Avelina Lésper es una crítica de arte que en unos pocos años ha provocado una reacción notoria en el ámbito del arte contemporáneo mexicano. Entre no pocos artistas, críticos y curadores provoca risas sarcásticas y hombros levantados, pero entre otros artistas y un público más general, más o menos ajeno al circuito, recibe rondas de aplausos.
En los artículos de Lésper abundan los comentarios por parte de los lectores del tipo “excelente artículo”, “esclarecedor y contundente”, “felicidades a la autora que desenmascara…”. Ya se le tilda de conservadora y reaccionaria, ya de campeona de la verdad. Esto llamó mi atención porque algunas personas que conozco —un director y escritor de teatro, un amigo que trabaja en cultura—, al leer artículos de Lésper convienen en decir que están de acuerdo, que les ha gustado cómo nombra las cosas. ¿A qué se debe el revuelo?
Lo primero que salta a la vista en los artículos de Lésper es su uniformidad. En todos sus artículos la autora concluye siempre lo mismo: el arte contemporáneo es una farsa, una burla; la carencia de los artistas contemporáneos es su banalidad, su falta de rigor: “La carencia de rigor [en las obras] ha permitido que el vacío de creación, la ocurrencia, la falta de inteligencia sean los valores de este falso arte, y que cualquier cosa se muestre en los museos” [Vanguardia, 30/08/2012].
Jean Baudrillard, en un escándalo que lo llevó a dar varias entrevistas en Francia, hizo algo parecido al decir que el arte actual es de la naturaleza del fraude, y utilizó la metáfora del fraude financiero, de un mercado inflado que no se soporta en una riqueza material, el llamado “crimen de iniciados”.
La suya es una especie de cruzada, su aportación —es un término que ella utiliza— es una especie de desenmascaramiento. No es la primera en hacerlo. Jean Baudrillard, en un escándalo que lo llevó a dar varias entrevistas en Francia, hizo algo parecido al decir que el arte actual es de la naturaleza del fraude, y utilizó la metáfora del fraude financiero, de un mercado inflado que no se soporta en una riqueza material, el llamado “crimen de iniciados”. Avelina Lésper no es tan elegante en sus metáforas para denunciar la vacuidad del arte actual, ni intenta serlo; de hecho es muy agresiva. Se trata de una agresividad parecida a una posición retórica, la de llamar a las cosas por su nombre, posición que probablemente es la que le ha granjeado mucho de su eco y simpatías. Ahora lo curioso es que sus artículos carecen precisamente de lo que no deja de señalar en los artistas que critica, carece de rigor, por ejemplo, al usar términos del campo psicoanalítico o psiquiátrico, a los que es aficionada.
Las patológicas acciones de Orlan, que padece la enfermedad clínicamente llamada trastorno dismórfico corporal, o sea la adicción a cambiar la apariencia física entrando al quirófano tantas veces como la tarjeta de crédito lo permita (sic). El vicio de Michael Jackson en Orlan es arte. Si de verdad quieren experimentar imiten la terrible experiencia, nada artística, de los mutilados de guerra y ampútense las piernas. Estas frivolidades únicamente sirven para tener un libro de Phaidon y una exposición en un museo del primer mundo [“Contra el performance”, Esfera pública 22/08/2013].
Desconozco la formación escolar de la autora, pero definitivamente no es psiquiatra. Yo tampoco lo soy, pero eso no me impide echarle una ojeada al DSM IV (Diagnostic and Statistisc Manual of Mental Disorders), el manual básico de cualquier psiquiatra y en donde se define el término. La definición del Trastorno Dismórfico Corporal no tiene que ver con la adicción a la cirugía plástica, se trata de un desorden de la imagen, el sujeto que la padece ve en el espejo algo radicalmente distinto de lo que vemos los demás, por ejemplo, se percibe deforme; no hay en esta categoría psiquiátrica relación alguna con lo que hace Orlan, que calcula perfectamente cómo se va a ver después de cada operación. En otro artículo titulado “El complejo del urinario” escribe:
La raíz es la misma, complectere, complexum, abarcar, conectar. La palabra complejo se utiliza indiscriminadamente para calificar a algo que está fuera del alcance de la comprensión y también para señalar un estado de la persona que “sin ser negativo, tiene consecuencias negativas”, según Jung. El acomplejado es víctima de un complejo, padece una inferioridad, real o subjetiva, y la hace una parte fundamental de su personalidad (sic). Este complejo se supone interesante y complicado para Jung que lo estudió, y le pronosticó innumerables formas. Es un patrón de emociones, memorias, percepciones y deseos organizados alrededor de un tema en común. Es incompatible con la conciencia, y sin embargo modifica el comportamiento [avelinalesper.com 26/08/2013].
Independientemente de a qué se refiere la autora con que la palabra “complejo” se utiliza indiscriminadamente, según la definición del diccionario, el de la Real Academia de la Lengua, lo “complejo” no está en relación con lo incomprensible, significa sencillamente “que se compone de elementos diversos”; por otro lado, me puse a buscar las citas que hace de Jung pues hasta donde sé Jung nunca habló de un complejo de inferioridad, y no las encontré por ningún lado, hasta que busqué en Wikipedia y me di cuenta de que todas las citas que utiliza Lésper en su texto provienen de ahí: Lésper no hace ni una sola referencia a ningún libro de Jung para citarlo. A la postre, las definiciones del artículo de Wikipedia son citas de otros diccionarios médicos que a su vez hacen referencia a Jung. Este procedimiento, que no se puede considerar riguroso, es sin embargo con el que pasa a acuñar un concepto personal, el “complejo del urinario”, para el cual no hace ni una sola referencia al caso de Duchamp, ni siquiera lo menciona, cuando sobra decir que tendría que ser una referencia obligada. Lésper no se toma la molestia, ¿por qué?
Veamos uno más de sus artículos, en torno al robo de arte. La autora hace un breve listado de artistas cuyas obras son mas comúnmente procuradas por los ladrones de arte, Picasso, Miró, Chagall, Durero, y luego señala:
Si analizamos la lista de robos podemos destacar una cosa: al arte conceptual nadie se lo roba. Ni por error. Nadie hasta la fecha ha arriesgado su vida por los condones usados de Tracy Emin o la Silla de grasa de Beuys o el urinario que se supone que es un ícono del antiarte […] Y eso es sorprendente porque si se supone que el concepto es el que da valor a las obras, los ladrones deberían creer que robarse una pila de zapatos usados es un buen negocio porque está en la Bienal de Venecia y porque el curador creó un contexto que le da valor. Pero no, no se los roban. La excusa podría ser que los autores están vivos, pero Duchamp no lo está y nunca lo han robado […] Esto me lleva a concluir que en el momento en que alguien va a violar la ley por tener una obra de arte no cree en el contexto, ni en el valor del discurso del curador, cree en el objeto, en lo que se lleva […] La conclusión es que a los ladrones a gran escala no les gusta este antiarte, no demuestra valor en sí mismo y no merece la pena arriesgarse por él. [avelinalesper.com 17/07/2009]
La autora dice creer que los ladrones de arte se roban una obra por su valor artístico, porque les gusta, y no por su valor en el mercado negro, y su referencia para este argumento es la película The Thomas Crown Affaire, en la versión con Pierce Brosnan (usa una cita de la película como epígrafe). Además de que es muy dudoso que el robo profesional de arte busque el valor artístico antes que el monetario, es sencillamente falso que al arte conceptual nadie se lo roba. Este mismo año, en agosto, en un museo de Holanda se robaron una pieza de Jan Schoonhoven cotizada por Sotheby’s en 285 mil euros, se trata de una caja que contiene pequeños triangulitos de papel maché; una de las versiones de la famosa Mona Lisa de Duchamp, L.H.O.O.Q., de 1940, se la robaron en 1981, y una versión de la Rueda de bicicleta fue robada del MOMA por un joven que, según las investigaciones, no se la llevó para venderla, ya que la Rueda se encontraba en una sala al lado de algunos Van Gogh y muy cerca de la Persistencia de la memoria, de Dalí, mucho más valiosa y ciertamente más fácil de cargar. Este caso no es un secreto, lo dio a conocer la revista Forbes hace doce años. Los argumentos de Lésper no sólo son endebles, además está muy mal informada. La falta de rigor y la banalidad que no se cansa de señalar en el arte contemporáneo son las mismas que caracterizan sus textos, y sin embargo nada de esto ha impedido que muchos se sumen a sus críticas, si es que pueden llamarse así, pues esta clase de crítica no es crítica por ningún lado; no se trata de pensamiento crítico ni de lejos, en el sentido filosófico de Kant, de definir los límites en que puede pensarse un problema; no se trata de crítica ni en el sentido estrictamente etimológico, de estar en crisis, para el caso, de tratar cuestionamientos personales frente a un tema, pues Lésper no ensaya, no se hace preguntas, está absolutamente segura de sus opiniones. No es crítica, a no ser que entendamos por crítica el ejercicio llano y simple de adjetivar, de decir, en ausencia de un marco teórico definido, “esto es arte, esto no es arte”. No obstante, esta crítica, más cercana a la definición de chisme (según la RAE: Noticia verdadera o falsa, o comentario con que generalmente se pretende indisponer a unas personas con otras o se murmura de alguna), es recibida con entusiasmo entre toda clase de personas, se publica con alguna frecuencia en esta revista, cada semana en el suplemento Laberinto y en otras como Letras Libres, la publicación heredera de Vuelta, de Octavio Paz, en donde escriben críticos como Roger Bartra o Christopher Domínguez Michael. ¿A qué se debe este fenómeno tan extraño?
Tal vez lo más curioso de Avelina Lésper es que, en medio de sus indisciplinados ataques a diestra y siniestra, a veces da en el clavo. En un texto sobre el pintor Antonio López, un hiperrealista con una comisión para pintar a la familia real de España, y que tiene ya diecisiete años tratando de terminar el encargo, dice Lésper:
Esta situación no existiría si desde el inicio le hubieran dado esta comisión a un colectivo de arte contemporáneo. Un equipo interdisciplinar establecería los mecanismos de formalización y configuración de los dispositivos intelectuales y materiales para realizar la obra. Documentarían el proceso, los discursos generados, las diferentes propuestas consustanciales a la rematerialización de la familia real a través de sus problemáticas emotivas y personales. Decidirían una intervención site-specific para suplantar a la representación y crear una presencia que impugne el canon establecido desde Velázquez a Goya. Con esta metodología definida, el colectivo accionaría las piezas que significaran y reflexionaran sobre las posibilidades constructivas y psico-sensoriales aludiendo a las especificidades de la polarización/integración de cada personaje a través de la superposición de formas híbridas y elementos diversos: bloques de concreto, luz neón, botellas vacías, pedruscos, papeles arrugados, confeti dentro de un frasco de vidrio, cigarrillos, restos de comida, sonidos alterados, alambres enredados, neumáticos ponchados. El proceso les tomaría unos días y la obra final la montarían en pocos minutos [avelinalesper.com 09/06/2013].
Ésta es una descripción perfectamente verosímil. Esto puede significar que para tocar fibras sensibles en la realidad del arte contemporáneo no se necesita ser poseedor de un pensamiento crítico agudo, ni crítico en absoluto, o bien puede significar que Lésper sencillamente expresa una opinión compartida por muchos, una opinión —en el sentido de la doxa— que no suele ser expresada en ese tipo de espacios. En el párrafo citado describe exactamente la manera en la que procedería un grupo de artistas conceptuales. Efectivamente, la inmensa mayoría de las veces el arte actual es una gran farsa, pero esto lo saben perfectamente los artistas, los críticos y los curadores. A excepción de los estudiantes que aún no han tenido que vérselas con el mercado, no conozco a alguien que realmente se la crea. Tal vez Avelina Lésper sea un síntoma de un enojo social, nadie se traga el cuento de que una caja de zapatos vacía tirada en el piso pueda guardar un significado filosófico y la posibilidad de una avanzada conceptual de este tipo para el mercado del arte hace por lo menos tres décadas que dejó de tener alguna efectividad.
Tal vez Avelina Lésper sea un síntoma de un enojo social, nadie se traga el cuento de que una caja de zapatos vacía tirada en el piso pueda guardar un significado filosófico y la posibilidad de una avanzada conceptual de este tipo para el mercado del arte hace por lo menos tres décadas que dejó de tener alguna efectividad.
Es natural que la pomposidad, la circunstancia teatral que rodea la acostumbrada frivolidad de mucho del arte contemporáneo no pueda realizarse sin producir una reacción, una reacción de enojo. ¿Es una reacción legítima? Es un enojo sospechoso porque parecería que viene de una indignación ante el maltrato del término “arte”, desde que el arte es lo más elevado y la trascendencia de Picasso y Manet se ve mancillada al llamar arte también a una pila de zapatos usados en una bienal; a esta indignación por una nominación deshonrosa se suma el que el arte actual se valúe en miles de dólares. Es como si se quisiera defender el honor de una tradición contra la bellaquería de la modernidad. En una entrevista Lésper puntualiza con precisión las cualidades que el arte tiene cuando lo es sin duda alguna, son cuatro. Número uno: el arte es producto de la inteligencia y la disciplina, el talento para dominar una técnica sobre los materiales. Número dos: el arte tiene un valor intrínseco, su valor no depende del contexto ni de las ideas que se hacen acerca de éste, su valor es inmanente. Número tres: el valor del arte es atemporal. Y número cuatro: el arte no necesita de una explicación para que podamos acceder a la experiencia de la belleza. Es interesante porque la primera vez que esta serie de características fue enumerada, tal cual, letra por letra, fue en voz de Hitler para definir su política cultural. Aquí hay que ser en extremo cuidadosos, como siempre que se trae a colación el tema nazi: no se trata de ninguna manera de que el discurso de Avelina Lésper consista en una intención totalitarista del discurso sobre las artes, nada de eso, el señalamiento viene al caso en la medida de un antecedente histórico, nunca antes se habían definido así las artes, y la relevancia de ubicar este antecedente histórico en una serie adjetival es que la definición que utiliza Lésper para descartar el arte contemporáneo y validar a Picasso y a Van Gogh fue precisamente la misma que se utilizó para descartar y perseguir al mismo Picasso, Van Gogh, Matisse y Kandinsky, si esta serie de características se quiere atemporal y universal, como Lésper lo sugiere, se trata de una garrafal metida de pata teórica, de un malentendido de origen, pues no se ha tratado nunca de una tradición. La idea de querer entender lo que sucede ahora bajo el término “arte” como se hizo en el siglo XIX es improcedente, basta ver las propias declaraciones de los artistas de vanguardia para darse cuenta de eso. En resumidas cuentas, la noción de arte en el siglo XIX tiene muy poco que ver con la de la Edad Media,la de la Edad Media con el clasicismo, etcétera. Pues bien, una vez más, lo fascinante es que a pesar de sus embrollos, la autora toca los puntos esenciales, por ejemplo, el problema de fondo en el arte contemporáneo: el problema de la realidad. En la misma entrevista:
El Ready-Made no es arte, porque el arte transforma la realidad. Si el artista es incapaz de transformar a la realidad y toma un pedazo literal de la realidad para ponerlo en un museo esa persona no es artista. Esa cosa no es arte. La realidad está ahí, la realidad convivimos todos con ella. La realidad la utilizamos todo el tiempo. Si tú en tu casa tienes ollas y las llevas al museo no por eso dejan de ser ollas. El Ready-Made es un ejercicio retórico de un grupo de académicos y de un grupo de burócratas que se han aprovechado de eso para dominar el mercado y para dominar a los museos. En lo que se ha convertido en esto es en un estilo más que nada, el estilo contemporáneo es que si haces video pues debe de estar fuera del foco y no tener ningún grado de factura porque si lo haces bien entonces es otra cosa, es video clip, es cine, es publicidad.
Tiene toda la razón en centrar la problemática sobre la indiferencia entre lo que vemos en una tienda departamental y una galería —aunque el sentido de “la realidad” que utiliza Lésper sea cuando menos grosero—, ahí se encuentra de lleno el excéntrico desplazamiento de Duchamp. Desde que Duchamp pusiera en juego los límites entre arte y realidad ha sido muy difícil hacer otra cosa, y pareciera que en esta agresiva batalla con la realidad —como Hal Foster la caracteriza en The Return of the Real— los términos de “arte” y “realidad” se han cargado de una especie de moral en los discursos artísticos, como si fuesen algo malo. Acaso con el pasar de las décadas no se haya encontrado otro camino. El arte actual es extraño porque no representa una aventura, como lo fue hasta por lo menos a principios de los años setenta, se trata ya —tal cual Lésper lo señala— de formatos reconocibles aquí y allá, y el comportamiento del mercado del arte es muy diferente a cómo se comportó hasta los años cincuenta, se encuentra dominado, como dijo Baudrillard en su libro El complot del arte, por la especulación. Esta circunstacia produce una insatisfacción desde que el término “arte” se utiliza —ahora sí— indiscriminadamente.
Por lo pronto, ya sea por un oportunismo o por una ocasión concertada, el fenómeno de Lésper se presenta como la experiencia de “por fin alguien lo dijo”, a la manera de las ropas invisibles del emperador en la conocida fábula de Hans Christian Andersen.* ¿Es Avelina Lésper el niño que, en su simpleza, en su inocencia, expresa lo que muchos piensan pero nadie se atreve a decir? Por supuesto que no, pues el grito de Lésper se nutre de la misma vanidad que dice mostrar, pero entender este fenómeno tiene su importancia para desentrañar el estado del arte contemporáneo en general porque forma una parte congruente de la misma dinámica, de una misma lógica, que parece ser la del teatro, es decir, la puesta en escena del poder. La imagen de adjudicar en el teatro del arte actual una personalidad para cada figura de la fábula de Andersen sería tentadora si Duchamp no se nos hubiera adelantado hace ya cien años. Con una perspicacia inaudita Duchamp supo ser al mismo tiempo el emperador, el niño y los tejedores. ®
Aquí, la respuesta de Avelina Lésper.
Nota
* Un emperador se ocupa más de su vanidad que del gobierno y pasa más tiempo ante su ropero que ante el consejo. Un día un par de estafadores se presentan en la corte y le ofrecen confeccionar los ropajes más hermosos, dignos de un emperador, y además con una característica extraordinaria: sólo aquellos con una inteligencia refinada podrían apreciarlos, no así los simples y los ineptos, que no podrían ver nada. Los tejedores estafadores pidieron oro y la seda más fina y simularon cortar y tejer sobre una mesa vacía durante días mientras pedían cada vez más oro y más seda. Como nadie quería ser señalado como un inepto, todos los oficiales alababan el progreso de la ropa inexistente. Cuando los ropajes quedaron terminados el emperador decidió mostrarse ante su pueblo, para lo cual organizó una procesión real. El pueblo entero fingió apreciar los magníficos atuendos imperiales cuando un niño gritó: “¡El emperador no trae nada encima!” El padre del niño exclamó: “Escuchen la voz de la inocencia”, y pronto el grito infantil se dejó sentir con todo su peso. El pueblo entero hizo eco de la inocencia y se sumó a los gritos. En el lúcido final de Andersen el emperador se da cuenta de que es verdad, que está desnudo, pero decide que la procesión debe continuar, y los señores de la corte no tuvieron otra opción que seguir la farsa, levantando unos ropajes que no existían. La paradoja consiste en que fue finalmente un simple, un niño, el que denunció lo que todos veían, pero también en que el pueblo, los cortesanos y el emperador mismo creían que a pesar de no ver los ropajes, tal vez, después de todo, estuvieran ahí. El sentido de la fábula se concentra en el emperador, en una decisión digna de su altura al reconocer que, farsa o no, la decisión de la verdad se sostiene en el teatro del poder.