La aventura por excelencia del héroe mítico es la del viaje al Más Allá, al Mundo de los Muertos, Tártaro, Inframundo o Infierno. Aunque se trata de un oscuro y temible reino al que se entra cuando uno muere y del cual ya no se retorna, algunos mortales o semidioses han conseguido descender a sus dominios y luego emerger sanos y salvos a la superficie.
—Dime, amigo mío, dime, amigo mío, dime la ley del mundo subterráneo que conoces.
—No, no te la diré, amigo mío, no te la diré. Si te dijera la ley del mundo subterráneo que conozco, te vería sentarte para llorar.
—Está bien. Quiero sentarme para llorar.
—Lo que has amado, lo que has acariciado y que placía a tu corazón, está hoy cubierto de polvo, todo eso está sumido en el polvo…
—del Poema de Gilgamesh
Dentro de la mitología es frecuente encontrar en la aventura del héroe la fórmula que estructura los ritos de iniciación: separación – iniciación – retorno. Cuando empieza lo que será la hazaña, el viaje mismo del héroe, hay un tránsito del mundo cotidiano, el de todos los días, hacia un mundo sobrenatural lleno de portentos; allí se enfrentará a pruebas, tendrá aliados y adversarios, conocerá realidades asombrosas y sufrirá una transmutación interior de la que emergerá conociéndose mejor, teniendo mayor conciencia de sus fuerzas. Luego, el héroe regresará al mundo del que partiera al principio, pero con la posibilidad de entregar algún tipo de don, mensaje o guía a sus pares. A veces es capaz de regenerar una sociedad entera, pero otras veces su regalo o sabiduría descubierta es ignorada o despreciada por los demás (caso común entre aquellos artistas que son reconocidos generaciones después): todo es cuestión de “coyunturas simbólicas”, de que el mundo esté o no preparado para recibir su aporte.
La aventura por excelencia del héroe mítico es la del viaje al Más Allá, al Mundo de los Muertos, Tártaro, Inframundo o Infierno, como prefiera llamárselo (a veces incluso se le llama “Hades”, como el dios). Aunque se trata de un oscuro y temible reino al que se entra cuando uno muere y del cual ya no se retorna, algunos mortales o semidioses han conseguido descender a sus dominios —motivados por alguna interrogante, prueba impuesta o asunto a resolver— y luego emerger sanos y salvos a la superficie. En general, los mitos reportan la necesidad de una preparación espiritual previa a embarcarse en esa travesía, la que solía consistir en rituales, purificación o sacrificios. No se puede tomar a la ligera el contacto con la muerte, con el misterio de lo ominoso, e incluso con los territorios de nuestra Sombra, la personal y la colectiva (en el sentido junguiano, el lado oscuro de la personalidad, los aspectos rechazados y negados por nosotros mismos o nuestras sociedades). Muchas veces a los héroes se les escapa de las manos el botín que arduamente consiguieron en el Más Allá —es el caso de Orfeo, Gilgamesh y Psique—, pero siempre regresan más sabios, convertidos en ejemplo, y hasta con conocimientos de carácter iniciático que a veces terminan inaugurando tradiciones fúnebres; fue el caso de los conocimientos órficos sobre el alma después de la muerte, que influyeron posteriormente en el cristianismo.
Aparece también, en muchas de estas historias, la figura del guía o “ayudante sobrenatural”, como lo llama Joseph Campbell en su famoso estudio sobre las etapas y vicisitudes del viaje del héroe. Es un maestro, un incitador que orienta, en ocasiones incluso es una presencia directa que nos conduce al otro mundo; dentro del mito clásico, el dios que cumple este papel por excelencia es Hermes o Mercurio quien —por ejemplo— guía a Hércules en su descenso al Inframundo. Dante tuvo a Virgilio (quien es reemplazado luego por Beatriz al llegar al Paraíso); Ulises a Circe; Eneas a la Sibila; Psique a una torre que la aconsejó. Implican una dosis de confianza por parte del héroe, un arrojo para seguir el llamado a la aventura, seguro de que sus guardianes aparecerán. Ellos representan el apoyo de nuestra personalidad consciente dentro de ese ámbito mucho más grande que nos adentramos a explorar, el inconsciente; son como el hilo de Ariadna, que devuelve al héroe sano y salvo luego de sus andanzas en el laberinto.
Casi todos los viajeros al Inframundo llegan a “entrevistarse” con Hades, el Dios de los Muertos, o con su esposa Perséfone. Dante, que pertenece a otra tradición, se cuelga de las barbas del mismísimo Demonio, pero no establece una relación personal con él; Inanna y Gilgamesh, por su parte, tampoco encuentran a Hades porque se trata de una mitología distinta que la grecorromana, la mesopotámica). Orfeo consiguió llegar hasta el Dios de la Muerte embrujando con su música a todo guardián que se le pusiera enfrente, y hasta dicen que durante algunos momentos las almas del Inframundo olvidaron sus pesares; Hades, conmovido, accedió a entregarle a Eurídice y dejarlos regresar a la vida, pero le puso aquella condición de no mirar atrás que lo hizo fracasar (como a todo el que queda ligado obsesivamente al pasado). Psique, que bajó a los Infiernos por encargo de Afrodita para pedirle a Perséfone que le donara un poco de su belleza en un cofrecito, logró su cometido (por desgracia, abrió el frasco y cayó en un profundísimo sueño), pero no sin antes sortear las trampas de la anfitriona: como Perséfone bien sabía, se supone que si uno come algo en el mundo de los muertos debe permanecer allí para siempre, así como si se sienta en la silla del olvido quedará inmovilizado, pero Psique estaba bien asesorada. En cambio, Teseo y Piritoo, los “playboys” de la Hélade, quedaron sentaditos por toda la eternidad luego de que Hades los recibiera con una opípara cena, muestra de su (falsa) hospitalidad; Teseo pudo regresar a la superficie, finalmente, cuando fue rescatado por Hércules, quien en cambio no pudo salvar al colega de juergas del héroe ateniense. Precisamente, el encuentro con Hades más insólito que haya protagonizado un emprendedor de estos tenebrosos descensos fue el del mismo Hércules, quien debía llevarse al Cancerbero (¡con menudo bozal, me imagino!), quizás el trabajo más difícil de los doce que le asignaron: una versión cuenta que Hades concedió su permiso siempre y cuando el héroe lograra dominar al perro de tres cabezas sin armas, sólo con su fuerza bruta. Pero existe otra interpretación según la cual el dios se opuso a entregar a su perrito consentido y entonces el decidido Hércules derribó a Hades de una pedrada, o bien con sus flechas, obligándolo así a prestarle a su poco amistoso can (y también a concurrir al hospital del Olimpo). Por su parte, durante la estadía de Ulises en el Tártaro ni Hades ni Perséfone se le aparecieron cara a cara, pero ésta estuvo “moviendo los hilos” y haciéndole sentir su presencia invisible durante toda su estadía.
El descenso a los infiernos se emprende por razones muy diversas: por amor, por conocimiento, por obligación —o sea, sin que medie decisión alguna de nuestra parte—, por servicio —generalmente para obtener algo a cambio—, por egocentrismo o desafío, por encontrar una guía o apoyo para el futuro, entre otras motivaciones. En mi trabajo en los talleres de escritura siempre digo que para realmente poder sacarle partido a la mitología tenemos que permitir que las imágenes resuenen en nuestra vida personal y sus procesos exploratorios; aquí mencionaremos algunas historias míticas como punto de partida. Enfrentarse a la muerte es estar dispuestos a abandonar toda certeza, a entregarse a lo que no se puede anticipar ni cambiar por la voluntad solamente. Es aventurarse en lo desconocido y terrorífico de nuestras profundidades psíquicas, de nuestras experiencias de vida, en la esperanza de un retorno a la superficie con una integración mayor de la totalidad de nuestros aspectos. Y por si esto fuera poco, puede ser además la búsqueda de una resurrección simbólica, de la digna culminación del más trascendente viaje heroico de todos: el de nuestra propia vida.
Ulises (Odiseo)
A Ulises, el astuto, de nada le valieron las tretas cuando pidió regresar a su patria luego de un año de amor y magia: Circe lo mandó al mundo de los muertos para que interrogara al vidente Tiresias sobre su regreso a Ítaca, y ésa fue la condición bajo la cual lo dejaría partir. Ulises lloró desconsolado cuando la maga le anunció que debería emprender este viaje hacia lo desconocido, pero al final se resignó, aunque no sabía muy bien cómo habría de llevarlo a cabo:
¿Ah, Circe, quién va, pues, a guiarme en ese viaje?
Hasta el Hades nunca nadie llegó en una negra nave.
Es un viaje por conocimiento, para elucidar cómo hemos de recuperar el rumbo hacia nuestra patria, nuestro hogar simbólico, nuestra Ítaca. Puede equipararse al psicoanálisis u otro tipo de terapia o exploración personal significativa. Se trata de un proceso doloroso y nada fácil, pero que en algún momento habrá de emprenderse si pretendemos volver a nuestro núcleo más rico y profundo, sobre todo cuando hemos perdido nuestro propio rastro.
Dante
En la historia de Dante el viaje también se emprende por conocimiento, pero se da un paso más allá de lo meramente personal: es un viaje para explorar el universo mismo, ver a Dios, entender el misterio (y de paso organizar todo el bagaje teológico del cristianismo en una visión convincente y poética).
Éstas son las conocidas palabras escritas sobre la Puerta del Infierno. Deben ser ciertas, pues el autor de La Divina Comedia aseguraba haber hecho la travesía al Infierno personalmente (además de su visita por el Limbo, el Purgatorio y el Paraíso, estaciones que ahora no nos ocupan aunque tengan aire acondicionado). En la historia de Dante el viaje también se emprende por conocimiento, pero se da un paso más allá de lo meramente personal: es un viaje para explorar el universo mismo, ver a Dios, entender el misterio (y de paso organizar todo el bagaje teológico del cristianismo en una visión convincente y poética). Pero el viaje también se emprende aquí por motivaciones individuales: ¿qué mejor imagen de la crisis de la mediana edad y sus cuestionamientos que este inicio de la obra? (Dante tenía treinta y cinco años cuando viajó al Infierno):
A la mitad del viaje de nuestra vida me encontré en una selva oscura, por haberme apartado del camino recto. ¡Ah! ¡Cuán penoso me sería decir lo salvaje, áspera y espesa que era esta selva, cuyo recuerdo renueva mi temor; temor tan triste, que la muerte no lo es tanto!
Perséfone (Proserpina)
El rapto de Perséfone y su descenso al Inframundo (del cual luego será Reina y Señora) es el típico viaje que se inicia por obligación, por la fuerza, y puede cambiar la totalidad de nuestro destino. No queremos emprenderlo, pero las circunstancias nos obligan a enfrentarnos con el sufrimiento (“lo infernal”) y llegar a algún tipo de equilibrio, si es que sobrevivimos. Se me ocurren detonantes como la muerte de un ser querido, ruptura de una relación importante, depresión grave, abuso sexual, tortura, prisión, diagnóstico terminal, extrema pobreza… por desgracia la lista podría seguir. Este rapto de Hades, que termina con la vida inocente y despreocupada de Perséfone (como todo suceso traumático y excesivamente doloroso lo hace con la nuestra), es una de sus muy infrecuentes salidas a la superficie. A un nivel simbólico, tampoco es de extrañar que la pareja, soberana de los muertos, no haya tenido jamás descendencia.
Hércules (Heracles)
Emprendemos el viaje con un objetivo concreto, nos enfrentamos a nuestra Sombra y dominamos nuestras pasiones más destructivas para lograr una vida mejor. Hércules inicia este descenso para cumplir con uno de sus famosos trabajos —en este caso, presentarle a Euristeo el guardián canino de las puertas del Hades, el Cancerbero—; el héroe estaba dispuesto a cualquier cosa para lograr prestar este servicio: además de la supuesta pedrada a Hades, Hércules tuvo muchas luchas durante su pasaje por el Inframundo.
Psique
Éste es un viaje que se emprende por amor (aunque también podría clasificarse como un viaje por servicio, como el anterior, ya que se trata de una prueba impuesta por Afrodita para que Psique recuperara a Eros). Pasamos por una etapa difícil en una relación, pero la convicción de que vale la pena y de que estamos luchando por algo importante nos da fuerzas.
Orfeo
Otro viaje por amor, pero ligado a la nostalgia y la añoranza que suelen provocar la separación y la muerte. No nos resignamos a una pérdida, a un duelo, y nos es imposible dejar de mirar hacia atrás: estamos congelados en el tiempo. Permanecemos hundidos en el dolor, en el infierno, por no poder superar este sufrimiento y volver a la vida.
Teseo
En el viaje por egocentrismo o desafío nos sumergimos en el infierno por razones casi inconscientes, autodestructivas e incluso frívolas. Teseo y Piritoo, luego de sus fallidos matrimonios, decidieron que sólo se casarían con hijas de Zeus, así que primero raptaron a Helena de Troya y después bajaron al reino de los muertos para llevarse a Perséfone. La aventura resultó desastrosa, ya que Hades les tendió una trampa y, de no haber sido por Hércules, Teseo hubiera quedado encerrado allí para siempre (de todos modos, el episodio le costó el trono). Todo tipo de adicción caería en este modelo de viaje, del cual generalmente se hace necesario un rescate externo para poder volver a la superficie.
Eneas
Similar al viaje de Ulises, en este modelo Eneas busca la guía y el apoyo paterno, el consejo del alma de Anquises, por verse desbordado de problemas e incertidumbres y no saber hacia dónde seguir. Su padre sería una figura interiorizada, ya que está muerto, pero al conectarse con él se hallan las respuestas: la buena base afectiva redunda en la seguridad personal del individuo. Como en otros casos, aquí también estamos frente a un proceso de autoconocimiento, pero la motivación de Eneas para su descenso al Inframundo está, además, en el cometido y la responsabilidad que carga sobre sus hombros de fundar una nueva Troya (que después sería nada menos que Roma). Es decir, no se trata solamente de una fase de indagación personal, sino que se busca repercutir también en lo social, en lo colectivo. El descenso de Ulises, en cambio, busca respuestas orientadas exclusivamente a su vida individual.
Gilgamesh
El héroe mesopotámico viaja al mundo de los muertos en busca de la inmortalidad (en este caso, representada por una planta de la vida eterna que Gilgamesh rescata de las aguas de la Muerte, pero luego desgraciadamente vuelve a perder).
El héroe mesopotámico viaja al mundo de los muertos en busca de la inmortalidad (en este caso, representada por una planta de la vida eterna que Gilgamesh rescata de las aguas de la Muerte, pero luego desgraciadamente vuelve a perder). Este tipo de viaje no es usual: en general, cuando lo emprendemos no lo hacemos por el conocimiento en sí, sino por la trascendencia; se trata de una lucha desesperada contra la condición de mortal de los hombres, que quizás podría acercarse a una búsqueda religiosa (en el sentido más profundo del término) de sentido. Al comparar la epopeya de Gilgamesh y la crónica de su grandeza, no sería justo decir que los motivos de Ulises, Hércules y tantos otros para perturbar el misterio del inframundo son triviales: simplemente, las escalas de lo divino y de lo humano son distintas.
Inanna
La diosa sumeria del Amor, de la Guerra y la Fertilidad, representante de los tiempos del matriarcado, descendió al Inframundo para reclamarle a su hermana/alter ego Ereshkigal —ambas son dos aspectos complementarios, la luz y la oscuridad— el dominio sobre el reino de los muertos, además de cielo y tierra donde Inanna ya gobernaba. Tuvo que pasar siete puertas en cada una de las cuales debió despojarse de sus ropas reales y objetos valiosos hasta llegar desnuda frente a los jueces, que la miraron con la mirada de la Muerte y la convirtieron en un cadáver, posteriormente colgado de una estaca. Como ella había instruido a su mensajero Nishubur para que buscara rescatarla si no regresaba a los tres días, éste logró (luego de intentos fallidos con otros dioses) el apoyo de Enki, quien ideó una maniobra para resucitarla. Inanna logró regresar al mundo de los vivos, victoriosa, y voló por todas las ciudades de Sumeria rodeada de una legión de muertos que salieron con ella (¿semejanzas con Jesucristo, cuya historia es un milenio posterior? “Descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos…”).
El viaje de Inanna es el mejor modelo de conexión con nuestro propio inconsciente, cuando por el detonante que sea nos aventuramos a descender corriendo riesgos y con el fin último de ganar total control sobre todas las esferas de nuestro ser (no sólo el ego). Podría ser también una metáfora de la depresión, ese estado de perpetuo aislamiento en el inframundo, lejos del mundo de los vivos, pero con la esperanza de que aquellos ayudantes que dejamos en el territorio de la conciencia hallen la forma de rescatarnos y hacernos resucitar. Y sobre todo, como cualquier descenso al mundo de los muertos, es un enfrentamiento con nuestra propia mortalidad: aun los dioses quedan atrapados por ella, inclinando la cabeza ante a sus designios; una y otra vez, frente a cada puerta, le repite el guardián de la tierra de donde no se vuelve: “Oh Inanna, no investigues los ritos del mundo inferior”. Es el camino de las pruebas, del cual tendremos que salir fortalecidos o morir en el empeño. ®
[Textos del taller virtual de Mitología y Escritura de Gabriela Onetto.]
Martín Vázquez
Excelente descripción sobre la importancia e influencia del mito en el desarrollo de nuestras vidas personales. El texto es rico en contenido, pues expresa sintéticamente los elementos esenciales de esta fase iniciática en la evolución de nuestra personalidad: el descenso a los infiernos. De inmediato se nota la influencia de la psicología de Jung, y de la estructura del mito del héroe de J. Campbell. En este sentido, el texto va más allá de lo descriptivo al aportar un sentido pedagógico que puede servir como una introducción a la persistencia simbólica del mito en nuestras sociedades contemporáneas. Por lo tanto, habría que preguntarnos sobre el modo y formas en que la estructura simbólica del mito del héore ha sobrevivido en nuestra cultura. Finalmente, en lo personal, el texto logró inquietarme en muchos puntos de quiebre de mi subjetividad, y por ello doy inmesas gracias a la autora.
Martín