La historia de un artista —dibujante, ilustrador, historietista— al que los vaivenes de la vida siempre lo llevaron al mismo punto. Su testimonio es prueba de la resiliencia artística.

Un tren a Buenos Aires. Un puesto de diarios. Un niño con las ilusiones intactas. Una madre profesora de Bellas Artes. Una revista D’artagnan. Un viaje. Una historia. Un sueño. Un motor para ese sueño. Un inicio. Un motivo para empezar. Una pincelada para iniciar un cuadro. Una trayectoria. Carlos Barocelli, a los trece años, conquistó la profesión que lo acompañaría el resto de su vida. Aunque dejó pasar varios, se subió al tren que lo llamó a través de los parlantes de la estación.
Es sábado por la mañana. En la ventana de su casa sus perros buscan algún rayo de sol. Su esposa baldea la vereda. Sale de su casa, acaricia a sus mascotas, hace diez pasos hacia su izquierda y entra a su casa. Su escuela que lleva su apellido. Su casa donde hay gente de todas las edades con el lápiz en la mano. “No había espacios relacionados con la historieta, al arte conceptual, a la ilustración en nuestra ciudad”. No es sólo su lugar; funciona como contención a artistas que buscan su sitio.
Entre gatos y pedidos Carlos corre a través de la tinta. Siempre algún proyecto, alguna actividad, algo por hacer. No sabe no hacer. Termina un deber para iniciar otro. Un bucle de inspiración continua.

“Café, té, mate cocido. Todo, todo sirve”. Cuando él dibuja todos los elementos están a la orden. Los trazos negros mezclados entre acuarelas diluidas son un sello de su talento. Mezcla la rigidez de la carrera de arquitectura con la soltura del diseño gráfico. Cada líquido impregna de su característica la hoja. Carlos lo sabe. Carlos lo aprovecha. En esos detalles se gestan los mejores dibujantes. Su originalidad lo llevó hasta AC Estudio de Madrid, Edizioni Segni d’Autore de Italia, Editorial Pearson Education de Londres y Editorial Kapelusz, sitios donde entendieron la magia de crear por crear. Desde las tazas de su cocina en el barrio de La Sexta hacia editoriales llenas de prestigio.
“Hola, Baro” “Chau, barba”
Para algunos, Carlos. Para otros, profe. Para pocos El Barba. Para todos, el señor que les da la chance de soñar dibujando. Suena el timbre. Los niños terminan su clase y comienza la circulación entre los que entran y los que se van. En el patio interno confluyen. Se levanta y los saluda. No recuerda los nombres. Los saluda uno por uno. Devuelven el saludo. Se retiran en fila india con su carpeta y la sonrisa bajo el brazo. Carlos va todos los años a la Comic Con y a la Crack Bang Boom, eventos de historietas de Buenos Aires y Rosario. Se sienta y ve a los jóvenes disputar competencias de dibujos. Se sienta y se ve a sí mismo. Se sienta y refleja sus ilusiones del comienzo. Ellos son él; él tiene algo de ellos. Algo de su inicio está en los chicos que toman sus primeras clases. Ese nene que acompañaba a su madre a la facultad es ese hombre que siembra la tierra para generaciones futuras.
Aunque se reflejan las virtudes, en el espejo de la vida aparecen las vicisitudes. Para formar el camino hubo que echar cimientos. No fue fácil. Y no es fácil mantenerlos. Hubo que unir dos rutas que confluyan en esta nueva vía: el arte y enseñar.

—¿Y en esos chicos vos no te ves reflejado?
—Sí, sí, todo el día. Por eso tenemos una escuela de dibujo para enseñarles y que no sufran lo que sufrimos nosotros cuando estamos en esa edad.
El camino a la Siberia, el centro universitario de la Universidad Nacional de Rosario, está lleno de hojas amarillas. Viernes, todos corren. Algunos quieren llegar antes a su hogar. Otros, que sus obligaciones terminen rápido. En un salón lejano a la entrada los alumnos pintan. Tablones donde se comparten pinceles, vasitos con agua para limpiarlos y témperas. Ciento cincuenta alumnos en cuatro tablones. Manchas de pinturas, gotas azules y verdes en paredes blancas, bollos de papel. El desorden como método de elaboración. En la muchedumbre él deambula. Saco rojo a composé con su pantalón. Su ropa evita las suciedades producto del contexto. Camina. No se mancha. Camina y mira. Escucha. Enseña. Pide silencio. Hay silencio. Se saca el saco rojo. Se arremanga la camisa gris. En el mundo de los ruidos, 150 personas hacen silencio. La comisión es de 240, aunque hoy son 150. Explica la figura humana. Carlos está ahí, y con dos trazos de tiza simplifica la mente de 150 personas.
Pregunta si quedó claro, todos asienten. Se ríe. Busca el saco y el mundo de los ruidos vuelve a lo que era.
—Está loco —dice una alumna.
—No, sólo sabe mucho —corrige la de al lado.
* * *
Año 2002, Argentina salía de la crisis y Carlos entraba al reconocimiento. Un par de viñetas sueltas del soldado Kepprer, un personaje que nació y murió a la vez. “Una historia que nunca se publicó, porque nada, hicimos cuatro páginas y después no las hice más”. Ése fue el arma para presentarse al Concurso Iberoamericano de Cómics y Animación. Era la primera vez que se anotaba, y fue como un juego. Un juego que ganó, y fue la llave para trabajar con Solano López, dibujante del Eternauta. Una parte del escrito estaba carente de imagen. La responsabilidad había quedado en manos de Carlos, y entregada por el mismísimo historietista original. A veces jugar no es sólo para los niños.

—¿Por qué en su momento no se pudo publicar?
—No viene al caso, me parece, que yo cuente eso porque sería embarrar la cancha.

Luego de trabajar durante años con “no mi colega, sino mi maestro Solano López”, esta serie de dibujos quedó en un gris. El gris que duró quince años, y sigue persistiendo. Entre la muerte del autor de la primera parte y los problemas legales que eso conlleva, los motivos de su demora no son claros, aunque muestran que no todos los colores son puros. Muchas veces se mezclan dejando nuevas situaciones, que tienen derecho a ser parte del cuadro.
* * *
Laprida y Mendoza, la intersección del teatro El Círculo. Esa esquina, sinónimo de cultura rosarina, es lugar ideal para Carlos y su presentación de acuarelas. Una sala repleta de obras de arte. Y de gente también. El encargado del sector le cede la palabra al artista. Levanta la mirada y observa. Señala a sus amigos, a su familia, a sus alumnos. A los suyos. Hace un par de chistes y la sala se llena de armonía. Su discurso dura poco. Todo lo que se puede decir está en las paredes. Deja el micrófono y empiezan los saludos. Si bien las charlas varían, en todas existe un denominador común: un beso, un abrazo y un “gracias”.
“Es placer, sí. Te podrían no dar ni bola”. No le teme al olvido, pero reconforta no tenerlo cerca. Repite la palabra placer. Es eso. La satisfacción de que, más allá de culminar una colección de obras, hay algo más. Algo quedará y no será sobre los lienzos. Queda sobre la ropa después de cada palmada. Está en cada sonrisa por un comentario. Figura en cada despedida.

Un día todo el papel apareció en la pantalla chica. Y fue líder en las plataformas de streaming de trece países, cinco de ellos con una lengua oficial que no es el español (Brasil, Italia, República Checa, Eslovaquia y Turquía). En una semana, fue reproducida 58 millones 300 mil horas, el equivalente a mirar 39 millones de partidos de fútbol. Y en los grises, apareció el color. Desempolvar las hojas, y con ellas el recuerdo de años de trabajo en la oscuridad. El resplandor de una joya en el asilo cultural. Guardado en la retina de Carlos aparecen de nuevo las cámaras, las entrevistas y el reconocimiento.
En medio de su vorágine Carlos recibe propuestas gracias a la serie que no tuvo injerencia suya. Su figura recibe menciones a través de una producción que no tuvo una influencia propia. Entre tanto Barocelli, su apellido reflota por otros apellidos. El hombre con su ciudad ilustrada en su oficina es preguntado acerca de ángulos de cámaras y tramas. El trasfondo de historias que no pertenecen a su dueño.

En el barrio sigue estando. Su talento traspasa fronteras, aunque él sigue allí, a cinco cuadras de la Siberia y a metros de su escuela. Al lado de sus animales y su familia. Junto al mate y las facturas de la panadería de su esquina envía sus trabajos a diversas partes del mundo. Es que Carlos es eso. Carlos es Rosario. Esa ciudad que, en cualquier momento, aparece un destello de arte asombroso. Y a la vez imperceptible para la gran mayoría.

Siempre estuvo entre ser una figura reconocida y un ignorado en la ciudad que enalteció. Vaivenes de un personaje que muchas veces pasó inadvertido mientras la sociedad lo necesitaba. Necesitaba de cultura. Y lo sigue necesitando. En tiempos de zozobras es hora de que aparezcan los héroes de historieta. Esos héroes que primero leyó, luego dibujó y ahora son parte de su identidad.
En cualquier circunstancia que la vida le presente Carlos se sube al tren que lo tiene de pasajero toda una vida: agarrar el lápiz y hacer una obra más.
—¿En algún momento te sentiste estancado?
—Muchísimas veces.
—¿Y cuál fue tu solución?
—Dibujar más, dibujar más, hay que dibujar más. Cuando uno está estancado, hay que dibujar. ®
Este perfil está enmarcado dentro de la materia Seminario–Taller Integración II, a cargo del profesor Juan Mascardi, en la Universidad Abierta Interamericana sede Rosario.
Aquí: Escuela de Dibujo Barocelli.