El Motín de Esquilache tuvo lugar en Madrid, en marzo de 1766, con motivo de la publicación de una norma que regulaba la vestimenta de los madrileños, dictaminada por el Marqués de Esquilache, a quien se culpaba además de la carestía del pan. La movilización popular llegó a considerarse una amenaza para la seguridad del propio rey.

Guillermo Dentrerríos llegó a Madrid una noche de diciembre de 1765, a la mañana siguiente le cortaron la capa. En el campo las cosechas eran malas, la comida ya no alcanzaba para todos, la vida tampoco. Iba a entregarle la carta al herrero, la que su tío había escrito para conseguirle trabajo en la capital, en el camino lo detuvieron tres guardias. Le avisaron que por decreto real las capas largas estaban prohibidas. Uno de los gendarmes lo golpeó con la culata del mosquete justo debajo de las costillas.
El chico de quince años recibió un golpe que lo dejó consciente de todo, de haber caído de rodillas, del dolor, la falta de aire, de que esto no era lo que esperaba. Mientras estaba en el suelo uno de los soldados desenfundó una daga y la usó para recortar el manto que colgaba de sus hombros. Su capa quedó a la altura de sus pantorrillas, su dinero en manos de los guardias. Recogió su carta, se fue a la herrería junto a la plazuela Antón Martín.
Cuando llegó al taller le entregó el sobre a Lorenzo de Balbuena, el hombre que un momento antes forjaba unos cascos junto al rojo vivo. Desde que el señor dejó el mazo sobre la mesa notó el corte en la capa de joven. Le explicó que el rey había traído la Guardia Valona desde los países bajos para cobrar impuestos; los sobornos y las golpizas eran iniciativa propia.
Era una época de cambios en el país. El rey Carlos III invitó a su amigo italiano el Marqués de Esquilache para remodelar la capital. Guillermo lo notó desde la noche en que llegó, había faroles en las calles recién pavimentadas, lo primeros en la historia de España; en cada casa y esquina colgaban unos azulejos numerados para que la tesorería supiera quién pagaba sus contribuciones a tiempo.
Poco antes de que el chico viviera en la ciudad el rey nombró confesor real al obispo franciscano Joaquín de Eleta. Por primera vez en más de cien años el clérigo que ocupaba ese cargo no era de la Compañía de Jesús. Cuando se fueron en paz Lorenzo mencionó que era una consecuencia por la rebelión en el nuevo continente.
El primer domingo que fue a escuchar la misa se dio cuenta de que el padre no era jesuita, como en años anteriores o como en el resto de los pueblos. Poco antes de que el chico viviera en la ciudad el rey nombró confesor real al obispo franciscano Joaquín de Eleta. Por primera vez en más de cien años el clérigo que ocupaba ese cargo no era de la Compañía de Jesús. Cuando se fueron en paz Lorenzo mencionó que era una consecuencia por la rebelión en el nuevo continente. No dijo más.
Su siguiente parada fue por una jarra de vino, después de todo ya era el mediodía. Cuando entraron a la taberna el herrero abrazó a un hombre que ya los esperaba en una mesa, era su hermano Alonso. Guillermo no lo conocía, tenía poco de haber regresado del Paraguay. El joven Dentrerríos comía poco esos días, las malas cosechas por las que dejó el campo elevaron el precio del pan, el tocino y el aceite. A la mitad del segundo vaso de tinto ya le pareció prudente preguntar de qué rebelión hablaba Lorenzo y qué tenía que ver con los jesuitas.
Alonso de Balbuena sonreía más que su hermano, tenía cabello negro revuelto, patillas, un bigote con puntas y perilla rodeados de una barba de dos días. Apaciguó al herrero con una mirada, estaba por darle un revés al adolescente. Pasó sus dedos por el triángulo negro debajo de sus labios antes de hablarle de la masacre al este del río…
Al inicio del siglo XVIII el choque de dos mundos era algo pasado, las Américas eran un empleado de la Corona, los indios estaban sometidos, menos en las reducciones fundadas por la Compañía de Jesús. En estos asentamientos los indígenas eran libres de practicar la fe que quisieran, recibían salarios, educación. Los líderes de estas comunidades no eran europeos, sino un “paroquitara”, que en guaraní significa el que da órdenes.
Como muchos de estos sitios estaban en el límite de las colonias españolas y portuguesas, la Corona entrenó a la gente del nuevo mundo para que fueran una milicia guaraní. Un obstáculo para los otros colonizadores curiosos. Así fue hasta que a los reyes Borbones dejó de gustarles que hubiera un ejército que le fuera leal a los jesuitas. Esa orden siempre dejó en claro que le servía a Roma antes que a cualquier monarquía.
Lorenzo no dejaba de voltear a todos lados, no quería que algún fisgón supiera que hablaba de aquellos temas con un tipo recién vuelto de ultramar acompañado de un muchacho de capa cortada. No tenía otra. Alonso fue por otra jarra de vino y un pan que sabía que iba a ser devorado en su mayor parte por Guillermo.
Cuando regresó a la mesa le contó al herrero y a Dentrerríos del Tratado de Madrid. En 1750 los gobiernos de España y Portugal firmaron un documento en el que se dividieron América del Sur con fronteras claras. Fernando VI de Borbón ordenó a 29 mil personas de las reducciones dejar sus hogares e irse a la orilla oeste del río Uruguay. Los guaraníes se rebelaron.
La revolución se terminó en las faldas del cerro Caibaté, habían pasado seis años desde que se sublevaron. Para ese punto los jesuitas, al menos la mayoría, regresaron a España, a Buenos Aires o a otras reducciones. Los caudillos indígenas Nicolás Ñanguirú y Sepé Tiaraju se quedaron para el desenlace de la lucha perdida. Tan perdida como sus tierras, su gente, su identidad.
En 1750 los gobiernos de España y Portugal firmaron un documento en el que se dividieron América del Sur con fronteras claras. Fernando VI de Borbón ordenó a 29 mil personas de las reducciones dejar sus hogares e irse a la orilla oeste del río Uruguay. Los guaraníes se rebelaron.
El ejército guaraní se tuvo que enfrentar a las fuerzas españolas de un lado, a las portuguesas del otro. Murieron más de mil 500 indios, mientras que las fuerzas europeas sólo tuvieron cuatro bajas y algunos heridos. A los pocos días el resto de las reducciones se rindieron. La batalla del Caibaté marcó el final de lo que muchos llamaron el Imperio Jesuítico.
El relato había acabado, igual que la segunda jarra. Lorenzo salió a orinar junto a los caballos. Estaban por irse a casa. Guillermo se metía las últimas migajas de pan a la boca.
—Conozco a un provinciano hambriento cuando lo veo —dijo Alonso de Balbuena—, no eres el único, los nuevos cobros de Esquilache le hacen un agujero en el bolsillo a más gente como tú —se le acercó un poco más—. Una de estas noches camina al punto entre la Plaza Antón Martín y la Casa de Las Siete Chimeneas, pregunta por el tío Paco, te puede dar monedas y algo que hacer —remató.
Se quedaron callados unos segundos hasta que Lorenzo volvió de con los caballos. El tipo del bigote negro le guiñó el ojo a Guillermo antes de irse. Lo volvió a ver, no supo cuántas veces más. Pasaron un par de días antes de que fuera a donde le aconsejó Alonso. Se llevó puesto un sombrero de ala ancha que su padre le dio el día que dejó su pueblo. Ese accesorio también estaba prohibido por decreto real. Cualquier criminal o espadachín podía cubrirse el rostro con una pequeña inclinación de la cabeza. Esa ley seguía sin gustarle, pero aquella noche el muchacho entendió la lógica de fondo.
Caminó hasta el lugar, no sabía con exactitud qué buscaba. Supo que había llegado cuando vio a más chicos que deambulaban por la misma zona sin meterse a ningún lado. Cuando se hartó de esperar a que alguien dijera algo le preguntó a uno de ellos si también iba a encontrarse con el tío Paco. Se les acercaron algunos más igual de confundidos, igual de jóvenes. No sé. Quién sabe. Yo tampoco. Ni idea. El silbido de la persona dentro del carruaje a unos treinta metros de ellos fue el primer paso para orientarse.
Ese accesorio también estaba prohibido por decreto real. Cualquier criminal o espadachín podía cubrirse el rostro con una pequeña inclinación de la cabeza. Esa ley seguía sin gustarle, pero aquella noche el muchacho entendió la lógica de fondo.
Le dio una bolsita con reales a cada uno, otra con piedras, junto con la promesa de que algo terrible le pasaría al listo que se echara a correr sin cumplir su parte. El encapuchado llamó a todos por nombre y oficio. Escuchar “Guillermo Dentrerríos, ayudante de herrero” le fue más aterrador que el golpe de mosquete de unos meses antes. Volteó su alrededor, no había ni un alma por esas calles alumbradas. Sólo estaban ellos, con su confusión, su miedo, sus monedas, su tarea.
La misión era apedrear los faroles de esa manzana. Nada más. Cuando comenzaron a correr en todas direcciones Guillermo le dijo a Diego, el hijo del panadero, que lo acompañara. Ellos lanzaron sus piedras, los demás también. En cuestión de minutos las luces de la zona desaparecieron en desorden. El primer sistema de alumbrado público debía tener su primer apagón. La noche volvió a ser como la antes de las reformas de Carlos III: completa oscuridad.
El panaderito rubio debía tener unos trece años, aparentaba ser más joven que Dentrerríos. Le quedaba una última piedra, cuando hizo el brazo hacia atrás para lanzarla la mano de un guardia lo detuvo. Guillermo logró esquivar a los otros dos que no lo persiguieron más que unos metros. Se refugió en la oscuridad que cubría la calle, los demás se quedaron cerca del farol donde pudo verlos. El primer golpe que le dieron a su cómplice lo dejó inconsciente, los demás cambiaron su rostro de color antes de que se lo llevaran de los hombros.
A la mañana siguiente había mucha gente en la calle, aún sentía nervios de la noche anterior, caminó sin ver a nadie a la cara. Cuando entró a la herrería el horno estaba apagado por primera vez desde que llegó a Madrid. Lorenzo le preguntó si había visto los pasquines, los que pegaron cerca de la Casa de Las Siete Chimeneas. Llevó a Guillermo a verlos.
Yo el gran Leopoldo Primero
Marqués de Esquilache Augusto
Rijo la España a mi gusto
Y mando en Carlos Tercero.
Hago en todo lo que quiero
Nada consulto ni informo
A capricho hago y reformo
A los pueblos aniquilo
Y el buen Carlos, mi pupilo
Dice a todo: “¡Me conformo!”
No tuvo más noticias del tío Paco, tampoco indagó más. Era una época en la que la mayor parte de la población era analfabeta, Lorenzo fue quien le dijo lo que decían esos papeles. Un escrito como aquel tenía un propósito específico. De lo que no quedó duda fue de que después de esos textos y de otros parecidos que aparecieron por la ciudad la gente estaba de peor humor.
La Guardia Valona era cada vez más rigurosa al momento de cobrar los impuestos de Esquilache. El acoso ya no se limitaba a las capas, también recortaban sombreros de ala ancha con sus dagas, la multa nunca faltaba. Esos cambios en la vida pública junto con los de la vida religiosa hicieron que la tensión se notara en las personas de la ciudad. En las miradas, las conversaciones, los pasquines, los rumores.
Hijos de puta, cagalindes, baldragas, rastacueros, bastardos. Se levantaron con la misma mirada con la que habían golpeado a Guillermo, al hijo del panadero, a muchos españoles. Se dio cuenta de que se acercaban otros cuatro desconocidos con el mismo atuendo.
El 23 de marzo, Domingo de Ramos de 1766, Guillermo iba rumbo a la iglesia. Atravesaba la plazuela de Antón Martín como muchas otras veces, se detuvo cuando vio a un tipo que también llamó la atención de los gendarmes sentados cerca de una esquina. No le vio la cara, sólo su mandíbula y un bigote negro de puntas con una perilla debajo de éste. El sujeto traía un sombrero de ala ancha, una capa larga hasta sus tobillos. Era ilegal de pies a cabeza.
Dentrerríos casi seguía su camino, un detenido ya no le sorprendía, pero este hombre los insultó. Hijos de puta, cagalindes, baldragas, rastacueros, bastardos. Se levantaron con la misma mirada con la que habían golpeado a Guillermo, al hijo del panadero, a muchos españoles. Se dio cuenta de que se acercaban otros cuatro desconocidos con el mismo atuendo.
Cuando los tres guardias ya estaban cerca del extraño sacó una espada que tenía bajo la capa, los que iban con él también. Después de un minuto dejó de ser una pelea justa entre los espadachines y la Guardia Valona, uno de los espectadores lanzó una botella que se estrelló en la sien de uno de los centinelas. Más gente se sumó a apoyar a los tipos de las capas y los sombreros. El refuerzo pasó de ser de algunos acomedidos a algunos cientos.
La voz se corrió. Cada minuto más gente salía de su casa para sumarse a la turba que avanzaba por la calle de Atocha. Para cuando Guillermo encontró a Lorenzo de Balbuena entre la multitud ya eran miles de ciudadanos inconformes. La vorágine de cinco mil personas cobró un poco de orden cuando apareció una carroza, de ella salió un personaje al que tampoco se le veía la cara. Era imposible saber si fue el mismo que conoció Dentrerríos unas semanas antes. Repartió papeles, gritos que señalaban al Marqués de Esquilache como la persona que debía de rendir cuentas. La muchedumbre avanzó hacia la Casa de las Siete Chimeneas, la residencia del noble italiano.
Guillermo nunca había visto cómo mataban a alguien. Por unos momentos dejó de oír, la gente se movía más lentamente. Cuando volvió en sí Lorenzo ya no estaba al lado suyo, descolgaba retratos de Leopoldo de Esquilache.
Cuando llegaron a su casa el marqués ya había huido a las afueras de la ciudad. Sólo estaba el criado que acuchillaron por ponerse en medio de la gente y el recibidor. Guillermo nunca había visto cómo mataban a alguien. Por unos momentos dejó de oír, la gente se movía más lentamente. Cuando volvió en sí Lorenzo ya no estaba al lado suyo, descolgaba retratos de Leopoldo de Esquilache. Quemaron uno de los cuadros ahí mismo, incendiaron los demás en la Plaza Mayor.
Al día siguiente, lunes 24 de marzo de 1766, llegó un rumor de que Esquilache se había escondido en un palacio junto al del rey. La gente avanzó. Al inicio de la procesión Lorenzo tomó a Guillermo de la capa, lo detuvo. Esperaron unos minutos a que la gente caminara, eran dos piedras en medio de la corriente de un río. El herrero no tuvo que explicarle al joven por qué los que marchan en primera línea son los primeros en conocer a San Pedro. Se dio cuenta de esto cuando vio la hilera de cuerpos tirados frente a los fusiles de los valones.
Las fuerzas españolas no hicieron ningún esfuerzo por defender el palacio, tampoco lo atacaron. Éste era asunto de la Guardia Valona que no pudo detener a la multitud hasta que el padre Yecla cruzó la barricada. Era un franciscano, de los que rodeaban a Carlos III desde que los jesuitas dejaron de ser gratos para la Corona. Su intención era apaciguar la situación con la palabra de Dios, en lugar de eso fue el intermediario que recibió el documento con las exigencias del pueblo.
Entre otras cosas específicas a la economía, los españoles pedían el destierro de Esquilache y su familia; la disolución de la Guardia Valona; poder usar la capa y sombrero redondo con libertad; que el rey saliera en persona a prometer que cumpliría con estas cosas. En el pie de página había una nota: “De no hacerlo así arderá Madrid entero”. Unas horas después el monarca salió junto con el confesor real Joaquín de Eleta a dar la buena noticia al pueblo, habían ganado.
Luego de los gritos de felicidad, disparos al aire y unos abrazos el tumulto se dispersó. El contraataque, aunque fue discreto, comenzó unos meses después. En octubre de ese año encarcelaron a tres personas: el abate Lorenzo Hermoso, el padre Miguel de la Gándara y el Marqués de Valdeflores.
Guillermo jamás volvió a ver a un rey tan de cerca, menos a uno con el orgullo herido. Luego de los gritos de felicidad, disparos al aire y unos abrazos el tumulto se dispersó. El contraataque, aunque fue discreto, comenzó unos meses después. En octubre de ese año encarcelaron a tres personas: el abate Lorenzo Hermoso, el padre Miguel de la Gándara y el Marqués de Valdeflores.
Los dejaron en una celda de Pamplona para que pensara bien qué crimen cometieron. Mientras tanto, los jesuitas fueron expulsados del país, los señalaron como los autores intelectuales del Motín de Esquilache. La madrugada del 2 de abril de 1767 los miembros de la Compañía de Jesús fueron arrestados, desterrados de España y sus colonias. La investigación previa fue secreta, la operación para sacarlos del dominio de Carlos III fue repentina. Feroz.
El juicio de los tres prisioneros fue hasta diciembre de 1768. El Marqués de Valdeflores y padre De la Gándara fueron declarados culpables. Las autoridades llevaron textos en contra del gobierno que encontraron en sus casas. Ambos lo negaron, ninguno de estos documentos estaba firmado por ellos. La evidencia se recabó durante la pesquisa secreta. Era la palabra de las autoridades que tenían un papel en la mano contra la de los que llevaban dos años tras rejas.
La condena del abate Lorenzo Hermoso tardó un poco más. Los testigos que llegaron al tribunal dijeron haberlo visto en la puerta de Toledo el día de los disturbios, supuestamente daba órdenes a la multitud. En realidad, estaba en el puente de Segovia con el cardenal de Madrid. La familia del cardenal fue llamada a testificar, confirmaron la coartada del abate. De todas formas, fue condenado a prisión por ser amigo del padre Miguel de la Gándara.
Guillermo se enteró de estos detalles porque Alonso de Balbuena estaba otra vez en Madrid para visitar a Lorenzo, esta vez había vuelto de Prusia. El muchacho se resistió a preguntarle sobre el tío Paco. No deseaba tener nada que ver con aquello. El hermano del herrero fue el primero en irse, antes de que salir a la calle se puso su sombrero redondo, el ala ancha le cubría casi toda la cara, excepto la mandíbula y el bigote negro en puntas. ®