Balones como mundos

La inteligencia en el deporte

Escribí este texto el año pasado, 2010, cuando comenzaba el Mundial de Futbol en Sudáfrica. Me ha parecido adecuado ponerlo a disposición de los lectores de Replicante, sobre todo ahora que los pasados Juegos Panamericanos de Guadalajara fueron tan amados como odiados…

En los primeros días de los Panamericanos me sorprendió una situación: de la crítica justa y necesaria a un evento tan cuestionable como éste se pasaba con gran facilidad al ataque infundado contra el deporte y la minimización de los logros de quienes lo practican. Proliferaron ensayos, twits y programas de radio donde los intelectuales ponían sobre la mesa sus mejores ideas sobre el deporte; ideas que, por lo general, se reducían a la infalible máxima del pan y el circo. Se hacía evidente la carencia de nuevos modelos para analizar y entender el deporte, en especial el deporte-espectáculo.

Los intelectuales, casi siempre académicos, se rasgaban las vestiduras mientras hablaban de las exorbitantes ganancias de futbolistas y boxeadores, mientras a ellos, tanto que se educaron, apenas les alcanza para comprar tortillas con su plaza de tiempo completo y apoyos del SNI. Hablaban de la inequidad y la corrupción que impera en el deporte como si no las tuvieran más a la mano. En fin, opinan del deporte con una ingenuidad pasmosa, producto de lo ajeno que, en realidad, les resulta el tema.

Lo que he pretendido con este texto es hablar de lo que el deporte significa para mí, que no soy deportista ni académico de tiempo completo.

De cuando me gustaba el futbol

Escribiré algo que muchos intelectuales estarán declarando, como cada cuatro años, en estos días mundialeros: no me gusta el futbol (así, sin acento en la “ú” y con acento invisible en la “o”). Pero lo escribo sin tratar de dotar a la declaración de ese halo de dignidad, de revolución, de consigna de marcha, que usualmente se le da. Lo escribo como escribiría que no me gusta el golf, la charrería o el curling. Por supuesto, entiendo que éstos no son deportes populares y el futbol, claro, sí lo es.

Recuerdo que, de niño, yo era un fanático, qué digo, un obsesionado del futbol. Tenía un cuaderno especial donde llevaba las estadísticas de cada equipo de la liga mexicana. Una página para cada equipo. Dibujaba el respectivo escudo casi llenando la hoja, para que sirviera de fondo a los datos que vendrían encima. Así lo hice no sé desde cuándo y hasta mediados de la primaria. Tenía otro cuaderno donde anotaba las estadísticas de los partidos diarios que teníamos en el recreo. Según ese cuaderno, yo no era un mal deportista. Cosa extraña, porque también era un nerd. Ahora pienso que en esos cuadernos, más que la prueba de mi gusto por el futbol, había indicios de una pasión malsana por las estadísticas, la cual hasta hoy no he podido erradicar.

De cuando dejó de gustarme el futbol y apareció el basket

Pero sucedió un verano, en un zanjón de los varios que hay en Tepic, cuando mi mamá me inscribió a una escuela de basket (así, sin el “ball”) para niños. Era una de esas escuelas que el ISSSTE tenía para propiciar el desarrollo integral de las personas o algo así. El curso de verano fue un suplicio. No fui capaz de meter una vez el balón a la canasta y, además, era demasiado tímido como para hacer amigos en lo que duraba el verano. Para cerrar con broche de oro, nos llevarían a un torneo de esos que llaman relámpago, o sea, organizados con güeva. Todos alcanzaron uniforme, menos un niño raro y yo, no sé si más raro. El uniforme consistía en una camiseta blanca con el escudo del ISSSTE cubriendo todo el pecho. Horripilante. No me costó mucho fabricarme mi propio uniforme con una camiseta blanca, una bolsa de plástico de la tienda del ISSSTE, aguja e hilo. Fui al torneíto y, por supuesto, no jugué. Además, el escudo de mi camiseta se despegó pronto.

Tenía otro cuaderno donde anotaba las estadísticas de los partidos diarios que teníamos en el recreo. Según ese cuaderno, yo no era un mal deportista. Cosa extraña, porque también era un nerd. Ahora pienso que en esos cuadernos, más que la prueba de mi gusto por el futbol, había indicios de una pasión malsana por las estadísticas, la cual hasta hoy no he podido erradicar.

A pesar de todo el desastre de ese curso de verano, yo me quedé fascinado con este deporte. Me metí de inmediato a la escuela de basket de la UAN, en el Mesón de los Deportes. Ahí descubrí la maravilla del rechinar de los tenis contra la duela, de los balones que le sacaban sonido a las redes y del eco que se genera en una arena vacía. Me enamoré del juego y, poco a poco, fui olvidando al futbol. Se trató, simplemente, de un cambio de gusto.

Por supuesto, cuando dejas de jugar futbol ya no es tan sencillo encontrar compañeros de juego para el recreo. Aunque, siendo justos, no fue imposible hallar con quien jugar basket. En las canchas de la Ciudad de la Cultura, que quedaba a una cuadra de mi casa, se reunían todas las tardes personas de cualquier edad y estrato social a retarse en partidos de basket, junto a estéreos con algún tipo de música prehiphop. De verdad, era un gentío. Se ocupaban varias canchas y se organizaban mejores torneos que los que la SEP intentaba armar para simular que en las escuelas públicas se hacía deporte.

Recuerdo haber visto partidos fabulosos. Había un montón de gente, ya más grande, que eran capaces de clavarla. Cosa increíble e imposible para un morrito de diez años. Recuerdo a un equipo de cholos, todos chaparrones, pero tremendamente hábiles y saltadores. Yo encontré en esas canchas a los que serían mis amigos de la infancia, especialmente al Danny, con quien compartía el odio hacia los Chicago Bulls y Michael Jordan: él le iba a Orlando Magic y yo a Los Angeles Lakers, como hasta hoy.

El odio a Jordan tenía sentido. Las primeras finales de la NBA que vi fueron las de 1991, Lakers vs. Bulls, Magic vs. Jordan. Yo le iba a L.A. Esas finales significaron el primer anillo de Jordan y el inicio de su era. No me tocaría ver a los Lakers ganar campeonato hasta el 2000, con Shaq y Kobe. La era de Jordan (desde el 91 hasta el 98, con su intermedio de dos años dominado por Olajuwon) fue también el mejor momento del basket en México, hablando de popularidad y penetración mediática. Era un tiempo en el que te podía gustar el futbol, pero también te gustaba el basket o, siendo específicos, te gustaba Jordan.

A partir del 93 TV Azteca continuó con la tradición de transmitir NBA iniciada en Imevisión. Los comentaristas eran Pepe Espinosa (que ya murió) y Enrique Garay (que además de ser el ex de la Nacha Plus ahora es un segundón en el imperio de André Marín y Luis García). Con ellos vi un montón de juegos de pretemporada, temporada (incluso uno en vivo, con Hakeem Olajuwon, Charles Barkley, Clyde Drexler y Jason Kidd en el Palacio de los Deportes, en la Ciudad de México) y playoffs durante años, hasta el día en que TV Azteca decidió ya no transmitir más NBA.

La desaparición de la NBA de la tele abierta mexicana no se trató, como la televisora misma lo declararía, de una decisión tomada a partir de un aumento del precio de derechos de transmisión. Si no, que me expliquen cómo le hizo TVC, una televisora pequeña, para transmitir NBA durante algún tiempo. Creo, más bien, que se trató de la consideración del mínimo riesgo. Como en toda televisión abierta, lo que imperó fue la idea de darle al público lo que resultara más vendible: futbol y telenovelas. Digo, no es que el futbol hubiera recuperado una presencia televisiva que nunca perdió, sino que dejaron de existir opciones deportivas en la televisión abierta. Vamos, que hasta el box perdió presencia televisiva en ese mismo tiempo. El día que me encontré, en el mismo horario en que pasaban NBA, un programa llamado Futbolito Pan Dulce Bimbo, entendí que una época había acabado (después lo confirmé cuando mi nada promisoria carrera en el basket terminó con un hombro zafado). El futbol terminaría de cuajar como la única opción deportiva en la televisión abierta. Por suerte, luego aparecería el cable y la lógica temática monolítica de Televisa y TV Azteca se verían fuertemente minadas, no sólo en el tema deportivo, sino en el resto de su programación.

Pero en el deporte como en el arte, poco me interesa el realismo. Por eso en las películas, series, cómics o novelas que más he disfrutado rara vez se encontrará una intención de simple espejo; no me interesa encontrar en el juego la calca (sublimada o no) de lo que tengo a la mano en la vida. Me aburre. Cuestión de gustos.

Lo cierto es que, para ese entonces, a mí ya no me interesaba el futbol. No por razón intelectualoide alguna, insisto, sino porque le había perdido la pista desde hace años. Alguna vez intenté ver partidos de la liga mexicana pero terminaba aburriéndome. Simplemente, no le hallaba el gusto. Para un alguien acostumbrado a que cada segundo (hasta el último) y cada acción incidan en el resultado final, el futbol me parecía, más bien, pasivo, inexacto e injusto. Si el partido terminaba en un cero a cero ya era el acabóse. Por supuesto, esto es sólo una cuestión de gusto. Sé que el futbol, como deporte, es mucho más que eso. Algunos dicen que en esta inexactitud e injusticia, en esa tendencia constante a la falla, es donde radica el encanto del futbol. Y yo les creo. El futbol se parece mucho a la vida, con el gol como anomalía y deseo. Y es que en la vida también se puede jugar como nunca y perder como siempre.

Pero en el deporte como en el arte, poco me interesa el realismo. Por eso en las películas, series, cómics o novelas que más he disfrutado rara vez se encontrará una intención de simple espejo; no me interesa encontrar en el juego la calca (sublimada o no) de lo que tengo a la mano en la vida. Me aburre. Cuestión de gustos. Si el futbol es imitación de realidad, el basket es su hiperrealización. Con esta palabrita pretendo indicar un proceso: la elaboración de algo que se parece tanto a la realidad que termina divergiendo de ésta. Es la construcción, en este caso en clave lúdica, de algo nuevo real.

El basket me gusta porque hace evidente su condición de realidad distinta a la realidad vivida: la distinción radica en la aparente eliminación del azar como factor. En el futbol, el balón pega en el travesaño o se falla un penal por una mala broma de los dioses del estadio (o por extensión traumática de la tragedia histórica de los pueblos vencidos y conquistados). En el basket, el balón es expulsado del aro después de recorrerlo un par de veces por una razón tan insignificante como perturbadora: el jugador no ejecutó su tiro con la exactitud debida. En el basket no hay pretextos, gana el mejor y ya. El basket es un texto a secas, desafiante y cruel. Expone a sus actores a un mundo sin empates, nos enseña que sin el azar, la mala suerte y los pretextos la derrota es menos llevadera, precisamente porque es derrota.

Esas cosas inútiles

Por estos días se escucha en muchos lados cantaletas “inteligentes” clásicas como: No le hallo sentido a un jueguito donde un montón de hombres persiguen una pelota; juegan con las patas, piensan con las patas; el futbol es el opio del pueblo; el mundial es una cortina de humo para una conspiración global que terminará con la humanidad… A partir de estas opiniones surgen dos ideas generales: 1) Quienes practican el futbol no deben ser idolatrados pues, en realidad, son estúpidos que sólo saben patear un balón, y 2) Quienes gustan de ver futbol no deben ser respetados pues, en realidad, son estúpidos que sólo saben beber cerveza y ver la televisión. Ambas ideas parten de un supuesto equivocado, aplicable a cualquier deporte, no sólo al futbol: el juego y el espectáculo masivo son actividades inútiles que deben ser erradicadas de la sociedad, pues generan seres alienados, no pensantes, acríticos, etcétera, etcétera, etcétera.

Es verdad, el futbol, el basket, cualquier deporte-espectáculo, son actividades perfectamente inútiles… como también lo son, en otros sentidos, el cine, la literatura, la música y las ciencias sociales. Es curioso que entre ambos grupos de actividades haya más en común de lo que se suele aceptar. A muchos intelectuales les molestan los inútiles deportes-espectáculos, en parte, porque son más populares y lucrativos que las actividades inútiles que tanto aman. Pasar dos horas en una sala de cine, cantar en un concierto, bailar en una fiesta o discutir acaloradamente sobre la nariz de Cleopatra no sirve para nada, en el sentido que serviría fabricar una licuadora, aprobar algo en San Lázaro o ser vendedor en Elektra. Las artes, las humanidades, los espectáculos y los deportes pertenecen, oh sí, al universo de lo inútil, a los terrenos fangosos del juego y el ocio.

Y aquí el intelectual socialmente comprometido y el artista abnegado podrían alegar que el arte y las ciencias sociales son cosas serias, no jueguitos pendejos. No lamentaré estar en desacuerdo. Los deportes son jueguitos, sí, pero son jueguitos muy serios. No hay diferencia entre la seriedad que le pone un deportista (pagado o no, millonario o amateur) a la práctica de su deporte y la seriedad con la que un científico social investiga o un artista crea. Los años de formación que un investigador necesita para obtener su doctorado no son más que los que requiere un niño para convertirse, no digo ya en deportista olímpico, sino en panamericano. Que hay deportistas mediocres, sí. Como también hay escritores, historietistas y cineastas mediocres. Que los deportistas están sobrepagados para lo que hacen. Muchos sí, sin duda, pero lo mismo pasa con un montón de músicos o investigadores de poca monta (si no, que le pregunten a esos académicos-diputados de instituciones como la Universidad de Guadalajara).

En alguna entrevista, Michel Foucault decía que “debemos ver nuestros rituales como lo que son: cosas completamente arbitrarias, llenas de juegos e ironías. Es bueno estar sucio y barbudo, tener el pelo largo, lucir como una mujer cuando uno es varón (y viceversa): uno debe poner ‘en juego’, desenmascarar, transformar e invertir los sistemas que silenciosamente nos organizan”.

El trabajo intelectual también puede poner en juego y en el juego también se trabaja con la inteligencia. Viene al caso hablar aquí de lo desfasada que está la idea de que la inteligencia sólo viene en forma de libros. Bajo la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner, en los deportes se utilizaría, por lo menos, la inteligencia cinestésica-corporal. En este sentido, William Shakespeare (inteligencia lingüística), Stephen Hawking (inteligencia lógico-matemática), Charles Darwin (inteligencia naturalista), Orson Welles (inteligencia espacial), John Lennon (inteligencia musical), Martin Luther King (inteligencia interpersonal) y el Dalai Lama (inteligencia intrapersonal) serían sólo ejemplos, entre muchos otros, de individuos tan geniales como los mejores representantes de la inteligencia cinestésica-corporal: actualmente, Usain Bolt, Roger Federer, Lionel Messi o Kobe Bryant… antes, Michael Jordan, Nadia Comaneci, Muhammad Ali, Pelé, Lance Armstrong y un larguísimo etcétera. Lo que intento decir es que, bajo la lógica de las inteligencias múltiples, un tipo que apenas puede articular palabra, como Julio César Chávez, puede ser considerado un genio completo, a pesar de su obvia estupidez lingüística; de igual manera, un montón de “cerebritos” podrían ser considerados verdaderos retrasados mentales cinestésico-corporales.

Dejarlos jugar

Que esos deportistas sean más populares que la mayoría de los representantes de los otros tipos de inteligencias no debería quitarle el sueño a nadie. Su espectacularidad en el juego resulta más evidente, que no mejor, que la espectacularidad de Borges al escribir un cuento. Sin embargo, ambos nos pueden proveer de experiencias vitales incomparables.

En el concurso de clavadas del juego de estrellas de la NBA de 1987 Michael Jordan realizó un salto desde la línea de tiros libres. Esta clavada justificaría su apodo de “Air”. En cuestión de segundos, Jordan le dio al público algo que nunca habían visto (lo habían visto de él mismo dos años antes, pero aquí estaba perfeccionado). Para hacerlo, no sólo recurrió a su tremenda capacidad física, sino a su superdotada inteligencia y, me atrevería a decir, a su privilegiada creatividad deportiva. Jordan creó con su cuerpo atravesando el aire un signo del deseo humano por volar. Así lo confirma su mismo rival de las finales del 91, Magic Johnson: “He just makes you wish that for one day […] you can fly in the air”. Así que, ¿por qué no dejar a los deportistas intentar crear nuevos signos de lo que somos o podemos ser como seres humanos? El único lugar y tiempo que tienen para hacerlo es el que les proporciona el juego.

Es verdad, no me gusta el futbol y es probable que, a menos que sea un pretexto para reunirme con amigos, no vea casi nada del mundial. Es verdad que detesto que la televisión abierta no ofrezca más opciones deportivas a sus televidentes, que no arriesgue en la creación de públicos. Es verdad que odio que, cuando conozco a una persona, me pregunte “¿Chivas o América?” Es verdad que me levanto de la tumba del coraje de ver pelearse a las barras de equipillos de güeva después de un cero a cero. Es verdad que me retuerzo de saber que la Secretaría de Educación permita que haya escuelas en donde sea obligatorio ver el futbol en las aulas. Me enerva el patrioterismo fútil de los comerciales de la Iniciativa México y Javier Aguirre, tanto como la esperanza vacía de querer ponerle la verde a la nación. En todos los casos, lo que odio es la falta de opciones, que creamos que sólo hay un gusto, una forma de ser, un camino en la vida… Pero lo cierto es que siempre, al menos en estos temas, se puede elegir. Yo elegí hace mucho al basket como mi deporte favorito.

No sé sobre futbol ni finjo saber para encajar. No lo creo importante. Tampoco me importa que la gran mayoría de los mexicanos prefiera ver el futbol a leer o ir a la ópera. No es un tema que me apure. No creo que el trabajo de los creadores y los intelectuales sea andar casa por casa, como repartidor del Atalaya, tratando de convertir a los descarriados al santo camino de la inteligencia. El futbol no tiene la culpa de que en este país no se lea (como prueba están países como Inglaterra y Suecia, con altos índices de lectura y un enorme gusto por ese deporte). Si el hockey sobre pasto o el nado sincronizado fueran los deportes más seguidos en nuestro país, eso no cambiaría en nada el hecho de que tenemos un sistema educativo rancio y deficiente, al que en nada contrarresta la ineptitud de muchos padres o la incapacidad generalizada de los académicos para construir conocimiento significativo (que no es lo mismo que útil) para la sociedad que los mantiene. El país tendría los mismos índices de violencia social y doméstica (o tal vez hasta más, dirían algunos, por la inexistencia de espacios, como el estadio, para hacer “terapia grupal”), desempleo, analfabetismo funcional… porque las causas de todo esto no están en las canchas, en las televisiones o en los videojuegos. Estos son sólo los pretextos más socorridos, los chivos expiatorios clásicos para parchar nuestros fracasos tras fracasos tras fracasos como sociedad.

No me gusta el futbol y por eso no acostumbro a verlo. Como antes, prefiero las finales de la NBA, populares o impopulares, a quién le importa. Hay balones de todo tipo, redondos y variados como mundos posibles. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Blogs, Noviembre 2011

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