In a Silent Way (Columbia, 1970) es una de las producciones musicales más representativas y controvertidas de Miles Davis. Ahora cumple cuarenta años de haberse grabado.
Cualquier pensamiento, voluntad o acto parten del silencio. En el principio fue la nada, silencio estático; después, la gran explosión, que originó el silente discurso cósmico que permanece. El silencio es el proceder divino creacionista; también, la prueba de la orfandad a la que nos relegó Dios por extenuación o hartazgo hacia su obra. Silencio, nemotecnia de nuestro origen, de la luz espiritual que nos anima, agolpada en nuestro cuerpo. La escritura, bien lo sabemos, es el silencio de las ideas encarnado, el fluir de los procesos mentales trasplantado a caracteres, palabras, oraciones; taxidermia del intelecto, márgenes pétreos contra el olvido.
El antimetodismo zen considera al silencio como parte fundamental y generador primigenio de toda creación musical. Gita Sarabhai, iluminado hindú, afirmó que la música, más allá de un medio de comunicación y de expresión personal, debe pretender “serenar la mente para hacerla susceptible a influencias divinas”. John Cage, en su búsqueda del silencio en la música, llegó a la conclusión de que en realidad no hay manera de experimentar el silencio total mientras estemos vivos. Por tanto, coligió: “El significado esencial del silencio es la pérdida de atención. El silencio no es acústico, es un cambio de mentalidad, un punto de vuelta. El silencio es exclusivamente el abandono de la intención de oír. Yo dediqué mi música a ese cambio, mi trabajo se convirtió en una exploración de la no-intención”.
In a Silent Way (Columbia, 1970), una de las producciones musicales más representativas y controvertidas de Miles Davis, integrado por los temas “Shhh/Peaceful” y “In a Silent Way/It’s About That Time”, pareciera la fusión de las teorías de Sarabhai y de Cage. En ese disco, Miles se aventuró con voluntad de heresiarca en una mezcla taxonómica de jazz y rock progresivo. Su logro fue crear una rara avis, una nueva y evolucionada estirpe de jazz que aun hoy no es del todo comprendida y aceptada por cierto público y críticos de jazz fundamentalistas.
Los primeros minutos de In a Silent Way son una inducción a un estado psicofísico de sopor expectante, tenuidad musical que comienza a condicionar al escucha a una ecuación exoterrena de sonido-percepción; son una atmósfera de augurios de alta música, que se van cumpliendo conforme la trompeta de Miles empieza a protagonizar. Miles en la obertura, de una continuidad laxa conseguida con minimalismo instrumental sobresaliente, rompe con nuestra intención de simplemente oír, y nos prepara para que nos posean fuerzas sensitivo-emocionales diversas y, por supuesto, para conseguir que ocurra el silencio, pero aquel al que únicamente tenemos derecho en cuanto a seres con vida.
Y el silencio total, espacio reflexivo, se postra ante el sonido glorioso que ha de venir después, pero no el intencionado, sino el que existía de antemano orbitando el hemisferio genio-compositivo de Miles Davis, más allá de la partitura, el que se gesta sólo al momento de la praxis interpretativa y que escapa al control del artista; el sonido que sólo aguarda un foramen de brillantez creativa para emerger e imperar con soberbia.
La no intencionalidad de In a Silent Way surge cuando la obra registra exuberancia rítmica. La ejecución musical de Davis y compañía estructura una sinestesia ambiental incorpórea, ulterior a la interpretación misma, que como alma divina se libera ufana de, precisamente, su ejecución terrena, material, calculada, es decir, de la volición primera del autor, para erigirse como la valía absoluta de lo creado, cualidad que aún instala en transverberación jazzística a quien escucha In a Silent Way. ®