Todas las mexicanas somos Guadalupe Dueñas

Entre los silicios de Ramón López Velarde, los talismanes de Pita Amor y las rosas de Rosario Castellanos

Con tres magníficas y precisas semblanzas de Guadalupe Dueñas —Ramón López Velarde, Pita Amor y Rosario Castellanos—, incluidas en Imaginaciones, recordamos a la escritora jalisciense con motivo de su cumpleaños.

Guadalupe Dueñas, nació en Guadalajara, Jalisco, el 19 de octubre de 1910; murió en la Ciudad de México el 10 de enero de 2002.

Elegí de Guadalupe Dueñas un par de textos que, en mi opinión, conservan su humor. Es muy difícil para las mujeres en un sistema patriarcal rígido como el mexicano no únicamente atreverse a escribir, sino a publicar y, también, ser burlonas o críticas, haciéndose de los poderes del humor y la ironía.

La tendencia en México sigue siendo que las mujeres permanezcan calladas, que sean cautas, que tengan recato. Por eso me gustaron mis selecciones. Dueñas elige en estos textos interactuar con otros personajes de la vida cultural. Para mí, de todos esos textos, el más encantador, el más revelador, es el de Ramón López Velarde. Y otros dos que elegí son el de Pita Amor y el de Rosario Castellanos.

Tal vez el objetivo de Dueñas al elaborar estas semblanzas sea desacralizar a los actores del poder en México, que no solamente están en la política. También hay personajes de poder en las calles, en los transportes, en las tiendas, en los mercados y, por supuesto, en la literatura. Así, ese desafío contra el patriarcado que de manera constante nos entrega Guadalupe Dueñas se ve presente en “Imaginaciones”. No callarse sino hablar y, además, hablar en voz alta. Y abordar a personajes como estos dos que abordo aquí, uno de ellos el gran santón de la literatura mexicana, de quien, por cierto, conozco pocos trabajos críticos escritos por mujeres, en comparación con la larguísima lista de escritores hombres que se pelean por disertar acerca de Ramón López Velarde. Confieso que me divierte que Dueñas se burle de López Velarde, pese a que me encanta López Velarde. Me senté a escuchar durande horas, los años que viví en Zacatecas, una muy nutrida muestra de disertaciones en torno a la obra de López Velarde. Trabajé para un diario llamado La Llovizna, en honor a sus nutridas metáforas alusivas a ésta. Tuve un programa de radio y una revista cuyas secciones llevaban por título imágenes de “La suave patria” como “El azoro de tus crías”, “El relámpago verde” y el título mismo de la publicación, “Olas Civiles”. En Zacatecas lleva por nombre el del bardo jerezano el Instituto de Cultura, varias escuelas, calles, bulevares y plazuelas, de modo tal que no se puede pasar por el estado sin notarlo. Y ante tanta familiaridad mezclada de acartonamiento, decir que me encanta el modo como lo interpela Guadalupe Dueñas es apenas una partecita del deleite y de mi personalísimo afecto por ambos escritores; Dueñas, porque me inspira con sus giros y su prosa rica en matices y, ya lo dije, humor. López Velarde, porque desde niña memoricé sus versos que me gusta todavía recitar a la menor provocación.

Las Obras completas

Poco estudiada, desconocida por muchos, salvo por quienes se la toparon en vida, Pita Amor es irreverente, atrevida, desafiante, burlona. Dueñas la llama jactanciosa y nota que se embarca rápidamente en un recuento de sus poderes, los que enlista de manera sucinta y sin muchas vueltas.

Y no podemos retener la carcajada al leer: “Aunque lo ignores tomé parte en algún profano sueño de tu atávica continencia…”, dice Dueñas, la que llama a Ramón “galán de provincia”, “lugareño genial”, “plañidero devoto”, “paganísimo cristiano”.

Y mi lectura entra en éxtasis al tocar ese final pensado como el movimiento de cierre de una ópera: “Si me hubiesen dado a escoger mi tiempo y mi ración de amor sobre la tierra, de todos los infieles habitadores del mundo, a ti te escogería, a ti únicamente”.

“Me gustas así, teñido de cuaresmas anacrónicas, de silicios y de incendio.”

“Eres el ayer y el nunca, la provincia que no viví y la ciudad que ya no existe. Considérame tu viuda, para poder llorarte.”

Diré que viví en esa Zacatecas de los retablos del viacrucis, humosos de incienso. Hace veintidos años que volví a San Diego, en esta otra vida después de Zacatecas.

Mi otra selección es la semblanza de Guadalupe Dueñas de su tocaya Pita Amor, quien constituye en cierto modo la antítesis de López Velarde. Poco estudiada, desconocida por muchos, salvo por quienes se la toparon en vida, Pita Amor es irreverente, atrevida, desafiante, burlona. Dueñas la llama jactanciosa y nota que se embarca rápidamente en un recuento de sus poderes, los que enlista de manera sucinta y sin muchas vueltas. Pita mágica, Pita dueña de un amuleto que la vuelve invencible y el desparpajo con que se cree y describe a sí misma como la dueña de la cultura, como Góngora lo fue de la poesía o Vivaldi de la música, sin más.

Una tercera semblanza, imperdible, es la de Rosario Castellanos. Cito de ese texto el gran diálogo que sostuvo Dueñas con el México que le fue contemporáneo y que nos sitúa, a sus lectores, en esa dimensión atemporal de la literatura en la que cada texto parece escrito ayer, chorreando tinta como si en el encanto de escribirlos, el tiempo de los textos se hubiese detenido y se activase al paso de las miradas recién estrenadas en la lectura. Dueñas cita a Castellanos en una interesante reflexión acerca de la escritura: “Es tan fácil morir, basta tan poco. Un golpe a media noche, por la espalda, y aquí está ya el cadáver puesto entre las mandíbulas de un público antropófago”.

Y anhela un reencuentro con su amiga: “No, no hablo de su muerte, porque ‘morir no es una ausencia, sino una presencia en otra parte’. Hablo de nuestra vieja amistad, rota en la vida y que reanudo en la muerte. Rosario: hablaremos pronto de cosas inconclusas, que será fácil explicarnos, en presencia de los ángeles”.

Han muerto ya todas las escritoras del veinte que acompañaron a Guadalupe Dueñas, a Inés Arredondo, a Amparo Dávila, a Elena Garro, María Luis Mendoza, Margarita Michelena. Y aunque ésta sea sólo una muestra de una lista más extensa, continúan siendo escasas y perdedizas las reediciones de sus de por sí pocas obras publicadas. Haría falta un esfuerzo serio por rescatarlas, a todas. Por hoy, celebro la obra de Guadalupe Dueñas, ingeniosa, creativa, llena de humor y de elegancia en el decir.

Ramón López Velarde

Noble juglar, señor y príncipe, en esta tarde de lluvia he venido a tu sepulcro con un ramo de violetas cortadas en el alba. Estoy aquí, vestida de negro, con el luto de Águeda y Fuensanta. De la plomiza eternidad me separa tu lápida, y la impotente amargura de estarte vedada como la llovizna y el viento. Te he traído esta ofrenda porque, aunque lo ignoras, tomé parte en algún profano sueño de tu atávica continencia. He venido a buscar tus palabras remotas, tu ilusorio fantasma para poder gritar las cinco letras de tu nombre, que he dibujado en mí con un dibujo de escarcha.

¡Cenobita frustrado! ¡Galán de provincia! ¡Qué no daría por escucharte tras la reja de un viejo balcón, enjoyado con rústicos tiestos floridos y oír tu voz sobre la penumbra inválida de los jardines de tu pueblo! ¡Verte pasar a la hora del Ángelus, con tus imaginarias hormigas, con tus arañas lúbricas y tus salmos israelitas!

Lugareño genial, plañidero devoto que amasaste el amor y el espanto y el placer y la muerte. Paganísimo cristiano, bíblico señor, ¡quién fuera Águeda y Ruth y Mireya y tu musa Fuensanta, que en los claros domingos la llamabas diáfana y bella y olorosa a fragancia!

¡Cómo me hubiese gustado ser la novia perpetua de tu canto! Tu ánima impoluta. Y es que te pareces a mí en esa erizada angustia de tu lucha con el ángel.

Imagino que la invitarías a recorrer los atrios de los templos, el altar del Santísimo, los retablos del Viacrucis humosos de incienso, y sin tocarse las manos recorrerían los jardines en esa primavera que les tocó vivir y que yo envidio; porque si me hubiesen dado a escoger mi tiempo, y mi ración de amor sobre la tierra, de todos los infieles habitadores del mundo, a ti te escogería, a ti únicamente.

Me gustas así, teñido de cuaresmas anacrónicas, de cilicios y de incendios, con labios repletos de oraciones y eróticas plegarias y de embriagadores éxtasis.

¡Cómo me hubiese gustado ser la novia perpetua de tu canto! Tu ánima impoluta. Y es que te pareces a mí en esa erizada angustia de tu lucha con el ángel; o tal vez te pareces al personaje de mis sueños o estoy, como tú, tejida de lujuria y de un anhelo santo.

Pero tú eres el ayer y el nunca, la provincia que no viví y la ciudad que ya no existe.

Considérame tu viuda para poder llorarte.

Pita Amor

—¿Qué desearías que yo contara de ti?
—Nada.

Pita me mira y sonríe; reitera:
—Nada.

Su confianza me irrita, sobre todo cuando jactanciosa se burla:

—Preferiría que estuvieras convencida de mis poderes mágicos; de que poseo una antena del prodigio y que admiraras el torrente de mi ciencia. Entonces podría enseñarte el amuleto que me vuelve invulnerable y entenderías cómo bebí en los filtros del milagro los secretos de las ciencias antiguas. Descubrirías que tengo un pacto diabólico que me ha concedido la sabiduría; esa sabiduría que los mortales buscan y adquieren al precio de la vida y luego guardan ingenuamente en ediciones incomprensibles. Sabrías que soy dueña del misterio y soy yo misma la cultura; como Góngora es la poesía y Vivaldi es la música. Y porque conozco el éxtasis y el derrumbe, los palacios de arlequín y los aquelarres siniestros, ya nada me sorprende. Agoté mi vanidad y mi deseo y llevo esa ventaja sobre los hombres. Cuando te convenzas, tu labor se hará más amable y sabrás, por fin, que un hado me protege, y que en lo más alto del Parnaso los dioses deletrean mi nombre. Desde mi sitial de musa puedo aconsejarte que trabajes, porque me apena verte, en tus ruinas, flotando como una mariposa muerta. Lo digo por tu bien; yo que soy la Lógica y todos los siglos.

Cerró el torrente admirable para seguir en lujosa despreocupación de fabricar el marco de su persona.

—Pita —quise decir—, me gustaría que… meditaras…
—Haz un acta y yo la firmaré para que conste.

Pasaron millares de latidos, centenares de pulsaciones, arrobas de pesadumbres e inútiles jornadas; y, una vez, vi huir la sombra de su sombra anochecida, sin llaves de su casa —porque casa redonda tenía de redonda soledad—. La vi bucear en la negrura con ojos ciegos; la vi deslizarse y desaparecer por cualquier esquina del mundo.

Rosario Castellanos

Morir no es una ausencia, sino
una presencia en otra parte.
—G. K. Chesterton

Como otros hablan de la rosa, yo hablo de Rosario: rosa florecida, rosa predestinada, rosa del llanto.

Hablo de ella. No hablo de la embajadora que atravesó el océano en sarcófago de nieve para convertirse en símbolo, emparedada entre guerreros, libertadores y videntes en un pozo de ausencia. De ella conversa el parque y el aula y la estatua y la rotonda.

Yo hablo de Rosario provinciana, desvalida, “como grano de anís”. Criatura luminosa en oficio de tinieblas; inquieta y delicada como un hilo de música que con voz amarga dijo:

Cuando yo muera dadme la muerte que me falta
y no me recordéis.
No repitáis mi nombre hasta que el aire sea
transparente otra vez.

No erijáis monumentos que el espacio que tuve
entero lo devuelvo a su dueño y señor.

Hablo de la amiga que salió de mi hogar, una mañana, vestida de azahares al encuentro del destino por donde la vi alejarse de todo lo que fue sueño.

Hablo de una Rosario rosa sedienta, rosa sufrida, rosa de ideales, rosa empeñada en la Verdad Única. Una Rosario vestida de blanco por dentro y por fuera, con blancura de alma que a pocos les es dada. Graciosa, aguda, seria o profunda: invariablemente de cristal.

Sus palabras cordiales no fueron efímeras, las conservo en cartas que no me robó el viento y que con nadie comparto.

Alargo el coloquio leyendo sus poemas:

Te lo voy a decir todo cuando muramos.
Te lo voy a contar, palabra por palabra,
al oído, llorando.

Y aquel que dice:

Es tan fácil morir, basta tan poco.
Un golpe a media noche, por la espalda,
y aquí está ya el cadáver
puesto entre las mandíbulas de un público antropófago.

No, no hablo de su muerte, porque “morir no es una ausencia, sino una presencia en otra parte”. Hablo de nuestra vieja amistad, rota en la vida y que reanudo en la muerte.

Rosario: hablaremos pronto de cosas inconclusas, que será fácil explicarnos, en presencia de los ángeles. ®

Este texto se leyó en el evento para festejar el cumpleaños de Guadalupe Dueñas, en el que participaron: Andrea Magaña, Pamela García Maldonado, Estefania Ibáñez, Alejandra Díaz, Dolores Bolívar y Patricia Rosas Lopátegui. 19 de octubre de 2025.

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Publicado en: Libros y autores

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