¿Acaso el amor es una construcción colectiva para dotar de sentido lo que no podemos explicar? Si el amor es una respuesta a nuestra soledad existencial, entonces amar es el intento desesperado de combatir el vacío, de fundar una realidad en la que no estamos solos.

Hay un momento casi imperceptible en el que algo germina. No sabemos exactamente cuándo ni cómo comienza, pero un día nos descubrimos esperando un mensaje, buscando una excusa para alargar una conversación o simplemente sintiendo la presencia de alguien como parte de nuestra rutina. Pero no cualquier rutina, sino una rutina extraordinaria.
Quizá el amor empieza ahí, en el asombro de lo cotidiano. No en el deslumbramiento inicial, sino en el reconocimiento de que alguien se ha vuelto parte de nuestra vida de un modo tan sutil que no nos habíamos dado cuenta de cuándo ocurrió. De pronto, una persona que era un completo extraño se convierte en un hogar.
¿Qué es lo que realmente hace que el amor nazca? ¿Es el deseo, la atracción, la idealización? ¿Es un capricho del azar o la consecuencia inevitable de nuestras carencias y anhelos? ¿Acaso el amor es una construcción colectiva de nuestra especie para dotar de sentido lo que, en el fondo, no podemos explicar? Si el amor es una respuesta a nuestra soledad existencial, entonces amar es el intento desesperado de combatir el vacío, de fundar una realidad en la que no estamos solos.
Amamos porque queremos ser vistos. Nos quedamos en el silencio del otro porque en su atención encontramos nuestra existencia reflejada. En ese sentido, el amor es un espejo en el que buscamos nuestra propia imagen.
Raymond Carver, en De qué hablamos cuando hablamos de amor, nos da una imagen poderosa: el sonido del corazón, el ruido humano, el silencio compartido. Amar no es solamente hablar, sino escuchar y ser escuchado. Quizá el amor no sea otra cosa que el deseo profundo de ser reconocidos en la multitud.
En un mundo ruidoso, donde todos hablan, pero pocos escuchan, el amor es el acto revolucionario de la atención. Amamos porque queremos ser vistos. Nos quedamos en el silencio del otro porque en su atención encontramos nuestra existencia reflejada. En ese sentido, el amor es un espejo en el que buscamos nuestra propia imagen. Queremos ser reflejados, que nuestra existencia sea confirmada por otro ser humano.
Por eso la ausencia duele tanto. Porque el amor es presencia. No necesariamente la presencia física, sino la certeza de que alguien nos lleva consigo, de que nuestros pensamientos habitan en otro, de que somos parte de un mundo que no es sólo el nuestro. Quizás el amor sea la promesa silenciosa de que no desapareceremos del todo mientras alguien más nos recuerde.
En La identidad Milan Kundera plantea una pregunta inquietante: ¿qué nos queda de nosotros mismos cuando nos mezclamos con el otro? Amar es, de alguna manera, una disolución de la individualidad. Con el tiempo, dejamos de saber con certeza qué hábitos, gestos y palabras eran nuestros y cuáles hemos tomado del otro. Nos transformamos.
Amar es diluirse, abandonar parte de lo que somos para abrazar lo que el otro es. Pero en esa fusión también hay peligro. Si nuestra identidad se entrelaza demasiado con la del otro, ¿quiénes somos cuando esa persona se va? La disolución de la identidad en el amor es a la vez un renacimiento y una pérdida. Es la creación de un “nosotros” que puede sofocar al “yo”. Kundera nos recuerda que el amor puede ser el fin de la soledad, pero también el fin de la autonomía.
Y si amar es perderse en el otro, entonces el amor es una apuesta contra el miedo a la desaparición. Nos lanzamos a los brazos del otro para no enfrentarnos al abismo de estar solos, y, sin embargo, en esa entrega total, ¿no nos arriesgamos a desaparecer de otro modo?
Esta pregunta encierra una de las mayores incertidumbres humanas: si cada decisión moldea el futuro, ¿cómo podemos saber qué es lo correcto? O más aún, ¿cómo podemos desear algo con certeza cuando no sabemos qué consecuencias traerá? Schopenhauer veía el deseo como una fuerza irracional que nos esclaviza, mientras que Nietzsche lo consideraba una afirmación vital de nuestra voluntad de poder.
Podemos analizarlo desde distintos ángulos. Primero, está la noción de que el futuro es un cúmulo de posibilidades, y nuestras elecciones lo van acotando. Esto implica que nunca podemos ver el cuadro completo antes de decidir, sólo intuimos sus formas en el presente. Elegimos con la información que tenemos, con los valores que nos guían y, muchas veces, con el impulso del deseo. Pero si el deseo también está condicionado por nuestro contexto, nuestras experiencias pasadas y nuestras expectativas, ¿es verdaderamente nuestro?
Amamos no porque sepamos que será para siempre, sino porque en ese instante sentimos que vale la pena. Amar es elegir, aun a sabiendas de que podemos equivocarnos, porque en esa elección descubrimos quiénes somos y qué deseamos.
Otra forma de abordarlo es desde la incertidumbre inherente a la vida. Si el futuro es incierto, quizás la pregunta no debería ser cómo saber qué debo querer, sino cómo aprender a estar en paz con la incertidumbre de querer algo sin garantías de que será lo correcto. No podemos prever todas las ramificaciones de nuestras elecciones, pero sí podemos vivir con la convicción de que cada elección nos revelará algo sobre nosotros mismos.
Tal vez el amor es eso: la aceptación de la incertidumbre. Amamos no porque sepamos que será para siempre, sino porque en ese instante sentimos que vale la pena. Amar es elegir, aun a sabiendas de que podemos equivocarnos, porque en esa elección descubrimos quiénes somos y qué deseamos.
Albert Camus decía que la verdadera desgracia no es no ser amado, sino no saber amar. Y quizá amar es, antes que nada, aprender a hacerlo. No porque el amor deba ser un esfuerzo forzado, sino porque nadie llega a él en estado puro.
Cada persona ama como aprendió a amar. Llega con cicatrices, con miedos, con expectativas. Crecemos con ideas distintas sobre el afecto, moldeados por nuestras experiencias, por la presencia o ausencia de quienes debieron amarnos primero. Tal vez por eso amar es también un acto de traducción: aprender el idioma emocional del otro, descubrir cómo ha sido amado y cómo necesita ser amado.
Y, sin embargo, en el amor, esas diferencias encuentran un punto de encuentro. Es fascinante cómo dos personas que han sido amadas de maneras tan distintas logran construir algo nuevo. Un amor que no existía antes de su encuentro. Una forma de amor que es solo suya.
Queramos o no, el amor tiene un componente de egoísmo. Nadie ama sin querer ser amado de vuelta. Nos entregamos, sí, pero también esperamos. Esperamos ser correspondidos, ser elegidos, ser necesarios. Incluso el amor más puro tiene algo de deseo de permanencia.
Por eso el amor es un acto de fe. Cuando amamos nos volvemos vulnerables. Entregamos algo nuestro sin garantías, con la esperanza de que el otro lo reciba y lo cuide. No hay certezas absolutas, sólo la promesa tácita de que el otro también quiere sostener lo que hemos construido.
Al final, el amor es el ruido humano. La certeza de que alguien nos escucha, de que no estamos solos en el mundo. Amar es encontrar a alguien con quien compartir el ruido de la vida, alguien que nos entienda sin necesidad de palabras, alguien que se quede incluso en el silencio.
Pero, cuando todo se reduce a ese ruido, ¿qué nos queda?
¿Es ahí donde realmente comienza el amor? ®