La película de Rossellini muestra el Berlín de la posguerra, destrozado, en donde predominan el cansancio y la fatiga, donde se vive en la desesperación permanente; el llanto y los ataques de ira surgen por doquier a cualquier hora.
En el mundo en el que vive este obrero, los pobres, para subsistir, tienen que robarse entre ellos.
—André Bazin, El neorrealismo
Los pobres, los arruinados —entre las ruinas—, los marginados, los desocupados, las mujeres, los viejos y los excluidos suelen ser los protagonistas, y quienes llenan la pantalla cinematográfica neorrealista. La Roma ocupada por los nazis y el Berlín de la Alemania nazi apenas rendida de Rossellini resultan del entrecruzamiento entre cine y arquitectura en un contexto humeante de guerra, destrucción, desolación, desesperanza, muerte y suicidio. Ciudades–mapa, llenas de recorridos cuyas formas y sinuosidades quedan establecidas a partir de sortear y librar los dolorosos recuerdos y los errores resultantes de la manipulación ideológica y las tergiversaciones histórico–políticas, que se descubren en la pesadumbre de las euforias y exaltaciones equivocadas de pasado y presente inmediatos, cual memorias forjadas en hollín, fuego, plomo y sangre, por un lado, y cuya historia trasciende las ruinas, los edificios abandonados, los otrora límites precisos entre ciudad y periferia, y los monumentos y palacios cuya presencia solía otorgar a sus habitantes certezas y testimonios estéticos relacionados con la identidad, el sentido de pertenencia y el orgullo necesario para soliviantar el paso de la existencia.
La ciudad neorrealista es hecha por quienes, más que habitar en ella, la sobreviven y la sufren, por aquellos que con sus decisiones —e indecisiones— y sus acciones apoyaron su demolición y colaboran en su reconstrucción, dejando su biografía en sus muros y llevando a éstos en la búsqueda de la recuperación de sus recuerdos y la reconstrucción de la memoria de la comunidad, dejando así un testimonio de carne y hueso, vital y existencial tanto de sus goces como de sus sufrimientos. Todo lugar en esta ciudad parece ser el mismo: gris opaco, polvoriento, noches largas que invocan a la clandestinidad y mañanas que parecen transitar tan rápido que apenas dejan lugar para encuentros fortuitos, y que contrastan en cuanto a la luz solar exterior con la oscuridad que atesta la interioridad de los que habitan y hacen de protagonistas en los filmes rossellinianos que conforman parte medular de su cinematografía, y en particular de su trilogía Roma ciudad abierta [Roma, città aperta] (1945), filme en el que, por cierto, Federico Fellini fue coguionista; Camarada [Paisà] (1946), dividida en seis episodios y donde Rossellini muestra el avance de las tropas estadounidenses e inglesas en su recorrido por el territorio italiano de sur a norte, y Alemania año cero [Germania Anno Zero] (1948), filmada en el verano de 1947 en el sector ocupado por el ejército francés, el cual hospedó a Rossellini mientras estuvo en aquella ciudad filmando la película. Este último filme, junto con el Vittorio de Sica intitulado Ladrón de bicicletas, además de considerarse las películas neorrealistas por antonomasia, se cuentan entre las mejor realizadas de todos los tiempos, según expertos en el campo de la historia del llamado séptimo arte.
En el cine neorrealista el espacio urbano y el paisaje de la ciudad vuelven a ser protagonistas. Protagonista en el momento en el que los actores se detienen a mirar en todas direcciones, haciendo partícipes de esta percepción sonora y visual que se produce a los espectadores del filme desde mediados de los años cuarenta.
Los terrenos baldíos y aquellos espacios urbanos en donde resulta difícil diferenciar los aparentes límites entre centro y periferia, sirven de depósito para la cimbra, la cual se conecta con la ciudad en pie y alrededor de la cual su población intenta hacer su vida ante el estado de excepción permanente que la violencia de la guerra —y la posguerra— comporta, incluso en momentos en que parece haber intersticios que no alcanzan a prefigurar paz alguna. Si bien los situacionistas, y antes los surrealistas y dadaístas, como André Breton, Salvador Dalí, García Lorca, entre otros, concebían la ciudad y sus noches como un espacio para echar a andar los sueños y descubrir los secretos que sus calles alojaban y pudieran servir, entre otras cosas, como inspiración para la creación y la vitalidad, de allí la figura del flâneur o la figura del filmmaker, concebida por el filósofo alemán Walter Benjamin, en plena efervescencia de la fotografía, el cine y aplicaciones tan diversas como complejas de estos, la ciudad (“La nueva Arcadia”) era el corazón bullicioso de la vida urbana donde todo podía suceder.
En el cine neorrealista el espacio urbano y el paisaje de la ciudad vuelven a ser protagonistas. Protagonista en el momento en el que los actores se detienen a mirar en todas direcciones, haciendo partícipes de esta percepción sonora y visual que se produce a los espectadores del filme desde mediados de los años cuarenta.
Con Obsesión [Ossessione] (1943) de Visconti, nacía un nuevo modo de hacer cine, en el que el paisaje dispone de los personajes abrazándoles como un todo. El espectador mira a los actores “mirar” el entorno, el espacio vital en el cual transcurre su cotidianeidad, en el que el paisaje cumple un papel activo y ya no un mero trasfondo intercambiable o sustituible alternativamente por un set o ambiente otro cualquiera, sino un espacio real con presencia, de allí el realismo, verismo, neo–realismo. Ladrón de bicicletas [Ladri di biciclette] (1948) de Vittorio de Sica, película emblemática del neorrealismo italiano, desaparece la noción de actor y de la puesta en escena, los actores que intervienen no son profesionales —hecho que aprovechará al máximo también Rossellini en su trilogía—, y el niño, otra vez un niño, símbolo de la inocencia, la ingenuidad y una madurez que a fuerza del hambre y las dificultades sustituye a la infancia, es elegido por el director italiano por su manera de andar, hecho que guarda evidentes semejanzas con Edmund, el niño de Rossellini en Alemania año cero. En la película de De Sica ninguna escena se filmó en el interior de un estudio, todas se rodaron en la calle, siendo ésta el espacio de acción protagónico donde actores y actrices son seguidos por el ojo de la cámara en función de lo que los caminos asfaltados, en asociación con la ciudad y la complicidad de la bicicleta en movimiento, desean mostrarle al espectador. Es característico del filme neorrealista también mostrar antes que nada el drama social, existencial, psicológico y moral que viven sus personajes en la nueva realidad social que, arrojada como un escupitajo sobre sus rostros, se les revela como la nueva cotidianeidad de la posguerra, es decir, la otra guerra que como ciudadanos del bando perdedor deben afrontar. Luchino Visconti solía decir que a él lo que le interesaba era hacer un “cine antropomórfico”, en el que el entorno físico y los personajes se recrearan a sí mismos.
Rossellini y Alemania año cero.
El filme neorrealista y la ciudad como protagonista
Soy un realizador de filmes, no un esteta, y no creo poder indicar con toda precisión qué es el realismo. Sin embargo, sí puedo decir cómo lo siento yo, cuál es mi idea sobre él.
—Roberto Rossellini, «Dos palabras sobre el neorrealismo»
Rossellini comenzó estudios de filosofía y letras, pero tras el fallecimiento de su padre tuvo que abandonarlos para trabajar y poder subsanar la situación económica que vivía la familia. Se inició en el mundo del cine como técnico de sonido y poco a poco fue aprendiendo el oficio del cine. En su ensayo “Dos palabras sobre el neorrealismo”, publicado originalmente en la revista Retrospective en abril de 1953, Rossellini decía sentir una necesidad imperiosa por “ver con humildad a los hombres tal como son, sin recurrir a la estratagema de inventar lo extraordinario con rebuscamiento. Un deseo, finalmente, de aclararnos a nosotros mismos y de no ignorar la realidad cualquiera que ésta sea”. El punto de partida es el de la gente que sobrevive a un pasado inmediato de violencia in situ, como es el caso de la guerra, o que producto de ésta y la miseria que comporta durante y una vez concluidas las hostilidades, se ve obligado a desplazarse de las provincias o centros conurbados al corazón de la ciudad, lo cual conlleva a aumentar la magnitud y cantidad de sufrimientos de los recién llegados. La ciudad neorrealista resulta en el momento epifenoménico y telúrico de la ciudad (urbe) contemporánea. Los problemas son los mismos que ya existían antes de la guerra y de la ocupación como correlato y consecuencia natural de la primera, más otros que comienzan a aparecer y a volver la acumulación de éstos, un complejo conjunto de dificultades para sus pobladores y los protagonistas en las cintas aludidas. La Roma y el Berlín que nos plantea en su trilogía el director italiano son las ciudades neorrealistas por excelencia. En Roma, ciudad abierta el paisaje fluvial que ofrece el río que cruza la ciudad produce una suerte de “grado cero” cinematográfico, como signo de libertad y creatividad, de cura y resiliencia, tanto para los protagonistas como para el cine. En “Dos palabras sobre el neorrealismo” el realizador italiano escribe:
Dar su exacto valor a cualquier cosa significa conocer su sentido auténtico y universal. Todavía hay quien considera el realismo como algo externo, como una salida al exterior, como una contemplación de harapos y padecimientos. El realismo, para mí, no es más que la forma artística de la verdad. Cuando se reconstruye la verdad, se obtiene la expresión. Si es una verdad de pacotilla, se advierte su falsedad y no se logra la expresión […] El objetivo vivo del filme realista es “el mundo”, no la historia ni la narración. Carece de tesis preconstituidas porque surgen por sí mismas. No es amante de lo superfluo ni de lo espectacular, que al contrario rechaza; va al meollo de la cuestión. No se queda en la superficie, sino que busca los hilos más sutiles del alma. Rechaza los lenocinios y las fórmulas, busca las motivaciones que están dentro de cada uno de nosotros. El filme realista es el filme que plantea y se plantea problemas: el filme que pretende hacer pensar. Todos nosotros hemos asumido, en la posguerra, este compromiso. Para nosotros lo importante era la búsqueda de la verdad, la correspondencia con la realidad.
Mientras que en Alemania año cero, luego de la escena en la cual vemos a una multitud en pleno centro de Berlín disponerse a descuartizar un caballo recién muerto en la calle y los edificios en ruinas e inhabitables frente a los cuales habita el niño Edmund (de los cuales acabaría al final del filme saltando para quitarse la vida, con éxito por cierto), y entre los cuales su hermana se prostituye; su hermano mayor no se atreve a salir para buscar un trabajo que sin duda contribuiría a aliviar un poco el pesar y el hambre que sufre la familia, por miedo a las represalias que podrían caer sobre él en pleno proceso de desnazificación que vive Alemania, mientras el padre desfallece en cama por falta de alimento y cuyos sufrimientos no concluirían hasta que Edmund lo envenena adicionando una dosis mortal en una bebida que ingiere habitualmente antes de dormir. En esta última película parece que sólo la muerte puede acabar con el dolor y el sentimiento de culpa que agobia a una Alemania derrotada y que funciona como repositorio de todos los odios y resentimientos del mundo por las acciones emprendidas durante la guerra iniciada en 1939 en la existencia de Edmund, el niño–adulto.
La ciudad de Berlín parece emerger de entre las ruinas, sólo sus habitantes de siempre parecen conocer sus recovecos y sus amargos secretos. No logran del todo reconocerse en ella en el estado en el que se encuentra ni entre ellos en ella: no hay lugar para la normalidad, sin que por ello dejen de esforzarse en lograrlo a pesar de su más que comprensible pesimismo metafísico. Los interiores que aparecen en esta película fueron filmados en Roma, los exteriores donde la ciudad alemana se muestra parecen tomar tan solo ángulos y planos distintos del mismo escenario. Los monumentos y estatuas se encuentran también lisiados, heridos, mutilados, fragmentados, inmóviles y polvorientos: muertos. La ciudad neorrealista de Berlín filmada por Rossellini resulta una imagen borrosa del tiempo detenido, en el que las personas parecen no percatarse de que visten las mismas ropas y están también siempre tratando de animarse entre sí sin éxito. Su ánimo y visión de la vida se parece más a la de aquel hombre que aparece en la pintura prototípica del Romanticismo alemán elaborada por Caspar David Friedrich (1774–1840), cuyo título es “El caminante sobre el mar de nubes” (1818), pero a diferencia de nubes y montañas, lo que mira Edmund frente al horizonte incierto es polvo, vacío, dolor, desesperanza, una culpa que no es suya —pero que siente, lo persigue, lo ahoga, lo asfixia y lo mantiene en todo momento frente al precipicio: la muerte inminente que lo lleva a moverse sin dirección, día y noche sin rumbo definido ni objetivo claro, más como prisionero de la ciudad a su alcance y sus fantasmagóricas ruinas que por nomadismo libertario.
No hay más centro ni periferia que Rossellini nos muestre de la ciudad de Berlín, sólo las almas de los muertos moran en el filme, corto, lleno de elipsis, contundente, cruel e inteligente, nunca panfletario y mucho menos ideológico.
La arquitectura con sus edificios desgastados y destruidos en parte o en su totalidad derrumban toda posibilidad de triunfalismo arquitectónico que hubiesen tenido en el pasado, imponiéndose una nueva realidad plena en dificultades. La ilusión de la arquitectura escatológica nazi se revela fantasmagórica, se huele y se escucha, pero no se visualiza, aunque está en el suelo esparcida por doquier, entre fragmentos y añicos en una informada materia llamada espíritu y cuyos habitantes llevan como carga culposa histórica y mnemotécnica sin descanso. La totalidad muestra su lado más ruin como imposibilidad traducida en culpa histórica transgeneracional. No hay más centro ni periferia que Rossellini nos muestre de la ciudad de Berlín, sólo las almas de los muertos moran en el filme, corto, lleno de elipsis, contundente, cruel e inteligente, nunca panfletario y mucho menos ideológico. En palabras de Cesare Zavattini (1902–1989) en su breve ensayo “Tesis sobre el neorrealismo”, publicado por primera vez en la revista Emilia (núm. 21, noviembre de 1953): “De la misma forma en que el poeta no espera la inspiración, tampoco el neorrealismo tiene que esperar los datos, sino que sigue los pasos de la realidad que es constantemente todo”.
La ciudad neorrealista no es una construcción a cuya inauguración se pueda convocar, nunca está acabada, aunque haya podido verse destruida y ser derribada por completo como Cartago después de varias incursiones y periodos de ocupación extranjera, para ser reconstruida una y otra vez. El tiempo supera a los testigos, los oráculos y los historiadores. Además, la ciudad de Berlín, la que Rossellini nos muestra (neorrealista), la ciudad–cascajo resulta en un espacio desconocido, extraño e indeseable para sus habitantes, una suerte de fragmentos que no es posible reunir adecuadamente y sin errores arquitectónicos, como aquel rompecabezas al cual le faltan piezas más por omisión voluntaria del fabricante que por omisiones involuntarias relacionadas con los materiales utilizados.
La intención de Rossellini al filmar esta película fue ofrecer una constatación de los hechos, no de buscar culpables ni empoderar víctimas, sino mostrar sobre todo cómo los menores de edad vivían y se “acomodaban para la foto del recuerdo de aquellos días” sobre las invisibles banquetas y las torres de escombros.
Alemania año cero fue premiada con el primer lugar en el Festival Internacional de Cine de Locarno en 1948, entre muchos otros que recibiría posteriormente. Durante la guerra, y muy en particular durante los bombardeos que llevaron a la Alemania nazi a rendirse en 1945, murieron alrededor de tres y medio millones de seres humanos sólo en Berlín, número mucho muy parecido a la población que existe hoy en aquella ciudad. La intención de Rossellini al filmar esta película fue ofrecer una constatación de los hechos, no de buscar culpables ni empoderar víctimas, sino mostrar sobre todo cómo los menores de edad vivían y se “acomodaban para la foto del recuerdo de aquellos días” sobre las invisibles banquetas y las torres de escombros. El costo de perseguir la ideología en lugar de la prudencia y la suspensión del juicio y de las emociones inciertas hasta la locura nos recuerdan aquel bello texto escrito por la filósofa judeo–alemana Hannah Arendt (1906–1975), La condición humana (1958).
Los sobrevivientes y los recién llegados a la ciudad de Berlín en ruinas para 1947–1948 en que Alemania año cero fue filmada y estrenada ascienden a un número aproximado de tres y medio millones de habitantes. La tragedia es el elemento natural de la cotidianeidad que nos muestra la película. La ciudad–escombros trata de rehacerse en medio de música de jazz y whisky, intentando evadir la culpa en medio de un molesto presente de ocupación, desempleo y extrañeza. La normalidad entre la naturalidad del simulacro diario dentro y fuera de casa para esconder la culpa, el resentimiento y el dolor. Los niños acercándose a la adolescencia o los adolescentes que prefieren esconderse tras el velo de la infancia, roban y se prostituyen en las calles para sobrevivir. El filme estuvo enlatado por no ser “suficientemente bélico”, por no cumplir con las expectativas de los altos mandos del ejército estadounidense. Cuando se estrenó, muchos de los asistentes a la sala la abandonaron por razones similares, pues consideraban que le faltaba la acción que todo filme bélico o película de guerra debía mostrar en la pantalla.
Cuando Rossellini siempre afirmó en entrevistas que, en efecto, se trataba de una película de guerra, pero que lo que a él más le interesaba era mostrar escenas en movimiento de la vida cotidiana —como un filme neorrealista lo hace—, que captara con veracidad la realidad a través de sus detalles con la cámara y el estudio psicológico de sus personajes: “Filmar la verdad para construir la moral enfrentada a la existencia”.
Vemos en el desarrollo del filme una escena en la cual el niño Edmund vende una cinta que contiene un discurso de Hitler a un estadounidense. La escena del caballo destazado en la calle que ya mencionamos; el profesor que es un depravado sexual hablándole a Edmund en términos del darwinismo social más procaz e inmoral, mostrándose en alusión a la permanencia de cierto discurso eugenésico nazi que se niega a morir. En la versión que se preparó para su exhibición en Italia de Alemania año cero se introdujo un prólogo en el que Rossellini exponía su propósito con la realización de este filme. Se reproduce a continuación. La traducción procede directamente del italiano por parte de quien esto escribe:
Cuando las ideologías se alejan de las leyes eternas de la moral y de la piedad cristiana que son la base de la vida de los hombres, terminan convirtiéndose en una locura criminal. Incluso la bondad de la infancia resulta contaminada y arrastrada por un horrendo delito hacia una no menos grave, en la cual, con la ingenuidad propia de la inocencia, cree encontrar una liberación de la culpa.
El Berlín de la posguerra, la ciudad destrozada, es una ciudad en donde predominan el cansancio y la fatiga, se vive en desesperación permanente y el llanto y los ataques de ira surgen por doquier a cualquier hora. Rossellini, el arquitecto cinematográfico, dedica esta película con profundo desasosiego a su pequeño hijo Romano, muerto en España poco antes del inicio del rodaje de este filme. No es casualidad que al recordar a su hijo haya elegido como protagonista a un niño con las características y la edad del pequeño antihéroe Edmund. El retrato que hacía Rossellini de lo humano buscaba aproximarse a la realidad, acercándose a sus facetas más miserables sin dudar en mostrarnos la decadencia moral que producía la supervivencia en situaciones límite, como el abuso sobre los más débiles, la pedofilia y la prostitución infantil. Para conseguir la verdad Rossellini muestra en lugar de demostrar, siendo el espectador el encargado de lograr el verismo a través de las imágenes despojadas de ideología y manipulación, y en escenarios reales. El guión era meramente esbozado y se facilitaba la improvisación de los intérpretes. Para ello, realizaba planos largos y amplias panorámicas de la ciudad de Berlín mientras los espectadores del filme, ya en inmersión total, acompañábamos paso a paso a Edmund en su destino final, el abismo, no sin antes hacer ciertas paradas para tomar un poco de aire viciado cómplice, culposo y solidario.
Tal vez lo más valioso que incorpora al cine el neorrealismo italiano radica en la misma renovación de éste; no es casual la gran fascinación que provocó en los estudiosos, realizadores, aficionados y críticos del arte cinematográfico. Sin dejar de lado, por supuesto, su valor testimonial y de denuncia social de la posguerra.
El término neorrealismo nunca fue del agrado de Rossellini, pues, como afirmó en las muchas entrevistas que se le hicieron, su intención primera fue siempre la búsqueda de la verdad como reflejo de la misma realidad, a través de sus personajes —preferentemente no profesionales— en su andar, su mirar y sus expresiones más naturales. ¿Cómo? Filmando cámara en mano con travellings largos de manera que el espectador tuviese tiempo suficiente para captar en pantalla lo que la cámara hubo registrado, esto es, más tratando de mostrar que de demostrar o hacer una intención propia (ideológico–política) de los hechos. Tal vez lo más valioso que incorpora al cine el neorrealismo italiano radica en la misma renovación de éste; no es casual la gran fascinación que provocó en los estudiosos, realizadores, aficionados y críticos del arte cinematográfico. Sin dejar de lado, por supuesto, su valor testimonial y de denuncia social de la posguerra. En “Dos palabras sobre el neorrealismo”, Rossellini afirma que:
La aparición del neorrealismo hay que buscarla, en primer lugar, en ciertos documentales novelados de la posguerra, después en filmes de guerra con argumento y, finalmente, sobre todo, en algunos filmes menores, en los que la fórmula, si podemos llamarla así, del neorrealismo se va configurando a través de las creaciones espontáneas de los propios actores. El neorrealismo surge, pues, inconscientemente como filme dialectal; más tarde adquirirá conciencia en plena efervescencia de los problemas humanos y sociales de la guerra y de la posguerra. Y, a nivel del filme dialectal, el neorrealismo se remite históricamente a antecedentes menos inmediatos.
En una entrevista Rossellini confiesa que los alemanes se habían convertido en una obsesión para nosotros (se refiere a los italianos, sin duda, pero ¿sólo para ellos en ese momento?), por lo que deseaba ver a los alemanes en el contexto en el que hacían frente al drama que significaba la vida luego de la derrota de su país en la guerra. La mayor parte de las obras que dirigió Rossellini, al menos hasta 1954, fue realizada con muy bajo presupuesto, no obstante, su legado cinematográfico resulta In aeternum. Para ello, llegó a Berlín —Rossellini dixit— nueve o diez meses después de que la guerra concluyera. Describe la atmósfera como gris. Su recuerdo más presente de aquella ciudad era el de un montón de escombros y ruinas de entre los cuales, sobre todo mujeres y niños, iban y venían. En una larga entrevista realizada por Joaquín Soler en 1977 para la televisión española poco antes de morir, Rossellini comentaba que siempre tuvo como objetivo hacer un cine claro, sencillo, evitando excesos de sentimentalismo y brutalidad, de conmiseración y violencia explícitamente excesiva. En el mismo tenor, en el último párrafo de “Dos palabras sobre el neorrealismo” el director italiano, interesado en mostrar la realidad con sobriedad en cuanto a los sentimientos y emociones mostradas en la pantalla, concluía sobre su concepción del cine y su relación con el neorrealismo que:
Luego la forma “documental” de observar y analizar; por tanto, el continuo retorno, incluso en la documentación más estricta, a la “fantasía”, ya que en el hombre hay una parte que tiende a lo concreto y otra que tiende a la imaginación. La primera tendencia no debe sofocar a la segunda. Por último, la “religiosidad”. En la narración cinematográfica la “espera” es fundamental: toda solución surge de la espera. Es la espera la que hace vivir, la espera la que desencadena la realidad, la espera la que, tras la preparación, permite la liberación.
En este sentido, el neorrealismo no podía emerger de contenidos preestablecidos ni sin la coincidencia de un hecho contingente de gran envergadura histórico–social–política: la guerra, sus violencias, la destrucción y la necesidad de recomenzar, como el ave fénix, desde las cenizas y entre las ruinas humeantes, por un lado, y como una actitud moral de frente a los tiempos que la Europa de mediados de siglo evidenciaba. Una propuesta cinematográfica que hasta cierto punto se presentaba como antirretórica frente al ambiente cargado de formas de organización social totalitarias como el fascismo, el nazismo y el bolchevismo. Conocer ya no era suficiente, luego de Auschwitz, Saló y el Gulag, la humanidad sabía demasiado —o eso creía hasta entonces—, la realidad tenia que volver a examinarse desde una muy renovada perspectiva; la mirada tenía que reinventarse desde el ver que sólo después deviene conciencia, y de allí las posibilidades para la convivencia social. No quedaba lugar para los héroes, las necesidades de la vida elemental tenían que volver a ponerse en tela de juicio, y qué mejor hacerlo que a través de los niños y de las niñas, los cuales, por desgracia y entre su natural ingenuidad, ya cargaban con los delitos y las culpas de la generación que los parió.
Solía afirmar Rossellini en la madurez de su vida en torno a Alemania año cero:
No se trata de una acusación contra el pueblo germano, ni tampoco de una defensa, más bien es una constatación de los hechos, pero si alguien, después de haber presenciado la historia de Edmund Keller pensara que necesita hacer algo, que necesita enseñar a los jóvenes alemanes a volver a apreciar la vida, entonces el esfuerzo de quien ha realizado este filme habrá sido enormemente recuperado.
Esta aseveración, más que afirmación de Rossellini sobre los hechos, pasa a través del vaso del cine como una herramienta pedagógica de gran potencial creativo, crítico e imaginativo. Para Cesare Zavattini (1902–1989), guionista cinematográfico italiano y uno de los principales teóricos y defensores del movimiento neorrealista, la imaginación era la clave que hacía a este movimiento cinematográfico distinto a lo que se venía haciendo hasta antes de Rossellini y De Sica. En su “Tesis sobre el neorrealismo” afirmaba: