A la distancia de un 2 de octubre o cualquier día del año, preguntar por Elena Garro es preguntarnos por nosotros mismos. ¿Qué hemos aprendido de ese teatro político que parece interminable? ¿Qué hemos hecho con la memoria?

¿A dónde ir cuando tiempos difíciles bloquean todas las sendas? Imagino que la respuesta a esta pregunta debe ser contestada de forma muy personal; sin embargo, recordando a Carol Hanisch con aquello de “lo personal es político”, se debe tomar el reto que existe dentro de esa sencilla frase para buscar, más que fórmulas, opciones de otras rutas que nos lleven, cuando menos, a una mejor comprensión del terreno en el que estamos parados.
Hace ya algún tiempo, en una larga noche, preguntando llegué a Elena Garro: brillante territorio con la magnificencia de un antiguo imperio; lo hallé protegido por centurias de palabras, ideas que trascienden el tiempo y el espacio y, sobre todo, por argumentos que, cual soldados, protegen la dignidad como ideal humano a través de discursos polifónicos que casi nadie de su época se atrevió a mirar de frente, quizá por temor a los ejércitos de ideas que mi general Elena Garro comandaba con un ojo implacable para desnudar todo poder disfrazado. Y sí, la historia ya la conocemos: en la conquista de la dignidad, Garro encontró la ignominia. “Eran tiempos difíciles”, dirán algunos; no obstante, George Santayana nos regaló una sentencia que deberíamos repetir hasta el cansancio cada vez que los embates del mal tiempo nos hacen tambalear: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.
Garro jamás desvió la mirada del pasado. Fue una lectora voraz de los clásicos griegos y romanos, de aquellos libros que esperaban pacientemente en la biblioteca de su padre, hasta que esa niña que construía mundos con el efecto Tyndall descubriera, en el brillo difuso de la historia, las consecuencias trágicas del pan y circo que Juvenal denunciara casi dos mil años antes. La política como teatro, la propia carne como escenario y la sociedad reconocida por el poder, callada. Demos un vistazo a su obra en un acto, Los perros (1965): Úrsula y su madre con el mismo destino violento; Javier, el primo que representa a la sociedad, callado; un poder desmemoriado repitiendo de forma cíclica la misma crueldad.
El hecho es que hoy tenemos acceso a un vasto corpus: teatro, poesía, novela, cuento, reportajes y una miríada de entrevistas en las que generosamente nos convida la profundidad de su pensamiento, porque ella no sólo señalaba las farsas, sino que también, muy a su estilo, introducía verdades crudelísimas en prosas de alta belleza.
La obra de Elena Garro, a la que me encantaría llamar “completa”, sabemos bien que no lo es, porque nunca descubriremos cuántos textos quedaron en un baúl, roídos por el tiempo u horadados por las polillas intelectuales que tanto ambicionaron su pluma. El hecho es que hoy tenemos acceso a un vasto corpus: teatro, poesía, novela, cuento, reportajes y una miríada de entrevistas en las que generosamente nos convida la profundidad de su pensamiento, porque ella no sólo señalaba las farsas, sino que también, muy a su estilo, introducía verdades crudelísimas en prosas de alta belleza. Todos conocemos el poderoso inicio de Los recuerdos del Porvenir, pero, si seguimos caminando, podemos encontrar imágenes como “El primer jardín sembrado de árboles copudos se defendía del cielo con un follaje sombrío”, Ixtepec, la tierra que siente y habla del sino de sus hijos que, vulnerables, se han de proteger de la intemperie del poder. En ese follaje sombrío hay un gesto de resistencia: la tierra y los suyos ante el embate de un cielo que no siempre da luz, sino castigo. ¿Seremos nosotros parte de ese jardín? Sí, nosotros, los hijos de la tierra, siempre expuestos, siempre sacrificables, soldados con distintas y diarias luchas que jamás veremos un ascenso porque el padre cielo no lo permite y la angustiada madre patria siempre calla.
Frente al 68 Garro no se limitó a repetir consignas: denunció lo que vio. “Yo lo único que hice fue decir lo que vi, pero aquí decir lo que se ve cuesta demasiado caro”, afirmó con la serenidad de quien sabía que ya había pagado el precio.
En algunas de las entrevistas recopiladas por Patricia Rosas Lopátegui en Diálogos con Elena Garro y otros textos (Gedisa, 2020), mi General Elena dijo: “¿Cuánto cuesta la libertad? ¿Cuánto, en un mundo sin cordura, carente de ilusión, de fe? Qué nos queda más que jugar y retar”. Esa pregunta no se quedó sin pago y tampoco sin respuesta, ya que en otra conversación, de sus propias palabras nació: “Es el destino de un pueblo en un determinado momento. Y lo que le sucede a un pueblo no le sucede a una persona, le sucede a toda la comunidad”. Tan Elena, tan trágica, tan griega, pues sabía que lo que hiere al héroe hiere también a la polis entera. Frente al 68 Garro no se limitó a repetir consignas: denunció lo que vio. “Yo lo único que hice fue decir lo que vi, pero aquí decir lo que se ve cuesta demasiado caro”, afirmó con la serenidad de quien sabía que ya había pagado el precio. A pesar del exilio, a pesar de los mismos textos agrios y siempre repetidos cada 2 de octubre, mantuvo la guardia, trabajó como lo hacen los imprescindibles y nos regaló Sócrates y los gatos (2003), testimonio clave sobre el movimiento que, aunque vio la luz muchos años después, seguramente ayudó a más de uno a limar viejas asperezas con los recuerdos de aquel tiempo.

Mujeres incómodas, hombres cascarrabias, familias que se encuentran por los siglos de los siglos, pueblos con voz propia, culpables inocentes e intelectuales sin intelecto son sólo algunos de los personajes que podemos encontrar en su obra, tan honestos como ella, que, sólo al enunciar unas cuantas verdades, arrebatan la narrativa monológica del poder. Elena sabía más de lo que estaba en el porvenir y, por ello, lo recordaba. “Hoy es difícil ser honesto, consecuente. Hoy desaparece un país y nadie hace nada”. Esas palabras, dichas por Elena hace más de treinta años, parecen arrancadas de alguna sátira romana, en una suerte de espejo del presente.
A la distancia de un 2 de octubre o cualquier día del año, preguntar por Elena Garro es preguntarnos por nosotros mismos. ¿Qué hemos aprendido de ese teatro político que parece interminable? ¿Qué hemos hecho con la memoria? Y recojo nuevamente su voz para decir: “El pasado no ha pasado, está aquí. Nos mira y nos juzga”.
Y aquí estamos: todavía entre el circo y el silencio, entre el poder que se regodea en sus victorias y los cuerpos arrojados a la roca Tarpella, expuestos para escarmiento. Porque, si algo demostró Garro, es que la caída nunca es del individuo solamente: es de la comunidad entera. Tal vez por eso su voz resuena tan cerca: porque detrás de cada sentencia política hay una tragedia personal, y detrás de cada tragedia personal hay un eco político que no cesa. ®