En el aniversario luctuoso de Rosario Castellanos la autora recupera en este brillante ensayo de juventud a una gigante del feminismo —existe un feminismo mexicano de viejo cuño— y de la ironía, dos desafíos difíciles para un país tan machista.
Cuando publiqué este artículo en enero–marzo de 1996 en la revista Yubai, de la Universidad Autónoma de Baja California (Año 4, núm. 13) deseaba dejar patente mi enorme admiración por la obra de Rosario Castellanos y, pese a que era yo una crítica desconocida y muy joven, albergaba la certeza de que me refería a lo mejor de su narrativa, algo que parecía arrogante, siendo que, como hasta ahora, a Rosario se la lee más como a una autora indigenista que como a la originalísima narradora que fue, en particular en la confección de sus personajes femeninos, cuyo impacto me inspiró de lectora adolescente y me sigue inspirando. Tuve la suerte de ver a Rosario Castellanos en persona muy brevemente, poco tiempo antes de su nombramiento diplomático, y aquel encuentro me inspiró a leer sobre todo su poesía. Fragmentos de sus poemas me siguen todavía.
El que se va se lleva su memoria,
su modo de ser río, de ser aire,
de ser adiós y nunca.
(Amor)
Henos aquí hace un siglo, sentados,
meditando encarnizadamente
como dar el zarpazo último que aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro.
(Ajedrez)
No me explico por qué
fue indispensable que alguien inventara el reloj
y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,
la vida se fracciona en horas y en minutos
o se quiebra o se para.
(Apuntes para una declaración de fe)
Si me pusiese a citar todos los poemas que se me vienen a la mente tendría que urdir más que un ensayo acerca de su narrativa, todo un libro acerca de su poesía. Poesía no eres tú, Trayectoria del polvo, Apuntes para una declaración de fe, para empezar. Me formé en un tiempo de antes de las computadoras, así que leí a Castellanos a conciencia y a mano, palpando páginas, subrayando y haciendo anotaciones en cuadernos que memoricé y que podría reconstruir si me lo propusiese. Por eso digo que Rosario Castellanos es una suerte de maestra de literatura inmortal. Con ella aprendimos a decir y a cuestionar. Su lectura, que iba de la poesía a la novela, sin escalas ni treguas, nos lanzaba a tratar de descifrar un mundo complicado, que no podía abordar al otro salvo a partir de perspectivas y lecturas osadas, disidentes. El 7 de agosto se cumplen cincuenta años de su muerte y desempolvar este texto es mi homenaje a esa gran maestra. Vaya esta introducción sentida y corta para traer a la lectura, espero, de muchas jóvenes, a esta gigante del feminismo —existe un feminismo mexicano de viejo cuño— y de la ironía —coleccionista de las mejores plumas del género—, dos desafíos difíciles para nuestro país tan machista y tan crédulo.
Y hasta aquí mi preámbulo, los dejo con mi texto.
“Este oficio de ser libre, esta voluntad de ser solas”
Mi experiencia más remota radicó en la soledad individual, muy pronto descubrí que en la misma condición se encontraban todas las otras mujeres a las que conocía; solas solteras, solas casadas, solas madres. Solas, en un pueblo que no mantenía contacto con los demás. Solas, soportando unas costumbres muy rígidas que condenaban el amor y la entrega como un pecado sin redención. Solas en el ocio, porque ése era el único lujo que su dinero sabía comprar.[1]
La voz de Rosario, a tres siglos de distancia de la voz de Sor Juana, es la voz de una reclusa que no quiere aceptar las normas del sistema en el que se halla confinada. Hablar cuesta, y transgredir la norma paga el precio más alto. Si Sor Juana no deja nunca de sorprendernos, Rosario Castellanos no cesa jamás de cuestionarnos. Como sugiere Poniatowska, su tono intimista e irónico nos obliga a bajar el tono, a sonreír, a reír, a no tomarnos en serio; su obra, ésa sí muy seria, constituye un punto de partida del cual podemos arrancar las que pretendemos escribir, ya que atañe a las mujeres, pero sobre todo a las mexicanas.
Para Rosario Castellanos escribir constituyó en la práctica de la libertad. Como señala Aurora M. Ocampo en su artículo “Rosario Castellanos y la mujer mexicana”, para ella hay una línea rectora que es desentrañar la doble problemática de ser mujer y ser mexicana. Su infancia lleva la marca de territorios y recuerdos aislados. Para Rosario fue un gran acontecimiento la época cardenista que alteró el sistema monolítico hacendario que predominaba en su estado, Chiapas, dándole un rumbo respecto a la integración de las distintas regiones del territorio mexicano en un discurso colectivo que elude la problemática de la diversidad imponiéndose sobre la heterodoxia que, a partir de ese momento, condena la otredad a una larguísima agonía. Como en el mundo de “Dama de corazones”, de Xavier Villaurrutia, donde los personajes de abolengo se convierten gradualmente en la caricatura de una clase privilegiada, no preocupa a Castellanos el desmoronamiento de la sociedad tradicional, sino el modo lento y errático en el que aquellos mundos que parecían condenados se aferraban al statu quo con su miopía histórica y sus taras psicológicas.[2] En ese mundo de padres hacendados, de patrones y de primogénitos, la mujer de los textos de Rosario gravita y padece de subordinación e ignominia; si casada, ella quedaba convertida,
… de la noche a la mañana… en la mujer… del perpetuo embarazo… cuya progresiva gordura iba reduciéndola a la inmovilidad completa… (El uso de la palabra). Si viuda, era ella quien se consagraba por entero a la iglesia y moría… en olor de santidad.
Si soltera, llevaba “… la boca apretada, como si se la hubiera cerrado un secreto… y andaba triste, sintiendo que sus cabellos se vuelven blancos…” (Balún Canán). En los recuerdos de Rosario la mujer carece de libre albedrío, tiranizada por la sociedad que la empuja a una existencia trágica, como la que toma forma en la palabra de su madre: “… si te quedas sola eres la nada pura”. La existencia de la mujer que vive sola es una de calvario y humillaciones; “… se arrima uno a todas partes y no tiene cabida con nadie. Si se arregla uno, si sale a la calle, dicen que es uno una bizbirinda. Si se encierra uno piensan que a hacer mañosadas…” (Balún Canán). Para Rosario, los años cuarenta representaron una nueva etapa en la que parecía haber llegado a su fin el mundo de sus mayores; aquel mundo que la oligarquía parecía habitar, a decir de Castellanos, “… no sólo como si fuera lícito, sino también como si fuera eterno…” (El uso de la palabra).
La mujer que vivió esperando
Sexo y sexualidad son temas clave en relación con la génesis del poder y del concepto de lo nacional. En uno de los cuentos de Los convidados…, “Vals capricho”, aparecen la civilización, la revolución y el agrarismo como enemigos de la sociedad comiteca venida a menos. A Natalia Trujillo le gustaba creer que no trabajaba, sino que se distraía y su hermana Julia se dedicaba a la costura con la solemnidad de quien carga con la encomienda de vigilar la discreción —la sindéresis— de las señoritas del pueblo. Ambas hermanas han quedado aquejadas de saladura. Para ellas, que han quedado aisladas, olvidadas —sin varón que sea su respeto—, la sociedad se va cerrando en una decrepitud de salones invadidos por el polvo, de costumbres inútiles en los tiempos modernos. En el nivel simbólico pareciera que abandono y soledad es lo que mejor define a la sociedad chiapaneca, la sociedad provinciana “en desgracia” que no sabe trabajar y que, víctima de la orfandad, la viudez o la soltería, padece la ausencia de varón que le merezca el respeto de antaño. El aislamiento no es sólo un aislamiento individual sino el modus vivendi de toda la clase dominante del pueblo. La distancia entre una casa y la casa vecina parece enorme. Cuando el viudo Román habla de sus vecinas más próximas, las Orantes, su discurso se nutre de rumores lejanos, de imprecisiones que revelan una distancia infranqueable entre los silencios y los secretos de unos y de otros. Los sirvientes son el contacto con el mundo; así lo era el personaje de la nana en Balún Canán y así lo es, también, en “El viudo Román”, donde Cástula, el ama de llaves, es fuente de información y delgadísimo vínculo de lo poco de vida que aún persiste en la casa de su patrón don Carlos. Pero el mundo de provincia no existe ni se mantiene vivo por sí mismo, sino que es el resultado de la compleja relación que se establece entre el mundo interior del tiempo circular y el tiempo exterior que es el tiempo de la jerarquía y oposición entre tierra caliente y tierra fría, los dos extremos topográficos y sociales de Chiapas; en casi todos los textos de Rosario la Ciudad de México existe, respecto de la provincia, como mundo aparte. De hecho, es en el cuento “Las amistades efímeras” en el que se establece la tensión entre la inmovilidad de la provincia y la prisa de la ciudad. Por ello he colocado el análisis de este cuento al final de mi ensayo, proponiendo que es también este relato el que nos introduce al personaje de la escritora en su oficio de escribir y de fincar así las bases de un diálogo que involucra a la mujer, que es el diálogo entre fantasía, ficción e historia.
Rosario no analiza a la mujer como un personaje ubicuo de la marginalidad. Por el contrario, para Rosario es importante señalar cómo las clases sociales tamizan la jerarquía que divide y determina el rol de la feminidad según la ubicación de cada personaje en su contexto histórico que excede a la provincia…
Al proponer que Rosario aborda la temática de la mujer planteando esta tensión entre la fantasía y la ficción, por un lado, y la historia, por otro, me baso fundamentalmente en tres puntos a partir de los cuales he construido mi lectura crítica de Los convidados…
1) Que, al presentar los matices y contrastes entre mujeres, señalando a través de sus personajes femeninos las contradicciones de la sociedad maniqueísta en la que se hallan inmersas, Rosario no analiza a la mujer como un personaje ubicuo de la marginalidad. Por el contrario, para Rosario es importante señalar cómo las clases sociales tamizan la jerarquía que divide y determina el rol de la feminidad según la ubicación de cada personaje en su contexto histórico que excede a la provincia y a los espacios atemporales del viejo orden socioeconómico.
2) Para Castellanos, el fin de cada cuento parece informar acerca de realidades complejas que escapan a las oposiciones que fijan los límites del relato. En una suerte de conclusión multidireccional, Rosario practica lo que la autora Rachel Blau du Plessis conceptualiza como writing beyond the ending —una escritura que trasciende el final— y que establece los parámetros de la verdadera ruptura a la que aspira la textura de la voz de la mujer.[3]
3) Las oposiciones de Castellanos sugieren un tiempo de cambios en el que las dicotomías dejarán de ser la norma. Un tiempo que, en retrospectiva, no llega con la modernidad, aunque ésta se anuncie para Castellanos como la posibilidad vigente de romper con la inmovilidad de la provincia. Acaso el tiempo del cambio lo haya percibido Castellanos en el mismo monte del que sale su personaje Reinerie, en estado salvaje, y al que retorna después de haber recuperando aquella lengua extraña que le enseñó más de la vida que los sombreros, los modales, los ritos de la sociedad del blanco. Reinerie quedará como muestra de que la mujer, fugitiva, que no ubicua en la marginalidad, no resuelve la encrucijada de su género en los espacios de la gran urbe ni al interior de la narrativa de la nación que la reinscribe, como ser subordinado, en el reconstituido sistema patriarcal que ahora regentea el Estado.[4]
La habitación es a veces el túnel hacia la libertad: “Vals capricho”
En “Vals capricho” encontramos un personaje clave en la narrativa de Rosario Castellanos; La solterona. “La palabra señorita es un título honroso… hasta cierta edad. Más tarde empieza a pronunciarse con titubeos dubitativos o burlones y a ser escuchada con una oculta y doliente humillación”.
La solterona será, como el “Vals capricho”, el tema mismo de “Los convidados de agosto” y dará vitalidad al ambiente de pueblo que circunda la vida ociosa del viudo Román en el cuento–novela que lleva ese mismo título. La solterona en Rosario Castellanos coincide como tema con el de la sociedad tradicional que envejece, inevitablemente, ante el empuje “civilizador” de la modernidad. En “Vals capricho” Castellanos parece definir más claramente el plano simbólico en el que analoga a la mujer y a la sociedad venida a menos con el dolor de la soledad y el de la soltería; la privación del macho como una suerte de fatalidad que trunca, por capricho, el prestigio de aquellas vidas destinadas a vivir encerradas, absortas, regidas por el decoro y la decencia provincianas. “El capricho” del cuento es la ironía que rodea a esas dos mujeres, Natalia y Julia Trujillo, educadas para toda una vida que la civilización habría de transformar sin piedad. Al igual que le ocurría a la sociedad de su tiempo, la estrella de las Trujillo se opacaba y las llevaba a despeñarse hasta la realidad de sostener su casa a duras penas, trabajando que era lo mismo que descender hasta aquel presente “atrevido” de la modernidad y del gobierno agrarista, desdeñado por los suyos.
El tiempo para la solterona transcurre de dos maneras; el tiempo de la ensoñación y el ocio en el que se la condena a esperar y el tiempo de las premuras cotidianas que hacen que su cuerpo envejezca, que sus acciones se sometan a la fealdad de la necesidad. Atrapada entre las fisuras de su tiempo, la solterona está condenada a ver pasar de largo las tentaciones. Como Emelina en “Los convidados de agosto”, las hermanas Trujillo pasaban la vida esperando, tratando de conjurar el “olor a vejez” aferradas a un hombre sin rostro y un cuerpo sin forma que martilleaba sus sueños con la promesa de venir a restituirles el respeto, quitándoles de encima “el peso de la soltería”.
En “Vals capricho” el elemento transgresor aparece con el personaje de Reinerie, cuyo nombre extraño, acaso derivado del vocablo “reina”, produce en su asonancia la misma sensación de libertad que el perfil de la niña que representa. No es casual que en el cuento todos, incluso ella misma, traten de cambiar el nombre de Reinerie. Gladys–Claudia–María–Alicia, porque parece atrevido y “primitivo”, tan solo digno de esta mujer que “tomaba jugo de limón sin miedo a que se le cortara la sangre y se bañaba en los días críticos”; extraña bestezuela “… que expresaba su satisfacción con ronroneos, su cólera con alaridos y su impaciencia con pataletas”. El contraste entre la sociedad comiteca y Reinerie es casi la acción opuesta a la espera de las dos Trujillo. El contraste entre la sociedad comiteca y Reinerie es tal que Castellanos dibuja a esta muchacha montaraz, bajo la óptica de las mujeres de sociedad, como “una guacamaya lacandona” a la que concede el don de la palabra “difícil”, “sin sentido”, “… como las de los manuales de idiomas extraños”. Mientras las comitecas “usaban una especie de clave, accesible únicamente al grupo de iniciadas…”, Reinerie “daba contestaciones ambiguas que las otras interpretaban como un lenguaje superior”. La fuerza de Reinerie que se va definiendo por su conocimiento “… de los secretos de la vida sexual de los animales …” comenzó a afectar el orden previsto por los hombres que “contaba” con que las mujeres permanecieran ignorantes de la vida. En plano de igualdad, nos dice el cuento, los hombres “no sabían cómo desenvolverse” y descartaron como “corrupción” la fama de aquella mujer salvaje cuya “destreza en los oficios masculinos”, “capaz de cinchar una mula” o de “atravesar a nado un río y de lazar un becerro”, los llevó a sentirse amenazados. Castellanos subraya la naturaleza rebelde de Reinerie con su físico asimétrico, que se caracterizaba por “su falta de apego a los cánones… Ni pelo ondulado, no ojos grandes, ni piel blanca, ni boca diminuta, ni nariz recta. La suma de leves defectos y asimetrías no resultaba atractiva para los hombres ni envidiables para las mujeres”.
Esa niña salvaje que repudia la atmósfera hostil en la que las mujeres padecen el cautiverio impuesto a su género elige ser libre en aquel otro mundo estanco que es el mundo de la marginalidad que impone la gran urbe sobre el campo, y recupera, al escapar, su identidad de hembra salvaje, en un contexto de hembras libres.
El contraste entre mujer salvaje y mujer cultivada se establece como oposición que da sentido al cuento. Los extremos, la sociedad comiteca, por un lado, y Reinerie, por otro, no pueden conciliarse ya que, en el nivel del discurso, el uno no tiene sentido para el otro. Cuando Reinerie aprende a leer para descifrar así las claves del mundo de las tías, lo que descubre resulta “demasiado adverso a su naturaleza directa y libre”. Reinerie, atraída por ellas hacia la lectura, descubrió en los libros una “insípida historia de misioneros heroicos en tierras bárbaras, de monjas suspirantes por el cielo y de casadas a la deriva en el mar proceloso que es el mundo…”.
El argumento del cuento se resuelve cuando Reinerie, que no logra conmover a la sociedad comiteca, “volvió a su estado primitivo”, desvaneciéndose en la silueta de una mujer descalza que retornó al cerro en la clandestinidad del amanecer. Resulta revelador que Rosario combine en este cuento aspectos tratados con anterioridad en Balún Canán y en Oficio de Tinieblas, relacionados con la distancia que se tiende entre el mundo de la sociedad de Comitán y el mundo de la sierra. Al hacerlo de nuevo en “Vals capricho” está mostrando el contraste entre la sumisión psicológica de la mujer de provincia y la libertad que, no obstante haber accedido al conocimiento, conserva la mujer montaraz representada por Reinerie. Esa niña salvaje que repudia la atmósfera hostil en la que las mujeres padecen el cautiverio impuesto a su género elige ser libre en aquel otro mundo estanco que es el mundo de la marginalidad que impone la gran urbe sobre el campo, y recupera, al escapar, su identidad de hembra salvaje, en un contexto de hembras libres. Aquí la ironía que se establece es que Reinerie no logra incorporarse a la dinámica del pueblo. Entonces, la posibilidad de escapar le está dada como el reencuentro del tiempo exterior con el tiempo de Comitán.
Reinerie es libre en relación con las tías y las señoritas de sociedad, pero también es libre respecto al tiempo circular que reduce la vida del pueblo a una vida de repeticiones sin sentido. Como una bestezuela, Reinerie retorna al monte, y se desprende así de la monotonía en la que lucha sin éxito por romper las barreras que la mantienen entre dos extremos que jamás convergen. Las oposiciones de Castellanos, en especial en lo que se refiere a la temporalidad, como señala Aralia López González en su libro La espiral parece un círculo, no se excluyen mutuamente, sino que parecen desdoblarse en nuevas realidades afectadas por la dinámica de temporalidades que las están modificando a ambas y que, en definitiva, las llevan a converger en un marco temporal más amplio que es el tiempo de la historia.[5]
Entre la habitación configurada en sueño y el burdel: “Los convidados de agosto”
La problemática de “Los convidados de agosto” se define por una paradoja: la feria del rompimiento. Si bien la autora nos dice que la feria es la válvula de escape de aquella especie en extinción que es “la gente decente”, por otro, nos representa también las condiciones de inmovilidad que retienen a la mujer en el desgaste de los espacios privados. La feria era el espacio mismo de la heterodoxia que el pueblo se empeñaba en disfrazar. En aquella fecha simbólica de un pasado de aislamiento al que la modernidad mantenía en continuo asedio, el tradicionalismo parecía una carga, las tensiones se liberaban y hasta los niños parecían desquitarse de “las prohibiciones cotidianas”.
Emelina vive aferrada a un tiempo en el que su cuerpo, a punto de abandonar la juventud, se entrega a sensaciones sin pudor, para conjurar la salazón que parece condenarla a la espera atroz de su soltería.
Las divisiones de género quedan mostradas como eje del cuento. Aquella gente que se desbocaba en la risa y la algarada se sometía en el sobreentendido que dictaba que los hombres rieran con sabrosura y sin disimulo, mientras que las mujeres lo hacían siempre a medias, ocultando los labios en el chal y asumiendo mayor recatamiento según les imponía su jerarquía social —solteras de buena familia, artesanas o criadas—. Para Emelina, la protagonista, “… la fiesta era el vértice en que confluían sus ilusiones, sus esperanzas y sus preparativos de un año entero; preparativos que se enfocaban en la necesidad de hallar un hombre”. Emelina, como las hermanas Trujillo, anhelaba abandonar su soltería, a la vez que salir de la marginalidad de la espera; entrar en contacto con el tiempo; escapar al ansia insatisfecha y al olor a vejez de su alcoba en la que noche a noche se dormía abrazada a un fantasma. Consciente de su parte de culpa en lo que toca a su existencia marginal, Emelina se describe a sí misma como alguien a quien en las piñatas “nunca le tocaron más que las sobras”, mientras otras, más aventadas, “se abalanzaban a arrebatar lo mejor”. Emelina construye tímidamente una otredad en la que proyecta el modo como se mira a sí misma, en sus sueños, en oposición a su hermana Ester y a través de ésta, en oposición a su madre. El pasado de Emelina la contrapone siempre con aquel modelo de la madre que se nos muestra como una mujer “sin gobierno ni mente”, con el espíritu en desorden y de quien las palabras fluían con “falta de voluntad”, como las lágrimas de sus ojos. Como la madre, para horror de Emelina, la hermana Ester “exhibe su fealdad” y representa en su triste vida sin privilegios a la sociedad provinciana, al confesor, a los prejuicios, a los fracasos y a las amarguras de las señoritas de su tiempo. Emelina vive aferrada a un tiempo en el que su cuerpo, a punto de abandonar la juventud, se entrega a sensaciones sin pudor, para conjurar la salazón que parece condenarla a la espera atroz de su soltería.
Otra oposición que se establece en el cuento es la del orden y la inmovilidad cotidianos y “el derrumbe” del tendido improvisado para la feria anual, símbolo del desbordamiento de las pasiones de la fiesta. Cuando sobreviene “el derrumbe”, los cuerpos se rozan unos con otros, las identidades doloridas se confunden con las pasiones desbocadas de la muchedumbre que se expresa, justamente, en la celebración de un rompimiento. A partir de esta oposición se plantea la resolución del drama de Emelina, quien decide tomar el camino que le propone el extranjero desconocido a cuyos brazos la ha empujado la muchedumbre sin juicio. Emelina conoce el precio a pagar y aunque el tráfico imponderable de la aparición del hermano arruine sus planes, ella se atreva al fin a rebelarse, como la Casquitos de Venado o la Estambul —las malas mujeres del pueblo—; tocando apenas un pedacito de tiempo, compartiendo un espacio brevísimo de vida, con el arrebato de aquellas “otras” mujeres que “no tenían miedo de desgreñarse, ni de pelear, ni de caer”.
El pasado es un lujo de propietario: “El viudo Román”
En “El viudo Román” la incógnita de la protagonista nos conduce a una trama en la que al hombre se le equipara, en cierto sentido, con las mujeres que participan en ella y en quienes ya ha centrado Castellanos los argumentos de “Vals capricho” y de “Los convidados de agosto”. La condición de viudo de Román anuncia una vida de sombras, de insatisfacciones. De modo peculiar, la viudez establece en la narración la relación entre el tiempo, la memoria y la historia, a las que Román se entrega como un personaje fantasmal sin huellas ni dirección. En la medida en que la autora nos ha presentando al viudo Román, lo vemos trasladándose del espacio sin huellas en el que se ha recluido para olvidarse del mundo, a aquel otro espacio en que el contacto con los demás, los enfermos, lo va familiarizando poco a poco con el sentido mismo de su memoria y de su pasado; su duelo se quebrantaba, comenzaba a emitir palabras, “la punta metálica de su bastón se empeñaba en abrir un pequeño agujero…”.
Otra vez Rosario nos lleva por una galería de mujeres insatisfechas por la falta de varón. Doña Cástula, el ama de llaves, a quien el marido había declarado difunta; Amalia Suasnávar, mujer de abolengo pero sin recursos; Cholita Armendáriz, con su “implacable dedo de fuego” señalando la corrupción de otros desde su rol artificial de ángel de las veladas parroquiales; Leonila Rovelo, la rica aristocrática que había dejado pasar su oportunidad por falta de palabras; Elvira Figueroa, la que ahuyentaba a los hombres con su fama de lumbrera, que se ganó por sus acrósticos a san Caralampio, porque era capaz de resolver el más intrincado crucigrama y porque se sabía de memoria las capitales de Europa; las hermanas Orantes, Blanca y Yolanda, una conformada con “el agua tibia” de la soltería, la otra haciéndole la lucha a cuanto hombre se hallaba disponible en Comitán. Y como corolario de esta galería de señoritas, las dos mujeres de Román, Estela y Romelia, unidas en su cautiverio de mujeres de provincia por la secreta mancha de la traición a Román, el hombre que no se merecía el descrédito, a su modo de ver, puesto que las había elegido a ambas para restituirlas a la felicidad de
las iniciadas… en los misterios de la vida, las respaldadas por el crédito de un hombre con el que irían del brazo por la calle para irritación y envidia de las que nunca asistirían a los paseos, a las reuniones, a los entierros, sostenidas del brazo fuerte de un hombre…
En “El viudo Román” la resolución del cuento no se da puesto que una de las mujeres, Estela, es honrada en su memoria por don Carlos, mientras que la otra, injustamente víctima de la venganza que en todo caso ambas hubieran debido compartir, retorna a la casa paterna, donde se sabe que habrá de padecer la soledad eternamente. En este cuento, donde la historia aparece recluida en el plano secundario de la vida madura de Román, la trama se reintegra al tiempo circular de los visillos corridos, de las habitaciones empolvadas. Si por un momento la vida dio cabida nuevamente al tiempo presente, éste se desvaneció de inmediato y restituyó al viudo a su condición solitaria de “propietario del tiempo”, pero no del tiempo de la acción puesto que por él, en la agencialidad de sus propias pasiones, se habían escapado ya Estela y Romelia, por la vía legítima de la traición.
Estábamos contentas, como si no supiéramos que pertenecíamos a especies diferentes: “Las amistades efímeras”
La narradora de “Las amistades efímeras” carece de nombre en el cuento, lo que sitúa al lector ante la expectativa de un relato autobiográfico, a la vez que se distingue a la narradora–personaje de su protagonista, Gertrudis, a propósito de quien la historia toma rumbo. La primera persona que nos narra se describe a sí misma como la mejor amiga de Gertrudis durante la adolescencia de ambas en Comitán. “Ella” se convierte en la interlocutora secreta de Gertrudis cuando el padre de ésta decide mudarse de Comitán, para reiniciar una familia, en tierra caliente. A través de estos dos personajes Rosario Castellanos establece un marco de referencia dual que opera en distintos planos. En el primero de éstos, tierra fría es Comitán, las construcciones anquilosadas, las tradiciones inmutables. Tierra caliente, en cambio, nos es descrita como el locus de lo efímero y lo frágil, donde una de las amigas va a vivir la vida a la ligera a medida en que la distancia va tornando sus proyectos en sueños de humo. En tierra caliente, nos dice la autora, la gente no encontraba ni estabilidad ni fijeza “… los objetos, provisionales siempre, se colocaban al azar. Las personas estaban dispuestas a irse. Las relaciones eran frágiles. A nadie le importaba … lo que los demás hicieran” Parecería que el alejarse de Comitán, tierra fría, va haciendo de Gertrudis una mujer sin pasado que se define a sí misma a través de la trama como alguien a quien “nunca le había gustado regresar…”; “No me gusta regresar”, dice Gertrudis a Juan Bautista, quien le propone que se vayan juntos del pueblo. Y cuando Juan Bautista muere y la amiga la insta a que se quite un luto que no le corresponde llevar, Gertrudis muestra “un rostro del que se habían borrado los recuerdos; unos ojos limpios, que no sabían ver hacia atrás”.
Al principio la narradora nos dice que la amistad es posible gracias a que su amiga es “casi muda”. La narradora, por el contrario, “está poseída por una especie de frenesí que la obliga a hablar incesantemente, a hacer confidencias y proyectos, a definir sus estados de ánimo, a interpretar sueños y recuerdos”.
En otro tramo de dualidad en el texto están la palabra y el silencio. Al principio la narradora nos dice que la amistad es posible gracias a que su amiga es “casi muda”. La narradora, por el contrario, “está poseída por una especie de frenesí que la obliga a hablar incesantemente, a hacer confidencias y proyectos, a definir sus estados de ánimo, a interpretar sueños y recuerdos”. Así, la narradora afirma acerca de ella misma que “le urgía formularse antes que, con actos, por medio de las palabras”. Gertrudis sólo escribe recados a lápiz, “sobre cualquier papel de envoltura”, y su pasión por su novio se convierte en “una larga espera” que trata en vano de conjurar eludiendo, esa vez, al tono de los versos de despedida que le pide a su amiga que escriba para Óscar: “No muy tristes porque la ausencia será breve…”. Para Gertrudis el escribir carece de cualquier sentido de permanencia o de definición como sus proyectos; a la narradora, en cambio, le gusta escribir y mediante la escritura adquiere cierto dominio de lo que la rodea. A través de las cartas que escribe la narradora, a petición de la amiga, ella acierta a “dibujar”, a descubrir la personalidad imprecisa de Óscar, la ambigüedad de su carácter, sentimientos e intenciones. A Gertrudis los acontecimientos parecen tomarla siempre por sorpresa; la sorprendió, en su somnolencia, el jinete que a galope se la llevó del pueblo; la cogió por sorpresa el padre cuando le exigió una boda para la que no ofreció resistencia; la agarró también desprevenida la noticia de la libertad de su marido, Juan Bautista, y su declaración de amor por otra novia al tiempo que éste le pidió el divorcio. Cuando las amigas vuelven a encontrarse en México la narradora nota que mientras ella “se había vuelto un poco más silenciosa”, su amiga parecía “más comunicativa”. Pero la narradora piensa, todavía, que gracias a la casualidad su amiga recuerda su nombre mientras que ella construye su vida “alrededor de la memoria humana y de la eternidad de las palabras”.
“Espérame un momento. No tardo…”, pero la amiga, que al contrario de la protagonista no tiene memoria, no vuelve nunca atrás, desaparece y quedan ambas “extraviadas” en lo efímero de la existencia, de la vida a partir de ese momento, en el final mismo del relato, cesará de ser capturada por las palabras.
Al final, esta oposición entre la palabra y el silencio se transforma para la narradora en un tercer plano de dualidad que muestra los extremos de la vida y la escritura. Su amiga Gertrudis se va para siempre estableciendo así el carácter efímero de su amistad y ella, la narradora, toma su cuaderno de apuntes, pero no logra escribir nada. “¡Es tan difícil!”, piensa, “tal vez sea más sencillo vivir”. La dualidad vida/escritura se complica pues está íntimamente relacionada con la concepción que ambas tienen del tiempo, que es la columna vertebral del cuento: lo efímero, lo duradero; lo triste, que es largo; lo alegre, que es breve. En un momento del cuento la narradora señala: “Estábamos contentas, como si no supiéramos que pertenecíamos a especies diferentes…”; aquí, a la vez que afirma la dualidad de sus sentimientos y reflexiones, muestra cómo los estados de ánimo influyen en nuestra percepción del tiempo. Imposible descifrar si “la diferencia” entre las especies las sitúa a ellas, Gertrudis y a la que escribe, en campos distintos, o si ambas forman parte de una especie a la que el resto de los personajes y por lo menos un buen número de lectores no pertenecen. La ambigüedad de esta afirmación resalta más cuando se llega al final abierto que, en realidad, no explica cuál es la causa de la desaparición–distancia de Gertrudis. Al aludir a la separación definitiva la narradora dice haberse sentido muy triste, mientras su amiga rumiaba golosamente en la penumbra del cine. Aquí nos encontramos la identificación que ya se estableció entre la tristeza y el tiempo en relación con los poemas a Óscar que, Gertrudis sugiere, no deben ser tristes para creer que la ausencia será breve. A esta nueva tristeza de la narradora se asocia, en consistencia con lo dicho, la eternidad de las palabras. En el mismo párrafo la narradora habla también de la casualidad, a la que en cierto modo identifica con el transcurrir caprichoso, imprevisible, de la vida de su amiga. Entonces, todo para ella, que permanece, se vuelve “una página en blanco”. “Espérame un momento. No tardo…”, pero la amiga, que al contrario de la protagonista no tiene memoria, no vuelve nunca atrás, desaparece y quedan ambas “extraviadas” en lo efímero de la existencia, de la vida a partir de ese momento, en el final mismo del relato, cesará de ser capturada por las palabras.
A manera de brevísimas conclusiones
La problemática de la constitución de la voz en Rosario Castellanos nos plantea la dificultad que entraña la relación dialógica entre lenguaje y tiempo y entre ficción e historia. Lenguaje, tiempo ficción e historia para los mundos subalternos que no hablan, como propone Gayatri Spivak, puesto que los códigos discursivos que nos impone la compleja interrelación poder–conocimiento, como sugería Michel Foucault, torna ininteligible para la clase dominante la voz de esos sujetos.[6] Sin embargo, una peculiaridad de Rosario Castellanos que hoy permanece vigente es la de haber trazado esa genealogía hacia las voces imperceptibles de lo marginal, sin apropiarse ella misma del espacio y de la acústica. Rosario Castellanos aportó en Los convidados de agosto apuntes claros para la formulación–construcción de la subjetividad de la mujer, desde la perspectiva de mujeres de carne y hueso que compartieron con ella, el sujeto que escribe, marginación e identidad de voces subalternas. ®
Bibliografía
Alarcón, Norma. Ninfomanía: El discurso feminista en la obra poética de Rosario Castellanos. Editorial Pliegos, Madrid, 1992.
____ Rosario Castellanos’ Feminist Poetics. Against the Sacrificial Contract, 1983.
Castellanos, Rosario. Álbum de familia. Joaquín Mortiz, México, 1971.
____ Balún Canán. Fondo de Cultura Económica, México, 1957.
____ Ciudad real. Universidad Veracruzana, Xalapa, 1960.
____ Los convidados de agosto. Ediciones Era, México, 1964.
____ Oficio de tinieblas. Joaquín Mortiz, México, 1962.
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Megged, Nahum. Rosario Castellanos, un largo camino a la ironía. El Colegio de México, México, 1984.
Miller, Beth Kurti. Rosario Castellanos, una conciencia feminista en México. UNACH, Tuxtla Gutiérrez, 1983.
Schwartz, Perla. Rosario Castellanos: Mujer que supo latín… Katún, México, 1984.
[1] Elena Poniatowska. ¡Ay vida, no me mereces!: Carlos Fuentes, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, la literatura de la onda. Joaquín Mortiz, México, 1985.
[2] Ver Xavier Villaurrutia, “Mauricio Leal, retrato”, “Dama de corazones”, “El éxodo”, “Monólogo para una noche de insomnio”, “Variedad”, “Cuaderno”, en Obras, prólogo de Alí Chumacero y Luis Mario Schneider. Colección Letras Mexicanas, FCE, México, 1966 (cita de José Joaquín Blanco).
[3] Rachel Blau du Plessis, Writing Beyond the Ending: Narrative Strategies of Twentieth–Century Women Writers, Indiana University Press, Bloomington, 1985.
[4] Ver Amy K. Kaminsky, Reading the Body Politic: Feminist Criticism and Latin American Women Writers, University of Minnesota Press, Minneapolis–Londres, 1993.
[5] López González, Aralia. La espiral parece un círculo. “La narrativa de Rosario Castellanos; Análisis de Oficio de tinieblas y Álbum de familia”, Universidad Nacional Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, División de Ciencias Sociales y Humanidades, México, 1991, pp. 50–53.
[6] Gayatri Spivak. “Can the Subaltern Speak?” Marxism and the Interpretation of Culture. Cary Nelson y Lawrence Grossberg, University of Illinois Press, Urbana, 1988.