“La barbarie se volvió masiva en el siglo XX y continúa de muchas formas en el XXI. Nos toca escribir manifiestos contra la barbarie y pegarlos en nuestras puertas. Tenemos que ser buenos republicanos”.
A través de diálogos con el profesor español José María Lasalle, Enrique Krauze ha construido una suerte de autobiografía intelectual que abarca desde recuerdos familiares hasta su revisión crítica de diversos pensadores, especialmente judíos, además de su intenso trajín por grupos y disputas culturales mexicanas y parte de su trayectoria como empresario hasta 1984 —esta última, tarea que le ha dado uno de sus mayores orgullos.
Esas conversaciones han sido organizadas y presentadas en el libro Spinoza en el Parque México (Tusquets, 2022), en el que descuella un tema que atraviesa desde la llegada de la familia de Krauze a México hasta la publicación de “Por una democracia sin adjetivos”: la libertad.
En ese sentido, de la revisión de diversos aspectos de las ideas y de las acciones de Spinoza, Krauze extrae una lección para hoy: “Debemos entender nuestras determinaciones, debemos comprender las pasiones humanas antes que lamentarlas, pero también debemos combatirlas activamente si son opresivas, si atentan contra nuestra libertad natural. Así como el Estado —cualquier Estado, aun el legítimo, aun el electo democráticamente— no puede determinar el sentido del cauce de un río, tampoco puede gobernar lo que una persona cree, piensa y opina (…) La barbarie se volvió masiva en el siglo XX y continúa de muchas formas en el XXI. Nos toca escribir manifiestos contra la barbarie y pegarlos en nuestras puertas. Tenemos que ser buenos republicanos”.
Sobre el libro conversamos con Krauze (Ciudad de México, 1947), quien es doctor en Historia por El Colegio de México, además de miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de más de una treintena de libros, fue subdirector de Vuelta y es director de Letras Libres. Ha obtenido diversos galardones: los premios Nacional de Ciencias y Artes; Comillas, de biografía; Internacional de Ensayo Caballero Bonald, y de Historia Órdenes Españolas, así como las grandes cruces de la Orden Civil de Alfonso X El Sabio y de Isabel la Católica.
—¿Por qué un libro como Spinoza en el Parque México, esta serie de conversaciones con José María Lasalle en el que traza buena parte de su trayectoria intelectual? Dice, por ejemplo, que “para los judíos, recordar es un mandamiento”, además de que parece continuar su diálogo con su abuelo Saúl, ya enunciado en su libro Travesía liberal.
—En realidad no quería escribir propiamente unas memorias en primera persona, pero durante la pandemia, con ese aislamiento forzado de quince meses, recordé que había tenido esas conversaciones con José María, quien alguna vez me dijo que quería escribir mi biografía. Yo le dije que no me parecía un buen proyecto, pero que podríamos conversar, igual que yo lo hice con tantos de mis biografiados, como Manuel Gómez Morín, Daniel Cosío Villegas y con mi propio abuelo.
Él empezó a conversar conmigo en 2015, y yo grabé esas charlas, que fueron muy interesantes. Las transcribimos, y cuando llegó la pandemia volví a ellas; pensé que por qué no trabajarlas literariamente. Entonces, a veces en comunicación con él, en otras por mi cuenta, fuimos recreando ese diálogo. Éste es un género muy antiguo: hablar sobre cultura, sobre la vida, sobre las ideas, sobre los libros; pero, en vez de que fuera en un ensayo, es en unas memorias, en una conversación.
Así fue como nació el libro.
Spinoza en el Parque México tiene un solo hilo conductor: mi propia vida intelectual, pero no sólo como historiador, sino como lector. En ese sentido tiene una forma muy rara, pero así salió y estoy contento con él. Este diálogo con José María derivó, en muchas ocasiones, en un diálogo conmigo mismo; casi le cuestionaba yo: ¿qué me preguntarías de Hannah Arendt?
Por otro lado, siempre me ha gustado conversar: lo hice con mi abuelo, seguí con mis biografiados y luego he publicado, desde los años setenta, muchas conversaciones. No las llamaría tanto entrevistas, porque se volvieron conversaciones de ideas con muchos personajes de la historia y del pensamiento que me tocó conocer a lo largo de la vida.
Todo esto confluyó para escribir este libro, que en realidad es una autobiografía intelectual bajo la forma de una larguísima conversación. Spinoza en el Parque México tiene un solo hilo conductor: mi propia vida intelectual, pero no sólo como historiador, sino como lector. En ese sentido tiene una forma muy rara, pero así salió y estoy contento con él. Este diálogo con José María derivó, en muchas ocasiones, en un diálogo conmigo mismo; casi le cuestionaba yo: ¿qué me preguntarías de Hannah Arendt? Luego yo mismo me decía: me preguntaría tal cosa, y así se fue construyendo este libro de introspección, de balance.
La forma de escribirlo para mí fue central. Está claro que fue sustentado por las conversaciones con José María, pero ése fue el embrión en el cual, ayudado por él, lo construí pensando socráticamente en una conversación. Entonces, es el diálogo, un viejo género, clásico, en donde el tono, la conversación, la duda, la reflexión, es lo que cuenta, más que la primera persona.
—Sobre la conversación: está la recuperación de las que sostuvo con su abuelo Saúl, de quien usted dice que fue su “primera universidad” y con quien dialogaba acerca de ideas, ideales e ideologías. Además de las conversaciones que ha tenido, ¿cómo ha sido su paso por la conversación pública? En el libro menciona varias polémicas, por ejemplo.
—Por un lado está la conversación amable, evocativa, la historia oral, la que practiqué con mi abuelo y con otros miembros de mi familia. Como el primer nieto y bisnieto nacido en México, pues yo estaba rodeado de estas figuras, de estos viejos, y les ponía con mucha facilidad la grabadora para que me contaran sus historias.
En eso tuve la influencia de mi madre —quien vive: va a cumplir 99 años—, que fue una periodista que dedicó buena parte de su vida a entrevistar personalidades diversas del arte, la cultura, el espectáculo, la política, etcétera, y tiene un libro de entrevistas. Entonces ella era una preguntona profesional y creo que me lo transmitió a mí.
Luego la historia oral se volvió una disciplina muy de moda en los años setenta, y yo la practiqué tanto para mis primeros libros como después incluso para, por ejemplo, La presidencia imperial, que, dado que es una obra de historia contemporánea, los archivos estaban muy cerrados, por lo que acudí a muchas entrevistas con protagonistas.
Todo esto pertenece a lo que un gran amigo mío, el pensador brasileño José Guilherme Merquior, decía que yo era: un especialista en la erótica de las ideas. A mí me gusta mucho que haya dicho eso.
También están las conversaciones de ideas con personajes incluidos en el libro Personas e ideas, cuya primera edición es de fines de los años ochenta, y luego lo volví a publicar ampliado en 2015. Todo esto pertenece a lo que un gran amigo mío, el pensador brasileño José Guilherme Merquior, decía que yo era: un especialista en la erótica de las ideas. A mí me gusta mucho que haya dicho eso, y quisiera creer que eso describe un poco mi pasión por la conversación intelectual.
Pero ha habido otro tipo de conversación que casi no la llamaría como tal, sino una forma más combativa, difícil, que ha sido, que es la polémica. La primera en que me vi enfrascado fue la ocurrida en 1981 alrededor del libro Historia ¿para qué?, del que hice una reseña larga en contra de la politización de la historia, que era la visión de, básicamente, cuatro de los autores: Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly, Héctor Aguilar Camín y Enrique Florescano.
Entonces escribí que yo no creía que toda historia servía al poder de una clase, sino que es un género del saber, del conocimiento, lo cual abrió la artillería de todos ellos y me enfrasqué en una polémica contra todos.
A partir de allí empezaron mis polémicas, pero en esos años hubo otras dos importantísimas: la de Octavio Paz con Carlos Monsiváis y el grupo de Nexos, y luego la de Gabriel Zaid en torno a su ensayo sobre El Salvador. Fueron dos momentos de polémica de la revista Vuelta que fueron muy importantes.
Luego siguieron las polémicas de los años ochenta y noventa. Pero yo no tenía, de manera natural, la vocación o el deseo de entrar en ellas; lo que quería era seguir escribiendo libros de historia, pero las continuamos por las circunstancias de México: el populismo de Luis Echeverría, reforzado por el de José López Portillo, y las diferencias muy profundas que teníamos nosotros con quienes pensaban que la vía revolucionaria era preferible a la democracia.
Cuando hablo de la vía revolucionaria era la convergencia, muy conveniente para ellos, entre un izquierdismo revolucionario afuera y un revolucionario institucional adentro. Nosotros no creíamos ni en la revolución institucional ni en la social, sino en la democracia liberal, lo que nos puso en colisión con muchos intelectuales jóvenes y no jóvenes de aquella época, cuando nos atacaron de manera inclemente.
Finalmente, la historia siguió su camino y, con el paso del tiempo, desde los años noventa y cada vez más, la inmensa mayoría de esos grupos convergieron con nosotros en la convicción de que el mejor camino para México es la democracia.
En ese sentido, creo que valió la pena la travesía polémica de Vuelta, en particular la que yo tuve. Algunas discusiones fueron memorables, otras no; algunas fueron breves, otras largas, y en muchas hubo elementos de mala fe y en otras no mala fe sino diferencias legítimas que el tiempo fue limando o resolviendo.
Allí tienes una segunda vertiente ya no de la conversación sino de la esgrima o el pugilato intelectual que a veces era violentísimo, pero nunca llegaba a la bajeza salvaje a la que ha querido llevar las cosas el actual gobierno, que en realidad no cree en ningún tipo de conversación, ni siquiera en polémicas; en lo que cree es en el artero, abusivo y cobarde abuso del poder.
—Algo que me llama la atención es su integración en la cultura mexicana. Su familia tiene más de noventa años en el país: usted recuerda que llegó de Polonia en 1931. ¿Cómo fue esa integración? Usted no reivindica la religión judía sino, más bien, una tradición cultural. Al respecto en el libro usted refiere, por ejemplo, cómo Isaiah Berlin se integró a la cultura británica al llegar de Rusia y siendo judío.
—Fue una historia de integración paulatina y creciente. Mis abuelos, unos más, otros menos, se incorporaron a México con la gratitud de saber que este país los recibía, cuando a sus parientes más cercanos los acosaban cada vez más y terminaron exterminados en el Holocausto. Así que tuvieron siempre gratitud.
Ése es un elemento: respirar libremente, recorrer, ser libres. Se integraron profesionalmente: mi abuelo materno tenía una pequeña tiendita y era vendedor bonetero, hacía ropa, fabricaba camisas, mientras que mi abuelo Saúl era sastre. Se integraban al país recorriendo sus lugares, que en esa época era, modestamente, ir a Xochimilco, a Cuernavaca o a Cuautla; no se aventuraban mucho más allá. Pero ésa era una humilde, inocente integración al paisaje mexicano natural, una convivencia discreta y fructífera con México.
Para la generación de sus hijos la integración fue mucho mayor porque, primero, estudiaron en la escuela preparatoria y fueron profesionistas. Por ejemplo, mi tía Rosa, hermana de mi padre, estudió Filosofía en Mascarones, donde fue discípula de Antonio Caso, y José Gaos le dirigió la tesis “La filosofía de Antonio Caso”. Fue contemporánea y amiga de los filósofos del grupo Hiperión, del que fue miembro —informalmente, porque era un grupo que no estaba escriturado—, cercanísima a Jorge Portilla, a Luis Villoro, a Emilio Uranga. También fue discípula de Samuel Ramos y de Agustín Yáñez, y fue maestra emérita de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde cumplió más de cincuenta años de docencia.
Mi madre se integró al periodismo y lo hizo por más de medio siglo en Novedades. Todos estaban integrados socialmente: mis papás empezaron a tener amigos en el mundo del arte y del cine: de pronto veía yo a Ernesto Alonso y Silvia Pinal, y el mundo de Buñuel.
Mi padre, ingeniero químico, se volvió empresario en una fábrica, la que ocupó muchísimas décadas de mi vida, que me dio de comer siempre y me permitió ser independiente, como los he sido siempre, hasta la fecha. Mi madre se integró al periodismo y lo hizo por más de medio siglo en Novedades. Todos estaban integrados socialmente: mis papás empezaron a tener amigos en el mundo del arte y del cine: de pronto veía yo a Ernesto Alonso y Silvia Pinal, y el mundo de Buñuel, conocí a Mercedes Pinto; en fin, gente no tanto de cultura sino de cine.
Entonces hubo una integración mayor: mi padre era un enamorado del arte y del muralismo: conoció a Diego y a Orozco, y fue novio de Guadalupe Rivera.
En mi caso, la integración fue decididamente mayor: yo no sólo quería estar integrado económicamente. Aunque pensaba que me dedicaría siempre a la ingeniería y me ocupé en ser empresario, quería hacer algo más. En el libro cuento cómo entré en El Colegio de México, cómo me hice historiador y cómo me incorporé a la vida pública mexicana en el 68 en la política de oposición, de buscar la democracia y la libertad para México desde joven.
En esa historia de integración cuento cómo fue muy importante el hecho de que me casé con Isabel Turrent, una chica de una familia jarocha liberal; tuvimos dos hijos, León y Daniel, que son perfectamente mestizos judío–mexicanos. Cada quien escoge la religión que quiere, y ellos así educaron a sus hijos también, pero todos integrados en la vida mexicana, tanto que ahí están la obra literaria y fílmica de Daniel, y el trabajo periodístico de León.
Así que nadie nos podrá regatear el amor a México.
—En uno de los aspectos que coincide con Spinoza es en ser empresarios, él de una manera muy breve y usted más permanente, en los negocios de su padre. ¿Qué perspectiva intelectual le ha dado esa condición?
—Ha sido enormemente importante. Ahora que he estado leyendo nuevas y exhaustivas biografías de Spinoza, mi historia fue extrañamente parecida; claro, el negocio de mi padre no tenía la dimensión enorme del negocio de la familia Spinoza. La guerra entre Holanda e Inglaterra literalmente quebró su negocio y lo llenó de deudas, y Spinoza se quedó a cargo. Entró en una serie de complejísimos litigios, de los cuales salió finalmente airoso; pero lo que quedó del negocio pasó a manos de su hermano menor, con lo que quedaba de la herencia materna; él renunció a eso para dedicarse totalmente a la filosofía y al oficio de pulir lentes, porque vivió siempre de manera independiente.
Cuando conocí a Gabriel Zaid, una presencia clave, una bendición en mi vida, me di cuenta de que se podía y se debía vivir de manera independiente para, también, poder hacer la crítica libre, porque si estás atado políticamente a una institución no sólo tienes límites para tu libertad de pensamiento, sino que también tiene algunos que a veces ni siquiera concibes en la libertad.
Toda comparación con él sería ridícula, pero yo siempre viví de manera independiente gracias a las fábricas de mi padre, que no quebraron; algunas cerraron y otras pasaron por una crisis tan larga como quince años, pero las sacamos adelante. Finalmente, en los años noventa vendimos una y cerramos la última, pero mi papá y yo trabajamos siempre en ella aunque ya estaban muy reducidas. Hacíamos impresiones sobre botellas de plástico, y hacíamos también cajas plegadizas para perfumes franceses. Esas fábricas nos permitieron a mi papá y a mí vivir de modo independiente, lo que ha sido fundamental.
Cuando conocí a Gabriel Zaid, una presencia clave, una bendición en mi vida, me di cuenta de que se podía y se debía vivir de manera independiente para, también, poder hacer la crítica libre, porque si estás atado políticamente a una institución no sólo tienes límites para tu libertad de pensamiento, sino que también tiene algunos que a veces ni siquiera concibes en la libertad. Esto último es gravísimo: en la libertad de pensar, tú mismo te censuras.
Aunque fueron un peso muy grande en mi vida, en realidad para mí las fábricas fueron como el oficio de pulido de lentes para Spinoza: vivir de manera independiente. Cuando a él le ofrecieron puestos académicos o dinero de reyes, no los aceptó.
Luego fundé Clío y Letras Libres, que ya tienen más de un cuarto de siglo de vida y que jamás han dependido del dinero oficial. La revista tuvo anuncios en una proporción infinitesimal respecto al gasto de publicidad del gobierno, mientras que Clío no tuvo ninguna publicidad; lo que hizo fue documentales preciosos sobre la vida de Porfirio Díaz, la cultura mexicana y la biografía de Octavio Paz.
Eso es lo que, con toda cobardía y mentira, ha presentado el presidente como si ese dinero me lo hubieran dado como una mordida. No: eso fue un contrato, una publicidad que en su momento tuvimos, y que no necesitamos ni entonces ni ahora.
Para mí, la experiencia de las fábricas es algo que recuerdo con mucha emoción no solamente por lo que te digo, sino porque uno de los grandes orgullos de mi vida es que, desde 1965, cuando comencé a administrar una pequeña fábrica, y hasta el día de hoy, nunca he fallado en pagar la raya.
En las fábricas teníamos doscientos obreros; ahora sólo tenemos empleado un pequeño grupo en Letras Libres y en Clío, que siguen siendo empresas activas y seguimos dando trabajo, empleo creativo a tanta gente.
Eso es algo que todos los becarios del gobierno, todos los políticos y burócratas que se las dan de puros e incorruptibles, no saben.
De modo que me estás tocando un tema muy importante, que abordo un poco en el libro, que me hace sentir muy satisfecho y con la conciencia, de veras, tranquila.
Es simplemente el hecho de que, a lo largo de la historia, ser judío ha sido una condición marginal, perseguida; pero luego hay judíos, dentro del grupo judío, que se vuelven, a su vez, marginales del judaísmo, como Spinoza, como Heine, como Marx y como varios otros antes. Aunque en el caso de los dos últimos hubo una conversión al luteranismo, en realidad no se volvieron cristianos, sino que se quedaron en los márgenes.
—Un cambio radical de juego: me parece muy interesante el libro que usted se ha pasado no escribiendo: la historia de los heterodoxos judíos, los judíos no judíos, que usted encuentra no sólo a partir de Spinoza sino desde antes y también después. ¿Qué ha pasado con ese tema?
—Es un tema del que me di cuenta de que yo no tenía los elementos ni el conocimiento —idiomas como el hebreo, el griego, el latín—: imposible. Yo simplemente veía allí una continuidad a través de los siglos, de la cual me hizo muy consciente un famoso libro–ensayo de Isaac Deutscher que se llama Los judíos no judíos. Es simplemente el hecho de que, a lo largo de la historia, ser judío ha sido una condición marginal, perseguida; pero luego hay judíos, dentro del grupo judío, que se vuelven, a su vez, marginales del judaísmo, como Spinoza, como Heine, como Marx y como varios otros antes. Aunque en el caso de los dos últimos hubo una conversión al luteranismo, en realidad no se volvieron cristianos, sino que se quedaron en los márgenes. Deutscher decía: “Desde esos márgenes pueden ver mucho mejor el cruce de las culturas”.
Entonces hice un esbozo de ese libro en éste, en el capítulo que se llama “El libro que no escribí”, que es el de los judíos en los márgenes del judaísmo, que desde allí pueden ver a su derredor y asimilar muchas otras culturas, habiéndose ya salido del judaísmo pero sin poder abandonar nunca ese legado, ese bagaje.
Creo que eso está esbozado allí; pero después, en el siglo XX, ya no cabe hablar tanto de lo judío no judío, aunque Deutscher quiere poner en esa categoría, por ejemplo, a Freud, a Trotski y a Rosa Luxemburgo. Yo ya no creo mucho en eso porque, en el caso de los dos últimos, la religión ya no era importante. Todavía creo que en Marx, quien no tuvo una formación judía pero en cuya familia había rabinos de generaciones, o en Heine, el peso, la gravitación de la religión era importante. Pero en el siglo XX ya no; digamos que ya todos se habían incorporado y eran seculares.
Ahí hubiera yo detenido el libro, porque los judíos en el siglo XX comenzaron a tener otras tentaciones, a sabiendas de que eran perseguidos en Europa: el marxismo, la revolución —que fue tan importante en la cultura judía—, el sionismo y las formas de un mesianismo secular, como el que practicaba Walter Benjamin, por ejemplo.
Yo exploro todo eso en el libro, pero fíjate cómo ya ésos no están incluidos dentro del libro que no escribí, sino ya más bien en la última parte del libro, “Mi biblioteca personal”. Éste lo escribí en los últimos meses de la pandemia, cuando decidí volver a ir a mi biblioteca personal. ¿Cuáles fueron esos libros? Pues leí a Benjamin, a Kafka, a Hannah Arendt, y me acordé de Max Weber, de Isaiah Berlin. ®