Paideia: Sócrates como educador

El maestro como partera, como comadrona

Hoy más que nunca se necesita de ser molestados y atosigados por el tábano. Sólo una lucidez así, sólo un rigor así sobre uno mismo, sólo una exigencia constante sobre el propio actuar y pensar, la cual implica mucho coraje para soportar la verdad, puede dar sentido a la vida.

Sócrates, Atenas, 470–399 a.C.
Si todo va bien, tiempos vendrán en que para cultivarse moral y racionalmente se tendrá a mano mejor los Recuerdos de Sócrates que la Biblia, y en los que se utilizará a Montaigne y Horacio como predecesores e indicadores del camino para comprender al más simple e imperecedero de todos los sabios mediadores, Sócrates.[1]
—Friedrich Nietzsche.
¿Qué lugar tendrá el filósofo en la ciudad? Será el de un escultor de hombres.[2]
—Simplicio.

El término paideia, evidentemente, tiene que ver con la formación, con el ideal educativo del hombre griego y, acaso, de la humanidad en general. Es un ideal que buscaba formar nuevos ciudadanos para la polis griega, hombres para la comunidad, hombres virtuosos. Este ideal educativo consistía en una indisoluble imbricación entre una formación intelectual y una formación ética.[3] Podemos decir que el ideal directriz de la paideia y, tal vez, de toda clase de educación y formación, es llegar a sentirnos en casa, es lograr acceder nosotros mismos a nuestra propia morada.

Una pregunta fundamental que podríamos hacernos, que en realidad es la pregunta que suscitó este escrito, es la siguiente: ¿realmente la paideia se puede transmitir o enseñar? De igual manera, ¿se puede aprender o adquirir? Si recordamos a Platón y consideramos que la virtud es una ciencia, ¿puede ser enseñada (didakton)? Yo creo que la respuesta a estas preguntas es sí, o, al menos, que hay que asumir que es para que la reflexión pueda emprender su propio vuelo.

Así, surge necesariamente la pregunta de si hay alguien que la pueda enseñar. Pues lo cierto es que, por más paradójico que nos parezca, a pesar de que la paideia pueda ser, en efecto, transmitida y aprendida, puede ocurrir que no haya nadie apto o capaz para enseñarla. Si esto fuera cierto, ¿dónde quedaría el maestro? ¿Cuál sería el papel del maestro si este mismo es incapaz de enseñarla?

Debo aventurarme y decir que, ante tal situación, el maestro, en el mejor de los casos, sería aquel que sabe o, más común y probable, aquel que sabe que no sabe y, por tanto, nos exhorta, por medio de sus cuestionamientos, a emprender la búsqueda por nuestra propia cuenta, aquel que nos incita a encauzarnos, valerosos y ebrios de enigmas, por donde sus luces ya no nos alumbran el camino, por donde nuestros pasos repiquetean y dudan ante la oscuridad abismal de lo desconocido. En una palabra, es aquel que nos incita a perseguir esa senda pedregosa y hostil con la esperanza de que, con nuestro caminar, resplandezca con toda su fuerza la tarea señorial de la filosofía.

El maestro

Me parece que este mero encauzamiento, así como lo he descrito, puede ilustrarse cabalmente con la figura de Sócrates. En sus enseñanzas y en su vida podemos ver una de las manifestaciones de la paideia griega. Todos sabemos que Querefón le consultó al Oráculo de Delfos quién era el más sabio. La respuesta fue que el más sabio de todos era Sócrates. Anonadado ante semejante afirmación, y con la certeza de que las palabras del Oráculo encerraban alguna clase de enigma, Sócrates decidió examinarse a sí mismo sin descanso y concluyó, finalmente, que si él era en efecto el más sabio, esto era así porque, a diferencia de los demás, no creía saber lo que no sabía. Por eso no resulta curioso que en el Banquete Platón realice dos argumentaciones en esta misma línea: primero, que ningún dios se dedica a filosofar, pues es evidente que ya lo sabe todo, que ya está en posesión de la verdad, mientras que los hombres, inacabados y finitos, son los que filosofan; segundo, que el filósofo es consciente de su no–saber y, por tanto, es aquel que se encuentra en búsqueda del saber y ama el camino que lo pueda llevar a alcanzarlo.

Sócrates asume que las palabras del Oráculo le estaban encomendando una misión, la tarea más digna de su vida: examinar a los demás para que tomen consciencia de su no–saber. No transmitirles el saber, no, porque el saber y la verdad no pueden recibirse acuñados, ya hechos, fabricados, terminados, sino que deben ser engendrados por el propio individuo. Con esta misión en mente Sócrates comienza a interrogar a sus amigos, alumnos, discípulos o a cualquiera que quisiera hablar con él, porque es la única manera de hacer que el individuo sea consciente de su no–saber y emprenda la búsqueda, la verdadera búsqueda del saber, desde el fondo de sí mismo.

Kierkegaard afirma al respecto que Sócrates “era y sigue siendo una comadrona, no porque él «no tuviera lo positivo», sino porque percibía que esa relación es la más alta que un hombre puede tener con otro”.

Esto implica que el papel que tiene el maestro en la formación de los individuos es, en realidad, muy modesto. Sócrates lo sabe y se contenta con representar, por medio de sus interrogaciones,[4] el papel de partero o comadrona. La intención del preguntar de Sócrates es que el interrogado, que en cierta manera ya posee la verdad, la busque y la encuentre por sí mismo. Kierkegaard afirma al respecto que Sócrates “era y sigue siendo una comadrona, no porque él «no tuviera lo positivo», sino porque percibía que esa relación es la más alta que un hombre puede tener con otro”.[5] En esta relación el maestro es, hasta cierto punto, contingente, insignificante, una mera ocasión. Sócrates fue eso con los demás: una ocasión para que los otros lleguen a dar a luz su propia verdad.

Esta imagen que Sócrates se hace de sí mismo sugiere que es en el alma misma donde se encuentra el saber y que es el propio individuo el que debe descubrirlo cuando ha averiguado, gracias al maestro, que su saber estaba vacío, que en realidad se encontraba en un no–saber, en un estado de no–verdad. El maestro tiene que convertirse en ocasión para que aquél descubra que es la no–verdad. Entonces, con ese nuevo descubrimiento, el discípulo estará más excluido de la verdad que cuando ignoraba que era la no–verdad. Sólo así se pierde la falsa conciencia, la falsa certeza, y puede comenzar a pisarse con firmeza.

Lo importante es que lo que aquí está en juego no es el mero saber sobre algo (la aporía de no poder formular un saber sobre algo), sino la propia existencia. Al cuestionar su propio saber el individuo se cuestiona a sí mismo. Lo que está en juego no es aquello de lo que se habla, sino aquel que habla. En el Laques, Nicias se lo explica de esta manera a Lisímaco:

Me parece que ignoras que, si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión o se le aproxima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que ha caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo. […] Pero me alegro, Lisímaco, de estar en contacto con este hombre, y no creo que sea nada malo el recordar lo que no hemos hecho bien o lo que no hacemos; más bien creo que para la vida posterior, está forzosamente mejor predispuesto el que no huye de tal experiencia, sino el que la enfrenta voluntariamente y, según el precepto de Solón, está deseoso de aprender mientras viva.[6]

Todo maestro debe hacer lo posible por despertar en su alumno el placer por aprender. Parece que Sócrates lo logró. El interlocutor, gracias a Sócrates, siente un deseo de examinarse y de tomar conciencia de sí mismo. El tábano de Atenas atosiga a sus interlocutores con preguntas que les hacen cuestionarse, que los obligan a poner cuidado en ellos mismos, a ocuparse de ellos mismos, a interesarse por el bien y la justicia, por “la inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible”.[7] Indudablemente, la famosa inscripción délfica que exige conocernos a nosotros mismos implica, a su vez, un ocuparnos de nosotros mismos. Por eso afirma Pierre Hadot que “el verdadero problema no es saber esto o aquello, sino ser de tal o cual manera”.[8]

Lo interesante es que esta exhortación a buscar hacer del alma lo mejor posible para ser de tal o cual manera, Sócrates la ejerce no sólo con sus interrogaciones, sino también, y sobre todo, con su ejemplo. Él tiene muy claro que si no es posible nombrar o aprehender lo que es la justicia, lo que debemos hacer es intentar mostrar lo justo por medio de los propios actos, por medio de la propia vida, pues “finalmente es la existencia del hombre justo lo que determina lo que es la justicia”.[9] La filosofía no es filosofía si se queda en la pura especulación: hay que aplicarla, hay que vivir conforme a lo que se piensa y lo que se enseña, pues el producto del filósofo, siempre lo ha sido y siempre lo será, es su vida antes que sus obras.

Me parece que hay otro elemento, a veces pasado por alto, que hacía de Sócrates un excelente maestro: fascinaba, seducía, apasionaba, provocaba en los que lo escuchaban un cierto arrobo, suscitaba e inspiraba amor por la sabiduría. En el Crepúsculo de los ídolos Nietzsche explica esta fascinación de la siguiente manera:

Una razón es que él descubrió una especie nueva de agón [lucha], que en esto él fue el primer maestro de esgrima para los círculos aristocráticos de Atenas. Fascinaba en la medida en que removía el instinto agonal de los helenos —introdujo una variante en la lucha pugilística entre los jóvenes y los adolescentes. Sócrates era también un gran erótico.[10]

En el Banquete Alcibíades expresa esta influencia socrática de forma detallada:

De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les acontece lo mismo.[11]

Sócrates provoca en aquellos quienes escuchan sus palabras una suerte de delirio, un trance, un estado de posesión que propicia el verdadero arrebato filosófico.

Incluso todavía ahora —continúa Alcibíades— soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses.[12]

Ése es el poder, la magia de las palabras de Sócrates, las cuales logran influir por medio de la persuasión. Este elemento retórico y persuasivo debería estar presente en todo maestro.

Lo curioso es que Sócrates habla de también de forma sencilla, sus ejemplos surgen de la vida misma. El propio Alcibíades menciona esto en el Banquete: dice que los discursos de Sócrates parecen en un primer momento ridículos, pues habla de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores, y que parece, en efecto, siempre decir lo mismo con las mismas palabras. Sin embargo, si se le escucha correctamente, se comprenderá que sus discursos tienen mucho sentido y que, en el fondo, son los más divinos, pues tienen el mayor número de imágenes de virtud, abarcan la mayor cantidad de temas y examinan todo cuanto le conviene examinar a quien piensa llegar a ser noble y bueno.[13] En definitiva, Sócrates nos recuerda que la filosofía ocurre en lo cotidiano, que surge desde los ámbitos más comunes de la existencia humana.

Sócrates no hacía disponer gradas para los auditores, no se sentaba en una cátedra profesoral; no tenía horario fijo para discutir o pasearse con sus discípulos. Pero a veces, bromeando con ellos o bebiendo o yendo a la guerra o al Ágora con ellos, y por último yendo a la prisión y bebiendo el veneno, filosofó. Fue el primero en mostrar que, en todo tiempo y en todo lo que hacemos, la vida cotidiana da la posibilidad de filosofar.[14]

El alumno

Sin embargo, no podemos caer en el error de creer que un maestro de este tipo tiene todas las de ganar. El propio Sócrates suscitó reacciones muy diversas en aquellos que lo escuchaban. Nicias, por ejemplo, siente alegría ante el cuestionamiento socrático. Alcibíades siente atracción, se siente poseído por las enseñanzas del maestro, pero también pone resistencia, se avergüenza de sí mismo e, incluso, desea por momentos la muerte de Sócrates. El sofista Trasímaco, quien parece un gran peligro en el libro I de la República al defender la tesis de que la justicia es la voluntad de los más fuertes, vuelve a aparecer en el libro V y le pide a Sócrates que continúe el argumento, es decir, Trasímaco es un buen oyente, se deja convencer y persuadir. El verdadero peligro, a mi parecer, es Calicles, pues en el Gorgias defiende, de modo civilizado y educado, la misma tesis de Trasímaco e incluso se retira de la discusión, pues no está interesado en escuchar al filósofo. Calicles es el talón de Aquiles del proyecto educativo socrático–platónico: no oye, no se deja convencer, de forma calmada y fríamente se sustrae de las lecciones del maestro.

Lo que aquí se ha hecho evidente, todavía más, es la importancia que tiene el papel del alumno en toda educación. La educación, en última instancia, consiste en educar–se. Educar–se, afirma Gadamer en una conferencia que dictó al respecto, es un verbo reflexivo que designa la acción autónoma que se niega a poner en manos ajenas la aspiración al perfeccionamiento constante de la persona humana.[15] Esto implica que la responsabilidad recae en nosotros mismos, que es algo íntimo de cada uno. Nuevamente, el papel del maestro es modesto, únicamente es un partero o una comadrona. La formación intelectual, sentimental, emocional, empieza desde muy temprano. Platón incluso afirma en las Leyes que debe comenzar desde el vientre de las madres.[16] Si la virtud se aprende por hábito, hay que habituarnos desde muy jóvenes a la virtud.

Nuevamente, el papel del maestro es modesto, únicamente es un partero o una comadrona. La formación intelectual, sentimental, emocional, empieza desde muy temprano. Platón incluso afirma en las Leyes que debe comenzar desde el vientre de las madres.

Schopenhauer, por su parte, afirmaba que no hay más maestro y libro que la propia experiencia.[17] No se trata, evidentemente, de una experiencia a secas, sino de una experiencia examinada, reflexionada. Y si la verdadera educación es obra de la experiencia es, por tanto, obra del tiempo. Es un trabajo continuo de formación, de transformación, de perfeccionamiento de uno mismo. Pues debe haber un suelo firme, puesto por nosotros mismos, antes de recibir cualquier otra educación externa o artificial. En la educación artificial, el dictado, la enseñanza y la lectura dejan la mente repleta de conceptos antes de que exista cualquier conocimiento amplio del mundo y de la experiencia humana. Nos dan respuestas a preguntas que nunca nos hemos hecho. De esta manera los educadores, en lugar de desarrollar en el alumno la capacidad misma de conocer, de juzgar, de cuestionarse y de pensar, se empeñan únicamente en llenarle la cabeza de pensamientos ajenos y acabados, de conceptos y juicios de los que aún no se ha apropiado, es decir, de verdaderos prejuicios.

Por eso me parece importante hacer lo posible por recuperar siempre las enseñanzas de Sócrates, pues nos invita a aprender a desaprender, a atrevernos a llevar a cabo una ruptura radical con la vida cotidiana, con las costumbres y las convenciones. La educación debe ser subversiva, libre, un peligro para cualquier orden institucional que se crea definitivo e incontestable. La educación, la formación que lleva a cabo cada uno desde su infancia y desde sus propias posibilidades, debe cuestionar todo dogmatismo, debe atreverse a poner a prueba los prejuicios más arraigados. Esto no es distinto a la respuesta de Antístenes al ser interrogado sobre cuál es la enseñanza más importante: desaprender lo malo.[18] Nietzsche recordaba con sorna aquel famoso juicio de un fisionomista, de un extranjero que entendía de rostros, que a su paso por Atenas le dijo a Sócrates a la cara que era un monstruo y que escondía en su interior todos los vicios y todos los apetitos malos. Sócrates se limitó a responder: ¡Usted me conoce, señor mío! Para añadir después que, a pesar de ser una madriguera de todos los vicios y apetitos malos, llegó a ser dueño de todos, llegó a vencerlos todos gracias a la razón.[19]

Sócrates sólo puede invitar a examinarse, a ponerse a prueba. Pero eso no basta: es necesario que quien habla con Sócrates acepte con el propio maestro someterse a las exigencias del discurso racional, a las pautas que la propia búsqueda de la sabiduría nos va poniendo mientras avanzamos.

El alumno es quien puede y debe tomar una decisión que es solamente suya. La educación depende de un acto que está enraizado en el propio aprendiz: él es quien debe decidirse a adoptar y desarrollar la actitud y la disposición de alumno. El maestro puede ayudar a transformar, claro, pero lo que no puede es recrear al alumno antes de comenzar a enseñarle. Esto, además de imposible, sería poco fructífero.

Vuelve a ponerse en evidencia que el papel de Sócrates, como el papel de todo maestro, es necesario, pero no suficiente. Sócrates sólo puede invitar a examinarse, a ponerse a prueba. Pero eso no basta: es necesario que quien habla con Sócrates acepte con el propio maestro someterse a las exigencias del discurso racional, a las pautas que la propia búsqueda de la sabiduría nos va poniendo mientras avanzamos. Dicho de otra manera, el interés en uno mismo, el cuestionamiento de uno mismo, no nacen más que por una superación del propio individuo, por un querer ir más allá de sí mismo.

Además, creo que es importante remarcar que el alumno debe tener una inclinación y un especial interés por la conversación, por dejarse llevar hacia otro lado en la conversación. La conversación con los otros, insiste Gadamer, es un medio para educar–se.

Incluso un diálogo como en el que, por ejemplo, Platón le transfiere a Sócrates la función de mostrar cómo el interlocutor queda aparentemente reducido a simple comparsa, sigue siendo una conversación. Y es que el interlocutor ha recorrido el mismo camino, confirmando al final por medio de su no–saber que se ha hecho capaz de constituirse en interlocutor verdadero de una conversación verdadera. Ello se debe a que el juego transparente de pregunta y respuesta no tiene lugar entre personas que saben sino entre personas que preguntan. Sócrates parece confirmar verdaderamente que basta uno solo para llevar una conversación. Sin embargo, el verdadero arte de llevar una conversación es aquel en el que ambos interlocutores se ven llevados. Esta es entonces una verdadera conversación, una conversación que lleva a algo.[20]

El aprendizaje, la formación, el constante perfeccionamiento de uno mismo no pueden terminarse nunca. Así como no puede concluir nunca la conversación. Ser–en–el mundo es estar en relación, en conversación con los demás. Hay que atrevernos a estar abiertos a la opinión del otro o del texto. Comprender es escuchar de tal modo que el otro o el texto nos digan algo. Nosotros debemos ser receptivos a escuchar esa verdad, esa alteridad. Se trata de una formación en una ética abierta a un diálogo inacabable: sin conclusiones y sin respuestas definitivas. Hay que formarnos en ser capaces de contestar cuando se nos pregunta y, a su vez, en ser capaces de hacer preguntas y recibir respuestas. Hay que educarnos en la sensibilidad hacia el otro, hacia la palabra del otro, hacia la alteridad que se me presenta con el otro.

Pues, finalmente, qué es el saber sino saber vivir, saber si hacemos cosas justas o injustas, actos propios de un hombre bueno o de un hombre malo.[21] Saber es saber lo que hay que preferir en un mundo en el que estamos con los otros, volcados hacia ellos. Por eso el daimon socrático parece ser una suerte de conciencia moral que le impide hacer ciertas cosas. Este elemento tiene una fuerte vena política y social: saber vivir es saber vivir con los otros. Sócrates era un hombre que participaba plenamente en la vida de la ciudad. Merleau–Ponty dice que Sócrates “pensaba que no se puede ser justo a solas, que al serlo a solas se deja de serlo”.[22] El propio Sócrates da muestra de ello al convencerse de que nunca debe ponerse la propia vida por encima de lo que es justo.[23]

Nuestra tarea consiste, creo yo, en examinarnos constantemente. El conocimiento de uno mismo nunca se adquiere de una vez para siempre. La transformación de uno mismo nunca es definitiva. Exige una perpetua ascesis, una tensión constante que nunca acabará, un demorarse en la mirada crítica que dirigimos hacia nuestra propia vida, hacia nuestros deseos y quereres, hacia nuestras propias máximas de acción. Por eso creo importante atrevernos a asumir la figura de Sócrates como la de un padre o un hermano mayor, amoroso y preocupado, que se acerca a nosotros para recordarnos que debemos ocuparnos de la virtud. Hoy más que nunca se necesita de ser molestados y atosigados por el tábano. Sólo una lucidez así, sólo un rigor así sobre uno mismo, sólo una exigencia constante sobre el propio actuar y pensar, la cual implica mucho coraje para soportar la verdad, puede dar sentido a la vida. Sólo así podremos entender la potencia de la afirmación que Sócrates hizo cuando se encontraba a punto de ser condenado a muerte: “Una vida sin examen no tiene objeto de ser vivida”.[24] ®


[1] Friedrich Nietzsche. El Paseante y su Sombra. Siruela: Madrid, 2003, p.55. Se trata del fragmento 86, el cual continúa así: “[…] Sócrates aventaja al fundador del cristianismo en lo alegre de su seriedad, y en esa sabiduría llena de picardía de la que está hecho el mejor y más hermoso estado mental del ser humano. Además de tener mejor entendimiento”.

[2] Simplicio. Comentario sobre el Manual de Epicteto. Citado en Pierre Hadot. ¿Qué es la filosofía antigua? Fondo de Cultura Económica: Ciudad de México, 1998, p.9.

[3] De éthos, carácter: relativo a actitudes, acciones, costumbres, hábitos.

[4] El preguntar tiene una importancia crucial en toda educación. Esto lo sabemos bien desde siempre. ¿Cuál es la diferencia entre Tales y Homero (o cualquier otro discurso mítico)? La forma de preguntar más que de responder.

[5] Soren Kierkegaard. Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Trotta: Madrid, 2007, p.28.

[6] Platón. Laques, 187e–188c.

[7] Platón. Apología de Sócrates, 29e.

[8] Pierre Hadot, op.cit., p. 41.

[9] Ibídem, p. 44.

[10] Friedrich Nietzsche. Crepúsculo de los ídolos: o cómo se filosofa con el martillo. Alianza: Madrid, 2012, p.58.

[11] Platón. Banquete, 215c–e.

[12] Ibídem, 216a.

[13] Ibídem, 221e–222a.

[14] Plutarco. Si la política es asunto de los ancianos, 26, 796d. Citado en Pierre Hadot, op. cit., p.51.

[15] Hans–Georg Gadamer. La educación es educarse. Paidós: Barcelona, 2000, p.11.

[16] Platón. Leyes, VII, 792e.

[17] Arthur Schopenhauer. Parerga y Paralipómena II. Trotta: Madrid, 2009, p.639.

[18] Diógenes Laercio. Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Alianza: Madrid, 2013, p.307.

[19] Friedrich Nietzsche. Crepúsculo de los ídolos, op. cit., p.55.

[20] Hans–Georg Gadamer. El giro hermenéutico. Cátedra: Madrid, 1998, p.35.

[21] Platón. Apología de Sócrates, 28b.

[22] Citado en Pierre Hadot, op. cit., p.50.

[23] Platón. Fedón, 98e y Critón, 50a.

[24] Platón. Apología de Sócrates, 38a.

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Publicado en: Ensayo

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