Entrevista a un joven de 21 años que ha trabajado con más de 850 cadáveres.
Un cadáver no es nada, pero ese objeto, ese cadáver, está
marcado ya de entrada por el signo de la Nada.
—George Bataille
Tendida sobre la plancha metálica, pálida y fría como piedra de alabastro, el cadáver de la mujer esboza una sonrisa leve y serena; casi inerte y remota, pues como todo muerto no está realmente presente ni tampoco ausente, aquel cuerpo sin vida de mejillas límpidas no deja de ser macabro.
Víctima de un derrame cerebral, no lleva más de 24 horas muerta y ya su cuerpo presenta las primeras huellas de la degradación a la que está condenada toda materia orgánica: la carne desnuda luce marchita e inflamada por los gases y fluidos en descomposición, las extremidades, las nalgas y el dorso están tiesos y amoratados.
Se le aplica una inyección de formaldehído para evitar que continúe la descomposición de tejidos y vasos sanguíneos; la nariz y las orejas, que hasta hace unos momentos goteaban finos hilos de sangre, son limpiadas y bien rellenadas con algodón, al igual que sus demás cavidades. Luego es vestida y calzada con traje, calcetas y zapatillas blancas. El rostro es maquillado y el cabello, corto y crespo, bien peinado. “Buscamos que queden como si estuvieran durmiendo”, advierten los encargados de su arreglo estético.
Cualquier rastro del horror, dolor o violencia que haya experimentado al morir es borrado de su cuerpo. Finalmente, sosegada y embellecida, la mujer está lista para lanzarse a ese sueño eterno que llamamos muerte. El autor de esta insólita transformación es Ignacio Escamilla, embalsamador.
Vocación y oficio de un embalsamador
Ignacio Escamilla es un embalsamador. A su corta edad (tiene 21 años) lleva más de dos años ejerciendo el oficio en el área de preservaciones o “embalsamadora” de una agencia funeraria del Estado de México, famosa por la enorme estatua de un Cristo, visible desde la carretera México-Querétaro.
A la fecha, Ignacio, o Nachito el embalsamador, como es conocido dentro del medio funerario, ha tenido la nada envidiable oportunidad de “trabajar” con más de 850 cadáveres. Su trabajo lo obliga a vivir literalmente rodeado de personas muertas, a convivir día a día con la muerte. Trabaja cinco días a la semana en el turno nocturno, que va de 10 de la noche a 6 de la mañana, y prepara entre 20 y 25 cuerpos por semana.
Oficio y vocación, en apariencia lúgubre y desagradable, la preservación y restauración de cadáveres es en realidad “un trabajo como cualquier otro, una actividad de lo más normal”, pero que a diferencia de otros exige un estómago y nervios de acero, además de contar con la disposición para nunca “perder la capacidad de asombro”, afirma Escamilla.
Allí, con la mueca vigilante e imperturbable del cadáver femenino recién preparado, en medio de las planchas de acero metálico, respirando el aroma del formaldehído o “formol” (compuesto indispensable que se utiliza para detener el proceso de descomposición del cadáver) que flota en el ambiente, Ignacio ofreció su singular testimonio.
—¿Cómo describirías el rostro de la muerte?
—Con dolor. Un cuerpo siempre va a reaccionar de manera distinta a la muerte, pero para todos es inesperada. Nadie espera la muerte, ahora sí que sorprende. La muerte además tiene cierto aroma, es un olor diferente a cualquier cosa. Todo cuerpo muerto tiene además su propio olor, muy penetrante, muy fétido.
—¿Y por qué elegiste dedicarte a este oficio?
—Es algo que ya se trae en la sangre. A mucha gente se le hace extraño que te dediques a este trabajo, se asombran. No dudo que mucha gente trabaje por necesidad, pero al menos yo lo hago por gusto. Se me hace algo muy interesante. Desde niño ya lo traía, cuando me preguntaban qué pensaba dedicarme yo respondía que quería trabajar con cadáveres.
—¿Qué estudios o conocimientos se requieren para ser un embalsamador?
—De preferencia un título en medicina forense. Pero esto es más bien de técnicas, vas aprendiendo sobre la marcha, y más que nada es conocimiento en anatomía lo que se ocupa para las preparaciones.
—¿Es bien pagado el oficio?
—Sí, es bien pagado. Aunque el costo de la preparación de un cuerpo regularmente lo determina la funeraria y no el embalsamador. Más allá de la paga, mi trabajo lo hago con mucho gusto, me enorgullece. Yo he trabajado cuerpos de bebés, niños, jóvenes, adultos, señores de la tercera de edad. He trabajado cuerpos baleados, quemados, mutilados, decapitados, con patologías de cáncer, sida, infartos. En este oficio nunca pierdes la capacidad de asombro.
Embalsamar un cadáver: negación del devenir natural del cuerpo
El insólito devenir del organismo vivo de una persona hacia el estado de cadáver es más que un fenómeno de la naturaleza. El cadáver —como la muerte— pertenece a la cultura, es una construcción simbólica.
El hombre niega el devenir natural de su cuerpo y asimila la muerte por medio de diversas prácticas religiosas y rituales, experimenta la agobiante sensación del duelo, preserva y restaura a sus muertos, los entierra y ofrece santa sepultura, los recuerda y les rinde tributo en cementerios e iglesias.
A la base de todas estas actividades se encuentra, sin duda, el horror, el asco y la náusea primigenia que experimentamos ante el vacío de la muerte, una sensación vertiginosa que desencadena la típica repulsión hacia la carne putrefacta o en pleno proceso de descomposición.
“El cadáver, que sucede al hombre vivo, ya no es nada; por ello ya no es nada tangible lo que objetivamente nos da náuseas; nuestro sentimiento es el de un vacío, y lo experimentamos desfalleciendo”, escribe George Bataille a propósito de este fenómeno en su ensayo El erotismo. En efecto, el cadáver nos horroriza y repugna, más que por su apariencia, por lo que significa: el triunfo de la náusea y la purulencia de la vida. Contemplar un cuerpo muerto es mirar nuestro reflejo, lo que algún día seremos. El cadáver nos hace desfallecer porque es el espejo de nuestro inminente destino.
Es quizá por esto que el ser humano elige trascender la condición natural que su esencia terrenal, finita y temporal le impone: el horrendo destino de morir insepulto, arrojado a la voracidad de la naturaleza, de los insectos necrófagos y animales carroñeros.
Sin duda, la preservación, la restauración y el embalsamamiento del cuerpo muerto, práctica milenaria que aparece en la civilización humana con los babilonios y los egipcios, responde a estos temores.
—Explícanos en qué consiste el proceso de embalsamar o preservar un cadáver…
—En un cuerpo íntegro, se asea el cuerpo, se aplica una inyección intraarterial que puede ser femoral o en la arteria carótida, se inyecta un químico que fija el tejido, formaldehído. Con esa inyección se le quita el aspecto cadavérico y el rictus del dolor. Luego, con un masaje se le quita la cianosis (amoratamiento) de la cara. Por ejemplo, en un infarto o cuando duraron mucho tiempo enfermos se les quita ese aspecto amoratado, el cual se produce por la falta de oxígeno. Después de esa inyección viene el drenado del cuerpo, que se conoce como “troquear”, es decir, se le extraen líquidos y toda clase de fluidos como materia fecal, restos de comida y la gasificación de la cavidad peritoneal. Hay cuerpos a los que les puedes sacar entre líquidos y fluidos hasta cuatro litros. Por último, mis compañeros Silvia Simón y Miguel Manilla, en el área de estética, realizan el taponamiento de cavidades, de garganta y nariz, más que nada para evitar que sangren. Luego se les arregla, hay que vestirlos, maquillarlos y peinarlos.
—¿Cuánto tiempo, aproximadamente, tarda todo este proceso?
—En cuerpos íntegros de treinta a cuarenta minutos. En cuerpos legales como una hora o dos.
—¿Qué es un cuerpo legal y uno íntegro?
—Un cuerpo legal es aquél al que ya se le hizo la necropsia y que fue estudiado por el Servicio Médico Forense (Semefo). Se les llama así porque pasan por un proceso legal, en el cual se sigue un caso jurídico por muerte no natural, como asesinatos, suicidios, accidentes automovilísticos o que simplemente se ignora la causa de la defunción y se tiene que practicar una necropsia. En los cuerpos íntegros, que comúnmente mueren en domicilio, en hospitales o por causas patológicas, sólo realizamos la inyección, el drenado y taponeado de cavidades, maquillaje y peinado. Es indispensable la copia del certificado de defunción para poder trabajar, saber qué edad tenía cuando murió, cuánto tiempo lleva de fallecido y, lo más importante, la patología, porque con base en se define la preparación que haremos nosotros.
—¿Y a los cuerpos legales qué les haces?
—Los cuerpos legales sólo se evisceran. Cuando llegan aquí quitamos los puntos de sutura, sacamos otra vez los órganos internos, los fijamos en el formol y otra vez se vuelven a ingresar al cuerpo. Se cose nuevamente el cadáver para que tenga una mejor presentación, y se le hace un lavado de cráneo.
—¿Es cierto que cuando se saca el cerebro del cráneo ya no vuelve a recolocarse en la cabeza?
—Sí, es cierto. La masa encefálica es muy gelatinosa. Por lo complicado que es manejarla se coloca dentro de la cavidad toráxica.
El arte de “embellecer” un muerto
Si la vida, ese estallido vigoroso de movimiento, salud y voluptuosidad se opone radicalmente a la putridez, fetidez y pasividad del cadáver, como piensa Bataille, entonces no resulta del todo increíble el hecho de que en algunas culturas la preservación del cuerpo de una persona adquiera tintes casi siniestros. Un par de ejemplos más que elocuentes: en la tradición judaica hubo épocas en que el agua que se utilizaba para limpiar los restos de sangre y excremento del muerto tenía que ser bebida por los familiares; en Pinotepa, Oaxaca, a los niños muertos los sientan y les abren los ojos con palillos para que observen a los asistentes de su propio funeral.
Sin embargo, independientemente de la religión o el ritual mortuorio que se practique, la corporalidad de la persona que se ha ido, ya sea velado a ataúd abierto, enterrado, cremado o hasta disecado como adorno en la sala de la casa, pasa por algún proceso de preservación o embalsamamiento previo. Y aunque existen muchos métodos además del practicado por Escamilla, el propósito siempre es el mismo: borrar cualquier huella de violencia y dolor que la muerte deja en el cuerpo del fallecido. Todavía más importante es poder conservar, en la medida de lo posible, la identidad e integridad del cuerpo para que sus deudos tengan la oportunidad de despedirse apropiadamente.
Por eso al muerto se le viste con las mejores ropas que usaba en vida, se le adorna con sus joyas (sí es que tiene), se le maquilla y perfuma para que adquiera la mejor apariencia posible. Aun en la muerte al cuerpo también se le embellece, quizá porque, como pensaba Parménides, también el cadáver tiene vida.
—¿Cuál es tu finalidad como embalsamador?
—Evitar la descomposición del cuerpo. Dentro de mis posibilidades también hago pequeñas restauraciones faciales, en muertes trágicas, como accidentes o suicidios. Por ejemplo, en un traumatismo craneoencefálico es imposible saber cómo era la persona en cuestiones de rasgos faciales, pero le das forma al cráneo, a las mandíbulas, te imaginas cómo era.
—¿Definirías tu trabajo como algo artístico?
—Claro, embalsamar es todo un arte. El cadáver es como una hoja en blanco en la cual tú tienes que plasmar tu trabajo. Pero ese trabajo no es para ti ni para el cuerpo mismo, es para los familiares. Tenemos como misión darles el mejor aspecto posible, dejar los cuerpos como si estuvieran dormidos para que cuando los familiares los vean se vayan con la mejor imagen posible de su familiar.
—¿Qué material utilizas para las restauraciones?
—El látex es el material más usado. Se limpia el rostro, se fija el tejido y hacemos la restauración con látex, después sacamos los cuerpos al área de estética, donde se encargan de maquillarlos, vestirlos y peinarlos.
—¿Qué trabajo de restauración recuerdas más?
—Tengo muy presente un caso de tres cuerpos legales, tres ejecutados que hasta salieron en el Alarma! Es interesante saber qué cuerpos, que quizá murieron ejecutados o en un accidente, te tocan a ti, y dices órale, este cuerpo yo lo trabajé. En el caso de estos tres, por el rato que tenían de fallecidos los familiares no querían verlos y el ataúd iba a quedar cerrado. Tuve tres horas para trabajarlos, un cuerpo por hora. Los servicios quedaron tan bien que pidieron un día más de velación con ataúd abierto. Otro que me tocó fue preparar a un integrante de la Sonora Santanera que falleció ya hace como un año.
—En el libro Cultura del Apocalipsis, de Adam Parfrey, hay una entrevista con Karen Greenlee, mejor conocida como la “necrófila impenitente”. Esta mujer siempre trabajó en agencias funerarias como embalsamadora y advierte que prácticamente todos los que se dedican a este oficio de alguna u otra forma están fascinados con los cadáveres, y muchos como ella llegan incluso al grado de erotizarse con ellos. En tu caso, ¿nunca te has sentido tentado ante la “belleza” y el resultado final de uno de tus trabajos?
—Esa es una pregunta que me hacen mucho, por morbosos. La gente es muy morbosa, pero no conozco a nadie que haya hecho eso. Aquí respetamos mucho la integridad de los cuerpos, desde el hecho de cubrir los genitales del cuerpo cuando están desnudos y estamos trabajando. Estamos trabajando con personas, que aunque al final de cuentas están muertas, no por ello dejan de ser personas. ®