Muchos artistas se han dejado seducir por el brillo del oro del narco y han hecho de sus obras meras apologías de esos grupos delictivos. Oportunismo y fascinación frente a la crítica y la denuncia creativa. Ése es el dilema, plantea la autora en este texto.
La admiración que despierta el narco es resultado de una de las costumbres más arraigadas de la pequeña burguesía mexicana sin ética: admirar el dinero venga de donde venga. En un país donde la pobreza es criminalizada el rico ostentoso es digno de respeto. Entre esa admiración irracional, límbica, ha crecido la leyenda de que existe un “narco arte” y que existe una influencia de la estética del narco en el arte. Es oportuno puntualizar esto. Las costumbres en el vestir y en el hablar, los gustos musicales y decorativos son folklor, no arte. Que un grupo delictivo, especializado en asesinar y vivir en la impunidad cómplice del poder, adopte una parafernalia no significa que eso tenga el más mínimo rastro de acercarse al arte. Son signos que crean, como lo hacen todas las bandas, para identificarse y que van de las paredes grafiteadas para marcar territorios hasta la adoración que comparten en México por los Hummers los políticos en el poder, los empresarios y los narcotraficantes. La estética del narco, que es caracterizada por su desproporcionado lujo que no guarda equilibrios, es una de las razones por las cuales son admirados, porque para nuestra sociedad al final eso significa dinero y poder.
Si el narco es kitsch, qué resulta más kitsch aún: ¿comprar una llanta decorada o un coche forrado con tortillas o hacerse una pistola incrustada con diamantes? ¿Es más ridículo colgar tapetes persas por toda la casa que colgar unos gobelinos con tickets del Superama bordados? El narco es ridículo pero esa ridiculez es endémica en el arte contemporáneo y en la estética social, y comprar una costosa pieza de mal gusto no es terreno donde impere la ley del más fuerte, sino uno donde impera la ostentación del más pretencioso. Las pinturas y los objetos de Damien Hirst que llegaron a México están aquí porque no va a faltar un millonario o una directora de museo sin la más remota idea de que Hirst es considerado un artista altamente mediocre y sus piezas objetos de lujo para compradores sin cultura, y que van a adquirirlas alardeando que están comprando arte. Con esa falta de visión artística nos dejamos timar por el arte que se supone habla del tema del narco y lo incorpora a su lenguaje. Ante la degradante situación de nuestra sociedad, ante la vergonzosa imagen que tenemos en el mundo como un país de miles de asesinatos impunes y donde morir violentamente convierte a la víctima en criminal, el arte contemporáneo no denuncia, sino que apologiza y ridiculiza los hechos.
Las obras de Teresa Margolles, que funcionan como propaganda del narco, son increíbles farsas que existen sólo porque la mayoría está dispuesta a creer, no a pensar. Las bancas realizadas con “agua con la que lavaron el cadáver de una niña asesinada en Ciudad Juárez” son una mentira flagrante pues los cadáveres no reciben baños en tina, el agua circula por el piso, los lavan con mangueras, es imposible recolectarla; o las obras que nos pusieron en ridículo en la Bienal de Venecia explotan el amarillismo de un tema y hacen de una mentira el material del arte. El arte es recreación, no farsa; si algo se supone testimonial no pueden inventar el origen de los materiales para despertar el morbo de las personas y hacerles creer que es arte porque alguien explota sus filias y las exhibe amparada por las instituciones. Con la misma impunidad con que delinque el narco estos artistas mienten, y ése es su triunfo. Así como el narco explota el exhibicionismo y la crueldad de sus acciones para acrecentar su mito entre la población, para medir su fuerza con el Estado siempre vencido, estas obras se muestran descaradas ante la nula inteligencia de nuestras instituciones culturales. La denuncia de los delitos, la indignación de vivir en una sociedad sin control ni ley es tema del arte cuando la recreación está realizada con un afán testimonial y crítico, como La Última Cena de Gustavo Monroy o los Paisajes de Lenin Márquez Salazar. El arte no puede ser inmune a la violencia del narcotráfico, pero lo que vemos es que algunos artistas participan de su propaganda, hacen de su lenguaje la obra misma y explotan la excitación del momento para pretender que realizan arte. Los tibores en hoja de oro de Eduardo Sarabia reducen a chistorete una estética que con su ostentación dice “estoy aquí y no pueden conmigo”; eso no es denuncia, es oportunismo, apología. Hacerse de estos símbolos es una salida fácil con la que el artista se sube al carro de la fama y de la propaganda del narco para pretender que es actual y crítico en su tema. El arte se ha quedado corto ante la podredumbre, lo que representan no se acerca ni de lejos a la gravedad de los hechos, porque también los ciega la admiración, porque finalmente para ellos la impunidad, el poder y el dinero son valores rescatables y la violencia o el mal gusto son la parte visible que también ellos han explotado para llamar la atención. Si la lucha contra el narco fue un movimiento político de legitimación, la explotación de su estética o sus crímenes se ha convertido en un proceso de legitimación de artistas sin valor. ®