Aute, de par en par

La belleza como única diosa legítima

Siguió pintando hasta el final, fiel a su primer amor, si bien el mundo lo recuerda por su contribución a una industria más volátil, la de la música, en la que él fue leal a su propia poesía, su fe y sus aversiones.

Para César y para Carmina

Aute, 1943–2020.

Cuando yo tenía dieciséis años y lo descubrí, Luis Eduardo Aute ya llevaba más de tres décadas como artista en la pintura, la literatura, el cine y, por supuesto, la música. Era ya un señor rumbo a los sesenta y había decidido que su trabajo musical, tan famoso en todo el mundo en español, se centraría quizá cómodamente en ciertas líneas conceptuales: el amor, erotizado y monógamo y heterosexual, como convino a los cantautores en español; la denuncia del cinismo y la canallez, ardorosa y cándida, y la contemplación del mundo que estaba por morir al final del siglo XX, volcado al capital y al éxito, igualado en la renuncia de la diversidad.

No era difícil navegar los temas de Aute, y además era muy entretenido: el amor erótico era una forma de tener los pies en la tierra, aún comprometida con la naturaleza sin necesidad de abrazar dogmas; leer el diario cada mañana era comprobar que el planeta se iba al diablo porque la Humanidad había capitulado de su misión de darle sentido en lugar de permitir que un imperio comercial y simplón sentara sus reales tras el triunfo en la Guerra Fría; enamorarse era seguir vivo, seguir vivo era aferrarse a valores preneoliberales, y éstos equivalían a contemplar el universo en su vasto misterio con disposición a la sorpresa y oposición a cualquier ideología.

(Supongo que serviría de mucho ser varón y blanco y europeo para vivir esa clase de principios).

Aute inspiraba a seguir enamorándose para cantarle a muchachas interesantes. Daba herramientas para saberse con esperanza entre las masas esclavas del espectáculo y de los dólares. Sus versos, sus rimas, funcionaban. Se preocupaba al menos por cierta lógica narrativa y prosódica que lo hacía digerible e incluso ingenioso. Claro que no necesariamente sonaba a juventud, ya pasados los cincuenta de edad. Por ejemplo: a juzgar por su música, era un amante de exigente parsimonia. Templo, su famoso disco conceptual en el que empareja el erotismo con la liturgia, es un acostón que se interrumpe varias veces para loar con inspiración salomónica al puro acto de follar, y puede tardar tres canciones en completar el revolcón (dan ganas decirle: “Amigo, ya hazle algo a la muchacha, caray”). Por fortuna, de su primer disco —costumbrista, autoral y vernáculo— al último hay una evidente evolución entre el retratista de un país en crisis al aforista profundo y de allí al baladista efectivo en coqueterías sofisticadas.

No sé cuántos artistas pop ejercen hoy ese privilegio, ni cuántos autores de la música o de cualquier otro arte pueden sinceramente aseverar que lo ponen en práctica. ¿Cuántos grandes escritores, connotados músicos, respetados artistas plásticos y consagrados cineastas no hacen sino reciclar el mismo motivo, las mismas fórmulas, su caja bien conocida de figuras y formas en autocomplaciente reconquista del mismo nuevo territorio?

Pero digo todo eso con simpleza y con prisa, ahora que se ha muerto uno de los favoritos de mi adolescencia. Aute tenía 76 años y llevaba un par en el retiro, espero que tratado cómoda y dignamente por su familia y sus médicos, querido en medio planeta, respetado por una industria a la que contribuyó a dar forma. Grabó 23 discos de estudio, cuatro más en vivo, armó nueve álbumes recopilatorios, pintó como obseso, hizo cine con el placer de quien se cumple un capricho que es indispensable para el corazón. Su vida artística ronda el medio siglo de actividad, febril, contundente, personalísima. Hoy es fácil acusarlo de cursilería, cargos que se mereció sin duda. Pero dijo lo que le pasó por la cabeza y ajustó el rumbo cada vez que le pareció necesario. No sé cuántos artistas pop ejercen hoy ese privilegio, ni cuántos autores de la música o de cualquier otro arte pueden sinceramente aseverar que lo ponen en práctica. ¿Cuántos grandes escritores, connotados músicos, respetados artistas plásticos y consagrados cineastas no hacen sino reciclar el mismo motivo, las mismas fórmulas, su caja bien conocida de figuras y formas en autocomplaciente reconquista del mismo nuevo territorio? Supongamos que habitaba la capa más baja del pop basura, de la estupidez a la que llamamos música prefabricada; aun si así hubiera sido, en esos cincuenta años obtuvo más de un acierto: como sabemos los fans de los artistas, hay ecos valiosos porque dicen por primera vez lo que hemos pensado todos, y no por que repitan lo que ya se ha dicho antes.

Aute es “Sin tu latido”, “Anda”, “Slowly”, “De alguna manera”, “Las cuatro y diez”, “No te desnudes todavía”, “Una de dos” y todas esas canciones que casi no tienen gracia si uno es soltero y no tiene una cocina bonita para prepararle cena con pasta y vino a la mujer amada —gran duda heteropatriarcal: ¿cómo canta una a Aute cuando es mujer?—, pero también es un apasionado juglar de la autenticidad y la belleza. Poeta más explícito y directo que el abigarrado Silvio, más individual e íntimo que Joan Manuel Serrat, grabó disco tras disco llenos de afirmaciones incontrovertibles, que fueron fincando una colorida biografía como compositor. ¿Alguien ha intentado escuchar completo el Sarcófago sin sentirse tentado a la revolución o al bostezo, según sus personales orientaciones? Mi prima Paloma, que también fue su fan, decía que los arreglos musicales de Rito y Espuma sonaban a “la música del Rey Amputamul” para burlarse de la ampulosidad orquestal que hoy deriva anacronismo en aquellos dos discos (¡esos chelos, esos violines, esas flautitas solemnes!). De ambas grabaciones son “Dentro” o “Hembra mía”, famosas piezas del Aute de conciertos, todo sea dicho.

Sin embargo, en aquel adulto lleno de ideas que fue hasta bien entrados los años ochenta hay un disco que lo retrata de cuerpo entero, justo a la mitad de su vida, y que concreta su ideario sin tapujos y con sencillez. Es, de 1979, De par en par, y en apenas diez canciones dice para cualquier fan quién fue Luis Eduardo, simpático y categórico, demasiado feliz con el verso como para hacer poesía de la amargura. Es un disco para redescubrir ahora que se nos ha ido. Luis parecía dedicado a poner en práctica el credo de la belleza como única diosa legítima, culto en el cual, como en cualquiera, las liturgias pueden volverse excesivas y monotemáticas, pero también prodigios de espiritualidad, en otros casos.

Luis está muerto, se puede escribir ahora, entre la conciencia de su legado, popular e industrial pero propio de su voz, de su pluma y de su música. El Aute que yo más disfruté era el cómico, sobre todo el tipo del humor negro de “Vaya faena” y, en general, de los noventa entre los discos Segundos fuera y Aire/Invisible, todavía presente en el cotorreo de “Ay, ay, ay” y “No es en vano” en el Alas y balas de 2003. Es el enamorado del exotismo africano (“Hafa Café) que añora la Primavera de París y sueña con romances tórridos que derivan decepciones adultas (“L’amour avec toi”), el llorón que va a donde el amigo brillante para contarle que la chica lo ha dejado (“Jacques”) y el fan de una Cuba salvaje que es casi puro pretexto literario (“Hemingway delira”), pero también el que se plantea el dilema entre enamorarse, morir “o simplemente escapar al primer bar”, y el de chistes como “Light motiv”:

Qué te importa si es injusto que se muera la poesía, lo sublime es darle gusto al gusto de la mayoría. ¡Qué divina, la moderna moda moderada de lo light! Al final, después de tantas calorías, esto es lo que hay.

El Aute de De par en par es diferente, un autor rumbo a los cuarenta años apresurado en reafirmar sus principios, dispuesto al viaje de hallar sus canciones en la discusión, consigo mismo, de aquello que consideraba valioso.

* * *

De par en par es un rosario de convicciones, un resumen de las creencias estéticas e intelectuales de un tipo que había escrito música en medio del franquismo, había salido adelante y veía que un montón de oportunidades se abrían para los hambrientos artistas de la España liberada. Ya para 1979 Luis Eduardo llevaba once buenos años de carrera y más de un éxito firmado —el proverbial impacto de “Rosas en el mar” cantado por Massiel—, de manera que se le podía considerar una curiosa autoridad entre los autores de la música contemporánea aun ante un superventas como Joan Manuel Serrat. Ya había probado con discos personalísimos —Rito y Espuma, claramente— y empezaba un camino hacia los arreglos de rock y pop que todavía debía hallar su mejor combinación en las baladas románticas. Venía de Albanta, en 1978, el bonito disco en el que podían convivir una de esas piezas surrealistas y medio adolescentes como “No sé qué coño me pasa hoy” con “De paso”, una de sus clásicas. Algo ocurrió entre 78 y 79 que decidió sacarse una última espina muy propia, sonar más a su Babel de 1975 pero ya no tanto como el venenoso Sarcófago de 1976.

Breve y expedito, De par en par compendia el esfuerzo de Luis Eduardo por seguir siendo un ilusionado fan de utopías. La canción homónima abre el álbum de sólo diez cortes con un repaso a la idea de que hay que seguir viviendo aunque uno se equivoque y, particularmente, contra la compulsión de los demás por denunciar cuando uno se ha equivocado:

Temo a la claridad que no se doblega a pensar que, por clara, puede estar ciega, cuando no ve que su identidad cobra sentido en la oscuridad del vacío que alumbra lo que ella niega. Y es muy probable que, si el error cierra una puerta, es para que otra quede abierta de par en par.

Esta idea de la libertad como un valor a explorar sin certezas es una oposición a los contratos y a los dogmas, el sueño adolescente del viajero, del explorador y el aventurero que se pasará la vida errando, sin raíces, pero sin ataduras ni lealtades que limiten. El romántico dibujo funciona durante todo el disco y le permite a Luis armar canciones como “Humo sobre humo”, en donde se disculpa por los errores cometidos pero exhorta a seguir la aventura:

En fin: frente al futuro, esa vieja y desdentada teoría, cierro la puerta.

Una de las más concentradas proclamas es “Sigo a la mar”. Luis se reafirma convicto de una idea que le permite liberarse de otras a las que reconoce como esclavizadoras. Cree en ser libre de tradiciones, de valores aun por inventar, de doctrinas que prometan la gloria personal, y libre sobre todo —una idea que será para siempre ya muy suya— de líderes iluminados, de “mesías”:

Cada vez que me oponen las delicias de futuros sin fantasmas como rosas sin espinas, perdedor en la batalla, como barco a la deriva, sigo a la mar: la mar, que siempre espera; fiel origen del latido, compañera; la mar, hembra primera, generosa sementera de la vida…

Este convencido individualista renuncia a la Historia (cuyo triste deber, deplora, es “el de encontrar soluciones acribillando latidos para que suenen relojes”) y confiesa la obstinada confianza en una belleza reservada a los sentidos:

Y qué puedo decir que no sea un nuevo modo de volver a decir que queda todo por sentir.

De par en par dura apenas 39 minutos. Incluye tres infaltables baladas románticas, pero aun ésas subrayan el tono del disco: “Un ramo de viento” y “De noche todo el día” se afanan en retratar a un amante que es demasiado libre como para que alguien lo retenga. “Quiéreme así, y no esperes más que el recuerdo, mi pobre recuerdo, y un ramo de viento” es lo más que le ofrece a la amante a la que confiesa que “no sirvo para cautivo”. La tercera es una de sus canciones más populares y una triste pieza para cualquiera que se haya divorciado alguna vez: “Queda la música”, la triste alegría de un hombre que mira la fotografía de su amor de juventud:

Nada queda en ese trozo de papel, todo es alquimia; veo que es la prueba más veraz de que todo es mentira: esos rostros ya no llevan nuestros nombres, son dos máscaras perdidas en la noche. Creo que tú y yo no somos más que dos desconocidos, otros dos extraños que en el tiempo se han hecho asesinos de esos dos niños de la fotografía que, abrazados, van bailando por la vida; pero queda la música…

La segunda canción del disco resume, sin embargo, al Aute jovial, cercado por la amenaza a sus principios, necesitado de reencontrarse con sus creencias y valores. “Elijo la locura” es también el “Aleluya número 4”: a lo largo de sus discos Luis Eduardo escribió ocho canciones en las que jugó con ese motivo al estilo de Leonard Cohen.

Gracias a internet, es curioso verlo como un joven trajeado que prácticamente recita la larga letra del popular “Aleluya número 1”, que también hizo famoso Massiel. El “Aleluya 4” arranca como poema de cantautor, rotundo en sus opiniones, pero luego sumiso ante su personal espiritualidad:

Hay quien mantiene la convicción de que la vida es una partida entre el azar y la comunión con el destino, entre la ley y la invocación al desatino. Quien mira no ve ni una mitad; es evidente que es diferente, entre mirar con la claridad de la cordura y ver con la luminosidad de la locura. Ante esa coyuntura de claridad o lucidez, con sensatez, elijo la locura; aleluya, elijo la locura…

Credo y manifiesto, “Elijo la locura” ilustra al Aute adulto pero ocupado en defender la fidelidad para consigo mismo. Las otras dos estrofas de la canción son aun más militantes, pero la militancia expresada es ese rumbo romántico por individualista que ya mantendrá en el resto de sus discos. Es el Luis de “La belleza”, reposado canto que pudo ser grito de guerra, o de “Me va la vida en ello”, que aparecerá en su contagiosa forma en Aire, de 1998 (el arreglo que Silvio Rodríguez hará en el tributo ¡Mira que eres canalla, Aute!, del año 2000,es mucho más atractivo). En “Elijo la locura” está más convencido de que vale la pena dar la pelea, pero el objetivo es la lealtad para con uno mismo, y ratifica su disposición a “destruir toda la Historia” si la alternativa es la dirección opuesta:

No sólo no me quiero atener a ser comparsa de esta otra farsa, sino, además, me excluyo el deber del raciocinio, esa otra trampa que usa el Poder para el dominio.

Al De par en par seguirán los discos de los ochenta Alma, Fuga, Cuerpo a cuerpo y Templo. Para Segundos fuera, de 1989, se volverá quizá más elegante, sus grabaciones subirán de calidad y será más regular en su repertorio.

* * *

De Aute pueden gustar muchas cosas, pero todo el mundo recuerda ese reclamo de libertad que pregona en sus grabaciones más famosas. Es un señor preocupado por un mundo mejor más allá del mercado y de la cultura de masas. “La belleza”:

Y me hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que se cae el muro ya no somos tan iguales: tanto vendes, tanto vales, ¡viva la revolución! Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada que consiste en la certeza de encontrar en tu mirada la belleza…

O el bonito tango “Aire”:

Aire, aire: aire de vendaval que revuelva el aire, aire airado que arrastre esta larga locura que escupe basura cuando habla de honor. Aire, aire: necesito respirar; que me niego a comprender, amor, que ya nunca pueda ser, amor, verdad la verdad; pero qué verdad, amor…

Y en una letra más reciente: “En estos tiempos por venir”, del Alas y balas de 2013:

En estos tiempos por venir, lo suyo es que el Nasdaq sea un veda para post–brahmanes, que en Sothebys se puje por El capital, que las divisas sean Biblias y Coranes y que la audiencia dicte la única moral. Pero me vais a permitir que, ante estas ciencias y ficciones de vacío, mercados y banderas cosmética y horteras, jamás renuncie a mi incurable desvarío de besos y quimeras.

Si Joaquín Sabina ha explotado el almodovarismo en torno a Chavela Vargas, Aute tiene su canción para recordar a Katy Jurado, una para Peter Gabriel y otra para Jacques Brel. Para derretimiento de sus fans, a principios de los dos miles escogió un motivo poético para una de sus canciones más sencillas y queridas: la del “Giraluna”, idea de una flor que sigue no al sol, sino al astro hermano, y por cuya rareza y humildad le parece más digna que cualquier gesta humana. Pero al final aún interpretaba “Al alba” no como dulce balada, sino como tributo a los refugiados africanos en Europa:

Miles de buitres callados van extendiendo sus alas; ¿no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza, maldito baile de muertos, pólvora de la mañana? Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga; quiero que no me abandones, amor mío, al alba…

Sorprende ver las fotos y los videos de Aute en los setenta de edad. Su calva, su delgadez, los grandes lentes, el cuerpo enjuto que vino después de ser un galán maduro. Un infarto de 2016 lo llevó a un coma y de allí al retiro. Los numerosos obituarios de las últimas semanas recuerdan la veneración que merece en la industria, entre jóvenes y viejos, y su fundamental influencia en el diálogo con la trova cubana. Siguió pintando hasta el final, fiel a su primer amor, si bien el mundo lo recuerda por su contribución a una industria más volátil, la de la música, en la que él fue leal a su propia poesía, su fe y sus aversiones.

Yo lo evoco en discos como De par en par, que tiene mi edad, aunque prefiero los que me eran más cercanos, y pienso en lo que habrá sido escucharlo junto a Silvio Rodríguez en el legendario concierto de Madrid que derivó en el disco Mano a mano. Lo vi varias veces en vivo, sereno y simpático, hábil para complacer al público. Parecía cantar lo que se le antojaba, como si tolerara que le pidiéramos lo mismo de siempre porque era tan sólo una fracción de sus intereses, sus ideas y sus inquietudes. Ese conjunto es más abundante de lo que ilustran sus hits, y promete interesantes reencuentros.

A mí me gusta el Luis conocido, el de las conversaciones que ya hemos tenido, pero que amenaza con sorprenderte con una nueva aventura, que elige la locura porque ofrece al menos una odisea. Dice su “Me va la vida en ello” que “vivir era un vértigo y no una carrera”. En A día de hoy, de 2007, lo escribió así en “Naves quemadas”:

Porque vivir es navegar tras un espejismo, detrás de un abismo, sin vuelta atrás; porque atrás tan solo queda el mar y todas las naves quemadas para no volver jamás.

Luis Eduardo Aute grabó canciones hasta su disco de 2012 El niño que miraba el mar y murió el 4 de abril de 2020. Es fácil encontrar sus discos y probablemente seguiremos oyendo sobre él. Es fácil de disfrutar. Esa sencillez cifra su popularidad, pero también, seguramente, evidencia la claridad con la que eligió experimentar sus propias convicciones. Ojalá que lo tuviera presente en el último momento y que, si fue honesto, el recuerdo de su propio recorrido personal lo haya provisto de tranquilidad. Que haya gozado el vértigo y la búsqueda, aquello con que decidió brincarse las reglas del juego. El espejismo, pues, de intentar ser uno mismo. La belleza. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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