Gracias, Milan. Por recordarnos que incluso lo insoportable puede ser hermoso. Y por demostrarnos, con cada página, que la levedad también puede ser una forma de eternidad.

El 11 de julio no es sólo una fecha. Para algunos será un número más, una coordenada anodina en el calendario. Para mí, y quizá para unos pocos más, es el recordatorio de una pérdida que no se ha terminado de asimilar: la muerte de Milan Kundera.
Hace exactamente dos años el mundo perdió a uno de los últimos grandes novelistas del siglo XX. Yo, en cambio, perdí algo más íntimo: al autor que me enseñó que escribir no es un lujo, ni una vocación, ni siquiera una profesión, sino un modo de estar en el mundo. Un acto desesperado por comprender lo que nunca tendrá respuesta. Desde entonces, lo sé: no quiero ser escritor por necesidad de contar historias, sino por culpa suya.
Kundera me cambió la vida. Y no lo digo como una frase hecha. No fue sólo La insoportable levedad del ser, aunque con ese libro comencé, como tantos. Fue La vida está en otra parte, fue La inmortalidad, fue La ignorancia. Fue su humor amargo, su ternura escondida entre paréntesis, su forma de mirar a Europa como si mirara el alma de un exiliado. Fue su idea de que la novela, en su más alta expresión, es una forma de pensamiento. No un entretenimiento, no una pedagogía, sino un lugar donde el ser humano puede ser examinado sin moral, sin juicios, sin clichés.
Fue su idea de que la novela, en su más alta expresión, es una forma de pensamiento. No un entretenimiento, no una pedagogía, sino un lugar donde el ser humano puede ser examinado sin moral, sin juicios, sin clichés.
Desde Kundera aprendí que no hay personaje más complejo que uno que no se comprende a sí mismo. Que el olvido puede ser más cruel que la muerte. Que el amor no siempre redime, pero sí revela. Que la historia personal —esa suma de azares, cobardías, casualidades y temblores— puede ser, si se escribe con lucidez, una forma de resistencia.
Y entonces lo comprendí: yo también quería escribir desde ese lugar. No desde la corrección, sino desde la duda. No desde la épica, sino desde el titubeo. Yo también quería aprender a narrar con la sutileza con la que se desnuda un recuerdo. Yo también quería seguir sus pasos, aunque supiera que nadie puede caminar donde él caminó.
Es difícil explicar lo que significa haber crecido leyendo a Kundera en un país tan alejado del suyo, con una vida tan ajena a la suya. Pero eso es precisamente lo asombroso: que un escritor nacido en Brno, exiliado en Francia, obsesionado con Europa Central, con el comunismo, con la ironía, con el exilio, con la música clásica y la sexualidad, haya podido decirme cosas que nadie más me había dicho nunca. Porque eso hace la gran literatura: borra el mapa. Nos vuelve contemporáneos de almas que nunca conoceremos.
Un escritor de su talla no muere: se dispersa. Se queda viviendo en las frases subrayadas de quienes no podemos dejar de volver a sus libros. Habita en las bibliotecas como una presencia que respira, que observa.
Hoy, a dos años de su muerte, me niego a hablar de él en pasado. Kundera no ha muerto. Porque un escritor de su talla no muere: se dispersa. Se queda viviendo en las frases subrayadas de quienes no podemos dejar de volver a sus libros. Habita en las bibliotecas como una presencia que respira, que observa. Sus personajes siguen haciendo preguntas. Sus páginas siguen encendiendo pequeñas hogueras. Cada vez que alguien lo lee por primera vez, Milan vuelve a existir.
Y sí, tal vez ya no publique más. Tal vez ya no lo entrevisten más. Tal vez ya no escuchemos su voz, esa voz que cuidó con tanto recelo. Pero aún lo seguimos leyendo. Y leer a Kundera es, siempre, leerlo por primera vez.
Por eso no es sólo un aniversario. Es una promesa renovada: la de seguir escribiendo —y viviendo— con la lucidez que él nos legó. La de intentar, aunque sea torpemente, honrar su legado con nuestras propias preguntas, con nuestras propias dudas. La de no dejar nunca de buscar sentido donde ya no lo hay.
Gracias, Milan. Por recordarnos que incluso lo insoportable puede ser hermoso. Y por demostrarnos, con cada página, que la levedad también puede ser una forma de eternidad. ®