Hubo un tiempo en el que los automóviles estadounidenses dominaron el mundo. Ese tiempo coincide con el del dominio de la industria estadounidense toda; con su penetrabilidad universal sin cortapisas. Fue la época de la pax americana que se extendió hasta mediados de los años ochenta. El periodo del cenit de la modernidad.
Pero el sistema-mundo es inestable. Evoluciona, modifica sus pautas, tendencias y enclaves con el paso del tiempo. La civilización occidental sufrió el cambio más radical desde el descubrimiento del Nuevo Mundo: pasó de ser un gigantesco esfuerzo colectivo libresco y humanista a ser un territorio espacio-cognitivo postliterario y posthumanista (Sloterdijk). Es la configuración, edificación y solidificación de la manera de concebir el tiempo y el espacio en el que se inscribe el Occidente contemporáneo. Es decir, es el cronotopo de la posmodernidad.
Justo éste es el arco de vida que cumple Walt Kowalski (Clint Eastwood), personaje eje y arquetípico de la nueva obra cinematográfica del magno realizador estadounidense. Heredero de las pesadillas guerreras de su país, apiló cadáveres y más cadáveres de soldados enemigos en la Guerra de Corea (1950-1953), muchos de ellos asesinados y torturados por sus propias manos. Fue obrero calificado ejemplar durante cincuenta años en una de las plantas más imponentes de la Ford Motor Company, la Highland Park de Michigan (“Would it kill you to use an American Car?”, dice con amargura a su hijo mayor, vendedor de autos de la Toyota). Ha descreído de su fe católica, pero mantiene intacto su sentido de la rectitud moral y de la decencia social de su nación.
Ve con sinsabor y no disimulada repugnancia a sus vecinos hmong, cultura que abarca etnias de Laos, Tailandia y Vietnam. Por supuesto, para él todos son “chinos”, “nipones”, o como contundentemente dice entre dientes al ver cómo matan a una gallina para cocinar, “damned barbarians”. El viejo Kowalski, sin embargo, no puede desprenderse de los ancestrales impulsos de su ser, que son los mismos de su nación: un rancio sentido de la moral lo impele a ser justiciero, a buscar el bien de acuerdo con sus propios parámetros y a conseguirlo de la única manera en que han sabido hacerlo desde su fundación: con base en el puro y simple derramamiento de sangre. Para la civilización estadounidense (por lo menos para buena parte de ella), la moral se impone a balazos.
De manera que cuando su vecino, el timorato adolescente Thao (Bee Vang), “Toad” o “Sapo” para Kowalski, se ve involucrado en contra de su voluntad con la poderosa pandilla de su primo, “Spider” (Doua Moua), el recientemente viudo, veterano de la 1ª División de Caballería del Ejército de Invasión, decide intervenir.
El “White Demon” (como puntualmente lo llama de guasa, una vez que la amistad comienza, la hermana de Thao, Sue, interpretada por Ahney Her) ha hecho su aparición y ahora sólo resta esperar lo inevitable: la imparable escalada de violencia que el estadounidense recto y blanco ha traído entre los extraños. Su primer sermón es su primer balazo y su primer balazo es el sello de su destino.
Y está, por supuesto, su más preciada posesión: un espléndido Gran Torino Sport 1972, color verde botella. Ensamblado en la propia planta de donde es jubilado, lo tiene desde nuevo y lo ha conservado intacto e impecable desde que salió de las líneas de producción. Es decir, el auto no es vintage. No es un pastiche reconstruido, modificado y adornado al gusto contemporáneo, sino que es la cosa real: uno de los últimos reductos de esa época de bonanza, paz y estabilidad norteamericana.
El Gran Torino de Walt Kowalski, más allá de ser motivo de anhelos, malas acciones y atractor de una violencia que irremediablemente terminará en un trágico desenlace, es el símbolo de lo que ya no es, lo que ya no puede ser. En medio de un vecindario atroz, completamente modificado, multirracial y decadente (como buena parte de los barrios medios de la nación norteamericana actual), el automóvil luce dislocado, fuera de contexto; majestuoso y deseable, sin embargo su tiempo ha pasado. Es una reliquia, un representante de una antigua magnificencia que no se repetirá jamás.
No obstante, se halla de manera inexorable en el terreno que hay para jugar. No hay otro. No hay más. El eventual sacrificio del viejo Kowalski significa la aceptación de que su línea de tiempo (¡el tiempo de la vieja modernidad!) ha concluido. Se ha cerrado, no hay nada más que hacer. Con todos los males que sin duda poseyó, y que en el filme son destacados por la agria y pedante actitud del protagonista principal, la civilización estadounidense tuvo y tiene todavía una cualidad invaluable: son la modernidad real; el ímpetu por forjar el futuro, por salvar el alma y por llevar las ventajas de la civilización occidental allí donde fuera posible. Hasta que el cronotopo de la posmodernidad los alcanzó, y al resto del mundo junto con ellos.
En este sentido, cuando después de morir hereda su Gran Torino a Thao y le pide en el testamento que no lo vulgarice como hacen con los autos de antaño los hispanos, los negros y los white-trash, realiza lo único que puede salvar a la civilización estadounidense y, por extensión, a la civilización occidental: transmitir lo mejor de ella a los nuevos jugadores, ya que más allá de que sean extranjeros, pobres o indolentes, son, viejo principio ilustrado, tan humanos como el que más, y en ese sentido capaces de inventar, imaginar y construir el porvenir, así sea en las peores condiciones; es decir, las actuales condiciones: sombrías, penosas y siniestras. ®