Uno de los grandes males del periodismo de nuestros días es la corrección política. Propensión que se da especialmente en esa corriente de análisis vinculada con cierta izquierda light o con el pensamiento crítico de la contemporaneidad que fija su atención en diversos problemas coyunturales, la mayoría de los cuales están relacionados con injusticias sociales diversas, aunque particularmente las relacionadas con las llamadas minorías sociales —indígenas, negros, mujeres, ancianos, niños, discapacitados...
En términos generales, esa tendencia, que puede rastrearse en diversas publicaciones nacionales e internacionales, presenta un marcado claroscuro: mientras que se puede estar perfectamente de acuerdo con la intención global de su visión de las cosas, al mismo tiempo cierto malestar se hace presente al observar que, en la mayoría de las ocasiones, presentan un mundo maniqueo, sin matices, y en el que hay ángeles y hay demonios. De manera burlesca, podemos caracterizar a este tipo de periodistas como una subclase de la clase mayor de los “progres”. ¿Quiénes son, pues, los progres? ¿Qué ocurre con ellos? ¿Quién es ese tipo de gente que se siente muy a gusto con una moral que se conoce como “políticamente correcta”?
El tono general de lo políticamente correcto está parcialmente vinculado con una corriente de pensamiento (con diversos anclajes teóricos que van del indispensable provocador que fue Friedrich Nietzsche a las cursis y supuestamente combativas feministas de la actualidad) conocida como relativismo. Según esta postura, no existen características humanas perennes más allá de las que socialmente la especie ha construido a lo largo del tiempo. Asimismo, considera que no hay un sustrato biológico, psicológico o de algún otro tipo que la humanidad haya observado siempre y en todo lugar. Las características humanas que conocemos han sufrido un largo y penoso periodo de evolución socio-histórica, teñida de violencia y de coacciones varias determinadas por diferentes “mecanismos de poder”, como llamaba Michel Foucault a los distintos engranes coactivos que ponen en movimiento a la sociedad.
De acuerdo con este punto de vista, los rasgos de identidad humana que las sociedades modernas han descrito, como cierta tipología del ser femenino y masculino o ciertos patrones de conducta y pensamiento comunes a todos los hombres, no son sino meros subproductos culturales; dependen de instituciones, ideologías y contextos dominantes. Es por eso que para los relativistas no es posible hablar ni de características esenciales ni de valores universalizables que se corresponden con la naturaleza humana.
A partir de la vulgarización de esta postura teórica se desprende toda una serie de discursos “liberales” o “bien pensantes” que intentan mostrar cosas como la determinación social de los papeles de género o la particularidad, diversidad e inconmensurabilidad de los sistemas de valores que observa cada grupo humano, como los indígenas. A esa popularización superficial del relativismo clásico se añade un fuerte sentimentalismo que al pretender erigir en postura universal la relatividad de todo lo existente, con la intención de sobrevalorar lo que históricamente ha sido infravalorado, no hace sino caer en el dilema de lo cursi: mimar en exceso al indefenso; promover un paternalismo oculto y negar la posibilidad de una revancha en igualdad de condiciones. En pocas palabras, lo que de facto propone esta inclinación es la idea de cobijar perpetuamente al desvalido, en lugar de fomentar que por sí mismo adquiera fuerza y vigor en un entorno social hostil.
No obstante, hay serias inconsistencias en todo esto. La primera y más clara es que el relativista afirma que todo es relativo, excepto su propia verdad; es decir, nos encontramos ante la vieja paradoja del mentiroso planteada por Aristóteles: si alguien afirma que todo lo que dice es mentira, entonces es verdad porque esa afirmación será falsa. Otra, más sutil pero igual de problemática, es que hay buenas razones para creer que es más lo que comparten los seres humanos que lo que disienten.
Al respecto, se puede recurrir a la figura de la traducción radical que ha estado en boga en algunos de los principales filósofos estadounidenses del lenguaje. Simplificando una larga argumentación y un agudo ejemplo del filósofo estadounidense Donald Davidson (1917-2003), podemos imaginar una persona (digamos un antropólogo) que llega a investigar una tribu hasta ahora desconocida en Occidente con la que no posee vínculo alguno. Supongamos que el científico quiere interpretar el lenguaje del nativo del que no posee ninguna pista. Lo primero que hace es identificar qué cuenta como comportamiento lingüístico entre los naturales del lugar (series de fonemas, sonidos que aparentan cierta armonía y regularidad, comportamiento lateral como gestos, brincos, risas…).
Después, comenzará a asignar significados, desde sus propios patrones, al comportamiento lingüístico del nativo; para ello, cuenta con la conducta del resto de individuos nativos y las características del entorno circundante. Por supuesto, se puede equivocar en numerosas ocasiones en su interpretación (por ejemplo, si cuando el nativo ve una ola creciendo dice ‘il-kutur’, que el antropólogo ha identificado como una palabra, y determina que ‘il-kutur’ quiere decir ‘ola que crece’ puede estar completamente equivocado: tal vez el nativo quiere decir ‘espíritu marino juguetón’); sólo el tiempo lo irá conduciendo hacia la interpretación correcta. Pero lo cierto es que, al momento de asignar significados a las palabras del nativo (errados o no), también está asignándole un conjunto de creencias, por ejemplo, que cree que hay una ola creciendo frente a él. Es decir, está presuponiendo una racionalidad en él; supone por igual que el lugareño percibe y se relaciona con el entorno de manera muy parecida a como él lo hace (vaya, que no flota en el aire, que el agua lo moja, las frutas lo alimentan, que las ondas luminosas afectan sus ojos de manera parecida) y, en suma, que es un ser humano con el que comparte más cosas, en el nivel básico, de las que no lo hace.
Esto parece suficiente para refutar al relativista. Una cosa es percatarse de las considerables diferencias culturales, de tradición y de formación social, y otra muy distinta es pretender que tales diferencias son prueba de que no existe un trasfondo común a la especie independiente de sus creaciones sociales, históricas y culturales.
No obstante, la manera protorrelativista de argumentar ha dado como resultado una especie de discurso de segundo orden en el que sólo se toma lo más superficial de esa argumentación que de por sí tiene fisuras, como he intentado mostrar. Es así que encontramos a una multitud de comentaristas periodísticos alabando y defendiendo, por ejemplo, la diversidad cultural, entendiéndola como una gama de conjuntos culturales irreconciliables e incompatibles entre sí, por una parte, y, por otra, los vemos erigirse en paladines de la maleabilidad de los usos y costumbres sociales; de la supuesta volatilidad de la conducta genéticamente determinada. Creen que defender esa presunta diversidad es una manera de estar con las causas justas, del lado de los oprimidos, de los excluidos y alienados. Es una manera fácil de criticar el punto de vista occidental sin darse cuenta de que los patrones críticos que utilizan han sido posibles dentro de ese discurso (Nietzsche es el ejemplo culminante del ultrailustrado; esto es, el crítico total, la crítica en su máxima expresión).
En suma, pueden identificarse en las fuerzas, la retórica y las poses de lo políticamente correcto que imperan en buena parte del periodismo “progresista” de nuestros tiempos dos manifestaciones principales: un pesado sentimiento de culpa (“Oh, hemos despreciado a los indígenas”, “Oh, hemos sometido a las mujeres”) y una manera de justificar y autojustificar cierto estatus social, político, económico o cultural privilegiado (“Sí, somos citadinos acomodados, pero vean cómo nos solidarizamos con los desposeídos”).
No hay en ellos rastro alguno de radicalidad. Sus críticas al estado de cosas contemporáneo planean en superficie y se pierden en lo que la coyuntura les permite poner del lado de los ángeles. Siguen atados a muchos de los términos que han llenado el discurso liberal clásico, planteando una edulcorada reacción a ciertas injusticias particulares, circunscritas a una zona o a una situación geográfica específicas. Pasan de largo de argumentaciones agudas y radicales como la que propugna la subversión completa del orden actual del sistema-mundo capitalista, incluyendo sus máximos fetiches como la democracia, el mercado monopólico o la institucionalidad educativa. (Pero eso sólo lo puede hacer alguien tan extremo o loco como Immanuel Wallerstein, por supuesto.)
Desgraciadamente, contrario a lo que ellos creen, han hecho un flaco favor al izquierdismo combativo, heredero de lo mejor del marxismo de viejo cuño. Muchos de los críticos de la izquierda confunden a los “progresistas” de esta especie con los nuevos revolucionarios o revolucionarios posmodernistas, cuando ni son revolucionarios ni son posmodernistas. De manera poco dichosa han influido por igual en el discurso académico que en la charla cotidiana de las personas que tienen alguna inquietud por los problemas sociales que los rodean; ni qué decir en conversaciones de café y en los típicos lugares de reunión de la gente “culta” (pueden ser plazas, librerías, bares). Lo que los progres no alcanzan a ver es que la postura opuesta, la aceptación fría y desencantada de los hechos, no es en absoluto una postura conservadora (en general, el conservadurismo es un punto de vista empañado y determinado por el moralismo tradicionalista y por la deformación ideológica de la realidad), sino el viejo intento aristotélico de la búsqueda de la verdad: decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es. ®