Para Andrea Mendoza
Házmelo como Rocco, me pidió mientras chateábamos, mis ojos absortos frente a sus senos oscilantes que mostraba por la webcam. Házmelo como Rocco, repitió. ¿Y qué se supone que uno deba contestar ante eso? ¿Acaso aludía a un pene desmesurado?
Mi esposa estaba por parir a nuestro primogénito y había sido un embarazo delicado, de reposo absoluto. No me atraía ir a un bule a pescar una enfermedad, así que me desvelaba en el pequeño despacho de mi casa, a solas con mi laptop, gastándome los minutos gratis que me concedía Megaporn cada noche, masturbándome con furor ante las tetas de Jenna Jameson, soñando con ese culo maravilloso.
Pero, bueno. Esta mujer que ahora me pedía hacérselo como Rocco, léase pasar del sexo virtual al real; me sorprendía. No era la clásica vieja persignada, dándosela de virgen. Aparte ni le hubiese quedado. Era madre soltera y le chocaba complicarse la vida. Y yo necesitaba coger.
Ella no era una Miss Universo. Más bien parecía Venus de Lespugue: busto grande, caderas rotundas, nalgas en abundancia. Así que sus palabras me bastaron para decidirme. Nos veríamos el viernes por la tarde, aprovechando que mi esposa iría al ginecólogo acompañada de su mamá. Yo me escaparía de la oficina con cualquier pretexto.
Ella llegó primero al café donde nos citamos. Iba vestida de negro. Para verse más delgada, supongo. Estaba leyendo la Antología mínima del orgasmo. Observé la portada. Una mujer delgada, de cabello largo, crespo, miraba al frente. Llevaba unos googles, ¿se dispondría a navegar en su espléndida desnudez? Sobre su cabeza pendía un barco de papel sobre una hoja bermeja, como unos labios. Un pequeño poema manuscrito brotaba de ésta.
Cerró el ejemplar de golpe. La pasión es un oleaje que nos arrastra, musitó mientras volteaba a verme. Me sorprendía esta repentina declaración de principios. Primero había sido lo de hacérselo como estrella porno; ahora esto. Bajé la mirada, sonriendo en silencio. Ella lo rompió, diciendo: Tienes el pelo negro. Así me gusta. Acarició mis cejas, mi nariz, rozó mis labios. Cerré los ojos. Luego pareció arrepentirse de aquel arrebato de ternura.
Pagué sus cafés, el postre.
Dudé en abrazarla o tomarla de la mano. Pareció adivinarlo. Mejor separados, dijo. De manera que me limité a cederle el paso.
Llegamos al Amazonas. Un pretendido oasis invadía la habitación, dándonos la bienvenida. Besé sus labios granate. Colocó sobre el buró un bolso enorme donde portaba los aditamentos para divertirnos, según explicó. ¿Recuerdas lo que te pedí? Que te lo hiciera como Rocco, ¿no? Buena memoria, respondió mientras le desabotonaba la blusa, incorporándome. Rocé sus pezones con la yema de los dedos. Ella me mordisqueaba el cuello, me desabrochó la camisa, el cinto, el pantalón. Me pidió pasarle el pene por todo el cuerpo. Me deleité en sus senos, mordiéndolos, besándolos, lamiéndolos. Sacó una Nutella de su bolso. Espero que te guste el chocolate tanto como a mí, dijo clavándome la mirada. Abrí el frasco y le unté chocolate sobre la vulva, para luego lamerlo despacio. Te toca, murmuró, untándome el pene. Su mano subía y bajaba. Bebía de mi líquido preseminal, se lo untaba en los pezones, en el clítoris. La penetré al estilo tornillo. Ella gemía, cerraba los ojos, repetía mi nombre aferrándose a las sábanas. Ahora quiero anal. Le unté chocolate. Ella me advirtió que antes debía cambiar de condón. Accedí. Aguantó poco, pero pude sentir sus contracciones. ¿Puedo venirme en tus senos? Está bien, pero tienes que darme algo a cambio. La lujuria me impidió preguntar qué. Mi semen fluyó ardiente, abundante. Ella se lo llevaba a los labios. Todavía no se le secaba cuando ordenó Ponte boca abajo. Un frío metálico me hizo voltear, azorado. Me había colocado unas esposas. ¿Qué estás haciendo? Esto es parte del sexo al estilo Rocco, explicó, untándome chocolate en el ano que luego retiraría con la lengua. Luego sentí sus dedos medio y anular dentro de mi cuerpo. Alevosa, hubieras dicho de qué se trataba. Hubieras preguntado, caliente. Me hizo retorcerme, la desgraciada; continuó profanándome, ahora con el dedo gordo del pie, cada vez más fuerte. Ahogué un grito en la almohada. Se me paró de nuevo. Libérame, por favor, te conviene. Me hizo caso, acariciándome el pelo. Le propiné unas cuantas nalgadas, le vendé los ojos con su mascada.
La penetré de a perrito hasta que acabamos rendidos, abrazados. Aspiré su olor a toronja. Retiré la mascada de sus ojos canela. Contempló mi pubis erizado antes de decirme: Se nos olvidó usar el jacuzzi.
¿Cuándo te veo de nuevo? No sé… ya son las seis, por cierto, respondió. Va a ser difícil olvidarte. Eso dicen todos. Pues sí, pero tú me robaste la virginidad que me quedaba. Soltó la carcajada. ¿En serio? Revolvió de nuevo mi pelo. Qué bueno, ya no hay muchos así. Pero, anda, recoge los condones, van en el bote. Ah, se les hace un nudo primero.
Ya no la he visto en el messenger. Quizá esté devorando otros corazones. ®
Jorge
Qué buena narración!!
Saludos
Jorge