Die Tote Stadt, de Erich Wolfgang Korngold

Una alegoría sobre las trampas del eros

La ciudad muerta reúne un poder estético, psicológico y existencial, y ejemplifica cómo la ópera es un antídoto poderoso contra la estupidez, la mediocridad, el provincianismo, la obsesión patológica o, por decirlo todo con una sola palabra sinónima: la muerte.

Escena de La ciudad muerta. Theater Orpheus, enero de 2019. Apeldoorn, Holanda.
Ich glaube, dass alle durch diese Kunst selig werden1
—Richard Wagner

La ópera como escuela, espejo y augurio

No creo que haya mejor escuela de vida que la ópera. Todas las pulsiones individuales, todas las dinámicas de clase están ahí como un presagio de lo que vendrá, de lo que como adultos vamos a experimentar: pasión y muerte, triunfo y caída reflejando la vida e incluso superándola en su belleza e intensidad.

Pienso, por ejemplo, que uno no ha sido joven si no ha conocido en la juventud la exaltación de Walther en Die Meistersinger von Nürnberg; esa savia heroica que debe circular en uno para construirse como individuo, como ya demostró C. G. Jung2 y más recientemente Jordan Peterson.3 Siegfried, de Der Ring des Nibelungen, es otro personaje que encarna la necesidad del viaje iniciático, del descubrimiento de sí mismo, del sentido del sacrificio. También Parsifal, Lohengrin, Tannhäuser y Tristan, que, al igual que Walther, encarnan el ideal de la construcción juvenil y viril, en diferentes matices arquetípicos.

También son retratos de una densidad que difícilmente pueden alcanzar otros géneros artísticos, los antihéroes operísticos. Pienso en Herman de La dama de picas, de Tchaikovski, basado en una obra de Alexander Pushkin. Personaje que representa la lucha entre el deseo de riqueza y poder, y cómo esa obsesión nos puede modificar y destruir; otro antihéroe es el Duque de Mantua en Rigoletto, de Verdi, hombre poderoso; pero poseído él mismo por su hedonismo. Y Otello, habitado por las pasiones más oscuras, retrato que proviene de la finísima psicología shakespeariana.

Erich Wolfgang Korngold

Mucho más cerca de nuestro mundo contemporáneo y su psicopatología encontramos la ópera del compositor estadounidense Erich Wolfgang Korngold (1897–1957). Korngold, cuya vida rica en términos históricos y artísticos requeriría otra reseña, nació en el Imperio Austrohúngaro, cuya capital, Viena, fue el centro gravitacional de la música europea desde el siglo XVIII.

Erich Wolfgang Korngold. Fotografía de Atlanta Symphony Orchestra.

Korngold es uno de los últimos músicos prodigios del siglo XIX. Su padre, el crítico musical vienés Julius Korngold, fue, como Leopold Mozart, capital en el fomento del genio de su hijo, que a los cuatro años tocaba el piano y a los siete ya componía. A los once compuso el ballet “Der Schneeman”, y su Trío opus 1 para piano, violonchelo y violín, de una exquisita madurez y fantasía, fue compuesto cuando tenía doce años; fue estrenado por Bruno Walter en el piano, Arnold Rosé en el violín y Friedrich Buchsbaum en el violonchelo. Su Obertura dramática, Op. 4, compuesta a los trece años, es igualmente una obra que impresiona a los directores más avezados que la dirigen o a los melómanos que la escuchan por primera vez. Su suite para piano, “Don Quijote”, escrita a los once años, es otra obra cuya escritura musical impresiona por su madurez. Richard Strauss, que al igual que Gustav Mahler y Bruno Walter conoció al joven prodigio, escribió que tal dominio del arte musical en un niño causaba no solamente asombro, sino incluso miedo. A esas composiciones siguieron varias composiciones de cámara y música incidental y luego su primera ópera, a la cual está dedicado este artículo: Die Tote Stadt (La ciudad muerta).

Hollywood

Korngold también hizo escuela en Hollywood. En plena época dorada del séptimo arte hizo que su estilo personal se convirtiese en el estilo de toda la industria fílmica, con una influencia que perdura hasta hoy en día. Sus catorce bandas sonoras son verdaderos poemas sinfónicos, equiparables a obras de Richard Strauss, pero con una creatividad aún más desbordante. Su conocimiento operístico, especialmente del romanticismo tardío y wagneriano en particular, enriqueció el arte cinematográfico. Esta etapa no sólo floreció en la creatividad de Hollywood, sino que también salvó a Korngold del cataclismo de la Segunda Guerra Mundial en Europa, donde su origen judío habría significado su condena por las hordas nazis.

La ciudad muerta

Estrenada en 1920, cuando el autor tenía 23 años, y basada en la novela Bruges la morte del poeta simbolista Georges Rodenbach, con un libreto escrito por el autor y su padre Julius, La ciudad muerta es una alegoría de una ciudad fría y conservadora, cuadro habitado por pulsiones obsesivas y mórbidas.

La ópera retrata a Paul, quien luego de la muerte de Marie, su esposa, vive en un espacio distorsionado, casi onírico, habiendo creado un santuario dedicado a la memoria de la muerta. Memoria que lo domina y lo sumerge en un laberinto de sufrimiento y alienación. Este estado psicológico del protagonista, Paul, sirve como el eje de la narrativa, donde se explora la dependencia emocional, el proceso de duelo y la obsesión.

Paul lucha por reconciliar su deseo por Marietta —una bailarina de ópera que llegó a la ciudad muerta para representar Robert le diable, de Mayerbeer—, quien simboliza la vida y el eros renovado, con su lealtad y fijación emocional patológicas, mostrando así los mecanismos de los vínculos emocionales y su destructividad potencial.  La ópera es así una alegoría de la peligrosa trampa que constituye la idealización del amor romántico.

More than words

La instrumentación de la ópera es notablemente opulenta, en la que la orquesta crea un paisaje musical lujoso y suntuoso que nos recuerda la virtuosidad orquestal de Richard Strauss. Korngold utiliza la orquesta para reflejar la profundidad emocional de la historia, para evocar un amplio espectro de emociones, muy próximo en su uso de la orquesta de la delicadeza y amplitud melódica de Puccini. Las texturas orquestales cambian dinámicamente, acentuando la tensión dramática y potenciando el impacto de momentos clave en la narrativa; en esto Korngold es un heredero y continuador también de Gustav Mahler y Wagner, al utilizar el desarrollo de largas líneas orquestales.

Una característica distintiva de la composición de Korngold es su uso de leitmotivs, algo que el compositor empleará también en su música para películas. Como en Wagner, los leitmotivs nos guían, a través del paisaje emocional de los personajes.

Cortesía de Benjamín Oblitas Mollinedo.

La escritura vocal en Die Tote Stadt muestra todo el arte de Korngold en la creación melódica. Las arias y líneas vocales son líricas y conmovedoras, y transmiten el tormento interno y la pasión de los personajes. La interacción entre los elementos vocales y orquestales crea una sinergia armónica, con lo que aumenta el impacto dramático de los momentos clave de la ópera.

Un bello ejemplo es el aria “Tanzlied des Pierrots”, o “Canto de Pierrot”, que cuenta una historia paralela de uno de los personajes secundarios de la ópera, un comediante de paso por la ciudad muerta. Esta aria se ha convertido en una obra independiente y ha pasado al repertorio lírico de cámara por su perfección lírica, que es como un verdadero himno del artista, o sea, del esteta, y encapsula una alegoría de su destino. La transcribo aquí en la traducción que hice para lieder.net.

Canto de Pierrot

Mi nostalgia, mi delirio, me transportan en sueños al pasado.
Danzando gané, danzando perdí mi felicidad.
Danzando al borde del Rin, a la luz de la luna,
se confió desde unos ojos azules una mirada amante,
se confió a mí su palabra suplicante:
“Oh quédate, no te vayas
cultiva la felicidad en la tierra natal que todavía florece.”
Mi nostalgia, mi delirio, me transportan en sueños al pasado.
Pero el embrujo de lontananza encendía en mi alma un ardor,
Pero el embrujo de la danza me seducía, y me convertí en
comediante.
Seguir lo maravillosamente dulce,
aprender a besar cubierto de lágrimas.
Embriaguez y miseria, locura y felicidad:
Oh, tal es el destino de un saltimbanqui.
Mi nostalgia, mi delirio, me transportan en sueños al pasado.

Espíritus hijos del más grande refinamiento de la Belle Époque, el libreto que escribieron los Korngold es más que una adaptación musical; es una obra de una fina poesía por mérito propio y algo que hubiera podido escribir el etéreo Príncipe Vogelfrei nietzscheano; en el original alemán también sentimos acentos de Rilke y de Stefan George.

Otra aria que encapsula toda la tensión de la trama, es decir, la tensión entre pulsión erótica y pulsión de muerte, es la “Canción de Marietta”, que resume el destino humano: la ruptura amorosa, el alejamiento y la destrucción por la muerte. El último verso de esta aria nos recuerda en alemán a los textos de las cantatas litúrgicas de Bach, el verso anuncia: “Créelo, la resurrección existe”. Pero si en Bach sus resurrecciones son del Agape, aquí es el Eros que habla. Y si ahí esas palabras anuncian doctrina, aquí la resurrección es un símbolo estético de la angustia y la desesperación. La transcribo también en mi traducción:

Canción de Marietta

Felicidad que me queda,
Acércate a mí, mi fiel amor.
La noche cae sobre la arboleda,
eres mi luz y mi día.
A un solo compás, en angustia, laten corazón y corazón.
La esperanza se evade al cielo.

Tan verdadera era, esa canción triste.
La canción del amor fiel,
que debe morir.
¡Conozco esa canción!
La oí tanto en la juventud,
en días más hermosos.
Tenía una estrofa
¿Acaso todavía la sé?

Se acercan la desdicha y sus nubes,
acércate a mí, mi fiel amor.
Muéstrame tu pálida faz,
morir no nos alejará.
Si una vez de mi te irás,
créelo, la resurrección existe.

Die Tote Stadt, como pocas del gran repertorio, reúne un poder estético, psicológico y existencial. Y, como no en pocos casos, ejemplifica cómo la ópera es un antídoto poderoso contra la estupidez, la mediocridad, el provincianismo, la obsesión patológica o, por decirlo todo con una sola palabra sinónima: la muerte.

En 2009 esta ópera entró al repertorio de la Ópera de París y tuve el gusto de asistir en esa ocasión a su magnífica puesta en escena por el director escénico Willy Decker en la Opéra Bastille. Desde entonces ha habido y hay varias producciones muy imaginativas en Europa que exploran todo el onirismo al que invita esta obra maestra. Sería deseable ver una producción de esta obra en Latinoamérica, donde constituiría al mismo tiempo un desafío escénico y lírico, al par que un renovamiento del repertorio. ®

Notas

1. La cita entera de Wagner dice: “Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven. Creo en el Espíritu Santo y en la Verdad de un arte único e indivisible. Creo que el arte proviene de Dios y que habita en los corazones de todos los hombres iluminados. Creo que a través de este arte todos pueden salvarse”. Traducción mía.
2. Carl Gustav Jung, The Archetypes and The Collective Unconscious. Princeton University Press, 1969.
3. Jordan Peterson, Maps of Meaning: The Architecture of Belief. Routledge, 1999.

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Publicado en: Música

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