De la primera transición a la 4T

Tesis, antítesis… ¿síntesis?

La transición de los noventa es la tesis y la 4T su antítesis. En nuestro contexto político esto significa que la 4T, una de dos: destruirá o infundirá nueva savia en las instituciones republicanas. Aclarar esta cuestión es prioritario desde ahora, en la situación de interregno actual.

Carlos Salinas con Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y Margo Su.

La situación política actual de México por el triunfo electoral abrumador de Claudia Sheinbaum y la reafirmación de Morena en el poder, en perspectiva histórica, podría resumirse así: mientras que la transición a la democracia de los noventa fue producto de una rebelión de las élites, la hegemonía de la 4T iniciada en 2018 es movida por una rebelión de las masas contra carencias soterradas largamente sentidas, que un caudillo, el presidente López Obrador, atendió con programas sociales. El resultado ha sido la continua reafirmación de la hegemonía de Morena, envuelta en una retórica no republicana de buenos contra malos, enarbolada por un caudillo rijoso y arbitrario.

Los costos han sido altos en muchos sentidos y aumentarán conforme se conozca información a detalle. Mientras tanto, podemos poner nuestra mejor cara hegeliana a estos hechos y aventurar que si los gobiernos 4T vienen a ser la antítesis de los gobiernos de la alternancia, podría esperarse, dialécticamente, el surgimiento de una síntesis de ambos momentos en un futuro no lejano. Es un deseo personal con base en la constitución política, que reconoce dos tipos de democracia: la representativa y la participativa o directa. La democracia de la transición fue representativa, mientras que la de la 4T propende a ser directa o con aplanadora legislativa y judicial.

Podemos poner nuestra mejor cara hegeliana a estos hechos y aventurar que si los gobiernos 4T vienen a ser la antítesis de los gobiernos de la alternancia, podría esperarse, dialécticamente, el surgimiento de una síntesis de ambos momentos en un futuro no lejano. Es un deseo personal con base en la constitución política, que reconoce dos tipos de democracia.

Ambas formas no pueden convivir, apenas si pueden repartirse niveles de decisión en precarios equilibrios. La discusión debe considerar que la constitución da más importancia al sistema representativo que a la democracia directa. Es más detallada en las responsabilidades de funcionarios públicos y representantes electos, y tajante en la división de poderes. Su hipótesis fundacional es el funcionamiento normal del Estado, a diferencia de la definición de la democracia directa: parca, casi una coda del cuerpo legislativo.

La legislación de la democracia directa parece concebir una situación excepcional, como el estallido de una revolución, o algo así. En cambio, la legislación de la democracia representativa, sin negar al pueblo el derecho a la revolución, le impone conducirse dentro de los cauces establecidos por la constitución misma, que vienen a ser los de la democracia representativa. Estas distinciones quizá ayuden a evitar falsos debates, a menos que los heraldos de la democracia participativa traigan objetivos más trascendentes entre manos.

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Mi afirmación de que la transición de los noventa es la tesis (en el esquema de Hegel) requiere explicación: es la tesis en el sentido de que introduce un modelo de democracia a ser cumplido en la práctica, modelo que es casi una tesis escolar basada en bibliografía anglosajona y recomendaciones de gobierno por instituciones multilaterales. En la práctica, esta tesis se tradujo en una mengua del poder ejecutivo a favor de un mayor equilibrio con los otros poderes y la creación de agencias autónomas, que ocuparon espacios de poder importantes.

Al mismo tiempo, la élite del poder ejecutivo se compactó y se alejó cada vez más de las instancias administrativas inferiores, no digamos del sentir de la población. Al respecto debe reconocerse la dedicación de los programas sociales de los gobiernos de la transición, desde Carlos Salinas. Pero esa dedicación fue paternalista, condicionada a ciertas obligaciones. AMLO vendría a transformar la transferencia de recursos, repartiéndolos en efectivo y sin condiciones, al cabo que ya sabemos que la gente lo va a gastar en lo esencial. Una pareja de ancianos puede recibir seis mil pesos al mes, suficientes para mantenerse alimentada.

Recuerdo que Gabriel Zaid propuso una idea similar en El progreso improductivo, en 1978. En 2019 alertó sobre la manipulación política de que puede ser objeto el reparto en efectivo y propone una idea más razonable y práctica (“Reparto en efectivo”, Reforma, 29 de septiembre de 2019). Disculpen la digresión, pero el reparto en efectivo ha sido factor decisivo del apoyo popular a López Obrador y Morena.      

Retomando el hilo, buena parte de la primera transición se hizo a costa del poder ejecutivo, al que se estigmatizó de autoritario y absolutista, sin reparar en el funcionamiento y la evolución de la administración pública o la tecnificación de los procesos de toma de decisiones, que condicionan las funciones del ejecutivo. Dicho sea de paso, los estudios críticos de la administración pública mexicana son escasos y no están integrados a la historia política, como sería bueno que estuvieran. Su conocimiento ayudaría a comprender la transición de los noventa desde el punto de vista de las élites políticas de unas tres generaciones. Por eso digo “revuelta de las élites”.

Buena parte de la primera transición se hizo a costa del poder ejecutivo, al que se estigmatizó de autoritario y absolutista, sin reparar en el funcionamiento y la evolución de la administración pública o la tecnificación de los procesos de toma de decisiones, que condicionan las funciones del ejecutivo.

El modelo político de las élites colapsó en 2018 y surgió un presidencialismo —ahora sí— casi autócrata. Es legítimo preguntar por el contenido de esta antítesis. Si se le ve por el lado juarista, es casi una abjuración del espíritu republicano. Ahora acelera su aventura de la democracia participativa con la elección popular de jueces, trazando así el curso del gobierno entrante.

La presidenta entrante parece estar siendo llevada a un terreno que ella no eligió, por más de acuerdo que esté con el saliente. Ha hablado vagamente de “democracia participativa” o directa, sin entrar en detalles. Es natural que el espíritu republicano se alerte. Ya conocemos la propensión de la democracia directa a degenerar en demagogia, desde la clásica Atenas, no se diga en los últimos doscientos años en el mundo.

Como lo sabe bien la doctora Sheinbaum, la complejidad y la diversidad de los asuntos públicos requieren forzosamente expertos y una burocracia estable. Eso no se puede ni se debe eludir, lo cual no contradice el reconocimiento de espacios autónomos en asuntos que sean realmente autónomos, es decir, propios de la comunidad, barrio, colonia, que los vecinos puedan y quieran atender. Eso es participación cívica en el terreno. Pero, ojo, la iniciativa debe surgir de los grupos sociales mismos, no del proselitismo partidista o gubernamental.

Desde luego, siempre habrá asuntos graves que requieran tomar el pulso popular para integrarlo al análisis y tomar la decisión más sabia, no para regirse por él como si fuera un poder. No puede serlo porque el pueblo no puede ser institucionalizado, y su organización como movimiento permanente terminaría en caos o en policía vecinal. Su terreno es propicio para caudillos, no para ciudadanos republicanos libres.

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Un frase vinculada a la democracia directa es “cambio de régimen”, sin que se especifique su significado, sonando a demolición del régimen de la transición que gestionó su propio triunfo. Está en juego ahí un principio de reciprocidad y lealtad que sería incivilizado desobedecer. Lo que signifique “cambio de régimen”, el nuevo gobierno podrá hacerlo, no sin asegurarse de conocer bien lo que pretende demoler y prever las consecuencias.

La historia aceptada de la transición de los noventa es que México pasó de un “régimen autoritario” a uno plural, igualitario e incluyente ante la ley. Pero no aclara la aparente inconsistencia de que ese “régimen autoritario” haya cooperado de manera decisiva en la transición. La supresión o aceptación entre dientes de esta evolución de la clase política y otras élites facilita la confusión, donde “cambio de régimen” se confunde con destrucción institucional, sin prever las consecuencias, como hemos visto hasta la estupefacción.

No hay un “viejo régimen autoritario” a desmantelar, a menos que se piense en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, no en los de la transición, desde el gobierno de José López Portillo. Es claro que el régimen hegemónico del PRI no se resistió, sino que facilitó la transición desde 1978, con pausas y momentos violentos.

Contra esas ansias de inaugurar nuevas eras, les traigo la mala noticia de que no hay un “viejo régimen autoritario” a desmantelar, a menos que se piense en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, no en los de la transición, desde el gobierno de José López Portillo. Es claro que el régimen hegemónico del PRI no se resistió, sino que facilitó la transición desde 1978, con pausas y momentos violentos. El sistema fue cediendo en buena parte por colaboración de la élite gobernante. Esto no aparece mucho en la historia que se cuenta por ahí.

Ocurrió que una nueva generación de políticos y técnicos de gobierno, graduados de universidades extranjeras, presionados por la necesidad de recuperar confianza de los prestamistas comerciales y los inversionistas globales, presionado también por la sola existencia de los Estados Unidos como país democrático modelo y la protesta política en muchas partes de México, con foco en la capital, esa generación, decía, abrió cauces a la participación política de los partidos existentes y nuevas fuerzas que se manifestaron a lo largo de los años ochenta.

La presión de los Estados Unidos fue sutil, más de los mass media que de los poderes políticos, pero se aceptaba implícitamente que el sistema de gobierno mexicano debía ponerse más a tono con el de aquel país y la “comunidad internacional” en varios aspectos, principalmente en el comercial y los derechos humanos. Para tener un comercio floreciente había que tener un Estado de derecho más eficaz y transparente.

Las zonas de conflicto de vida y muerte, prexistentes a la transición, en tierras calientes, se volvieron más mortales. Uno no puede dejar de pensar en los más de seiscientos muertos del FDN y el PRD entre 1988 y 1997. Pero la mayoría de esos crímenes ocurrieron en los márgenes del poder que negociaba la transición. El grado de participación del gobierno de Salinas en hechos violentos y de otro tipo es tema aparte. Lo que quiero decir es que finalmente la élite del poder cedió, después del serio desafío de la candidatura de Cárdenas en 1988, una rebelión armada en Chiapas y un magnicidio en 1994. En esa época muchos nos sentimos más libres para expresar y compartir nuestro trabajo en medios de comunicación.

La transición propiamente empezó a ocurrir con su institucionalización durante el gobierno de Zedillo (con antecedentes importantes durante Salinas). Me detengo en este punto porque ha sido objeto de controversia y acusaciones de uso de la transición para enriquecimiento indebido.

Es cierto que las instituciones creadas para la transición crearon, a su vez, mercados de trabajo muy atractivos para profesionales, quienes aparecieron como una nueva clase político–administrativa de alto ingreso. Por no hablar de los partidos políticos, que se volvieron ricachones con dinero legal e ilegal. Más la imagen de un estilo de vida afluente de muchos actores de los medios de comunicación y que algunos se atrevían a ostentar.

Prepararse profesionalmente en el extranjero es una experiencia cosmopolita en sí misma, capaz de transformar a las personas, no del todo, pero sí de manera notoria en desempeño profesional, ideas políticas y económicas, horizonte cultural y maneras sociales.

Todo esto es cierto, pero no hay que hacer aspavientos. Prepararse profesionalmente en el extranjero es una experiencia cosmopolita en sí misma, capaz de transformar a las personas, no del todo, pero sí de manera notoria en desempeño profesional, ideas políticas y económicas, horizonte cultural y maneras sociales. Este tema tiene mucha miga y hay que abocarse a él para verlo como fenómeno sociológico, no como objeto de abominación. La creación y sucesión de las élites vis a vis el resto de la población es uno de los hilos conductores de la historia universal para bien y para mal.

Isaiah Berlin cuenta la historia de la desafortunada transformación de la élite rusa en los siglos XVII y XVIII. No lo pongo para ilustrar el caso mexicano, sino para subrayar la importancia del fenómeno en la historia mundial:

La mayoría de los historiadores rusos convienen en que el gran cisma entre los educados y la “gente oscura” en la historia de Rusia brotó de la herida infligida a la sociedad por Pedro el Grande. Llevado por su celo reformista, Pedro envió a jóvenes selectos al mundo occidental, y cuando hubieron dominado los idiomas del Occidente y las diversas nuevas artes y técnicas que surgieron de la revolución científica del siglo XVII, les hizo volver para que fueran los jefes de aquel nuevo orden social que, con implacable y violenta prisa, impuso a su patria feudal.
De este modo, creó una pequeña clase de hombres nuevos mitad rusos, mitad extranjeros, educados fuera de la patria, aunque hubiesen nacido en Rusia; éstos, llegado el momento, pasaron a formar una pequeña oligarquía empresarial y burocrática, colocada por encima del pueblo, y que no compartía aquella cultura todavía medieval; habían sido separados de ella irrevocablemente. El gobierno de esta enorme y rebelde nación se volvió cada vez más difícil, conforme las condiciones sociales y económicas de Rusia iban apartándose cada vez más del progresista Occidente. Al ensancharse la brecha, la élite gobernante tuvo que ejercer una represión cada vez mayor; el reducido grupo de los gobernantes se apartó cada vez más y más del pueblo al que debía gobernar (“La Intelligentsia rusa”, Pensadores rusos, FCE, 1979).

No sé el peso y alcance de las élites que surgieron en la segunda mitad de los ochenta, sólo que su surgimiento fue notorio y algo exhibicionista: profesionales jóvenes muy decididos, bien preparados en economía neoclásica o neoliberal, otros en políticas públicas y electorales. Los diseñadores de las instituciones de la transición política fueron profesores de teoría política, derecho, economía, administración pública e ingeniería electrónica. Resultó natural que abrieran mercados de trabajo para sus colegas, pues eran necesarios y estaban disponibles en cantidad y calidad. Ningún militante de Morena podría negar que ellos hacen lo mismo con sus correligionarios. Así que sería bueno bajar el tono a la historia de que la primera transición sirvió para enriquecer a unos cuantos.

Es cierto que ésa fue una transición de las élites: funcionarios de la administración pública, líderes de partidos políticos, poderes económicos, medios de comunicación, comentaristas, academia y organizaciones sociales. Pero su elitismo no la denigra, más bien la redime porque se tradujo en la creación de un entramado institucional modernizado para la vida política en una república democrática. Esto está de acuerdo con nuestra tradición republicana, desde Juárez.

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Un rasgo de la transición de los noventa fue la poca participación popular —agitada desde la oposición por López Obrador—. Hasta este punto transición era sinónimo de alternancia de poder entre partidos y coaliciones bajo un acuerdo de política económica neoliberal. Los contendientes no podían entablar discusiones de fondo porque estaban de acuerdo en lo esencial. Así que su antagonismo se desvió a las acusaciones y persecuciones por corrupción, clima alimentado por el propósito de cumplir el modelo político moderno, el spin de los escándalos por los mass media, la demagogia y la ineptitud de muchos políticos y la indignación popular, no libre de resentimiento.

La votación popular y de buena parte de la clase media por Morena en 2024 no debería estimular fantasías de formas de gobierno directas donde no hay condiciones. Donde las haya, es bueno que se respeten y apoyen. Si Morena decide ampliar e intensificar la participación popular en decisiones de interés público, lo mejor sería postular a sus candidatos como representantes institucionales, desde los ayuntamientos, congresos, gubernaturas y presidencia de la república. Todo por los canales constitucionales existentes.

La Constitución busca armonizar la libertad individual con el bienestar social. ¿Aspiran a algo más? ¿No saben que la propiedad de los recursos naturales del suelo, subsuelo, mares y espectro espacial es de la nación? ¿Para qué erigir un nuevo constituyente si lo que se quiere legislar ya está legislado en lo esencial?

En vista de la impracticable y muy casuística constitución de la Ciudad de México promulgada hace pocos años, uno sospecha que quienes hablan a favor de una nueva constitución nacional no conocen la Constitución de 1917. A ver, señoras y señores: ¿No saben que la Constitución Política de 1917 es la primera constitución con garantías sociales en la historia, sin dejar de reconocer la libertad individual? Mal que bien, la Constitución busca armonizar la libertad individual con el bienestar social. ¿Aspiran a algo más? ¿No saben que la propiedad de los recursos naturales del suelo, subsuelo, mares y espectro espacial es de la nación? ¿Para qué erigir un nuevo constituyente si lo que se quiere legislar ya está legislado en lo esencial? ¿Se requiere una revisión de este apartado de la constitución? Desde luego que sí, sin aspavientos de nuevos amaneceres de la historia.

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Otro capítulo de la constitución que está ahora en entredicho es el sistema representativo, que la transición de los noventa modificó un poco para mejorarlo, supuestamente. Si la 4T es tan juarista como su logotipo, lo primero que debería honrar es el sistema representativo en el que Juárez fue gobernador, juez, presidente de la corte y presidente de la república. Las venturas y desventuras de los liberales del siglo XIX están muy ligadas al establecimiento del sistema representativo y de división de poderes.

Menos se habla del México liberal de Juárez como modernizador de la administración pública. Los liberales del XIX demostraron ser administradores probos y eficientes en la penuria económica. La frase porfirista “Más administración, menos política” no significa que la administración haya sido inexistente o caótica. Díaz la modernizó y la amplió. Terminado el periodo de la revolución armada (1920) la administración volvió por sus bríos modernizadores con más ímpetu, estelarmente con Calles. En la década de los cuarenta ya se notaba la diferenciación de los políticos y los técnicos (véase El dilema del desarrollo económico de México, Raymond Vernon, Editorial Diana, 1966).

Conforme la administración pública creció, la disparidad entre la alta y la baja burocracias creció también. Se formó una élite administrativa muy competente, celosa de su dominio y exigente de credenciales a los entrantes. Esa élite dejó de encajar en la retórica y los rituales del PRI. Al optar por la integración económica a Norteamérica optó también por el sistema político y en gran medida por los valores de Estados Unidos. Esto no significa que hayan cometido deslealtad, es sólo que la marea de la historia los llevó a abrazar el modelo norteamericano, asumiendo que era la mejor manera de modernizar a México.

Esta clase administrativa cooperó con la transición a la democracia en los años noventa y después. Su compromiso con la democratización fue o sigue siendo parte de su modernidad. Abrió cauce, su legado ahí está. AMLO y la 4T llegaron al poder por su vía, no merece ser echado al basurero de la historia.

Decía al empezar que la transición de los noventa es la tesis y la 4T su antítesis. En nuestro contexto político esto significa que la 4T, una de dos: destruirá o infundirá nueva savia en las instituciones republicanas. Aclarar esta cuestión es prioritario desde ahora, en la situación de interregno actual. Mi deseo es que el nuevo gobierno modere sus ínfulas fundacionales, respete los cauces constitucionales, se aboque a rehacer la administración pública y meta orden en el gasto.

Con un gobierno así se consumaría la síntesis en el sentido indicado: modelo republicano, atención prioritaria a los problemas sociales y respeto a la libertad individual. Esto resume la lucha de México en los últimos cien años. Más vale consumar esta era antes que inaugurar otra. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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