Casinos y juego en Guadalajara

La moral instantánea

Ir o no ir a los casinos es algo que depende de la libre elección de personas mayores de edad. Y ante ello, a la autoridad no le corresponde prohibir la existencia de esos sitios de apuestas, sino regular su operación, viendo por la seguridad de quienes acuden a ellos y también por que ese tipo de negocios estén en regla, paguen impuestos…

En este caso, los casinos no tienen por qué tener un trato diferente —ni mejor ni peor— al que reciben bares, cantinas, cetros de espectáculos en los que hay venta de alcohol, etcétera.

Dicho de otra manera, el papel de las autoridades, en este ámbito, no es el de restringir —y menos aún conculcar— el derecho que cada ciudadano tiene para usar su tiempo libre y su dinero como mejor le parezca, en la inteligencia de que a ninguna persona adulta se le fuerza para que vaya, en contra de su voluntad, a un casino, a un “antro”, a un partido de futbol, a un concierto, a una plaza comercial o a un lugar de oración.

Ahora bien, si un casino opera de manera anómala, por supuesto que la autoridad tiene la obligación de intervenir, del mismo modo que debería hacerlo si esa irregularidad se presenta en un templo, en una sala de conciertos, en un bar, en una escuela, en una plaza de toros, en una librería, en un hospital, en una oficina pública o en cualquier otro lugar al que acuda equis número de personas.

Pero bajo ninguna circunstancia las autoridades —sin importar del nivel o el orden que sean— deben ponerse a moralizar como hizo en días pasados el gobernador de Jalisco [México], Emilio González Márquez, respecto de los ahora tan satanizados casinos.

Si éstos son o no benéficos para la economía jalisciense es algo que habrán de determinar las leyes del mercado, es decir, los empresarios del ramo y los aficionados al juego. Porque lo que la ley no prohíbe, está permitido. Y en el México de hoy, ése es el caso de los casinos, los cuales, eso sí, deben estar debidamente regularizados como también han de estarlo los demás lugares en que se da una concurrencia pública. Por ello resulta inaceptable y hasta risible que González Márquez, quien protestó solemnemente cumplir y hacer cumplir la ley, pretenda oponerse o censurar aquello que la ley permite.

No menos fariseo parece ser el caso del alcalde de Guadalajara, Aristóteles Sandoval, a quien no le queda el papel de censor de “antros” y casinos, sobre todo después de haber sido descubierto cuando asistió a este tipo de lugares en Estados Unidos, cuando se hizo acompañar, por cierto, de una funcionaria del mismo Ayuntamiento de Guadalajara.

“Sepulcros blanqueados” llama el Evangelio a las personas de doble moral, a ésas que se asustan del muerto pero se abrazan del cajón. La ganancia política es, asimismo, otro de los móviles que vendría a explicar esta doble conducta, desatada a raíz del deplorable atentado a un casino de Monterrey.

Ahora bien, la afición, el vicio o la patología de muchos tapatíos por el juego es otra cosa. Y en ello, territorio sagrado de la individualidad y el libre albedrío, los poderes públicos quedan al margen.

Cerrar los casinos no terminaría con el juego como prohibir la venta de alcohol no erradica el alcoholismo. En ambos casos, sólo se los enviaría a la clandestinidad, donde el Estado y sus instituciones de plano no tendrían ningún control sobre tales fenómenos.

Por cierto, esa inclinación tapatía por los juegos de azar no es un fenómeno reciente —de una o dos décadas atrás—, sino un gusto muy antiguo y arraigado como lo constató, hace cerca de dos siglos, un explorador y naturalista italiano, Giacomo Constantino Beltrami, quien pasó una temporada en la Guadalajara de los albores de la Independencia.

Después de elogiar muchas de las prendas de la ciudad y de referirse a los no pocos avances de la sociedad tapatía de principios del siglo XIX, Beltrami consigna algo que, a los ojos de ese visitante, corroía a “todas las clases de la sociedad”: el “juego de azar”.

En plan moralista, Beltrami escribe textualmente en 1824, el año en que estuvo en Guadalajara:

Este vicio [el de los juegos de azar] se halla bajo su aspecto más repulsivo en la casa del honrado ciudadano y en los antros licenciosos; pero peor todavía, ¿lo diré…?, en los conventos y los curatos. ¡Y las mujeres! Ellas se entregan también a este vicio con una avidez, y un apasionamiento que eclipsan su belleza y prostituyen su amabilidad, primer adorno del bello sexo. No las amo por este título: y bajo el telón para no dejarlas de estimar.

Guadalajara lo tiene todo para convertirse en la Atenas de México; pero antes que nada, debe dejar de ser su Corinto.

Esto lo escribió el mencionado señor Beltrami hace cerca de 200 años, cuando nadie hablaba de ludopatía y de otros términos ahora al uso.

Cerrar los casinos no terminaría con el juego como prohibir la venta de alcohol no erradica el alcoholismo. En ambos casos, sólo se los enviaría a la clandestinidad, donde el Estado y sus instituciones de plano no tendrían ningún control sobre tales fenómenos.

¿Entonces? Pues nada, que no hay más salida que regularizar debidamente ambas cosas y fomentar la educación para que haya jugadores responsables, bebedores responsables, aficionados al futbol responsables, ciudadanos responsables. ®

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Publicado en: Política y sociedad, Septiembre 2011

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