CIUDAD EXTRAVIADA

Guadalajara en un penoso llanto

En varios sentidos, hoy en día la zona metropolitana de Guadalajara aparece como una ciudad extraviada, una ciudad que no sólo pareciera haber perdido el rumbo sino, lo que quizás es todavía más grave, no sabe bien a bien a dónde quiere ir.

Mercado de San Juan

Más simbólica que cronológicamente se podría decir que desde las explosiones del 22 de abril de 1992 hasta los días que corren, las sucesivas administraciones municipales y estatales, no han podido —o no han querido— encarar racionalmente los problemas de la urbe.

Los ciudadanos, por su parte, han acabado por ser punto menos que espectadores, que ven cómo los problemas de su ciudad se acumulan, o se complican, ante el desatino o la impotencia de las autoridades, unas autoridades pasmadas, cuando no indolentes.

El desarrollo urbano, la movilidad ídem, la seguridad pública, los proyectos para que la ciudad tenga una fuente alterna de agua potable en el mediano plazo y la dotación de servicios públicos de calidad son sólo algunos de los renglones en que los gobiernos locales (del PRI, pero sobre todo del PAN) han sido altamente deficitarios y, en ocasiones, ejemplo de impotencia, decepción o fraude.

Por haber sido hecho sobre las rodillas —o por no haber calculado su alto costo económico y social ni haber medido otros graves inconvenientes— proyectos como el de Arcediano o la pretensión de construir la Villa Panamericana en los alrededores del parque Morelos acabaron por ser un fiasco.

Pero no un fiasco cualquiera, sino uno muy costoso: en dinero público, en tiempo perdido y en otros preciados recursos (sociales, patrimoniales y naturales) también penosamente desperdiciados.

Según datos oficiales, sólo por Arcediano —la fallida presa que se quiso construir en la barranca de Huentitán y acabó por convertirse en el mayor fracaso gubernamental registrado en Jalisco, en la era panista— se hizo un desembolso de 800 millones de pesos, centenas y centenas de millones que, literalmente, se fueron al caño.

No es ocioso decir que, a pesar de este tremendo daño a las finanzas públicas, ningún funcionario fue o ha sido sancionado por ello. Y no habría que pasar por alto los otros perjuicios que ese malogrado proyecto acuífero trajo consigo: la desaparición de la única comunidad rural que habitaba en el municipio de Guadalajara: el pueblo de Arcediano, arrasado por órdenes del entonces gobernador Francisco Ramírez Acuña y de quien fungía como director de la Comisión Estatal de Agua y Saneamiento, Enrique Dau Flores.

En la lista de pérdidas no habría que olvidar tampoco el puente de Arcediano, una construcción de valor patrimonial tanto por su diseño como por su antigüedad de 120 años. También se desmantelaron las plantas hidroeléctricas que, desde los años cuarenta del siglo pasado, funcionaban con la corriente del río Santiago, y se rebanó una buena parte de ambas laderas de la Barranca.

Habría que insistir en que, pese a tantos estropicios (quebranto económico, daño social, cierre de plantas generadoras de la Comisión Federal de Electricidad, afectación ecológica) ningún funcionario fue mínimamente sancionado.

Tampoco se sancionó a nadie por las cuantiosas pérdidas que para el Ayuntamiento de Guadalajara y para la ciudad en general dejó el fallido Proyecto Alameda, con el que se pretendía, primero, albergar a los atletas que el año venidero habrán de concurrir a los Juegos Panamericanos y que, posteriormente, serviría para comenzar a devolverle al centro de Guadalajara su muy mermado uso habitacional.

El Proyecto Alameda, concebido y operado por la administración municipal de Alfonso Petersen Farah, también dejó a los tapatíos un saldo lamentable: ruinas y lotes baldíos en los alrededores del parque Morelos; dinero público tirado a la basura, y la reconfirmada sensación de que México es el país de la impunidad.

Por el pago a sobreprecio de los terrenos (liquidados al doble de su valor comercial) ningún funcionario de la pasada administración tapatía fue sancionado y, lejos de ello, al principal responsable de ese costoso fracaso, hasta se le premió con un nuevo cargo público: la Secretaría de Salud de Jalisco.

El caso es que ahora las nuevas autoridades municipales no saben qué hacer con los terrenos del fallido proyecto Alameda. Demagógicamente, la regidora de Guadalajara, Alicia Cano, dice que se hará aquello “que demande la ciudadanía”. Y a como están las cosas, lo más probable es que las ruinas y los lotes baldíos que quedaron en torno al parque Morelos, del costoso sueño panamericano de Petersen Farah y compañía, acaben por ser no un área habitacional (algo que ya era), ni tampoco “corredor cultural” como piden algunos ingenuos hijos de las musas locales, sino una ampliación de otro megafracaso urbano: la Plaza Tapatía.

Más grave aún, porque se extiende a toda la ciudad, es el caso del rezagadísimo sistema de transporte colectivo de la zona metropolitana de Guadalajara. El abandono en que las autoridades han tenido este renglón de la vida urbana, de manera específica en las dos décadas recientes, ha sido causa determinante de otros problemas.

Uno de ellos, el crecimiento exponencial de vehículos particulares, que congestiona calles y avenidas, convirtiendo aceras y banquetas en zonas de estacionamiento. Otro, la explosión demográfica de cuidacoches, franelitas y ¡viene-vienes!, quienes no sólo han confiscado para sí la vía pública, sino convertido su oficio en el empleo (formal e informal) con el mayor índice de crecimiento.

Y todo ello porque las autoridades locales se han desentendido de sus responsabilidades y se han limitado a sobrellevar la decadencia de una ciudad que parece haber perdido el rumbo, una ciudad extraviada que no ha sabido ni podido estar a la altura de su pasado inmediato. ®

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Publicado en: Mayo 2010, Política y sociedad

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