, miedo, tristeza, indignación, coraje, horror, excitando secretamente la intimidad de nuestro ánimo. Sin embargo, el realismo duro y crudo que nace en el campo artístico en el siglo XIX no puede dar marcha atrás y las creaciones “potentes” del arte contemporáneo apuntan a subrogar la banalidad del lenguaje con una sobrecarga de realismo espectacular y de iconografía extremista, según la observación de Del Guercio (cfr. 2012, p. 21). Lo que nos hace reflexionar es la elección de la fotografía como la técnica que mejor ha logrado sintetizar estos tiempos de desánimo, y si no es la foto, el hiperrealismo del óleo de Harriet White que exhibe un rostro en primer plano con lágrimas y cubrebocas representa sublimemente esa necesidad de lo real. No se trata de si considerar la fotografía como una forma de arte o menos, a pesar de la idea de arte mediano de Bourdieu y la genial nota denigratoria al pie de página de Sedlmayr (1958, p. 51), el problema es que algunos expertos tienen la sensación de que los artistas contemporáneos no hayan logrado encarnar el espíritu del tiempo como deberían. Se cree que se han dejado asaltar por la apatía de una socialité aislada, muda, quizás apagada. Mucha producción que se encuentra en el mundo es fatalmente gris, en la que quizá las ideas son intrigantes, pero en su realización falta contundencia, demostrando una suerte de ausencia de espesor creativo.
Es el caso de la acuarela de Peter Brookes Blitz Spirit (2020) que, no obstante las intenciones, se vuelve un óptimo ejercicio académico de diseño sobre una arquitectura en un panorama de oprimentes naves espaciales alienígenas, representadas por el icono jeroglífico del covid–19. Tampoco los medios del arte conceptual, naif y el grafiti están funcionando, ya que las ideas, aunque buenas, se enfrentan con una recepción ya desconfiada y que exigiría una reconexión más tradicional con el favor del público. Para el primer caso es suficiente dar un vistazo al Covid Art Museum que se construyó el 19 de marzo de 2020 totalmente online a través de Instagram,1 algo que permitió a la creatividad volverse aún más democrática y masiva, en detrimento de la originalidad. En esa base de datos podemos encontrar todo tipo de idea amplia o mediocremente banal, como un muñeco hecho con cubrebocas médicas, una Mona Lisa con gel, papel del baño y máscara, una instalación con neón parafraseando el más obvio repertorio canoro, según un viejo cliché de Bruce Nauman y Maurizio Nannucci (Baby it’s covid outside), y dos jóvenes que se besan con el cubrebocas puesto. En el arte naif es fácilmente inscribible la producción de los miembros de la Daegu Contemporary Artists Association de Corea, que repitieron en tamaño, color y forma los cubrebocas de la gente común. Finalmente, en el arte callejero mural es difícil encontrar algo original, ya que entre enfermeros–superhombres, enfermeros angelicales, enfermeros motivadores y citas de arte antiguo con cubrebocas puestos, las ideas parecen ser compartidas de la misma manera en todas las latitudes.
Quizá valdría la pena preguntarse si la fractura con el favor de la población dependa de un eslabón anterior o es propiamente la incapacidad de cautivar la condición humana universal de estos tiempos por una atrofia de la sensibilidad empática de los artistas. Los creadores de antaño se enfocaban en los seres humanos que analizaban, representando compasivamente el duelo de toda la comunidad. Mientras que ahora parece que los artistas, luego de tantos años de encerramiento autista en su turris ebúrnea creativa, pretenden hablar con un lenguaje mundialmente entendible sin haber tenido un real acercamiento a la sociedad que los rodea. Seguramente no todos los productos artísticos contemporáneos son tan feos que parecen odiar al ser humano, como sostiene Angelo Crespi (2021, p. 13), aunque la actitud de crear, por más de un siglo, arte para el arte, art pour l’art (según la original definición de Charles Baudelaire), no ha beneficiado al arte contemporáneo, ya que quizá hubiera necesitado englobar ulteriores fines de orden moral, psicológico o social.
Conclusiones
Pudimos constatar cómo el arte tradicional no apuntaba sólo a cotejar el dato cronístico de las epidemias en el pasado o, peor, a lanzar anatemas acusatorios a diestra y siniestra, sino que representó, durante y después de esos tiempos nefastos, un vehículo para comunicar, apoyar, rezar y agradecer.
Hay que destacar un detalle importante, que se refiere al papel del comité en la ecuación de las creaciones artísticas. Personalidades laicas y religiosas han guiado siempre a los artistas en los infinitos meandros iconológicos para que pudieran hablar al corazón de la gente, sin que se privara de originalidad a la idea del autor. Se trataba de una producción decididamente elocuente y que nunca tuvo miedo de volver al pasado para encontrar ese favor que todavía buscan y perciben inconscientemente los visitantes de pinacotecas y gliptotecas. Al contrario de lo que pasa con cierto arte contemporáneo, cuyos protagonistas, según la opinión de muchos apasionados de arte, son dignos representantes de una sociedad individualista fundada sobre la violencia del oportunismo (cfr. Missiaja, 2014, p. 130).
Con la finalidad de impulsar un arte que tenga sentido, resulta útil la comparación del arte contemporáneo con el arte tradicional por tres razones: para que se quede al servicio del hombre, nos cuente sobre su condición humana y nos proporcione una forma para expresar nuestras inquietudes, nuestras esperanzas y nuestros agradecimiento. En ese sentido, deberíamos preguntarnos si los artistas de hoy son tan funcionales a las necesidades del mundo contemporáneo como lo fueron antes.
En 2013 salió Art as therapy, un texto iluminador escrito por el filósofo suizo Alain De Botton con la intención de explicarnos las reacciones y las necesidades de la psique frente al objeto estético. De manera lapidaria y sin verborrea filosófica personalista dice que la función primaria del arte apunta a ayudarnos a vivir mejor y alcanzar una mejor versión de nosotros. En el primer capítulo, dedicado a las funciones del arte, enlista siete claros fines: “la memoria, la esperanza, el dolor, el reequilibrio, el conocimiento de sí mismo, el crecimiento y la apreciación” (2013, p. 7). Junto con los fines anteriores, remarca la obligación que el arte tiene de responder a nuestras exigencias psicológicas con la misma eficacia con la cual por siglos ha respondido a los de la teología y de las ideologías de Estado. Al arte en una sociedad liberal se debería asignar el objetivo de asistir el alma individual en sus esfuerzos por encontrar consuelo, conocerse a sí mismo y realizarse plenamente. Es aquí donde el escritor, luego de una larga digresión sobre los ocasos del arte tradicional, afirma que actualmente el arte se ocupa de tales necesidades de manera discontinua, como consecuencia de las fantasías individuales inconstantes (cfr. 2013, p. 76), lo cual ha alejado a la gente del apoyarse en el arte para sentir una ayuda concreta. En este sentido, confirmamos que lamentablemente el arte ha perdido credibilidad, subvirtiendo la Regula Juris romana: utile per inutile non vitiatur, lo que es útil no es perjudicado por lo que es inútil.
Las obras del pasado contrastan fuertemente con las piezas de barbijos comunes, papel higiénico y plástico barato que algunos artistas contemporáneos están exhibiendo actualmente, mientras que la belleza en el arte tradicional, con todos sus matices hasta trágicos, seguirá siendo una confirmación. Recuperando un concepto de Heidegger, el Lichtung, podríamos identificar el arte como esa zona iluminada que permite otorgar al ser humano el verdadero conocimiento de la vida, de ese modo debería permitir mirar más allá de las cosas y lo visible debería ser sencillamente el soporte de lo invisible. Así lo percibieron nuestros antepasados, cuando el arte figurativo era un lenguaje coherente, sea simbólico o metasimbólico, consciente e inconsciente, pero siempre denso de significados que entrañaban de manera directa la estructura mental del espectador.
Quizá si, con la actual contingencia, los actores contemporáneos en el gran teatro del mundo del arte redescubrieran su verdadero papel en la sociedad y se dispusieran al diálogo solidario con el público. Del Guercio afirma que “la historia del arte es elemento constitutivo de cualquier búsqueda de lenguaje, quizás el más inesperado” (2012, p. 130) y tiene que estar en la mente de los artistas para que éstos puedan interpelarla y así ofrecer un lenguaje inédito. Reni, Poussin, Munch y, sobre todo, Le Court fueron grandes intérpretes de la época porque, al dejarnos un retrato representativo de la civilización, demostraron que amaban su tiempo y quizá también a la humanidad que venía. ®
Nota
1 CAM The Covid Art Museum [#CovidArtMuseum] (2020). The world’s 1st museum for art born during COVID-19 crisis. Instagram.
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